Biel & Marcos (4) Reencuentro

Simplemente Biel: el reencuentro. Amor, sexo, familia y vida siete años después.

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Para la mayoría de mortales, la felicidad es el estado en el cual los hombres se complacen en la posesión de un bien. Para el Biel de aquellos meses de invierno de 2011, la felicidad era, sencillamente, la ausencia de dolor. Pero uno no sabe cuándo el dolor está a punto de aparecer en su vida. Y sólo entonces, los esquemas de la felicidad pueden romperse.

–¡¡Agua va!!

–¡Para, tonto! –reaccioné ante el chaparrón de agua que me lanzaba Héctor desde el agua.

Habíamos amanecido juntos, una vez más, en la casa de la playa en Sant Joanet, a media hora de Barcino. Héctor me convenció para salir a la cala así como salió el sol. Con un frío terrible.

–¡¡¡Agua!!!

–¡Que me estoy helando de frío, Héctor! ¡Para, por favor! Volvamos adentro –grité, titiritando de los escalofríos. Unas gotas me cayeron encima.

Héctor chapoteaba con el agua de la playa a la altura de su vientre. Yo me mantenía en la arena, descalzo, a una distancia prudencial de la rompida de olas. Pero Héctor, dentro del agua, me salpicaba para mojarme y animarme a meterme con él:

–¡Vamos, Biel, métete! Una vez estés dentro, el frío se va por completo. ¡Métete!

–¡¡Estamos en enero, por Dios!!

–¡Biel, venga! –insistía Héctor, intentado lanzarme agua con sus brazos, agitando como un torbellino las aguas revueltas de invierno.

Oculté mi sonrisa bajo la nariz, haciéndome el remolón.

–No voy a meterme.

Héctor, desnudo dentro del agua, con las gotas recorriendo el vello oscuro de su pecho fornido, por el que se pasaba su poderosa mano, esbozó una sonrisa picarona.

–¿No vas a meterte…?

Yo, con la sábana cubriéndome mi torso desnudo y unos calzoncillos largos me refugiaba del frío de la mañana, titiritando:

–No voy a meterme.

Héctor caminó unos centímetros hacia mí, sacando parte de su cuerpo desnudo del agua, hasta las rodillas.

–¿De verdad no vas a meterte?–me soltó con los brazos abiertos.

Chorreaba agua en cada esquina de su cuerpo. Y no sé cómo lo hacía, pero camuflaba los evidentes escalofríos que un frío de enero provocaba sí o sí.  Cuando se salió del agua hasta solo sumergirse rodilla abajo, yo no pude evitar mirar a sus… partes. Esa geografía de su cuerpo que ya tan bien conocía…

Volví a negar con la cabeza.

–No voy a meterme, Héctor. No insistas. Vamos adentro, a la casa.

–Es la tercera y última oportunidad: Biel de Granados, ¿de verdad no vas a meterte al agua

conmigo? –sonreía como un niño travieso. Y agitaba sus brazos, intentando disimular sus temblores de frío, ahora que el viento castigaba su cuerpo desnudo a la intemperie de la playa.

–Es mi respuesta definitiva –dije, convencido, acurrucándome en la sábana.

Héctor se acarició el mentón con su manaza, mirando misteriosamente al cielo y simulando pensar.

–Respuesta equivocada, Biel…

Y con la furia feliz de un titán, Héctor Dalahari se abalanzó sobre mí desde el agua para abrazarme con todo su cuerpo desnudo y mojado.

–¡¡¡Noooooooooooo!!! –grité, entre divertido e indignado– ¡¡¡Héctooooooorrrrrr  nooooooo!!!

Su cuerpo desnudo se echó encima mío, mojado y tembloroso.

Pero fue dulcemente terrible, cuán caliente estaba la piel de su cuerpo y qué frías las gotas saladas del mar impactando contra mi pecho. Se deshizo de mi sábana, que prácticamente me arrancó, y me dejó en calzoncillos. Teníamos la casa a escasos metros de allí, frente a la playa,  en la soledad de la cala privada de Sant Joanet que era para nuestro silencioso y anónimo disfrute. Un paraíso solitario para dos extraños reconciliados con su presente.

–¡¡Héctor, de ésta te vas a enterar!! –grité con todas mis fuerzas, cubierto por su pecho y sus brazos.

Caso omiso por su parte. Sus manazas húmedas recorrían toda mi espalda, sus labios sobaban mi cuello, su pecho mojado se solapaba a mi pecho. Su verga… a mi paquete cubierto. Me masajeaba la espalda en círculos, sacándome del frío. Porque pese al agua fría, su cuerpo ardía. Esa sensación de fuego y hielo es dulcemente mortal. Ahora yo estaba más caliente, entre sus brazos, que mientras lo veía hacer el tonto en el agua, resistiéndome yo a meterme, un rato antes. Todo Héctor era un volcán.

Con mis brazos le seguí el gesto y me abracé a él. Absorbí el olor de toda su piel, fuerte, compacta, estilizada. Era un cuerpo increíblemente real y sacrificado, dulce y sano a la vez. Horneado al sol de Turquía y curtido en la arena futbolística. Olí su cabello. Olí su piel. Olí todo su ser. Irme a Sant Joanet con Héctor, el flamante delantero de 1,92 metros de estatura que realmente estaba triunfando en el Galaxy como un grande de su profesión… irme con él había sido una decisión sanadora para mí.

–Y ahora… –me susurró en la oreja, pegando sus labios a ella, excitándome– Ahora…

–¿Qué?

–Ahora vamos a meternos juntos al agua.

–No, Héctor, ¿¡quieres matarme de frío o qué!?

–Tú y yo juntos, ahí dentro, va a ser el infierno ardiente en el paraíso del hielo –seguía masajeando mi espalda, para darme escalfo, mientras me decía esto y yo seguía abrazado a él.

–Qué pesado eres… Y qué poético cuando te lo propones… tontín.

–Jajaja… ¿Crees que no puedo ser un amante bien romántico? –me soltó.

Me enganché con fuerza a su torso. Ese tío me daba una gran protección.

–Me basta con que estés a mi lado –le dije, con timidez.

Héctor cerró los ojos, dejando escapar la fuerza de su aliento sobre la nuca de mi cuello, acariciándome el cabello y la espalda.

–Estaría a tu lado el resto de tu vida si me lo pidieses… –me dijo sin soltarme. Él no podía ver la expresión de mi rostro, que era de sorpresa total.

Me dejé llevar, me relajé, cerré los ojos y…

–¡¡¡Al agua, pato!!! –y con una fuerza inusual en mí, pese a lo curtido de mi cuerpo de unos años para acá, lo empujé por sorpresa para hacerlo caer, retrocediendo hacia atrás, hacia el agua.

–¡¡¡Bieeeeeel!!! –me gritó, pillado por sorpresa, sin controlar su equilibrio.

