Biel & Marcos (5) Alianza

Simplemente Biel: el reencuentro. Una tórrida cita con el pasado y un presente fogoso en medio del frío y el hielo.

Para recuperar todos los capítulos de “Simplemente Biel”, pinchad en mi perfil: http://www.todorelatos.com/perfil/1374273/


–Buenos días, chico. ¿De dónde sales tan... temprano?

Mi cara era un poema. Nada más cruzar la puerta del vestíbulo, con mi mochila negra cargada en mi espalda, llena de la ropa del día anterior en una estratagema bien meditada... vi a mi padre sentado en la butaca bajo el retrato de familia. Fumaba. ¡Fumaba!

Año 2001. Frío enero en Berlín. Diez años atrás...

Yo sólo era un pipiolo de quince años entrando a las seis de la mañana, silenciosamente, con mi sudadera gris y mi gigantesco número ocho de la suerte estampado en su fibra de algodón.

–¡Papá! Me has asustado –dije cerrando la puerta con sigilo, con el pulso tembloroso– Yo, yo... –tartamudeaba– estaba en casa de Hilda...

No quería que me pillaran volviendo a esa hora a casa... y mi padre ahí estaba.

–No estabas en casa de Hilda. Y ojalá lo hubieras estado.

Mi padre se alzó de la butaca, amenazante, apagó el cigarro en la mesilla lateral y se encaró hacia mí. Tenía pinta de no haber dormido en toda la noche.

–¿Desde cuándo fumas...? –le pregunté con mi cara de corderito a punto de ser degollado.

–No lo sé, hijo, ¿tal vez desde que desapareces toda la noche con apenas quince años? ¿¡Qué está pasando Biel!?

Bajé la cabeza, sonrojado, tembloroso. Yo sólo era un niño quinceañero, aunque con un cuerpo cada vez más adulto, fruto de las transformaciones de la edad...

–No esté pasando nada, papá. Ya te lo dije. Estuve en casa de Hilda, se hizo tarde y...

–No me tomes por un gilipollas. Llamé a los padres de Hilda y no estabas allí.

Me rasqué el cuello llevando mi temblorosa mano allí. ¿Desde cuándo mi padre me monitorizaba de ese modo? Desde que vivíamos en Berlín, el campo base de papá para sus negocios, con un recuerdo lejano y difuso de Barcino, mi padre no paraba de viajar y ausentarse de nuestras vidas. Pero ahora estaba allí, a las 6 de la mañana de un frío día de invierno en Berlín, interrogando al hijo quinceañero que había pasado furtivamente la noche fuera de casa... sin decir nada a nadie.

–Papá, yo... –balbuceé como pude, y tragué saliva.

Edmond, mi padre, se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones grises. Iba vestido de trabajo, con camisa blanca, pero algo descamisado y sin corbata. Sí... había pasado la noche en vela.

–Marina no puede enterarse de esto. La decepcionarás.

Yo no podía apartar la mirada de la moqueta del suelo, muerto del miedo, un adolescente avergonzado.

–¿Dónde está?

–Arriba, durmiendo. Más vale que no sepa de tus aventuras nocturnas, Biel. Dime, ¿quién te ha pervertido? ¿¡Con quién has estado!? ¿¡Es mayor que tú!? ¿¡Es un hombre!? ¡¡Dímelo!!

Los gritos de mi padre iban a acabar por despertar a Marina y a mis hermanos, durmiendo en la tierna mañana aún nocturna.

Retrocedí hasta la puerta, lloroso, terriblemente impactado por los gritos de mi padre, al que jamás había dado motivos para hacerlo. Yo era... su hijo predilecto, perfecto, aplicado, estudioso y con futuro prometedor...

–Papá, yo... –me aferré a las tiras de la mochila, en actitud casi infantil– Yo...

–No me engañes, chico: ¡te estás viendo con otro hombre! No puedo, no puedo... ¡no puedo dar crédito! ¡¡¡Sólo tienes quince años!!!

Yo había pasado toda la noche con Karl. Ya llevábamos unas semanas viéndonos furtivamente, desde nuestro lío en el pub berlinés huyendo del resto de chicos del instituto [SE NARRÓ EN EL EPISODIO II de la PRIMERA PARTE: http://www.todorelatos.com/relato/84067/ ]. Karl era un chico alemán dos cursos mayor que yo, de 17 años, fuerte y macho, seguro de sí mismo. El chico ideal para dominar a un Biel voluble como yo, responsable y atento pero... inexperto quinceañero al fin y al cabo.

–Te equivocas, papá. Yo...

–¡¡No me engañes!! –y papá alzó la mano a mí, con gesto de darme un tortazo. Sabía que él era incapaz de pegarme. Pero en ese momento me dio un miedo terrible. Yo temblé como jamás lo había hecho. Era sólo un crío...

–¿Es que no te das cuenta que no tienes edad? ¡Apenas eres un niño, un chaval de quince años! No puedes tenerlo claro...

No supe cómo mi padre pudo saber que estaba saliendo con otro tío. Con el tiempo entendí que él, de algún modo, él siempre había sabido que yo era... especial, y que el inevitable paso del tiempo, mi conversión de niño a adolescente y a adulto, me llevaría por esa senda.

–¡Basta, papá! ¡¡¡Déjame en paz!!! –y ahí es cuando yo saqué el Biel auténtico que subyacía bajo mi carcasa indefensa y buena, el mismo que me haría ser un tío bueno y luchador a la vez durante el resto de mis días– ¡SÍ! Me estoy viendo con un chico. ¡SÍ! Y me gusta. ¡SÍ! Y nos hemos acostado. ¿Y sabes qué? ¡Qué es un buen chico! ¡Que me quiere! ¡Que está por mí! ¿¿Y sabes algo más?? Por fin puedo sentir que formo parte de algo en esta fría ciudad en la que nunca quise vivir.  Pues estoy... ¡¡harto!! Harto de ir siempre a remolque de tus intereses y de tus negocios.

Paaaaaaaaam. El sonoro bofetón que me clavó mi padre en la mejilla fue antológico. Seguramente yo lo merecía.

–Eres menor de edad: no volverás a ver a ese corruptor –sentenció frío, con sus ojos claros más fríos que el hielo, más penetrantes y amenazantes que nunca.

–¡No puedes prohibirme ver a Karl! ¡NO! –me revolví.

Mi padre se había dado la vuelta para abandonar el vestíbulo, pero volvió a encararse a mí:

–¿Karl? ¿Karl Zimmer? ¿¡El hijo de los Zimmer, los de la Banca Hölner? ¡Ya sabía yo...! ¡¡NO vas a volver a verlo!! ¡¡NO vas a volver a salir de esta casa sin escolta hasta que tengas dieciocho años!!

Mi padre me dio la espalda y se dispuso a largarse, tras dictar sentencia sin lugar a mi apelación.

–¡¡¡NO!!! No puedes castigarme así por ser... gay.

Mi padre se detuvo en sus pasos, de espaldas hacia mí. La palabra... gay... La palabra lo trastocó. Seguramente había pasado dudando tiempo, había temido mis inclinaciones. Pero escucharlo decir de mi boca, de mis labios... tan definitivo, tan seguro, tan cierto... debió trastocarlo. Vi como bajaba la cabeza. Yo mantenía mi rostro amenazante y lloroso. Se giró:

–Hijo, yo no voy a prohibirte que sientas lo que tengas que sentir... Pero tienes quince años... ¡QUINCE MÍSEROS AÑOS! No voy a perderte tan pronto... –me señaló con el dedo, amenazante, y desapareció escalera arriba para dejarme solo en el miedo de mi súbita salida del armario, tras una noche secreta más (la última secreta) en el loft de Karl...

Para los vengadores, no hay frase que resuma más sus profundas y negras intenciones que aquella que proclamó Walter Scott: "La venganza... es el manjar más sabroso cocinado en el infierno". Pero la venganza es, también, un plato que se sirve bien frío...

*Febrero de 2011*

–¡¡¡Corre, Biel!!! ¡¡¡Huye!!!

No podía más que echar a correr. Sentía tras de mí los pasos del hombre que me había dominado por primera vez en la vida como las pisadas de un gigante que va a destrozarte bajo su pie. Que va a acabar conmigo. Con mi vida.

–¡¡¡Corre!!! –la voz de mi aliado resonaba punzante en aquel helador lugar, a gran distancia. Sentía su eco a lo lejos del bosque, a varios grados bajo cero y con la noche oscura como único telón y guía. Avancé corriendo, desesperado, creyendo que moría, en medio de la oscuridad. Casi no podía mirar atrás, pero me seguía.

El aliento salía helado y vaporoso de mi boca. Y eso que casi no podía respirar... Echaba a correr como jamás lo había hecho. Sólo tímidamente podía girar la cabeza atrás para ver a qué distancia lo tenía tras de mí, persiguiéndome...

Jamás una brillante noche estrellada como aquella me había parecido tan solitaria, yo que siempre sentía el abrigo de la noche y sus faros en el cielo. Aquella era el infierno vuelto oscuridad. Con el miedo a morir clavando su aliento en tu fría nuca.

Me tiré de culo bosque abajo, tropezando con raíces y piedras. Un tenue hilo de luz atmosférica, propia de las noches más claras y de luna menguante, me servía de guía en la oscuridad.

Tenía la sensación que llevaba... horas... corriendo, horas huyendo... Volví la vista atrás, para ver si me seguía y... ¡PAAM! Un golpe definitivo.

*36 HORAS ANTES...***

–¡Biel! ¡¡Al fin llegaste!! –Marina se echó en mis brazos.

Héctor y yo acabábamos de cruzar la puerta de la Casa Granados. Héctor me sostenía mi maleta, y me miraba bien preocupado. Acabábamos de llegar del aeropuerto y habíamos ido directamente a la casa de mi familia para reunirnos con Marina y mis hermanos.

–¡Mi pequeño Biel! –me acarició Marina– ¿Qué te han hecho?

Y pasó sus dedos por mi frente, con un buen boquete enrojecido.

–No es nada... En el hospital me pusieron dos puntos en la frente. El golpe fue seco.

–¡Te hiciste una buena brecha! –exclamó, horrorizada, Laura, la esposa de mi hermano Lluc.

–¿Pero cómo coño ha sido?

Lluc preguntó tensamente clavado en su silla de ruedas. Cris, a su derecha, tenía la mano en el pecho, estupefacta.

Miré a Héctor, que aún me sujetaba la maleta y ahora pasaba la mano por mi hombro. Nos temblaba la mirada. Marina apretó mi mano:

–¿¡Qué pasa, Biel!? ¿¡No fue un simple robo!?

Me solté de ellos y bajé los dos peldaños del estantillo de entrada a la casa, me dirigí hacia Lluc, Laura y Cris, dejando a un par de metros tras de mí a Marina y Héctor, que me acechaban con sus miradas.

–Fue... Vi a... –me costaba hablar, clavé mis ojos en los ojos de un Lluc pálido–... a Karl.