Y con su portentosa fuerza me arrastró con él, agarrándome de los brazos, al agua de la playa.

–¡¡No Héctor!! –chillé como un niño.

Héctor cayó de espaldas sobre la arena sumergida en la revuelta y nerviosa agua del mar, y yo encima suyo, sobre su pecho. Nos remojamos por completo, cayendo juntos.

–¡¡Aaaaaaaahhhhhhhhhh!! –chillé aún más de la punzada de frío.

Una enorme ola se echó encima nuestro y nos arrastró unos metros más adentro.

–Jajajajajaja… ¡¡¡Grande, Biel!!! –aulló Héctor.

Yo busqué su cuerpo desnudo, caliente dentro del agua, para solaparme a su ardor.

–¡Bésame! –me gritó en medio de las aguas revueltas.

–¡Héctor! –juguetee yo, haciendo amago de escaparme de sus brazos.

–¡¡Bésame!! –ahora Héctor buscaba las cosquillas de mi sensible torso. Y lo conseguía.

–¡¡Héctor!! –yo intentaba liberarme, sin poder parar de reírme– ¡No me hagas cosquillas!

Hasta que me hizo todo suyo en sus brazos y me tomó por el cuello para arrancarme el beso que llevaba rato buscando.

Nos besamos largamente, zambullidos en al agua hasta el cuello. Entrelacé mis piernas con las suyas. Verga con verga, torso con torso. Girábamos sobre nuestros pies en el agua sin dejar de comernos la boca. Sin parar de besarnos. Héctor descendió sus manos a mis calzoncillos empapados bajo el agua.

–¿Qué haces? –me aparté de sus labios y le pregunté. Héctor jadeaba de frío y de pasión.

–¿Qué crees que hago? –me sonrió pícaramente.

–¡Héctor! –le grité, en vano, pues ya se había zambullido por completo bajo el agua, bajo mi cintura, para arrancarme los calzoncillos. Se entretuvo bajo mis piernas…

–¡¡Héctor, sal de ahí abajo!! –me estaba cosquilleando y me estaba excitando a la vez. Héctor era un hombre de fuego y de agua, pues soportaba largo rato sumergido en ella.

Lo cierto es que pese al frío del día y del agua, me estaba poniendo cachondísimo y mi cuerpo se calentaba. Bufff…

Por fin, salió de bajo el agua. Exhalando toda su respiración contenida, con su pelo mojadísimo y chorreando.

–¡Basta, Héctor! –le ordené sin poder dejar de reír.

Y casi sin recuperar el aliento tras la inmersión, me clavó un morreo comiéndome hasta el fondo de mi boca, apretándome contra su pecho con sus manazas, y yo adicto a él y su lengua…

Héctor…

Salimos del agua titiritando de frío y riendo, para meternos corriendo de nuevo en la casa de la playa, refugiados en su chimenea. Nada más cruzar la puerta se abrazó a mí, por la espalda.

–Lo que he dicho ahí afuera –me susurró al oído–, lo de que estaría a tu lado el resto de tu vida… si me lo pidieras, iba completamente en serio, ¿eh?

Me agradó el comentario, y me enterneció. Aprisionado en sus brazos, sobándome la espalda, miré al fuego que seguía crepitando dentro del hogar:

–De eso ya hablaremos, Héctor…

Me deshice de él y fui a encender el teléfono. Había estado desconectado toda la noche. Tenía un mensaje de Marina, de  la noche anterior. Agitada: «¡Biel! Llámame en cuanto puedas. Por favor. Los diarios de tu padre… han desaparecido. ¡Han vaciado el cajón! Es… no… yo… no me lo explico. Llámame, ¡por favor!».

Me sobresalté al oír el mensaje de Marina en el contestador.

«¿Los diarios de papá?», dije para mí mismo.

Héctor volvió a abrazarme y a acariciar mi vientre desnudo:

–Apenas son las ocho y hoy no tienes clases en la universidad ni yo tengo entreno, ¿volvemos a la cama? –me besuqueó la espalda.

Héctor nunca tenía suficiente.

–Tengo que ir a casa…

–¿A qué casa? –me preguntó, extrañado.

–A mi casa.

Puse tanto énfasis en el mi , que parecí ofender a Héctor, ahora que emprendíamos nuestra particular aventura viviendo juntos en Sant Joanet.

–¿A la Casa Granados? –siguió, extrañado, Héctor.

Me salí de sus brazos y fui a buscar una sudadera para ponerme:

–Estaré aquí para la hora de comer: no te preocupes. Marina me necesita.

Y no dándole más información, me vestí y me fui.


–¡Te digo que no están, Biel!

Una Marina alterada, la misma que me había gritado la tarde anterior, la que me había echado en cara mis tristes y desacertadas elecciones del pasado, se aferraba ahora a mí, buscando explicaciones a la desaparición de los diarios de papá en su estudio:

–Pero… ¿cómo es posible? –balbuceé yo, registrando los cajones y las estanterías de aquel precioso despacho de color blanco–. ¿Cuándo fue la última vez que los tuviste?

–Antes de Navidad estuve hojeándolos… El día en que tú… llegaste de Guayambre…

Marina clavó sus ojos negros en mis ojos. La mujer tenía ojeras de no dormir en toda la noche. Su esbelta figura se mantenía intacta, pero su semblante estaba claramente turbado.

–¿Y has hablado con Marta? ¿Y con Cíntia? –mencioné a la ama de llaves y la asistenta– ¿No estarán en otro lugar? ¡Marina, por favor! No me gusta nada todo esto…

Marina se movía nerviosa por el estudio. Negaba con la cabeza. Se mordía las uñas.

–¿¡Y no los habrás guardado tú en otro lugar!? –seguí inquiriendo.

–¡¡Basta, Biel!! –me volvió a gritar– ¡¡¡Te digo que no están!!!

Endurecí mi rostro:

–¿Y por qué me has llamado a mí? –no pude evitar sacar a relucir mi orgullo herido– Ayer casi me echas a patadas de la casa y ahora me llamas… ¿Por qué?  Marina yo… yo no sé… No sé que quieres de mí…

Los ojos azabache de Marina volvieron a tomar esa textura vidriosa del llanto:

–Te he llamado –tragó saliva–, porque estoy asustada y tú eres… tú eres lo más parecido a un hijo.

Y era verdad. Pues yo tenía cuatro años cuando se hizo cargo de mí, al casarse con mi padre…

–Perdóname por lo que ayer te dije –susurró con un hilo de voz, temblorosa–. Estoy asustada…

La vi tan abatida que no dudé en abalanzarme sobre ella y abrazarla. Yo necesitaba a una madre como… Marina. Habíamos pasado demasiadas cosas juntos.

–¿¡Qué está pasando aquí!? –exclamó mi hermana mayor, Cristina. Entró en el despacho y nos vio a Marina y a mí abrazados.