Lluc empezó a negar con la cabeza, con ansiedad:

–No... No, no, Biel... Estás de broma...

–Te digo que estaba en la recepción del gobierno kazajo. Lo seguí hasta fuera del recinto y... me golpeó. Perdí el conocimiento. Y después... desapareció. No estaba cuando desperté.

Marina ahogó un amago de grito desesperado. Se contuvo para sí misma y se acercó a mí:

–Hace siete años que perdimos su pista por completo. Desde...

–¡Os digo que fue él! Era Karl. Era él. Lo tuve a escasos centímetros de mi cara –hice un gesto sobre mi rostro con mis manos, expresivo–, su aliento... su ira... sus ojos...

Bajé el rostro, Héctor se acercó y me tomó por el brazo:

–Chicos, creo que Biel necesita descansar... –esbozó con su varonil voz.

Era cierto. Desde que recobré el conocimiento, pocos minutos después del golpe, asistido por un guardia del palacio kazajo, no había pegado ojo. En el vuelo de vuelta desde Astana pensé que había entrado en un bucle de eternidad nocturna... Estaba en estado casi de shock.

–Es cierto. Será mejor que todos volvamos a la normalidad –dijo Marina, reconduciendo la situación–. Ya hablaremos más tarde –Marina me besó en la frente.

Me fui para mi antiguo dormitorio. Aquella seguía siendo mi casa, después de todo. Marina ató hilos y rápidamente se giró a Héctor... que estaba en casa ajena:

–Héctor... esto... ¿te gustaría quedarte hoy a comer en nuestra casa? –su sonrisa dulce hacía denotar que su papel como mi protector había hecho mejorar la consideración en que Marina tenía a Héctor– Puedes instalarte hoy aquí ya que... Biel... en fin, descansará entre nosotros.

Héctor, con su cara aniñada y a la vez llena de hombría, y su larguísimo 1,92 de estatura, asintió:

–Será un placer –sonrió de oreja a oreja.

Pues no había sido en vano que el primero al que llamara para irme a recoger al aeropuerto a mi llegada fuera Héctor... Mi madrastra captaba el mensaje.


–¿Cómo llevas tu adaptación a nuestra ciudad, Héctor? –preguntó dulcemente mi hermana Cris.

Estábamos sentados en la elegante mesa del comedor de la Casa Granados, con Marina encabezándola y Lluc justo en la otra punta, custodiado por su esposa Laura, embarazadísima, Héctor y yo a un lado, y Cris enfrente nuestro, junto a mi cuñada. Héctor sorbía la exquisita sopa de Marina. La pregunta de Cris le sobresaltó levemente, golpeando sin querer la cuchara contra el plato. Estaba siendo minuciosamente inspeccionado por mi familia. ¡Era la primera vez que comíamos todos juntos con... Héctor!

–¡Esto...! Pues... la verdad es que muy bien. Barcino es una ciudad bien mediterránea. Me recuerda al sol de Estambul.

–Absolutamente –respondí yo, sonriente, orgulloso de tenerlo a mi lado.

Cris pestañeó. Comprobaba la química existente entre nosotros dos. Y constataba que Héctor no era derribable: era un buen tipo, pese a ser portador de esa franca suficiencia de los tipos muy seguros de sí mismos que se atreven con todo.

–¿Y echas de menos a la familia?

–Mmmm... Me encantaría que mi madre estuviera más cerca de mí, pero ella tiene su trabajo en Turquía. Es una francesa bien adaptada allí. Con mi padre mantenemos un contacto habitual pero no tan... familiar.

–¿Están divorciados…? –preguntó Marina, dejando su cuchara en el plato, centrando toda su atención en Héctor.

Héctor asintió con un murmullo.

–Yo siempre tuve la teoría que una francesa y un turco no podían acabar con un happy ending –y rió. Nos cautivó con su sonrisa perfecta y su mirada castaña bien brillante.

Marina bajó la mirada, algo abstraída. Dirigió sus ojazos azabache a mí y me incomodó. Instintivamente, me llevé la mano a mi frente para acariciar la brecha con dos puntos que me había quedado tras el golpetazo de Karl en Astana.

–Desde luego que los finales felices nunca son posibles –sentenció, fría, casi gélida, Marina.

–¿Estás bien, Biel? –me preguntó Laura, al ver que mi semblante mudaba a cierto abatimiento.

–Sí... Es sólo que...

Se hizo un silencio sepulcral. Nadie había entrado en el tema de la reaparición de Karl hasta ese momento.

–Biel, ¿qué ocurre? –me preguntó Héctor, poniendo su cálida mano sobre mi regazo, buscando mi mano.

–Nada.

Lluc se estremeció:

–Biel... –me inquiría.

Guardé unos segundos de silencio y liberé todas mis tensiones:

–Quiero encontrar a Karl.

La cara de Marina se transformó en estupefacción e indignación:

–¿¡Qué diantres dices!?

No podía mirarla a los ojos. Perdí mi mirada en el infinito de esa espectacular mesa, con el sol inundándonos por los ventanales de la estancia.

–Que tengo que encontrar a… Karl.

Marina golpeó la mesa:

–¡Basta!

–¡¡NO!! –grité yo–. ¡Caramba! ¿¡Nadie va a hacer nada!? ¡¡Lluc!! ¿¡Dónde demonios están los diarios de papá!?

Lluc ladeó la cabeza:

–No lo sé, Biel.

–¡Ajá! Y qué casualidad, chicos... Desaparecen los diarios de papá y Karl reaparece siete años después de dejar inválido a Lluc en... ¡Astana! ¿¡Me seguía!? ¿Qué está pasando? ¿Qué vamos a hacer?

–Biel, no debes exponerte a ningún peligro... –sentenció Cris, preocupada. Mi cuñada Laura bajaba la cabeza, como perdida en medio de aquella conversación familiar.

–Al contrario, Cris –me encaré desde el otro lado de la mesa–. Ahora estamos en un gran peligro. No te imaginas cuán grave...

–Basta, Biel –volvió a repetir una Marina que contenía la ira contra el pasado.

–No, Marina. ¡Ese tío ha vuelto para hacernos daño! ¡Es un demente! Yo... no explico por qué no me hizo nada más que... golpearme... Pero ¿y los diarios de papá? Tengo miedo... tengo miedo de...

–Deja el pasado, Biel. Ya –insistía Marina.

–¡No puedo! –me alcé rabioso de mi silla, Héctor se incomodó, a mi lado– ¡No puedo, Marina! Desde que lo vi... Desde que lo vi aparecer entre la gente, un horrible nudo en el estómago me tiene atrapado. ¿Puedo dormir tranquilo sabiendo que estáis en peligro? ¿Puedo dormir feliz esperando la llegada de mi sobrino? –señalé a Laura, asustada y conmocionada– ¿Puedo garantizar la seguridad de mi familia?

Movía mis brazos agitadamente. Marina se alzó de su silla:

–¡Basta, niño tonto! ¡Siéntate y cállate de una vez!

Tal declaración nos dejó a todos atónitos... Pero yo... ni me senté ni me callé.

–¡No, Marina! Hace siete años mi padre, Sandra Smith y mi hermano Lluc fueron víctimas de un hombre, un hombre horrible al que un día creí amar. No voy a permitir que se haga más daño. ¡No lo voy a permitir!

Mi voz salía de mí con gran fuerza. Héctor tenía la mirada clavada en el plato, inmóvil, incapaz de decir o hacer nada.

–¡Perfecto, Biel! ¡Perfecto! ¡¡Un aplauso para el hijo pródigo!! –aplaudió cínicamente Marina, furibundamente enfadada y airada– ¡¡Vuelve a largarte por esa puerta si eso quieres!! ¡¡¡Ahora bajo el pretexto de salvarnos, de protegernos, de liberarnos!!! ¡¡Vete si quieres!! ¡Déjame destrozada otra vez sabiendo que ahora te expondrás a un peligro mayor que nunca! ¡¡Por el amor de Dios!! ¡Tienes una brecha en la cabeza! ¿Quién crees que eres? ¿¡Un mártir!?

El resto de comensales asistían patidifusos a la lucha verbal encauzada por Marina y por mí, de pie frente a la mesa.

–No soy nada de eso, Marina. Es sólo que no permitiré que el pasado siga pesando en esta casa como una horrible losa. ¡Porque es así!

–Pues adelante. Sigue adelante con el pasado. Sigue husmeando en él. ¡Que ya tuviste bastante el día en que rompiste definitivamente con Marcos! ¡Tu ÚNICA oportunidad de liberarte de esas cargas!

Eso fue un dardo envenenado que atentó directamente contra mi corazón. Me quedé helado. Y el resto de la mesa en un silencio sepulcral... Un silencio del que no quiso participar... Héctor.

Tiró su servilleta a la mesa y se levantó para irse. Creo que escuchar lo de Marcos le ofendió y le incomodó:

–Si me disculpáis... –dijo con un hilo de voz, y salió del comedor.

Miré a Marina lleno de ira y tristeza y fui tras Héctor, que se dirigía al hall para abandonar la casa, tomar su auto y largarse de allí.

Le seguía sus pasos rápidamente, lo atrapé ya abriendo la puerta, mientras Cíntia, la asistenta, le extendía su abrigo:

–¡Héctor! ¡Héctor, espera!

Se estaba enfundando su abrigo gris y juvenil y ajustándose la bufanda roja, sin mirarme.

–¡Héctor, mírame!

–No, Biel. Ya basta –me respondió seco y cortante, mientras se acababa de poner la bufanda para salir de allí pitando.

–¡¡Héctor!!

Al fin se giró hacia mí:

–¡Biel! ¡No me hagas aguantar más conversaciones como ésta! Mi paciencia tiene un límite. ¡Basta!

–Héctor... Es mi pasado. No puedo borrarlo como si fuera un dibujo. ¿Qué quieres que haga?

–Para empezar, comenzar a creer que tienes futuro más allá de ese pasado. Más allá de Karl, los muertos que ya descansan en paz, Marcos Forné...

Lo dijo con un tono muy amargo. Me dejó estupefacto:

–¿Perdona...? Creí que...

–¡Sí! He sido comprensivo y lo seré. Tu pasado no me pesa. Creo en ti y he confiado –gesticulaba con las manos, muy nervioso–, y... no sé, Biel. Una cosa es hacerme cargo de ello y otra cosa sentir que vivo, que acaricio, que me uno al cuerpo de un Biel que no ha dejado de vivir en el Biel de 18 años. ¡No! –me silenció cuando yo intentaba decir algo– Creo que he sido capaz de comprenderte, pero no voy a soportar más reproches como el que he escuchado ahí adentro...

–¡No era un reproche!

–¿Que no era un reproche, dices? –respondió, indignado–. Yo no voy a ser el sustituto de Marcos Forné, entérate. Yo quiero ser Héctor Dalahari, el hombre que... que simplemente te ama... por lo que eres, no más. ¡Y en cuanto a Karl…! Tremenda locura me parece ir a buscarlo para a saber qué diablos conseguir...

–Héctor, por favor... –iba a suplicarle comprensión.

–No, basta. Ahora mismo voy para Sant Joanet a recoger mis cosas y a volver a mi apartamento en la ciudad.

–¡Héctor! ¿Estás rompiendo conmigo...? –pregunté, patidifuso.

–Adiós, Biel. ¡Hasta pronto!

Y abrió y cerró la puerta de un portazo sonoro que pareció remover los cimientos de la casa.

Bajé del altillo de la puerta, triste e impactado, y di con Lluc, en su silla, mirándome preocupado:

–¿Vas a ir, verdad...? –me preguntó mi hermano, acechándome con sus ojos azules.

Asentí silenciosamente con la cabeza:

–Necesito que me des...

No me salían las palabras.

–Tienes la dirección en tu correo, Biel. Él te ayudará...

Él...

Mi hermano zanjó con vehemencia. Me sorprendió su resolución. ¿¡Iba a ayudarme!?

–Sólo te pido una cosa –me dijo clavado en su silla, con las manos tensionadas sobre las ruedas.

–¿Sí…?

–Acaba con ese maldito hijo de puta.


Salí aquella tarde para Buenos Aires. Durante el larguísimo vuelo con escala para repostar no podía dejar de mirar por la ventanilla, esperando una revelación. Esperando una autoconfesión. En busca de cerrar las heridas de mi pasado. O, tal vez... ¿de abrir nuevas brechas? Porque ir al encuentro de... Francesc "Cesc" Garbella era el desentierro de los días más oscuros de mi vida. Pero, a la vez, el reencuentro con la persona más buena y justa que había conocido. En medio de los tres millones de habitantes de la ciudad del Río de la Plata, la majestuosa Buenos Aires, iba a encontrar a un hombre al que había herido. Otra víctima más de mi impenitente búsqueda de mí mismo.

Llegué algo alterado a la capital. Salí del aeropuerto directamente para el centro financiero de la ciudad. Debía llevar una pinta algo desdeñada después de tan largo viaje. Pero no me importaba.

Por fin di con el rascacielos de oficinas donde estaba instalado Francesc Garbella y su equipo de trabajo, en la Avenida del 9 de Julio. Desde allí, Cesc operaba con los negocios de nuestra familia en Latinoamérica. Aunque el contacto entre él y Lluc era constante... Cesc no había vuelto a poner un pie en Barcino desde que se largó en 2004, avergonzado por haberse acostado conmigo. A parte de Lluc, para quien trabajaba, como  antes había estado trabajando casi dos décadas para mi padre, Cesc temblaba sólo de pensar que debía tratar con la familia. Marina le había hecho alguna visita en Argentina, pero poco más.

Llegué a la planta cuarenta y siete del edificio. Mi hermano me había anotado perfectamente la dirección. No necesité recepcionistas ni indicaciones. Quería llegar yo, directamente, hasta Cesc... siete años después.

Entré en una oficina llena de mamparas de vidrio, con una magnífica vista sobre la ciudad bonaerense. De pie, altísimo, un hombre con pantalón claro, cinturón negro y camisa blanca, mangas desabrochadas, removía papeles sobre una mesa. Había cinco o seis personas más trabajando en otras mesas, para él. Iba informalmente vestido, aunque sin perder un ápice de elegancia. Pese a lo informal y aun rabiosamente juvenil... se notaba que él era el jefe. Lo reconocí sólo viéndolo de espaldas.

Yo me acerqué sigilosamente, confieso que con un gran miedo en el cuerpo. Le había roto el corazón. Siete años atrás. Me temblaba todo. Pero necesitaba hablar con él. Él era mi oportunidad. La única persona que podía ayudarme a dar con Karl.

–¿Cesc...? –traté de llamarlo, a escasos cinco metros de la mesa donde rebuscaba papeles.

Su poderoso porte, un metro y noventa de altura, el hombre más caballerosamente guapo, elegante y educado que yo había conocido nunca, se giró ante la llamada de mi voz... bien conocida para él.

Se dio la vuelta y me miró. Me miró como si de repente hubiese visto a un fantasma del pasado...

Entreabrió la boca, totalmente sorprendido y sin dar crédito de verme:

–¿Bi... el...?

El corazón me dio una punzada, al volver a ver sus ojos verde oliva, su cabello rubio oscuro, su flequillo revuelto y juvenil pese a sus ya 44 años. Estaba igual de guapo que siempre, pero más serio, más marcado por la vida.

–Hola, Cesc –respondí con gran solemnidad.

Tragó saliva sin mediar palabra.

–Sé que hace muchos años... –intenté decirle.

Cesc me miraba con los ojos como platos.

–Hace siete años... –dijo él.

–Lo sé...

–Te fuiste –afirmó, muy serio.

–He sido un completo inútil desde entonces, Cesc.

–Yo no sé... ¿Qué haces aquí?

No sé si se sentía ofendido por presentarme por sorpresa en Buenos Aires, en medio de su exilio voluntario (pero, en el fondo, forzado por lo que yo signifiqué para él). De algún modo, con mi visita por sorpresa estaba violando su firme decisión de alejarse lo más que pudiera de Barcino.

–Necesito tu ayuda, Cesc.

–¿Mi... ayuda?

Bajó la mirada, confusa, hacia el suelo.

–Oye, Biel... Lo que pasó entre tú y yo aquella noche en Sant Joanet...

–No he venido a remover el pasado, Cesc...

–...porque he de advertirte que no he dejado de pensar en ello desde entonces.

Se confesó. Y clavó sus ojos en mis ojos. Apreté los labios y sonreí forzadamente:

–Lo comprendo –dije por toda respuesta.

–Así que no sé qué te ha traído aquí. He sabido que estás instalado otra vez en Barcino, con tu familia. Tu hermano Lluc está muy contento.

Estaba bastante bien informado.

–No has cambiado nada, Cesc... –le dije, admirándolo, clavándole mi mirada más intensa.

–Sin embargo –dijo él–, tú te has convertido en todo un hombre.

–Tengo 25 años ya –me sonrojé.

–Estás perfecto –me dijo, pletórico.

Tenía miedo que me rechazara. Pero no fue así.

Cesc miró a un lado y otro de la oficina. Los empleados seguían trabajando como si nada ocurriera.

–Oye... –me susurró– hay una heladería terriblemente buena aquí al lado. ¿Te apetece que vayamos y me cuentas de principio a fin... qué ha sido de ti en estos siete años?

Yo, algo atemorizado por la impresionante presencia de Francesc Garbella, asentí tímidamente:

–Vale... –me pasé la mano por el flequillo, nervioso.

Cesc tomó su fina americana, me acarició el hombro y me dirigió a la salida.


–Nunca habría venido aquí si no fuera necesario, Cesc.

Concluí tras relatarle todo cuanto había ocurrido, hasta dos días antes, cuando me crucé con Karl Zimmer en la recepción para inversores del gobierno kazajo, salí a buscarlo y me dejó inconsciente en el suelo.

Ocupábamos unos cómodos sofás rojos de heladería. El ambiente era bien animado. Yo sorbía mi batido de  macedonia, Cesc un goloso helado de tres bolas.

–Comprendo lo que sientes, Biel. Ese hombre... fue una maldición. Para ti, para tu familia. Para todos…

Puse mis manos sobre sus manos, en actitud de súplica:

–Tienes que ayudarme a encontrarlo. Hasta que lo vi, Cesc... hasta que lo vi no fui consciente de cuán incapaz he sido de cerrar las heridas del pasado teniéndolo a él, a ese monstruo, paseando por el mundo.

Cesc carraspeó, nervioso, no podía apartar sus ojazos de mi mirada.

–Biel, la venganza...

–¡No te estoy hablando de venganza! Busco... una sentencia final.

Ahora sí, Cesc se apartó, se echó hacia su butaca y separó sus manos de las mías:

–Como bien sabrás, Biel, yo fui el máximo responsable que tras el secuestro de Karl por parte de tu hermano Lluc... no hubiera denuncia alguna de la agresión de Karl a tu hermano, ni de la muerte de tu padre, cuando... en fin, cuando Karl logró escapar del zulo donde Lluc lo mantenía encerrado.

–Lo sé... –dije, vagamente.

–Lo hice porque la policía no perdonaría a tu hermano por haberse tomado la justicia por su propia mano, por martirizar a Karl, violarlo... en fin, todo lo que le hicieron. Y... había que proteger a Lluc. Karl no iría a la policía a denunciarlo, suponíamos, porque se enfrentaría a las penas de haber matado a tu padre y a Sandra. Pero Lluc se podía enfrentar al secuestro e incluso al posible cohecho, como cómplice inconsciente e involuntario de...

–...de la muerte de Sandra Smith –completé con tristeza–. Mi hermano trabajaba en esa época con Karl, buscando desestabilizar mi relación con Marcos. ¡Todo eso ya lo sé, Cesc! Y no te culpo. Fue lo mejor. Pero... Escúchame –volví a tomar sus suaves y fuertes manos–. Han pasado siete años. Siento que Karl sigue tan presente en nuestras vidas como entonces. Y...

–¿Sí...?

No sé por qué, pero me habían entrado ganas de llorar.

–Creo que soy una persona absolutamente normal, Cesc. No soy nada depresivo, no soy nada dado a abatirme pero... siento que mi vida... mi vida no tiene ningún sentido porque... todo ese horrible pasado sigue ahí fuera.

Guardé silencio, mis ojos pasaron de la emoción contenida a cierta ira:

–Quiero acabar con Karl –sentencié, firme. Mis ojos se oscurecieron.

Cesc dudó, pero finalmente se propuso decir algo:

–Yo... yo, Biel... siempre me he considerado un antibelicista, un hombre contra la violencia, contra la guerra, contra cualquier signo de daño. Pero, si tuviera a Karl delante mío...

Hizo una pausa que me embargó de la expectación:

–Sí... –le invité a seguir.

–...lo mataría con mis propias manos.

Al fin y al cabo Karl había asesinado al mentor de Cesc, mi padre, al que él adoraba. Veía el odio en sus ojos.

–¿Qué has aprendido estos años de vagar por el mundo, Biel? –me susurró, como queriendo proteger nuestra conversación del barullo del local.

–¿Que qué he aprendido...? –respondí, con otra pregunta, extrañado.

–¿Sabes manejar un arma? –me soltó, sin más. Me dejó patidifuso. ¡El bueno de Cesc Garbella...!

–Sí... –concluí, con fiereza.

–Pues entonces te gustará saber que aunque no he acabado de dar con el paradero de Karl... no he dejado de rastrear, de investigar, de abrir secretos en todos estos años...

Justo la respuesta que esperaba. Me dio un escalofrío por la espalda, sólo de pensar que lo que hasta el momento había sido una declaración de intenciones, ahora se iba a convertir en una cruda realidad.