–¡Cris! –Marina se separó de mí, reincorporándose– ¡Han desaparecido los diarios de tu padre!

La afirmación dejó estupefacta a Cris:

–¿¡Cómo!? –preguntó, atónita.

Miré distante a mi hermana. Últimamente no nos llevábamos nada bien…

–Marina dice que estaban ahí hace unas semanas. Y no están –traté de resumir.

En ese momento entró Lluc sobre ruedas… Entraba contento y radiante. Cris y Marina callaron, sin explicar el motivo de la improvisada reunión familiar.

–¡¡Biel!! –exclamó Lluc– Qué bueno que viniste… No te imaginas quién estuvo aquí anoche… –dijo nada más cruzando la puerta, dispuesto a largar por esa boca que Marcos Forné había estado en casa, anoche.

–Ahora no es el momento, Lluc –cortó Cris, tajante.

–¿Qué pasa? –respondió molesto, Lluc, mirándonos a la cara, inocente.

Hubo un incómodo silencio. Miré a Marina, forzándola a explicarlo todo.

–Que han desaparecido los diarios de tu padre –volvió a repetir Marina, más serena.

Intercambié mi mirada con la de Cris y Marina, algo tensos.

–¿¡Cómo!? –exclamó Lluc– ¡Venga ya! Vaya paranoias que os montáis…

Lluc echó a rodar hacia el escritorio, abrió los cajones de Edmond con su propia llave y relató:

–No están aquí porque hace unas semanas los tomé para mí. Tenía ganas de leer aquellas páginas… ¿Cómo decía papá? “Una empresa para una familia. Una familia para un sueño”. Sus reflexiones de padre y hombre de negocios… ¡Los diarios de papá! Los tengo en mi caja fuerte… en el despacho de las oficinas de la Ciudad Deportiva.

A Marina se le cayó el alma a los pies, había pasado toda la noche insomne y con el corazón que le iba a salir del pecho:

–¡¡Podías haber dicho algo!! ¡¡Maldita sea!! –abatida, dio un golpe de tacón sobre el parqué– He pasado toda la noche en vela pensando… –su rostro mudó de la indignación al miedo– lo peor…

A Lluc pareció molestarle aquel comentario:

–Son los diarios de mi padre, Marina, no creo que pase nada por tomarlos prestados para mi propio uso –respondió Lluc, seco y cortante.

–Lluc, tranquilo –traté de frenarlo en su mal genio–, Marina estaba… asustada.

–Ya, pues vale, muy bien ¡¡pero me sobra tanto melodrama!!

–¡¡Lluc!! –le insistí, firme, recriminándole la actitud.

–No, basta, Biel. Marina, ayer montaste en cólera porque Biel se largaba a Sant Joanet con Héctor. Hoy estás taquicárdica porque crees que un fantasma se ha llevado los diarios de papá…

Marina se revolvió contra el comentario:

–¡Yo no he dicho tal cosa!

Cris tragó saliva, sin intervenir.

–Sí lo has hecho. Ya está bien, ¡¡de verdad!! –Lluc estaba muy enfadado–. ¿Crees que eres la única que sufre por la ausencia de papá?

–¡Lluc, eso es muy injusto! –sentencié yo, alzando mi voz.

–Ahora voy a hablar yo. Calla, Biel –un Lluc airado, poco habitual en el Lluc maduro y renovado de entonces, se encaró a Marina–. Papá murió hace siete años. Soy como si fuera tu hijo, Marina, y te quiero. Pero has de tratar de seguir con tu vida y dejar atrás los fantasmas, miedos y fobias… ¡Siete años!

–¡¡Lluc!! –corté. Caso omiso. Cris, nuestra hermana, se mantenía al margen de la lidia familiar.

–No, Biel. Ayer Marina te dijo unas cosas muy feas y la entiendo, entiendo su frustración. Pero alguien tiene que decirle, alguien tiene que decirte, Marina, que ha llegado el momento de girar página, pasar folio. ¡Seguir adelante!

El timbre de voz de Lluc, tan varonil como suave, era tembloroso ante aquella declaración incómoda pero necesaria. Marina miraba incrédula a su hijastro.

–Papá ya no va a volver. Edmond no va a volver. Y en lugar de él nos tienes a nosotros. Aquí. Aferrarte a su recuerdo por siempre no va a hacer que él vuelva.

Ese comentario fue entre hiriente y terriblemente desgarrador para Marina.

–Yo no… –sollozó.

No la dejó continuar:

–¡Han pasado siete años y sigues siendo la viuda de Barcino! Todo el mundo en la ciudad lo dice. Yo estoy en silla de ruedas por el peso de ese mismo pasado pero decidí seguir adelante –un Lluc todo hombre, todo macho, todo fortaleza, mostraba signos de emocionarse, lo notaba por el temblor de su voz–, decidí seguir adelante y voy a seguir haciéndolo. Gritar a mi hermano, reprenderlo, echarle la bronca por lo que hizo en el pasado  no me va hacer afrontar el futuro mejor… La gente cambia. Y tú, Marina, tienes que cambiar…

Lluc calló, se dio media vuelta y se largó enfurismado. No había dicho ninguna mentira. Y tampoco lo había dicho desde el rencor, sino desde el amor que también profesaba a esa poderosa mujer, Marina, un pilar en nuestras vidas.

La miré y ella me miró a mí. Había tristeza en sus ojos. Y arrepentimiento. Salió fulminantemente del estudio.

Quedamos Cris y yo solos. Creí ver la oportunidad de sentenciar nuestra tirantez aprovechando la perorata de nuestro hermano:

–Creo que lo que ha dicho Lluc deberíamos aplicárnoslo a nosotros, también, Cris… –le esbocé clavando mi mirada en sus ojos claros.

Cris estaba de brazos cruzados, reclinada sobre la repisa de la librería:

–Tal vez. Pero… no fui yo la que se largó hace siete años creyendo que la distancia enterraría el pasado.

Fría y distante, una Cris confusa me dejó plantado en la soledad del despacho de papá…


Pasaron los días y la tensión familiar se fue diluyendo.  Las aguas volvían a su cauce hasta que la presa, quién sabe, volviera a reventar. Éramos una familia muy temperamental. Marina se aplicó a sus tareas, con la organización, un año más, del Olympic-Family Day que estaba a punto de llegar. Era la fiesta familiar que los Granados ofrecían cada año, a finales de enero, a todo el staff técnico, deportivo y administrativo del club… un clásico evento desde hacía ya muchos años, una fiesta instituida por Edmond para favorecer las relaciones interpersonales entre los profesionales del club.

Para mí el Día de la Olympic Family, a celebrar el último sábado de enero, era un retorno a mis peores recuerdos. La última vez que pisé el césped de los jardines de la Casa Granados en ocasión de esa fiesta… Sandra Smith estaba viva y era, aún, la novia de Marcos Forné. De algún modo, fue en un Día de la Olympic Family, pero siete años atrás, que todo empezó entre Marcos y yo [SUCEDIÓ EN EL SEGUNDO CAPÍTULO de la PRIMERA PARTE: http://www.todorelatos.com/relato/84067/].

Traté de conjurarme con la declaración de mi hermano Lluc, en que todos debíamos pasar página, seguir su ejemplo, y asistir, así, sereno y decidido, aquel sábado… a la celebración.  Siete años después. Yo me había perdido todas las anteriores. Marina, como no podía ser de otro modo, preparó una suntuosa fiesta en los jardines de nuestra finca. Decenas de camareros y varias carpas para servir el catering y las bebidas. Algo perfecto. Y sobre el césped… un desfile de celebridades del fútbol, sus parejas, el bueno de Berny, nuestro entrenador, la junta directiva, los trabajadores de administración, de fisioterapia… y así hasta  casi trescientos invitados.

–Me sorprende que no me hayas pedido que me esconda detrás del nogueral –me dijo al oído un atento Héctor, mientras yo esperaba a bajar la escalinata del porche de casa, contemplando el panorama desde la distancia: gente y más gente llegando.

Me giré a Héctor, vestido de esmoquin como todos los hombres que asistíamos al Olympic Family Day. Pues así era la tradición.

–No tengo intención de esconderte, Héctor… –le sonreí.

–Pues espero que sea así cuando la prensa empiece a rumorear que estamos juntos –me clavó sus ojazos castaños en mí, y lo miré con gran magnetismo.

–Bésame… –le solté.

Héctor se echó para atrás, sorprendido.

–¿Me estás tomando el pelo, Biel? ¿Aquí, delante de todo el mundo?

–Prueba a ver qué pasa… –le respondí juguetón.

Héctor creía que le estaba engañando, que bromeaba y que me reía de él. Pero no bromeaba en absoluto.

Acercó su rostro al mío, tímido (algo inusual en él, abrumado por la situación), y dudó cómo proceder:

–Vamos, me has estado comiendo enterito semanas y ahora no puedes ni darme un castísimo beso… –ahora sí que me reía de él.

–Te burlas de mí… –suspiró.

Le respondí plantándole un sencillo beso en sus labios carnosos. No, definitivamente, no era ninguna broma. Laura, saliendo de la casa, nos interrumpió:

–¡Chicos! Si queréis ir en esa tórrida dirección tenéis el dormitorio arriba en la casa –bromeó mi cuñada, saliendo por la puerta principal para bajar al jardín.

Mi cuñada Laura era absolutamente genial. Nos deslumbraba con su melena rubia y su cuerpo esbelto.

–Venga chicos, bajad conmigo a las carpas. Está llegando todo el mundo.

Nos encandiló y no pudimos hacer más que descender al jardín. Yo me agarré del brazo de Héctor. Él estaba algo nervioso, yo lo notaba, aunque él tratara de mostrar lo contrario.

Era un sábado soleado en la Casa Granados. Lo idóneo y deseable para el evento. Hicimos los saludos y presentaciones habituales:

–Savall, ¡me alegro de verte! –estreché la mano al co-capitán del Galaxy, Gerard Savall, acompañado de una jovencísima novia de 19 años. El chico era bastante soso e insípido, pasó al siguiente saludo, mi hermana Cris, situada a mi derecha en la tradicional recepción.

Siguió el “desfile”…

–¡Biel! ¡Qué bien te veo! –era la voz de Hernán Alonso, acompañado de su inseparable Marcos Forné.

El joven escritor tenía una mirada limpia y sincera. ¡Y qué atractivo estaba con el esmoquin de rigor! Aunque lucía una pajarita morada como contrapunto singular y… outsider.

–Es un placer volver a verte, Hernán –le estreché la mano con fuerza y calidez. Marcos nos miró, como inspeccionándonos. Parecía contento de que nos lleváramos tan bien.

–¿Cómo van las clases, Biel? –me preguntó Marcos.

Nuestro último encuentro en la facultad, tenso y chocante, en que yo le había soltado todo tal como lo sentía, se había empezado a olvidar en nuestras mentes. Marcos estaba, como no, radiante y despampanante.

–Estoy contento con las clases, gracias. No me puedo quejar…

–Me alegro –dijo suavemente, cerrando sus párpados. Notaba que a veces era difícil sostener nuestras miradas firmemente.

–¿Y tu futura novela, Hernán? –centré mi atención en el novio de Forné.

–Ahí está la cosa, con alguna dificultad con el editor pero…

Marcos posó su mano en el hombro de su chico, completándole sus palabras:

–¡Hernán va a arrasar el próximo Sant Jordi en la feria del libro! ¡Me juego una cena a que estarás en el top-5 de los más vendidos!

–¡¡Marcos!! No adelantes acontecimientos… –refunfuñó algo molesto, Hernán, bajando la mirada. Noté cómo le molestaba que su novio se mostrara tan seguro de su potencial y valúa.

No quise meterme en asuntos de pareja:

–Yo no entiendo mucho de eso –dije– pero, si hago caso a Marina, que ya sabes que es una fan declarada tuya, Hernán, y de tus libros, aquí en este país vas a arrasar…

El chico pelirrojo me sonrió. Dejamos la conversación para otro momento. Hernán pasó a saludar al resto de la familia. Pero Marcos me cogió a parte:

–No quiero importunarte, Biel. Pero debo preguntarte algo.

Me sonrojé un poco:

–Dime, Marcos…

–¿Lo que corre por ahí…?

Marcos estaba intentando hablarme prácticamente en clave. Peor yo no lo pillaba.

–¿Qué corre? –me acerqué a su cara para guardar su tono de confidencia. Aquello me hacía gracia.

–Pues… Que estás saliendo con Héctor Dalahari.

Me reservé unos segundos, y hablé a pulmón abierto:

–Sí, es verdad.

Apreté mis labios tras la revelación. Ya estaba dicho. Marcos clavó su mirada en la mía, sorprendido:

–Pues déjame que te diga que… me alegro. Héctor es un buen tipo.

–Lo sé –susurré.

Marcos me guiñó el ojo, contento por mí, y fue tras Hernán a saludar al resto de mi familia. Fue algo extraño para mí.

La mañana continuó tranquilamente en el jardín de los Granados, entre copa y copa, entre conversación y conversación. Charlé animadamente con los venerables miembros de la junta directiva, fieles escuderos de mi padre, quienes ahora encontraban en mí a su vicepresidente más irreverente.

En un momento de la mañana, mi hermano reclamó mi atención.

–¿Puedes venir un momento, Biel…? –me ordenó Lluc a escasos metros de mí, mientras yo hablaba con el director del Área Financiera del club.