–Espérame un momento aquí, ¿quieres? –me tomó la mano–. Voy a hacer una llamada.

–Vale –respondí, obediente.

Cesc salió a la puerta de la heladería a llamar con el celular.

Miré a mi alrededor, tímido. La gente hablaba, conversaba animadamente, reía... Yo sentía que no era como ellos. Yo sentía que mi vida era un completo desastre por un pasado terriblemente truncado. Seguramente la venganza no era la cura. Aunque sí el paso necesario para olvidar. O tal vez no.

Cesc volvió a entrar en la heladería. Me estaba dejando abrumado con su atractivo y su resuelta resolución:

–Vamos, Biel. Salimos en un par de horas del Pistarini –dijo, mencionando el aeropuerto internacional.

Me dejó muerto de la sorpresa en el sofá:

–¿¡Salimos!? ¿¡Hacia dónde!?

–A Berlín –me sonrió.


–¿Eres profesor, verdad? –me preguntó cariñoso.

Estábamos sentados juntos en el avión, rodeados de gente, rumbo a Europa. Con mi maleta de vuelta al viejo continente. Aproveché para sacar mis apuntes y mis notas de clase. Trataba de distraerme en medio del largo viaje.

Apoyé mi cara en mi puño alzado, con un bolígrafo entre los dedos, lo miré interesante y asentí:

–Así es, Cesc. Y nunca pensé que lo disfrutara tanto.

–La Dra. Howard debe estar muy orgullosa de ti –rebló, apelando a mi profesora y ahora jefa.

–¿Qué haces? –me aparté de mis notas y miré a sus labores. Cesc estaba con el ordenador portátil.

–Acabo de buscar dónde viven los padres de Karl Zimmer.

Me dejó sorprendido:

–¿En serio?

Cesc, tecleando en su ordenador, sonrió haciéndose también... el interesante.

–Sí. Aunque no te lo creas, después de abandonar Barcino y perder la pista de Karl... jamás dejé de acumular datos e informaciones de ese caso.

«Ese caso». Me encantaba cuando se ponía a hablar al modo policial. Me recordaba al Cesc de antaño, guardián de la familia Granados, velando por nuestra seguridad y cualquier amenaza externa.

–Eres genial, Cesc –le acaricié el brazo.

Se prendó de mi mirada. Aún quemaba en su interior la llama de lo que había sentido por mí, tan largamente guardado en secreto hasta que me lo confesó siete años atrás.

–Tú lo eres, Biel.

Aparté la mirada, avergonzado. Seguí con mis apuntes. Una intensa luz de atardecer sobre las alturas, sobre las nubes, penetraba por las ventanillas del avión.

Cesc no pudo guardar mucho más silencio:

–¿Estás saliendo con alguien? –me preguntó sin apartar su mirada de su ordenador.

La pregunta me sobresaltó.

–Salía –dije, algo alicaído–. O salgo. Ya no lo sé.

–Déjame adivinar –susurraba sin dejar de trabajar con el teclado–. Empieza por Héctor y acaba por Dalahari.

Me giré hacia él, vi su risa disimulada.

–¡Canalla! ¿¡Cómo lo sabes!?

–Venga, Biel... Llega al Galaxy procedente del Galatasaray turco el mayor icono homosexual del futbol de élite y tú...  ¿no te lías con él? Imposible.

–¡Te estás burlando de mí! –dije, divertido.

–En absoluto.

–Para empezar, sí. Teníamos algo. Aunque me he quedado más plantado que... –me silencié–. Y en segundo lugar, no fue como tú puedas pensar.

–¿Cómo?

–Si te explico cómo y dónde lo conocí no me creerás –dije divertido.

Y pasamos parte del viaje confesándonos. Cesc quedó boquiabierto al saber cómo conocí a Héctor en mi retiro caribeño y cómo no descubrí toda la fantástica e impactante verdad de su dedicación profesional... ¡hasta que lo vi plantado un día en mi casa de Barcino! Cesc no pudo hacer más que reír y reírse de mí...


Llegamos a Berlín después de un maratoniano vuelo de veinte horas, al anochecer ya del día siguiente. Lo recuerdo bien. Un 4 de febrero de 2011. Nos instalamos en un hotel del centro histórico de la ciudad, moderno y cómodo. Habitación doble con camas separadas. Se me hizo algo extraño recorrer las calles que de adolescente transité, cuando vivía allí con mi familia. Entonces, Berlín era el campo base de los negocios de papá. Edmond de Granados estaba a punto de comprar el Olympic Galaxy y regresar triunfalmente a su país natal. Pero hasta entonces, yo vivía algo triste y alicaído mis 14, 15 años... en esa ciudad donde me enamoré tontamente de Karl Zimmer, el chico mayor del instituto. ¡Ah, diantres de pasado!

Dormimos como lirones. Al día siguiente nos dirigimos al Vörhnhafel, una selecta urbanización de gente rica en las afueras de la ciudad. Cesc alquiló un coche para desplazarnos de un lado a otro. Había dado con el paradero de los Zimmer, la familia de Karl. Su padre, Heinrich Zimmer, era un importante banquero alemán casado con Eli, la madre de dos hijos, el primogénito Heinrich Jr., heredero evidente del vasto imperio del padre, y el díscolo Karl. Cuando nos dirigíamos hacia allí un pálpito atenazaba mi pecho. ¿Sabría ese matrimonio dónde se encontraba su hijo? ¿Sabría todo lo que había ocurrido en aquellos años entre él y yo?

Llegamos a la finca familiar, una preciosa casa de muro beis construida en un estilo entre nórdico y colonial. Cesc había concertado entrevista privada con el padre, aunque no me precisó cómo consiguió esa cita en la finca privada de la familia. Cesc seguía siendo el tipo que se movía silenciosamente entre bambalinas, entre guardián y misterioso.

–Siéntense, por favor –fue lo primero que nos dijo Heinrich Zimmer al hacernos pasar a su despacho.

Él no se sentó, retrocedió en sus pasos y cerró la doble puerta corredera que entraba a su despacho.

–¿Qué quieren? ¿Dinero? ¿Chantaje?

Tal acusación nos dejó estupefactos. Al menos a mí. Porque Cesc no se inmutó ni un pelo:

–¿Perdón, señor? –preguntó sereno.

–Sé quiénes son. Usted, señor, Garbella, ¿no es acaso el agente de negocios de los Granados? Y casi me atrevo a afirmar que usted, joven –dijo dirigiéndose a mí, casi amenazante– oh, sí... ya lo recuerdo de algún día que lo vi en el viejo apartamento de mi hijo Karl. Usted... ¡Biel de Granados!

–No hemos venido a chantajearle, señor Zimmer. Hemos venido a hablar de su hijo –respondí yo, con firmeza. Cesc se volvió hacia mí, sorprendido de mi gallardía.

Heinrich Zimmer era un hombre de unos 65 años, con el cabello blanco pero con los rasgos evidentes que yo había descubierto en profundidad en su hijo Karl. Sus ojos grandes y oscuros sobre su blanca y pura retina. Su firme y elegante nariz, su mentón marcado e incluso... los hoyuelos en la barbilla y en las mejillas. Era sin duda el más vivo reflejo paternal de Karl.

–Heinrich –Cesc tuteó sin ambages al tipo–. No queremos dinero ni nada parecido. Por lo que intuyo está al corriente de las actividades de su hijo.

–¿¡Actividades!? –exclamó airado, y fue a servirse un vaso de brandy en la licorera del despacho; toda la estancia era de una madera de roble imponente–. Ese hijo mío resultó ser una bala perdida desde el primer día. No sé a qué se dedica. No sé de qué vive. Sólo sé que...

El hombre bajó la cabeza al vaso, triste y confundido. Pareció que se le humedecían los ojos.

Alzó el rostro a nosotros y nos miró desafiante, pero sin atisbo de amenaza. Comprendí que era un buen tipo pese a sus prejuicios.

–Hace siete años Karl se presentó en nuestra casa. Llevaba ya un par de años en que sólo se dedicaba a vaciar sus cuentas bancarias una vez yo se las llenaba. Viajando de acá para allá. Vino aquí, a casa, y lo recuerdo bien, en este despacho... sentándonos a mí y a Eli, su santa madre. ¡Dios! Aún lo recuerdo «Papá, ¡papá!», me dijo, «lo que necesito de ti ya no es dinero, tienes que curarme, tienes que curarme, ¡tienes que curarme!», me gritó a la cara. Aún tiemblo de pensarlo. Aún me estremezco de pensarlo. Y yo le dije «basta, hijo, ¿qué más puedo darte? Toda tu vida me has saqueado continuamente. ¿Qué más puedo darte...?». Y entonces...

El hombre se calló. Si él estaba estremecido, Cesc y yo estábamos helados de la confesión súbita de su relación turbia con Karl, su hijo.

–Entonces... –el hombre siguió, tragando saliva–, recuerdo exactamente su frase «Papá, mamá... Tengo el Sida. ¡Tengo el Sida! Y soy un puto castrado. Un puto castrado...».

Heinrich Zimmer cerró los ojos mientras repetía esa frase. A mí se me hizo un nudo en la garganta. Estaba conociendo los días posteriores a la huida de Karl del zulo de Lluc en Ibiza. Se me regiraba todo por dentro.

–Y nos gritó a la cara «¡¡Tenéis que curarme!! ¡¡Tienes que curarme papá!!». Yo siempre me había avergonzado de que fuera... maricón... Lo siento, nunca fui un padre moderno. Nunca entendí esa afición suya. Desde que Karl tenía 17 años sabía que se acostaba con medio Berlín. Me repugnaba y miraba hacia otro lado... «¡¡Tienes que curarme papá!!» me gritó aquel día, antes de desaparecer. Y yo le dije... «Te curaría, pero no de ese maldito virus del que te has contagiado sino de esa enfermedad tuya llamada homosexualidad».

Me revolví contra esas palabras absurdas, pese a lo estremecedor del testimonio de Heinrich.

–¡Basta! –le grité alzándome del sofá donde nos mantenía sentados a Cesc y a mí mientras él andaba de un sitio a otro del despacho– ¡Cállese! El problema de su hijo no era la homosexualidad, señor. ¡¡No diga majaderías!! ¡El problema de su hijo es que siempre fue un sociópata que ha hecho mucho daño!

–¡No quiero saber nada de los crímenes de mi hijo! –alzó su mano, negando.

–Díganos dónde está –le exigí–. Debe decirnos dónde está su hijo.

Heinrich Zimmer guardó silencio, sin apartar su mirada de mí. Se reclinó sobre la mesa de escritorio, sorbió el brandy y soltó toda la matraca:

–¿Mi hijo? Aquel día dejé de tener un hijo menor. Karl es todo menos mi hijo. Búsquenlo donde les dé la gana. Para mí él ya habita en el infierno.

–¡NO! –grité. Debía saber dónde estaba.