Disculpándome, fui al encuentro de Lluc, junto a los setos de aquella parte del jardín:

–¿Va todo bien, Lluc? –me agaché para ponerme a su altura.

–¡Levántate tontín! ¡¡Que no me gusta que te agaches para hablar conmigo!!

Me arrasqué la nariz, volviéndome a incorporar sobre mis piernas:

–Lo siento, hermano. Es inevitable…

–Olvídalo. Dime una cosa: ¿ya sabes que lo tuyo con Héctor se está aireando por todo el club, no?

Me hice el sorprendido:

–¿De verdad? –pregunté, incrédulo.

–¡Venga, hermano! Supongo que sabes lo que haces. Héctor es un buen tío. No quiero que le rompas el corazón y mucho menos que te lo rompas a ti mismo.

Aparté la mirada de Lluc y agité mi copa de champán, mirando las burbujitas. Debía tomar responsabilidades:

–Estoy a gusto con Héctor, ¿vale…? ¿Qué más puedo decirte?

–Biel, sabes que no voy a decirte lo que debes hacer. Pero si esto tuyo con Héctor se llega a saber en la prensa, no puedes fallar… Tienes que ir en serio…

–Y no fallaré –me puse serio–. Me importa Héctor, ¿ok?

–Okey, hermano.

Lluc ya iba a largarse de mi lado, cuando volteó su silla y me miró travieso:

–A propósito, Biel, tienes en tu escritorio tu próxima misión como vicepresidente del Galaxy.

–¿¡Mi qué…!? –exclamé extrañado.

–No te creas que te voy a tener como a un vicepresidente florero, que no hace nada. La semana que viene te vas para Kazajstán…

–¿¡Cómo!? –mis ojos, abiertos como platos, lo decían todo– ¿¡Por qué!?

–Viaje de inversiones. Y no digas que no que tienes tres días sin clases en la universidad. Vas a ir y no se hable más. Eres mi vicepresidente. El gobierno kazajo va a dar en Astana un gran encuentro de inversores. Necesitamos dinero de donde sea. Ya sabes que esos grandes magnates del gas y del petróleo se chiflan por patrocinar clubes occidentales.

–¿Y tengo que ir yo…? ¡Asia Central! ¿Yo...?–me señalé a mí mismo, patidifuso.

–Sí, señor vicepresidente… Bienvenido al club, hermano –y me lanzó una nuez al vuelo, gracioso y travieso a la vez, para desaparecer entre la gente.

¡Tremendo Lluc!

En otro lado de la fiesta, la abuela Mercedes no dejaba de chafardear de carpa en carpa, mirando quién estaba en la fiesta y quién no estaba. Se indignó ante la ausencia de Dolors Gimpera. Seguía preguntando y ordenando autoritariamente a los camareros y camareras. Se movía grácil, enfundada en su elegante traje negro recubierto con un chal bordado de terciopelo gris, y apoyada en su bastón con cabeza de caballo de pura madera de alcornoque revestido de piedra de jade negra.

–Joven… ¡Joven! –gritó a un camarero, tras instalarse en la carpa de los cócteles– Sírvame un Dry Martini, por favor.

Un apuesto camarero de apenas 20 años interrumpió sus labores para atener a la anciana de 88 años:

–Sí, señora. Ahora mismo.

La mujer se quedó mirando casi inquisitorialmente al muchacho:

–Oiga, ¿¡quién demonios le ha dado permiso para ir vestido así!? –gritó de indignación fingida.

El camarero llevaba una camisa blanca de manga corta con pajarita y chaleco negro.

–Es el vestuario habitual para estos eventos, señora –respondió el joven camarero, algo cohibido por la pregunta de la anciana–. Tome, aquí tiene su Dry Martini.

Mercedes de Granados tomó la copa de su cóctel sin apartar una mirada abierta y sorprendida al joven:

–¿En serio? ¿¡Y de quién diablos ha sido la idea de vestir a los camareros en manga corta en pleno enero!? –preguntó sin dar crédito a lo que veía–. Ah, Marina, cómo no. ¡Esa mujer y sus fiestas mal organizadas! Oh, wait … –refunfuñó entre dientes e ignoró al camarero, abandonando la barra donde le sirvieron.

Hernán Alonso iba en ese momento a conseguir una copa de vino. Se cruzó con la abuela Mercedes e intentó ser bien cortés:

–Doña Mercedes, ¡qué placer volver a verla! –esbozó con una sonrisa blanca e impoluta, de oreja a oreja, un Hernán pulcramente vestido de esmoquin negro y camisa blanca, con su pajarita morada como contrapunto de color a la sobriedad del blanco y negro.

Mercedes de Granados se hizo la sorda, dirigiendo la mirada a otro lugar, sorbiendo el Dry Martini.

–¿Doña Mercedes…? –insistió Hernán, reclamando la atención de la anciana dama.

–¿Sí…? –respondió ella con la voz impostada, sorprendida por la insistencia del joven.

–Es un placer volver a verla –dijo amable, Hernán, tendiendo su mano a la abuela.

–Discúlpeme, ¿le conozco? –preguntó, ofendida, una Mercedes de Granados que sabía PERFECTAMENTE quién era ese galán pelirrojo.

Hernán tragó saliva, absorto por la situación.

–Perdóneme… Nos presentaron en la fiesta de Navidad de su familia, en esta misma casa, hace unas semanas. Soy Hernán Alonso…

–Ah, el escritor –sentenció, seca, moviendo su copa hacia su regazo, como tomando distancia de él.

Hernán asintió, sonriendo. Pero tuvo que recoger su mano tendida. La anciana no iba a saludarle. ¿Qué le pasaría a esa altiva mujer para no querer saludarlo a él, un inocente y apuesto escritor? Si Hernán supiese las profundas manías y opiniones que albergaban en lo más fondo del vanidoso corazón de Mercedes de Granados…

–Discúlpeme, joven, no soy buena conversadora en temas literarios… así que me voy –y la anciana, sin el menor rubor, dejó plantado a Hernán con un palmo de narices, para arrastrarse con su bastón a otro lugar del jardín, en medio del gentío allí reunido.

Hernán se sintió algo confuso, pero alegremente resignado ante tan peculiar mujer. Un calor conocido acechó en su espalda, apretando con fuerza su hombro:

–Mercedes de Granados es una mujer difícil –susurró la varonil voz de su novio, tras de sí.

–¡Marcos! –Hernán se giró hacia él–. ¡Y qué lo digas! Bufff… –resopló, sonriendo– ¡Menuda mujer! Casi ni me ha mirado.

–Lleva el orgullo de los Granados a su apogeo total… –sonrió Marcos, sin rencor–. Ven, acompáñame –ordenó a su novio, tomándole la mano. Hernán accedió, dudoso:

–¿Qué ocurre, Marcos?

–Nada… Quiero que me acompañes. Ven, hay algo que tengo que decirte… –la mirada de Marcos brillaba intensamente. Hernán estaba algo sorprendido y expectante:

–Está bien… –y dejó su copa en la mesa para acompañar a Marcos a la robleda cercana que custodiaba uno de los rincones de la finca, lejos del murmullo.

Llegaron al bosque de robles, un pequeño oasis de paz en aquel día en que la Casa Granados estaba invadida de gente. Solos entre la indiscreta mirada de la fauna que recorría las copas de los árboles, hablaron:

–Hay algo que debo confesar… –esbozó Marcos, muy tímidamente, con la mirada clavada en el suelo.

Hernán miró a su novio algo patidifuso:

–Marcos, no me asustes. ¿Qué ocurre?

Marcos se metió las manos en los bolsillos del pantalón de traje. Estaba sereno.

–Lo que tengo que decirte…

–¿Marcos…? –la cara de Hernán era un poema.

–Hoy quiero confesar…

–Sí… –Hernán tenía que arrancarle las palabras.

–…que estoy enamorado.

Hernán miró alrededor, a las cortezas de los árboles, al susurro de las ramas, y volvió a acechar a Marcos, buscando descifrar el misterio.

–¿Sí…? Marcos…

Marcos sonrió, nervioso, clavando sus ojos verdes, brillantes y emocionados, en la mirada oscura y profunda de Hernán, su apuesto y moreno-pelirrojo novio.

–Hernán… lo que quiero confesarte es que… que estoy enamorado. Terriblemente enamorado y que…

Hernán se acercó a su novio, confuso, y pasó su mano por el brazo de Marcos, acariciándolo:

–Dímelo…

Marcos bajó la cabeza para volver a alzarla a Hernán. Se sacó algo del bolsillo:

–Terriblemente enamorado…

Hernán se fijó en la pequeña caja que Marcos sacó de su bolsillo. Marcos la abrió:

–Así que… sólo hay una solución a esto que me pasa.

–¿Sí…? –susurró muy tímidamente Hernán, que no daba crédito.

–Cásate conmigo y funda una familia a mi lado, Hernán.

Hernán se quedó estupefacto, conmovido y sin poder articular palabra. Marcos retiró de la caja un anillo bien sobrio y masculino, una alianza dorada, para ponerla en el anular derecho de Hernán.

–Casémonos, Hernán. Ya ha llegado ese momento. Esta primavera, en marzo –acabó de poner el anillo, mirando la mano temblorosa de su novio, y dejó caer la mirada con dulzura–. Así que… dime qué piensas…

Hernán estaba muy emocionado, carraspeó un poco:

–¿Que qué pienso…? ¡Marcos! ¡¡Naturalmente que sí!! –estalló de emoción y gloria.

Marcos desató su sonrisa, nervioso, y se abrazó a Hernán, como si no tuviera que soltarlo el resto de su vida. Besó su cuello y besó sus labios… Prometidos, finalmente, y con la boda a la vuelta de la esquina.


Fuera de la robleda, el Olympic Galaxy Day seguía su curso.

Ajeno a todo cuánto estaba pasando, en medio de la fiesta, cada vez más animada, fui al encuentro de Héctor, que charlaba amistosamente con Darío Ortega, nuestro mejor y veterano centrocampista. Me chiflaba su acento argentino:

–Discúlpame Darío, ¿me prestas a Dalahari un rato?

”Dalahari”, pues así lo conocían en el vestuario y eso es lo que lucía Héctor, su apellido, en su camiseta durante los partidos.

–Es todo tuyo, Biel.

Como me encantaba escuchar la voz de ese hombre que ya formaba parte del club en época de mi padre. A sus 30 años, todos dábamos ya por hecho que Darío acabaría su carrera, cinco o seis años más tarde, en nuestro club.

Tomé a Héctor por la cintura y me lo llevé a un rincón:

–Me voy a Kazajstán… –le solté.

Héctor palideció:

–¿¡Qué me estás contando!?

Me puse todo serio, volvió a preguntarme y… yo estallé a reír.

–¡Que es por unos días, bobo! Viaje de negocios representando al Galaxy.

Le pasé mis dedos por su pajarita negra. Me placía toquetear el cuello de su camisa blanca, su pajarita oscura…

–Ya me habías asustado, Biel, y pensaba que volvías a coger la maleta para irte a rodar por el mundo…

–Se acabaron esos días, Héctor. Aquí estoy bien. Contigo… –guardé silencio, clavó sus ojos sinceros en mis ojos–…estoy bien.

Íbamos a besarnos cuando un sonoro sonido de un cubierto repicando insistentemente en una copa nos hizo callar a todos y mirar al centro del jardín. Mi hermano Lluc, con un micrófono en una mano y agarrado con la otra  a su esposa Laura, iba a decir unas palabras.

Héctor me miró y me tomó por la cintura. Yo me dejé agarrar. Me sentía protegido, junto a él. Escuchamos lo que iba a decir mi hermano a toda la concurrencia:

–¡Damas y caballeros! ¡Amigas y amigos! Gracias a todos por estar aquí hoy. Dicen que una fiesta no es tal sin las palabras de rigor del anfitrión…

Todo el mundo rió. Lluc decía eso con un tono dicharachero.

–…así que… primero, ¡un brindis por Marina! Nuestra mejor anfitriona. No solo eres la mejor matriarca para esta familia sino que eres la mejor musa para el Olympic Galaxy.

Aplausos. Marina, a escasos metros, sonrió dulcemente. Ese día estaba pletórica, mostrando su mejor sonrisa, enfundada en un traje rojo que contrastaba espectacularmente con su cabellera oscura. Lluc y ella habían hecho las paces, sin duda gracias a la intercesión de Laura, la mejor pacificadora de la familia.

–… segundo, ¡un brindis por mi hermano, nuestro expresidente  y ahora vicepresidente, Biel! Que en pocas horas estará volando a Astana, en Kazajstán, en representación de nuestro club para el Investment Anual Meeting del gobierno kazajo. ¡¡A ver qué nos traes de allí, vice!!

Risas. Y dirigió su copa hacia a mí, a unos veinte metros, para mostrarme todo su afecto en público. Héctor me agarró con fuerza. La gente se dio cuenta lo que había entre Héctor y yo. Brindamos.

–y… finalmente –prosiguió mi hermano–… una nota familiar y muy importante. Como ustedes bien saben esta familia ha vivido momentos de dificultad, y otros de felicidad. Así es la vida. Hoy me toca anunciarles, nos toca –y se agarró con fuerza a la mano de Laura– anunciarles, Laura y yo, que este verano vamos a ser padres de un bebé que no nos cabe la menor duda que será un miembro entusiasta de esta Olympic Family que hoy celebramos. ¡Por el futuro bebé Granados!

¡PAM!