–Biel –me marcó Cesc desde el sofá, posando su mano en mi espalda.

–¡NO! Escúcheme, Heinrich. No sabe usted el daño que ha infligido su hijo a mi familia. No lo sabe usted.

–Sé más de lo que puedas pensar.

–Pues si es así, ayúdeme a encontrar a Karl.

El hombre sorbió las últimas gotas del vaso de brandy.

–Como ya les dije, hace años que dejé de tener dos hijos. En lo que a Karl respecta, puede morirse tirado en la cuneta de una carretera.

Cesc se levantó con gran solemnidad.

–Si es así, no le molestaremos más. Pero déjeme que le diga algo, Heinrich –Cesc se acercó al hombre–. Ir sobornando a la gente para que tape los escándalos de su hijo no va a silenciar la existencia de éste. Vamos, Biel –y se giró a mí, muerto de silencio, para tomarme del brazo y sacarme de aquella casa de sueños rotos y familias destruidas.

Fue cuando comprendí una vieja frase de mi padre: "Para ser una familia desestructurada no hace falta ser miserablemente pobre. Hay quienes se bañan en oro y lanzan a sus hijos a una carrera hacia el abismo". Mi abismo, Karl, se había convertido en el monstruo que había ejecutado con sádica maestría la destrucción de la paz en mi familia. Y ya no iba a dejar pasarlo por más tiempo.


Cesc y yo pasamos el resto de la jornada vagando de un lugar a otro de la ciudad. Contactamos con un par de personas más en Berlín. En vano. El rastro de Karl era más invisible que el de un fantasma. Llegamos abatidos al hotel, por la noche. De camino, Cesc compró unas cervezas: «Ahogaremos nuestras penas con buena cerveza alemana», me dijo. Y allí nos veíamos, sentados en la moqueta de la habitación de hotel, sentados en el suelo, apoyando nuestras espaldas en el filo de la cama. Ahogando nuestras penas...

–Déjame que te diga algo –peroró Cesc, botella en mano–. Karl es como la rata en la madriguera. Has de hacerla salir con algo de basura.

Me eché a reír. Con el paso de las horas toda aquella búsqueda me había hecho subir la adrenalina y la vivía con cierta expectación nada tensa.

–¡Qué dices! –exclamé, divertido.

–Karl, la rata en la madriguera... –ritmeaba Cesc.

–Parece el título de una canción.

Nos echamos a reír.

–Definitivamente, no sé si ha sido buena idea esta loca búsqueda –se confesó, muy relajado, con la piel enrojecida por el alcohol, el bueno de Cesc–, pero ni que sirva para volver a trabajar juntos, Biel... ¡doy las gracias!

–Brindo por eso –le dije, y juntamos nuestras botellas de cerveza.

Guardamos brevemente silencio. Hacía horas que quería preguntarle algo a Cesc:

–Oye, Cesc... ¿tú...? ¿tú...?

–¿Yo... qué?

–¿Tú estás con alguien? –le pregunté, cándido, amorrado a mi cerveza.

–He tenido algo en estos años, ¡pues claro! ¿Te crees que eres... el único hombre que podría tener?

Lo dijo con voz inflada, edulcorada en los grados de alcohol. Se echó a reír.

–No me cabe la menor duda, Cesc –le devolví, risueño–. Y... ¿ahora?

–Ahora... ¿qué?

–¿¡Que si hay alguien…!?

–El vecino de enfrente.

Clavé mis ojos en sus ojos:

–¡Te burlas de mí!

–Jajajajaja...

–¡¡Cesc, no!! –me indigné, mientras él no paraba de reír.

–Aaaay, Biel. No... En serio. Vivo en un ático. En la misma escalera tengo un vecino... ¿sabes? Parece muy pintoresco esto... –cada vez hacía pausas más largas... jamás había visto a Cesc con un puntillo de alcohol; o un puntazo en ese momento, más bien–, pero... él... es florista.

–Uauh, ¡florista! –yo ya estaba en el mismo estado. Iba por la tercera cerveza. Demasiado para mí.

–Sí... florista.

–¿Y qué hace?

–Pues tiene una floristería en los bajos del edificio. Es más joven que yo, debe tener 35... y creo que me ha echado el ojo.

–Ajá... Suena bien...

–De hecho... lo he invitado a cenar la próxima semana.

–¡No! –respondí, boquiabierto, exagerando el gesto.

–Sí.

–Uauh. ¿Vas en serio...?

–Quiero volver a casarme... ¡y te juro que él es el elegido!

El que me puse a reír entonces fui yo. Aunque en lo más profundo de mi mente no pude evitar el recuerdo del día en que Marina y Cris me revelaron el mayor secreto de la vida privada de Cesc Garbella: su antiguo matrimonio con Todd, el cual murió de VIH. Fue su primer novio. Y su más firme y sincero amor [SE RELATÓ EN EL CAPÍTULO VIII de la PRIMERA PARTE: http://www.todorelatos.com/relato/87846/ ]

–Ya te contaré mis progresos –sentenció, comenzando otra botella de aquel sediento pack de diez botellas–. Bueno, basta ya de hablar de mí. ¿Y tú qué, Biel? ¿Piensas hacer algo con el tal Héctor o vas a seguir siendo la veleta de estos últimos años?

Me aparté un poco de Cesc, me puse de rodillas sobre las pantorrillas de mi pierna, me acaricié mi flequillo y puse cara de tristeza. De golpe se revelaron en mí sentimientos de tristeza, abatimiento e incluso depresión:

–¡Es que...! ¡¡Está todo mal, Cesc!! Está todo mal... –me eché prácticamente a llorar, como un niño, la cerveza se me había subido bastante a la cabeza–. Está Marina, casi siempre enfadada conmigo... ¡Y Cris que no me soporta! Está Héctor, por el que no sé si siento algo... Está Marcos... Oh, Marcos... ¡¡Va a casarse, Cesc!! Con ese chico... Hernán... tan guapo y tan bueno... tan... todo lo que yo no soy...

–¿Marcos va a casarse...? ¿¡Con otro tío!? –exclamó Cesc, casi riendo. ¡Tan informado que estaba y eso no lo sabía! – ¡Jajajaja!

A mí, en un estado casi de borrachera, no me pareció que fuera gracioso.

–Es horrible todo...

–Escúchame... Biel... Voy a decir algo que seguramente no sea cierto... fruto de... ehm... el estado etílico en el que... me... encuentro –a Cesc ya se le habían subido también las botellas de cerveza a la cabeza– pero Marcos Forné siempre fue un chico muy guapo que jamás mereció tantas atenciones de tu parte. ¡Punto!

Nos miramos a los ojos sabiendo que aquello no era cierto. Quizá por eso Cesc se echó a reír...

–No te rías de mí, Cesc... ¡¡Me siento tan... solo!!

Yo estaba sollozando. Cesc arqueaba la ceja, entre divertido y compasivo:

–Eh, Biel, no estará todo tan mal...

–¡ME SIENTO TAN SOLO! –volvía a gritar.

–Ehm, a ver... eres el chico, ¡sí!, el chico más dulce, guapo, atento, cariñoso, inteligente, único y fantástico que jamás... óyeme, JAMÁS, he conocido. ¡Demonios! ¡Eres Biel de Granados! Eres... eres... eres... el mejor –me apuntó con el morro de la botella de cerveza– Sí... eres el mejor...

Yo lo miré casi infantilmente:

–¿De verdad...? –sonreí bobamente.

–De verdad... –asintió.

–Es que desde que volví de Guayambre... ¡NO! Mucho antes, desde que me fui de casa hace siete años, me he sentido tan miserablemente solo... Sin nadie que me quiera, que me ame, que... ¡oh, Cesc!

Me eché a llorar desconsoladamente y Cesc me acogió en su pecho. Me abracé a él con gran fuerza. Olí el varonil olor de su cuerpo, de su cuello, de su espalda... Era ya no una borrachera de alcohol, sino de la sedienta sed de afecto...

Instintivamente empecé a besar el cuello de Cesc Garbella. Como dije, estaba fuera de mis cabales...

–Biel... eh, Biel... eh, eh, eh... –trataba de apartarme de él, muy vagamente.

Subí con mis manos por su cuello hasta su rostro y lo besé. Y él me besó.

Parecía tan dispuesto a liarse conmigo como yo con él. Nos solapamos en nuestras bocas, como si toda nuestra vida dependiera del aliento que intercambiábamos.

–¡Joder, esto no puede estar volviendo a pasar! –exclamó Cesc entre beso y lengüetazo, visiblemente excitado.

Pero puso su manaza en mi cuello y me volvió a atraer hacia sus labios, mientras con su otra mano me desabotonaba la camisa.

–No... esto... sí... –balbuceaba mientras nos besábamos.

Yo le arranqué la sudadera que llevaba puesta, y luego la camisa de tirantes blanca.

Salí de su boca y me fui a lamerle el torso desnudo:

–¡Qué bueno que sigues estando, cabrón! –le solté.

Y a sus 44 años era rabiosamente cierto.

Posó sus manos en mi nuca y en mi cabello revuelto y me guió por sus tetillas, se había recostado sobre la falda de la cama, relajado sobre la moqueta de la habitación de hotel.

–Oh, Biel... quieres matarme de placer...

Succionaba con fuerza sus pezones y mordía el entorno de su piel. Ni un ápice de vello. Cuerpo firme, piel lisa y robusta, tonos rosados y masa muscular de gimnasio y deporte.

Me sacó mi camisa que ya tenía desabrochada y me erguí en mis rodillas para volvernos a besar.

Era totalmente adictivo. Nuestros fluidos se intercambiaban con el voltaje de los hombres bien ardientes. Bajé mi mano derecha al paquete de su tejano marino. Le acaricié el muslo y luego su bulto desbordado:

–Cabrón, sigues teniendo ahí abajo lo que yo sé que bien tienes... –le solté, mordiéndole el labio inferior.

Abrió sus ojazos verde oliva:

–Lo que tengo y lo que te daré como no dejemos de calentarnos...

Iba tan cachondísimo que no sabía lo que decía.

–Esto no podemos dejarlo... –jadeé al meter él su mano dentro de mi pantalón a palpar mi verga.

De golpe, se alzó del suelo, me levantó en cuclillas, me apoyé con las piernas en sus caderas, pasó sus manazas por mi espalda desnuda, y me comió toda la boca, sosteniéndome en volandas:

–Ah, esto no me puede estar pasando de verdad... –jadeó, muerto de la lujuria.

Y se giró hacia la cama para lanzarme a ella con dulzura.

Me tumbé por completo y relajé mis piernas, pero entonces él se lanzó a mi abdomen, lamiéndome y estimulando con sus manos mis muslos y mi paquete. No tardó en desabrocharme el cinturón y el pantalón y sacármelo. No dio tregua ni a dejarme un rato los slips. Hizo lo mismo con sus pantalones y se echó por completo encima mío, desnudo, con su verga gruesa y larga, un buen cipote, refregándolo contra mi polla, mientras volvía a lamerme el cuello y me mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

–No sé si aguantaré mucha calentura con tanta... cerveza... –gemí con los ojos cerrados. Sentía que mi cuerpo ardía.