Nos dejó a todos con la boca abierta. O no tanto. Porque yo ya venía sospechando de unos días para allá que los pechos de Laura no estaban en su proporción justa. ¡Estaba embarazada! Marina, Cris y yo nos dirigimos corriendo a Lluc y Laura para abrazarlos y besarlos. ¡¡Iban a ser padres!! ¡¡Yo iba a ser tío!! ¡¡Y Lluc padre, por fin, a sus 33 años!!

–¡Oh! Un momento, un momento, un momento… –Lluc volvió a coger el micro, tras los abrazos y besos, felicitaciones y buenos deseos–, porque esta familia galáctica –reseñó apelando al nombre del club– no sólo crece con esta noticia. Porque hoy es un día también para felicitar a…

La gente estaba expectante, sin quitar el ojo a un Lluc que no cabía en su gozo.

–…para felicitar a un buen amigo, al que conozco hace muchos años y al que sólo puedo desearle lo mejor. Pues, amigos y amigas, hoy, en esta misma fiesta del Olympic Family Day, nuestros queridos Marcos y Hernán se han prometido definitivamente para casarse al comienzo de esta misma primavera.

La gente estalló en júbilo, entre aplausos y gritos. Laura y Lluc se fundieron en mutuos abrazos con Hernán y Marcos. Al joven escritor de 30 años se le veía bien sonrojado. Marina estaba emocionadísima. Yo les estreché la mano lo más cálidamente que pude.  Todos sabíamos que Marcos había vuelvo a Barcino para traer a su novio, casarse con él, y acabar su gloriosa carrera en su club de origen. El destino iba a cumplirse.

Principios. Nacimientos. Familias que crecen. Otras que nacen.

A un lado del jardín, nuevamente junto al muro natural que formaba el seto, Héctor miraba esa estampa familiar rascándose la barbilla:

–Curiosa imagen, ¿no cree?

La voz de mi abuela sobresaltó a Héctor.

–¿Le he asustado? –inquirió la anciana.

–No, es que estaba algo distraído…

La abuela se situó junto a Héctor y lo repasó con la mirada. No sabía si era digno de su aprobación:

–¿Puedo darle un consejo, joven? –preguntó a Héctor, que no apartaba su mirada de mí,  en la distancia, felicitando a Forné y a su prometido.

–No creo que usted esté dispuesta a aceptar un no por respuesta, señora.

Héctor era bien agudo en sus respuestas. Y no se equivocaba.

–No estoy acostumbrada a que me silencien, desde luego. Así que seré franca y directa con usted –Héctor no se dejaba impresionar por una doña Mercedes que trataba de usted a un joven de 24 años como él–. Si no quiere que le rompan el corazón en mil pedazos aléjese lo más que pueda de mi nieto Biel.

–¿¡Perdón!? –ahora sí que Héctor se sobresaltó.

–Admitámoslo. Mi nieto sigue bebiendo los vientos por ese tal Marcos Forné.

Héctor se ofendió. Estaban hablando de mí. Pero se ofendió de que la anciana Granados juzgara indirectamente los sentimientos que yo podía sentir por él, Héctor Dalahari.

–Señora, se equivoca completamente. Su nieto ha dejado el pasado atrás. Y le recuerdo que con el hombre con el que su nieto está cohabitando –Héctor deletreó prácticamente tan antigua y rancia palabra para que Mercedes la oyera de cabo a rabo– es conmigo. ¡Conmigo!

–Ah… Yo no me dejo impresionar por las pulsiones de lo inmediato. Usted apaga un fuego a mi nieto. Como un bombero. Pero el fuego más fuerte que quema en su interior es el de un amor pasado. Su primer y verdadero amor. Y esta anciana sabe bien que no hay volcán de fuego que pueda sepultar lo que uno siente en un primer amor. ¡Se lo advierto!

Lo de mi abuela rayaba no sólo lo entrometido sino la mala educación.

–Señora, amo a su nieto. No sé si usted puede comprender eso. Y le recuerdo lo que tiene ante sus ojos –dijo señalando al corrillo familiar con Marcos y Hernán conversando con los Granados–, ese “primer amor”… –lo dijo con rentintín–, como usted dice, va a casarse con ese joven escritor. Las vidas siguen. Y Biel y yo estamos siguiendo con la nuestra, juntos. Tenemos nuestro pasado, por separado. Pero el presente… nos une.

–Usted no sabe que…

–Perdone pero la que no sabe es usted, señora –Héctor interrumpió a la anciana con brusquedad–. Ustedes en esta casa no tienen ni idea. Pero si ahora mismo hay alguien en este mundo que comprenda más que nadie lo que ha vivido, lo que ha sufrido, lo que ha experimentado Biel… esa persona soy yo. Que sabe de principio a fin quien es Biel. Y lo quiero por lo que es, con todo su pasado pero, sobretodo, con todo el futuro que le queda por delante.

–Yo trataba de advertirle…

–El que voy a advertirle soy yo –dijo en un tono casi amenazante, que no movió ni un pelo a la siempre fresca y luchadora Mercedes de Granados–, haga el favor de no entrometerse en la vida de su nieto ni en nuestra relación. Tampoco en la de esos dos jóvenes prometidos. Somos suficientemente adultos para aceptar nuestras elecciones. Usted vivió su vida como quiso, supongo. Pues déjenos a los jóvenes que hagamos lo mismo. Aunque seamos… homosexuales, ¿lo aprueba usted? Y –siguió duramente– déjeme amar a su nieto sin que me juzgue usted por lo que cree saber que soy. Lo único que soy… –se mordió el labio inferior, enfadado, airado.

–¿Qué es…? –dijo lacónicamente, pero en actitud bien fingida, Mercedes.

–Soy un hombre enamorado hasta las trancas de su nieto. Aunque usted no lo crea. Espero que sepa respetar eso.

No esperó respuesta de la anciana, pues se largó de su presencia. Mercedes golpeó con el bastón en el césped, algo molesta por no haber tenido la última palabra en aquella lucha verbal.

No volví a ver a Héctor aquella mañana, pues se largó enfadado a Sant Joanet. Hay familias que, para los advenedizos, por muy buenas intenciones que lleven, constituyen una lucha ardua y perseverante.


Dos días más tarde tomé el vuelo a Asia Central. Sólo me acompañaba un escolta al que pedí que me dejara ir lo más a mi aire que pudiera. Si estaba obligado a viajar en representación del Galaxy, que fuera lo más relajadamente posible.

Porque como quien no quiere la cosa… El flamante vicepresidente del Olympic Galaxy, yo mismo, se vio envuelto en lo que menos le apetecía después de siete años vagando por el mundo: volver a viajar. Destino: Kazajstán. Objetivo: según el iluminado de mi hermano, captar nuevas formas de inversión para el club. Los gobiernos de Asia Central buscaban desesperadamente penetrar en Occidente a través de las más que amables imágenes corporativas y publicitarias de los grandes clubes de fútbol de Europa.