Frotábamos desnudos nuestras vergas, pegados los dos como un sándwich, uno encima del otro. Cesc tomó mi mano y extendió mi brazo hacia atrás. Agarró mis dos manos y cruzamos nuestros dedos, mientras me besaba, me lamía el cuello y volvía a besarme, y yo me aprisionaba en él:

–Sólo puedo decirte... ahhh, sólo puedo decirte...

–Dímelo... –jadeé.

–No te va a gustar... –suspiraba mientras golpeaba su nabo contra mis pelotas.

–Aaaah, joder.

–Dímelo... –le insistí, retozándome en el sudor y el placer.

–Sólo puedo decirte que, aún a tu pesar, te quiero...


–¡Dios mío! –exclamé en medio del amanecer.

El sol penetraba por la ventana de la habitación del hotel y nos despertó en la cama de Cesc, de sábanas blancas. La habitación doble separada no había servido para nada. Amanecimos abrazados el uno al otro, desnudos, en su cama. Yo con mi espalda encima de su pecho, aprisionado por sus fuertes brazos. Yo... con Cesc, un tremendo bombón de 44 años, de esos hombres que llevan su cuerpo a su poderosa y despampanante plenitud por esas edades.

–Sé que es extraño... –susurró Cesc, contento, tomándome por el vientre y el pecho, acariciándome con sus suaves manos– Extraño... Llevaba siete años esperando este momento, Biel.

–No –lo interrumpí, y me salí de sus brazos, salté de la cama–, lo que dijiste anoche, lo de la rata que se esconde en su madriguera...

Corrí a ponerme una camiseta y unos calzoncillos y a abrir el ordenador portátil de Cesc, en el escritorio de la habitación. Me pegué a la pantalla. Cesc quedó cubierto por una fina sábana en su cama, rascándose la cabeza:

–No te sigo, Biel...

–"Karl, la rata en la madriguera", dijiste. ¡La madriguera de Karl!

–¿Su actividad?

–Sus padres llevan años sin financiar su tren de vida... Es evidente que se ha buscado la vida por su cuenta. ¿A qué se dedicaría alguien como él...?

Tecleaba ágilmente en el ordenador, usando la tremenda y poderosa base de datos de Francesc Garbella. Durante años había acumulado gigantescas cantidades de información, que amontonaba dentro del ordenador en carpetas y ficheros. Cesc dubitó:

–Una madriguera... Un hombre violento... Un... silo, ¿¡un contrabandista!?

–Dame tu password, Cesc. Voy a crear un contacto para enlazar con Karl.

–¿Cómo? –me dijo desde la cama. Yo seguía maniobrando en el ordenador.

–Me dijiste que habías intentado contactar falsamente con él, de varias maneras, para saber dónde paraba. Vamos a ir a lo más oscuro. A lo peor que Karl pueda dedicarse.

–¿Y contactaremos con él como si fuéramos otras personas...?

–Ahora me sigues –me giré para la cama y sonreí a Cesc, de oreja a oreja.

–Eres brillante, ¿te lo he dicho ya? –me piropeó.

–Entre muchas otras cosas, Cesc...

Me devolvió la sonrisa, amistoso, rascándose el mentón.

–Tu password, Cesc. No puedo entrar en tu creador de perfiles si no me lo das.

Cesc se mordió la lengua y, finalmente, arrastró las palabras, como si no quisiera decirlas:

–Biel...

–¿Sí? –le respondí.

–Biel...

–Te escucho, Cesc.

–¡No, hombre! Que BIEL es el password...

Bajaba la mirada, sonrojado. Definitivamente... sí que había estado siete años esperando aquella noche conmigo.


La venganza es un plato que se sirve bien frío. El único condimento infernal que acepta es el de la violencia, del espíritu o del cuerpo. Yo estaba dispuesto a llegar hasta el final de todo aquello, cegado por mi creencia que muerto el perro... muerta la rabia. Fue casi un milagro, pero en menos de seis horas dimos con un tipo dedicado al contrabando armamentístico (en el mejor de los casos, de drogas en el más sórdido), que trabajaba en las rutas entre Europa del norte y Asia Central. Esa era mi corazonada. Un tipo macabro fue el enlace perfecto y nos facilitó el acceso a... Karl Zimmer, conocido en esos bajos fondos como un infernal hombre de negro con aficiones y vicios secretamente viles y tórridos. El contacto nos relató algo acerca de unos jóvenes exigentemente seleccionados para sodomizar a ese puto contrabandista, pero… no quise escuchar más. Se me revolvió el estómago y me maldije a mí mismo por, en algún momento de mi vida, haber estado con ese tipo. Pero el Karl que yo conocí, diez años atrás, no tenía nada que ver con el actual o el que destrozó nuestras vidas siete años atrás. Karl, con 17 años, era un adicto al sexo y a las motos que, sin embargo, no parecía caer en las trampas de la codicia y la vil destrucción. Realmente debía ser algo patológico.

Nos desplazamos hacia el este. Belarus… fría y sórdida. Digna de un Karl convertido en lo peor. Aquella noche estábamos en las afueras de Minsk, a unos ochenta kilómetros de aquella ciudad, en unas naves industriales abandonadas, rodeadas de bosques espesos y oscuros. Tenía miedo. Cesc Garbella se había hecho pasar por el capo de una mafia, con nombre indescifrable, para establecer contacto con... esperábamos, Karl Zimmer. Nos citaron en una nave industrial abandonada desde la época soviética, o eso me pareció a mí, todo tan gris y con unas farolas viejísimas que chirriaban en su conducto eléctrico. Miraba a un lado y otro del muelle de carga de viejos camiones y me decía que no debíamos haber llegado tan lejos. Pero aquello ya estaba hecho. Y no había vuelta atrás. Fría noche.

–Ponte este pasamontañas –me ordenó Cesc, serio y tenso.

–No les gustará que nos presentemos a rostro descubierto, ¿o no? –le respondí, molesto.

–Estamos bajo cero, Biel. Hace un frío que pela. No habrá problema. Y toma esto, colócala bajo el jersey y el pantalón.

Me quedé estupefacto:

–¿Qué?

–¡¡Cógela, anda!!

–¡¡Es una pistola!!

–¡Coño, Biel! Me dijiste que sabías manejarla.

–¡Y sé manejarla...! ¡Pero...!

–¿¡No te estarás rajando!? ¡ Coi , Biel! Hemos llegado hasta la boca del lobo, que no te tiemblen las piernas ahora.

–No me tiemblan –refunfuñé, poniéndome el pasamontañas en la cabeza–. Pero... tengo... miedo.

Cesc me miró. Ahora ya sólo podía ver sus ojazos en un rostro cubierto por su pasamontañas negro. Me inspiraba confianza. Apretó mi mano con fuerza. No pude sentir su piel, teníamos nuestras manos recubiertas con guantes, pero el pálpito de su fuerza sanguínea... era todo mi ser en ese momento.

–Todo va ir bien –me susurró.

Tragué saliva y asentí con la cabeza.

–¿Qué vamos a hacer?

–Déjame a mí –dijo con seguridad.

–¿Vamos a...?

–Te digo que me lo dejes a mí.

Volví a asentir. Jamás en mi vida me había latido el corazón como en aquel momento.

–¿Y si...? –le miré a los ojos, asustado.

–¿Confías en mí?

–Hasta el final –sentencié.

–Lo único que tienes que hacer es no apartarte de mí y mantener escondida tu arma.

Aquello era una pesadilla. Pero yo había elegido llegar hasta ahí.

–¿Vas a matarlo...? –le pregunté, horrorizado.

Una fría y helada punzada recorrió mi espalda. Hasta media hora antes caían copos de nieve, pero ahora el cielo nocturno se había abierto a la claridad invernal de los luceros de la noche. Nuestro vaho emergiendo de nuestras bocas tapadas era toda el alma que ocupaba aquel lúgubre, abandonado y destartalado lugar.

–Voy a hacer lo que tu hermano Lluc tuvo que hacer el día que secuestró a Karl. Ni un minuto más con vida.

Respiré hondo y cerré los ojos. El paso del tiempo se hizo eterno.

Las minutas del reloj de Cesc marcaron las 10 p.m. de la noche. La hora prevista del encuentro. Pero no sabíamos quién comparecería allí.

Al rato sentimos el paso de unas botas repicando en el suelo de cemento, entrando por el acceso al muelle de carga de aquel recinto abandonado en las lejanas afueras de Minsk.

–¿Kalashnikov o M-16? –dijo una voz terriblemente conocida a veinte metros de distancia. Parecía que venía sólo.

–Nada como un rifle de asalto ruso –impostó Cesc con su voz varonil, evitando ser delatado.

–Barato, violento y sediento de sangre... –esbozó una figura que emergió de la oscuridad. Se situó bajo una de aquellas tétricas farolas clavadas en el muro gris de la nave industrial– ¿Para quién y en qué cantidad? –preguntó el alemán.

Definitivamente, el tipo se dedicaba a lo más oscuro…

Porque allí estaba. Karl Zimmer… Sin pasamontañas ni bufanda, con una cazadora negra por todo abrigo en aquella fría noche de invierno. Entrecerré los ojos. Temía que me reconociera. Pero estábamos a suficiente distancia y lo bastante oscuros como para que nos identificara. Me erguí sobre mi espalda para evitar los temblores que pudieran revelar mi absoluta inocencia.

–Cuatro mil, con todo su aprovisionamiento. Balas y cargadores...

Cesc se mostraba frío e impávido. Pensé por un momento que no era la primera vez que se enfrentaba al duelo de la muerte. Cesc había sido para mí, de siempre, un hombre enigmático y lleno de secretos. Y de los secretos de mi padre, claro.

–Valiente cantidad me parece –gritó la firme y profunda voz de Karl–. ¿Vas a armar a todo un regimiento?

–Eso no es de tu incumbencia. ¿Puedes ofrecérmelo o no?

–¿Cuánto vas a pagar?

–¿Cuánto costaría?

–Medio millón como mínimo.

–¿Euros...?

–Dólares.

–¿Cuándo y cómo? –preguntó Cesc, siguiendo con la pantomima.

Karl calló y se decidió a avanzar unos pasos hacia nosotros. Una de las bombillas de las farolas falló y se apagó.

A mí me iba a salir el corazón por la boca.

–¿Quién coño eres? –preguntó, entonces, Karl.

Cesc guardó silencio.

–¡Quítate el pasamontañas! –ordenó el canalla, de repente.

–Ya te dije quién era a través de nuestro contacto. Pero no más explicaciones. Dime dónde y cómo. Pagaré en efectivo.

–¡Que te quites el pasamontañas, te digo! –repitió Karl.

Miraba a Cesc y miraba a Karl, alternaba nervioso la dirección de mi mirada. Creo que Karl lo notó.

–Tú, el acompañante –me señaló entonces Karl, con una pistola–. Quítale el pasamontañas a tu compañero. ¡¡Ahora!!

Hablaba con fiereza.

Creo que iba a darme algo, pero me mantuve sobrio y firme.

–¡¡Vamos, quítaselo!! –me apuntaba directamente con su arma.

Obedecí y me acerqué a Cesc. Le agarré el pasamontañas por atrás y se lo empecé a sacar. Temía por él. Karl se sacó otra pistola, ahora tenía una en cada mano, y apuntaba a cada uno de nosotros con cada una de ellas.

Le saqué del tirón el pasamontañas, finalmente, y apareció el rostro de Cesc, con su cabello rubio alborotado:

–¡Hijo de puta! –exclamó Karl, apuntándonos– ¡¡Hijo de puta!! ¿Qué quieres, cabrón? ¿Eh? ¿¡A qué has venido!?

–¿Qué has hecho con los diarios de Edmond de Granados? –preguntó Cesc, sin  temblarle la voz pese a que le estaban apuntado a la cabeza con un arma.

–¿De qué coño me hablas? Jajajaja... ¡Puto pirado! ¡PONTE DE RODILLAS! ¡EN EL SUELO!

Karl se acercó a nosotros, apuntándonos a cada uno.

–¡¡¡De rodillas y con las manos en alto, cabronazo!!!

Cesc obedeció.

–Y tú, gilipollas –me dijo dirigiéndose a mí, a quién no identificó bajo el pasamontañas–, un paso atrás.

Karl centró sus dos pistolas en dirección a Cesc:

–Voy a darte tu merecido, hijo de puta. ¿Cómo ayudaste a Lluc de Granados a capturarme, eh? ¿¡Cómo ayudaste!?

–Ojalá hubiera ayudado de algún modo –soltó Cesc, sin un ápice de miedo, o tal vez sí, pero se lo guardaba todo para él–. Si de mí hubiera dependido... si hubiera estado en mi mano yo no te habría castrado. ¡Te habría matado!

–¡MUERE, CABRÓN! –y Karl la dio un golpe en la cara con la culata de la pistola.

Cesc pudo mantenerse de rodillas, con un leve grito. Yo me alteré y Karl notó mi estremecimiento vulnerable, pero siguió abordando a Cesc, de rodillas y manos en alto:

–¿¡Cómo lo justificas, cabrón!? ¿¡Sabes que quedé castrado, flácido, eh!? ¿¡Lo sabes, cabrón!? –dijo dirigiendo una pistola a su entrepierna, palpándose las pelotas bajo sus pantalones– ¿¡Lo sabes!? Pero, ¿sabes qué hago? He conseguido... –empezó a sonreír maliciosamente, aquello me repugnaba profundamente–, no es como antes, ya no puedo coger a los tíos que quiera con mi rabo, no puedo… Pero ahora... oh sí... ahora hago que me follen a base de bien por mi culazo, sin condón, ¡a pelo! ¿¡Sabes!? Me follan uno detrás del otro, y yo les chupo sus pollas hasta que se corren en mi boca. Y no me importa, ¡no me importa! Que sepan lo que es coger el Sida, lo que es contagiarse, ¡que lo sepan después de gemir y retozarse de placer follándose al pasivazo en que me he convertido...!

El tío no tenía límite.

–Como ya te dije... –siguió Cesc–, yo no habría tenido bastante con eso, ¡yo te habría matado con mis propias manos!

–¡¡¡CÁLLATE!!! –y Karl le propinó otro golpe.

Yo no pude ahogar mi grito y... oh, Dios mío, Karl pareció adivinar...

Me apuntó con su pistola:

–Tú, el silencioso acompañante, ¡¡quítate el pasamontañas!!

Retrocedí un paso, dos pasos... acorralado...

–¡¡Eh!! ¡¡¡Haz lo que te digo!!!

Entonces, maniobré con mi mano para arrancarme la tela que sólo dejaba entrever mis ojos pero, al mismo tiempo, pasé mi otra mano por la costura del jersey y el cinturón...

–¡HIJO DE PUTAAAAAAA! –grité al descubrirme el rostro y sacar a toda velocidad la pistola que Cesc me había dado, para disparar a un lado de Karl. ¡Fallé!

–Ajajajajajajaja, ¡¡¡¡maldito Biel!!!! –aulló. Los dos ahora nos apuntábamos con sendas pistolas–. Has venido a mí... ¡a mí! Jajajaja... Baja el arma, haz el favor.

–No –dije frío y seguro de mí mismo.

–Bájala o le pego un tiro ahora mismo a tu amiguito –respondió con su mano izquierda apuntado a Cesc, de rodillas.

–¿Por qué no hacemos algo mejor, Karl? –le dije, malicioso, sacando fuerza de mi secreto nerviosismo.

–Vaya, el niñito se pone interesante. A ver...

–¿Por qué no apuntas tus pistolas a ti mismo y te pegas dos tiros en la cabeza?

–¡UAUH! Qué bravito, qué machito te has puesto... ¿Quién lo hubiera imaginado hace diez años cuando te follaba como a un perro? Disfrutabas como una buena puta.

–Cállate.

–Parece que ya no te acuerdas cómo te tragabas toda mi leche caliente.

–¡Cállate!

–Venga, si te alimentabas con mi lefa... cabronazo.

–¡¡¡Cállate, Karl!! Ni un paso más...

El tío estaba recortando la distancia entre él y yo, sin dejar de apuntar a Cesc Garbella.

–No ha habido nadie a quién me haya follado más veces en esta vida que a Biel de Granados, oh sí...

–¡¡¡No quiero escucharte más!!! ¡¡Vas a pagar por la muerte de mi padre!! ¡¡Por la muerte de Sandra!! ¡¡Por Lluc y su invalidez!!

–Oh, Lluc... Sí, a él, a tu hermanito cañón, también me lo follé. Un hetero… Aunque él fingiera... Ja... En el fondo disfrutó el mamón… Y en cuanto a tu padre... ¡Me meo en él! ¡Me cago en él! ¡Lo mataría una y otra vez!

Apunté con más fuerza con mi pistola, pero temía por Cesc.

–Y Sandra... oh, Sandra... Esa pobre mosquita muerta. ¿Sabes una cosa? ¿Sabes por qué NUNCA JAMÁS volverás a estar en brazos de Marcos Forné? No estarás nunca con él porque entre tú y él existe un fantasma: Sandra. Y eso ya nunca se podrá arreglar. ¡Gracias a mí! Pero, oh well... man... disfruta lo follado. Porque nunca más volverá... Jajajajajaa...

Yo estaba al borde de estallar, no podía aguantar más la rabia. No podía aguantarlo más. Iba a cometer una locura.

–¡¡Biel de Granados!! Eres el ser más perfecto y a la vez más odioso que he conocido en mi puta vida. No sabes cómo te he querido y no sabes cómo, cuánto, de qué manera te ODIO, Jajajaja.... ¡Y no pararé hasta que te quite todo lo que tienes! Jajaja... ¡Me corro en los diarios de tu padre, cabrón!

En medio de esa risa tiránica que resonaba con su eco en la fría noche de aquel destartalado lugar industrial, un arrebato tornó la situación.

–¡Al suelo hijo de puta! –Cesc maniobró bajo su espalda, a la altura del cinturón sobre su culo y sacó la pistola que ocultaba, que apuntó directamente a Karl, golpeándole en la mejilla, haciéndolo caer al suelo y perdiendo una de sus dos armas, sin poder levantar el otro brazo:

–¡¡¡CORRE BIEL!!! –gritó Cesc– ¡¡¡VETE!!!

Habíamos dejado la moto con que nos habíamos desplazado hasta allí desde Minsk en un descampado cercano. Pero, ¿cómo abandonar a Cesc?

–¡NO, CESC!

–Por una vez en tu obstinada vida, Biel ¡¡obedece!!

Miré horrorizado a Cesc y... salí corriendo.

Mientras huía del muelle de carga de la nave industrial abandonada sentí unos golpes, como una pelea. Creo que Karl se había revuelto y él y Cesc se enzarzaban en una lucha cuerpo a cuerpo.

Oí unos disparos.

Llegué a la moto de alta cilindrada. El depósito de gasolina chorreaba combustible. ¡Maldita sea! Karl se lo había cargado expresamente. No podía salir de allí.

Sentí de repente unas botas corriendo sobre el asfalto del polígono, me horroricé, mirando tras mi espalda. Y eché a correr hacia el bosque.

Unos disparos apuntaron hacia mí en la lejanía. Karl iba tras de mí. ¿Y Cesc? ¡¡Maldita sea!!

–¡¡¡Corre, Biel!!! ¡¡¡Huye!!! –sentí una voz lejana. Y yo iba a la carrera, ahora en medio de la oscuridad. Me adentré en el bosque.

No podía más que echar a correr. Sentía los pasos del hombre que me había dominado por primera vez en la vida como las pisadas de un gigante que va a destrozarte bajo su pie. Que va a acabar conmigo.

–¡¡¡Corre!!! –la voz lejana resonaba punzante en aquel helador lugar, a gran distancia. Sentía su eco a lo lejos del bosque, a varios grados bajo cero y con la noche oscura como único telón y guía. Avancé corriendo, desesperado, creyendo que moría, en medio de la oscuridad. Casi no podía mirar atrás, pero me seguía.

El aliento salía helado y vaporoso de mi boca. Y eso que casi no podía respirar... Echaba a correr como jamás lo había hecho. Sólo tímidamente podía girar la cabeza atrás para ver a qué distancia lo tenía tras de mí, persiguiéndome...

Jamás una brillante noche estrellada como aquella me había parecido tan solitaria, yo que siempre sentía el abrigo de la noche y sus faros en el cielo. Aquella era el infierno vuelto oscuridad. Con el miedo a morir clavando su aliento en mi fría nuca.

Me tiré de culo bosque abajo, tropezando con raíces y piedras. Un tenue hilo de luz atmosférica, propia de las noches más claras y de luna menguante, me servía de guía en la oscuridad.

Tenía la sensación que llevaba... horas... corriendo, horas huyendo... Volví la vista atrás, para ver si me seguía y... ¡PAAM! Un golpe definitivo.


–¿Biel...? ¿Biel? ¿¡Biel!

Me estaban cacheteando en las mejillas, para recuperar mi consciencia. Desperté en los brazos de... Cesc.

Lo miré a sus ojos:

–Cesc... ¡Cesc! ¡Oh, Cesc! –me abracé a él. Pensé que lo había perdido.

–Ya está. ¡Ya está! Todo ha pasado, Biel…

La noche profunda seguía ahí. Estábamos en el cobertizo cerrado de una vieja casa abandonada, con un hilo de luz en el horizonte nocturno. No pude soltarme de los brazos de Cesc.

–¿Qué ha pasado? –miré como pude a mi acompañante, en la penumbra– ¿Estás bien?

–A parte de una terrible brecha en el pómulo y otro boquete aquí –y señaló el remolinillo de su cabello–, creo que estoy de una pieza.

–¿Qué coño ha pasado? –pregunté asustado.

Cesc me acarició el flequillo:

–Nos pegamos, nos golpeamos, nos disparamos. Karl me dejó medio inconsciente en el suelo y salió corriendo a buscarte... Grité, grité... no sabes cuánto grité para que escaparas, Biel... Creo que golpeaste contra un árbol, en la oscuridad.

–¿Y Karl... no me encontró? ¿Cómo...? ¿Qué...?

Cesc negó con la cabeza. No encontraba explicación.

–O no te encontró en medio de la noche, cosa probable porque yo di contigo, medio moribundo, a tres kilómetros bosque adentro, o... no sé, no lo sé Biel...

Me reincorporé. La cabeza me daba vueltas aún. Sentía un terrible mareo.

–¿Qué hora es? –le dije, separándome de él.

–Las tres de la madrugada.

–¿Qué vamos a hacer? –le pregunté.

–¿Qué quieres hacer?

Cesc pasó su mano por mi hombro, acogiéndome:

–Has estado a punto de morir ahí, por mi culpa, Cesc...

–No digas eso, Biel.

–¡Sí! No podría perderte, Cesc. No me lo perdonaría jamás.

–No vas a perderme, Biel. No digas tonterías.

–Pero...

–¿Sí, Biel?

–Esto ha sido una locura de principio a fin. Ese Karl es un maldito demente. Obsesionado conmigo. Pero un demente. Un enfermo, al fin y al cabo. Y yo...

–Sí...

–Lo que dijo sobre mí y sobre Marcos... –creo me iba a echar a llorar otra vez, pero una vez más me contuve.

Me levanté del suelo del cobertizo oscuro donde reposábamos de la sobresaltada noche y me recogí del frío en mis brazos, con una andrajosa manta que allí encontramos. Era como una vieja y abandonada casa de pastores entre el bosque y la estepa. Abandonada y destartalada. Contuve el aliento y hablé con franqueza:

–En estos últimos días he comprendido que he sido víctima de mi propio pasado, Cesc. Y que he de afrontar el presente, mi futuro, desde la verdad.

–Creo que estás en lo cierto –me susurró Cesc, que también se levantó y fue a buscarme, junto a la ventana medio rota.

–Voy a volver a Barcino. Voy a volver y voy a empezar de cero de verdad.

–¿Vas a...?

–Voy a decirle a Marcos toda la verdad, todo lo que siento por él –dije con firmeza.

–Pero lo que dijo Karl de que el recuerdo de Sandra siempre se interpondrá entre vosotros...

–¡Me niego! –grité.

–Un comienzo será que habléis de ello.

–No estoy buscando volver con él, Cesc. Sé que es imposible. Está Hernán… ¡y están mil fantasmas entre nosotros! Pero quiero decirle todo lo que siento, todo lo que he tenido que vivir, con todo lo que he tenido que vivir en estos siete años. Él no sabe... Él no sabe... estos siete años han sido un caminar en el desierto, fustigándome, culpándome de todo, y negando mis sentimientos. Voy a ser claro. Con mi familia. Con Marcos...

–¿Aún le quieres, no...? –preguntó emocionado, Cesc.

Se me humedecieron los ojos:

–Más que a mí mismo –temblé.

Cesc puso sus manos en mis brazos, me apretó con su dulce fuerza:

–Esto que ha pasado entre nosotros será un absoluto secreto –sonrió.

Me eché a reír:

–¡No me lo recuerdes! –me tapé la cara con las manos, avergonzado.

–Pues ha pasado –dijo Cesc, divertido–. Pero en tu favor diré... que me moría de ganas que pasara...

Y Cesc me acarició la mejilla. Era imposible derretirse ante su ternura.

–Biel... eres un chico maravilloso... rodeado de hombres imperfectos que te han amado y siempre te amarán...

–No soy nada de eso...

–Para mí lo eres. Lucha por tu felicidad. Lucha hasta el final.

Esas palabras eran un vivo reflejo de los consejos de mi padre, casi en la misma jerga. Cesc Garbella era su mejor discípulo.

–Seré feliz, Biel… si sé que estás bien –acarició mi mentón–. Allá donde estés –y me robó un último beso.

A la mañana siguiente, partimos en direcciones opuestas. Él a su exilio, ahora sí voluntario, en Buenos Aires. Yo a Barcino. A enfrentarme de verdad a mis miedos. A decir toda la verdad. A Marcos. A mi familia. Y… a mí mismo.


Llegué al final de la carretera de Sant Joanet. Dejé mi coche a cierta distancia de la casa. Quería caminar descalzo por la arena de la playa.  Era un lunes nublado. Definitivamente, era tiempo de volver a reordenar mi vida y no engañarme más a mí mismo, ni a los demás. Aunque estaba a punto de descubrir que... los celos son los peores turbadores de la verdad. Tomé mis zapatos en las manos y dejé enfriar mis pies desnudos por los granos de arena y la brisa invernal del mar. Me fui acercando hasta la formidable casa de madera en nuestra cala. Subí las escalerillas que iban de la arena al porche de la casa y allí vi, sentado en el banco de la entrada a... Héctor. Pensativo, el viento acariciaba su cabello castaño oscuro. Miraba al vacío, a un lejano horizonte en el mar. Solapaba las palmas de sus manos, como concentrado en una evasión.

Me apoyé en una de las columnas de madera del porche y lo miré, a varios metros, sin percatarse él de mi presencia. Lo miré con afecto, con ternura. ¡Héctor Dalahari! En el fondo, yo quería quererlo... yo quería... Era tan bueno, tan valiente, tan bravo y a la vez tan dulce... Pero... sí, estaba dispuesto a decirle toda la increíble y absoluta verdad. Que yo no era de nadie excepto de mí mismo. Que seguía amando a... Marcos. Y que lo que había pasado con Cesc, aunque trivial y sin consecuencias para Cesc o para mí (que por fin habíamos hecho las paces), no era más que un indicio que debía pararme, sentarme y dirigir mi futuro en otra dirección.

Pisé el suelo de madera del porche. El crujido captó la atención de Héctor, que me miró pensativo. Nuestro último encuentro había sido tenso y totalmente rupturista.

–Hola –me saludó con un hilo de voz, sentado en la banqueta.

–Ey... –le devolví, acariciando la baranda de madera del porche.

El compromiso, en pareja, consiste en una plena confianza y adhesión al otro. Mis esquemas estaban, nuevamente, a punto para revolverse contra los dictados de mi razón. Porque en el corazón, en mi corazón, seguía latiendo la fuerza de la ira y la nostalgia por lo perdido.

–Te estaba esperando –susurró Héctor.

–Lo siento. Te tenía que haber llamado en estos dos días... Ha sido todo tan... rápido.

–Lluc me ha dicho que no distéis con Karl.

–Así es... –balbuceé, sin creérmelo mucho: Cesc y yo decidimos decir a mi familia que no habíamos dado con a Karl, por el bien de todos.

Héctor perdió la mirada a lo lejos, nuevamente.

–Necesito que dejemos las cosas claras, Biel.

–A eso he venido, Héctor –le sonreí sinceramente.

Me senté junto a Héctor en la banqueta de madera. La brisa nos revolvía el cabello.

–El otro día cuando te solté aquello de que, de que ya estaba cansado de hacerme cargo de tu pasado, de lo mucho que nos pesaba... Me precipité..

–No, escucha Héctor, yo...

–Biel... no más mentiras.

Me callé.

–Me da igual lo que haya pasado en estos dos días. Me da igual lo que haya habido entre tú y Cesc. O entre tú y Marcos.

–Héctor, yo...

–Te quiero, y no puedo dejarte. Lo que te dije no lo sentía. Y... ¿sabes...?

Mientras hablaba, metió la mano bajo el cojín del banco de madera, nuestro banco de madera en el porche, y sacó una preciosa caja azul, pequeña y aplanada. Parecía... una invitación.

–Ayer te trajeron aquí esto...

Tomé en mis manos la caja aplanada, y la abrí. «Hernán y Marcos. 26 de marzo de 2011. Acompañadnos en el día más importante de nuestras vidas», ponía. Me dio un vuelco en el corazón. La invitación a la boda...

–... y hablando con Marcos y Hernán...

–¿Estuvieron aquí? –pregunté, nervioso.

–Claro, no iba a venir la invitación sola...

–Ya... –cerré la caja.

–Hablando con ellos vi que, indiferentemente de la profundidad de sus sentimientos, del afecto que haya entre ellos... ellos han hecho sus elecciones, han trazado su futuro, han decidido en qué dirección van. Juntos. Pero tú, y yo... ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué dirección hemos de trazar?

Bajé la mirada, algo avergonzado:

–No lo sé...

Héctor me tomó la mano, los dos sentados en aquella banqueta. Yo no podía alzar la mirada.

–Te quiero demasiado para dejarte –me decía y me acariciaba mis dedos–. Sé que a lo mejor no es lo correcto pero, ¿puedes asegurarme que estarás bien si me largo y desaparezco de tu vida?

No sabía qué responderle. Héctor siguió:

–Forné me dijo que su único sueño, más allá del trabajo, los triunfos y la gloria, aquello que ahora le hacía vivir y tener una ilusión por la que vivir... era formar una familia, su propia familia... con Hernán.

"Luego, yo no tendré nada de eso junto a él", me dije para mis adentros, avergonzado de llegar a creer que todo podría llegar a resolverse diciendo, simplemente, la verdad.

–Parece mentira a lo que hemos llegado los homosexuales en estos tiempos –sonrió Héctor–, a poder formar una familia. ¡A casarnos...! Y yo...

Apretó mi mano contra la suya:

–Sólo espero, Biel, que algún día puedas llegar a quererme como de verdad yo te quiero a ti. Esperaré lo que haga falta. Y, si me lo permites, esperaré a tu lado, contigo.

Me iba a venir abajo, pero me mantuve firme y sin atisbo de emoción, impactado.

–Así que, dime, Biel, ¿tiene cura esta enfermedad mía? –me preguntó, sonriendo con timidez. Con todo lo fuerte y bravo que él era...

–Abrázame, Héctor –le respondí con garra–. Abrázame...

Como dije anteriormente, la venganza... es el manjar más sabroso cocinado en el infierno. Pero el olvido de nuestras promesas constituye la receta más reincidente de nuestro corazón. Me enganché al cuerpo de Héctor, abrazándolo, aceptando sus besos y sus caricias, como si todo mi oxígeno saliera de él.

Los hombres engañamos a nuestro corazón como engañamos a las personas a las que amamos. Porque, al final, la felicidad es la quimera más escurridiza de nuestra vida.

CONTINUARÁ...

Próximo episodio, en febrero… Biel & Marcos (6) Flashback .