Fría noche de invierno en Astana, la capital del país. Temperatura máxima: 22 grados… ¡bajo cero! Vaho interminable. Nieve y hielo. Noche de abrigos, gorros y sombreros. Tenía la sensación de estar en la antigua URSS. Mi segunda noche allí debía ser… “la noche”. Iban a dar un gran convite en el palacio del gobierno con inversores y captadores extranjeros, casi todos ellos europeos y norteamericanos. Yo me encontraba entre ellos. Según me explicaron, todo ello era organizado por una poderosa mujer interesada en el deporte y la cultura.

Beatrisa Kunayeva era la espectacular sobrina del primer ministro kazajo. Nos recibió a todos nosotros, posibles inversores, con su deslumbrante vestido de color plateado. Yo aún no tenía ni idea de qué hacía allí en medio de ese barullo. El Olympic Galaxy no iba a gastar su desorbitado (pero hipotecado) presupuesto en ese paraíso del gas y el petróleo. ¡Kazajstán! Pero mi hermano Lluc creía que el gobierno de allí sí podía estar interesado en promocionarse en el mundo a través de nuestro club, como sponsor o patrocinador nuestro. Definitivamente, una mala idea. Mi cara era un poema, aquella noche en el palacio de invierno…

Entré en un espectacular salón dorado con gruesas columnas de mármol rosado. Sonaban de fondo unos acordes de Bach interpretados por unos músicos con rasgos asiáticos. Fantástica sonata. Muy occidental para aquel paraíso de Asia Central. Pero todo el mundo, naturalmente, parecía muy occidentalizado en aquellos círculos selectos de la capital de Kazajstán. Desfilé frívolamente por el cóctel, entre las columnas y bajo las gigantescas y doradas lámparas de araña. Todo el mundo parecía estar encantado de estar allí… excepto yo.

–¿Biel de Granados? –me interpeló una voz grave, en un escrupuloso inglés británico.

–Yo mismo.

Y me giré a un hombre de unos sesenta años con el pelo canoso y elegantemente ataviado con corbata y traje negros.

–Charles Glenford, un viejo amigo de tu padre –me estrechó la mano–. Te he reconocido rápidamente: tienes sus mismos rasgos.

No fui muy expresivo. No conocía al tal Mr. Glenford. Él se siguió explicando:

–Yo fui el agente que arrebató a Beckham al Galaxy… cuando tu padre pensaba ficharlo para su club…

–¡Oh, Glenford! –exageré mi sorpresa– ¡Sí que le oí  hablar! Mi padre siempre lo maldecía –reí–, pero si me pide mi opinión actual, años después… le diré que lo mejor que pudo hacer es llevarse a ese jugador a los Estados Unidos cuando decidió abandonar la liga inglesa. En el Galaxy no nos van los rollos de divos del balón, engominados hasta la médula y más preocupados por lucir bien en los anuncios de calzoncillos de Calvin Klein que en marcar goles…

El caballero, altísimo como un gigante, sonrió cínicamente:

–Sin embargo no les ha importado ser los creadores de la gloria de Marcos Forné. Más tópico y fashion no puede ser…

Me extrañó tal comentario. Forné era la antítesis completa de David Beckham, a mi entender era mucho más humilde, reservado y nada exhibicionista, pese a sus innumerables campañas publicitarias para todo tipo de marcas.

–¿A qué se refiere? –pregunté, algo sorprendido.

–Venga, ¡han creado todo un icono gay en el fútbol! Desde un punto de vista de marketing me parece absolutamente fabuloso –el hombre hablaba con cierta impostura artificiosa–. Un gran futbolista, un atento hombre que ama a los hombres… Auténticamente fabuloso. Una genial manera de hacer caja vendiendo sus camisetas de aquí a la Patagonia…

El comentario de ese agente futbolístico, representante de varios clubs norteamericanos, me pareció despectivo. Imaginé que ese tipo había ido a aterrizar en la recepción de Beatrisa Kunayeva por los mismos motivos que yo mismo:

–Discúlpeme, Charles… ¿Puedo tutearte, no? –me atribuí ese privilegio, sin esperar respuesta, me sentía ofendido– Verás… –y dejé mi copa de champán sobre una mesilla de estas bien altas que pueblan los salones de recepciones y convites–. La homosexualidad NUNCA es cosa de marketing. En el Olympic Galaxy respetamos a las personas tal y como son. Y esperamos que sean felices por lo que son, y por como son…

–Ah, ya veo… Entonces tú, sí… ¡ahora lo recuerdo! ¿Eres el hijo menor de Edmond, verdad? Ahora recuerdo que tú también eras… en fin… de la otra acera…

–¿¡Perdón!? –pregunté, molesto y tajante.

–Cuéntame, ¿es cierto lo que corrió allá por 2004 por boca de varios agentes de futbolistas que Forné abandonó el Galaxy por un desengaño amoroso con el menor de los Granados? ¿¡Contigo!? ¡El mundo es un pañuelo! –el hombre rió grotescamente.

Aquello me pareció el colmo de la indiscreción y el descaro. Realmente mi historia con Marcos nunca había salido a la luz, pese a que años más tarde él dio a conocer públicamente su homosexualidad con motivo de su relación con Hernán. No antes.

–Charles Glenford, empieza a hacérseme usted un poco maleducado –dije ofendido.

–¿No habíamos quedado en que me tutearías, joven Granados?

–¡Me parece algo demasiado privilegiado para alguien homófobo como usted! –exclamé alterado pero firme, sacando el Biel más luchador de mis adentros– Permítame un consejo, señor: cuídese de que ninguno de sus hijos acabe siendo follado por alguno de los jugadores a los que usted representa. Los armarios de los vestuarios de muchísimos de sus clubes están bien repletos de… ¡los de la otra acera, como usted dice! ¡¡Adiós!!

Fui grosero y vasto. Pero el tipo no merecía menos.

Dejé con la palabra en la boca a semejante cretino. Definitivamente aquel viaje a Astana, ciudad insulsa donde me sentía pequeñísimo entre tanta posmodernidad soviética,  se me iba a hacer insufrible. Tomé el iPhone y me puse a buscar el teléfono de Lluc para reprenderle a miles de kilómetros de distancia. Me refugié detrás de una columna de aquel descomunal salón de palacio imperial.

–Cógelo, canalla –iba diciendo mientras escuchaba el tono de la línea–. ¡Te vas a enterar!

–¡¡Biel!! Qué bueno sentirte… –al fin respondió, desde Barcino.

–¡Qué bueno, sí! –dije yo, sarcástico– Es la ÚLTIMA (óyeme bien…), la ÚLTIMA VEZ que me envías a uno de estos viajes de sonrisita falsa y pase de modelos sirviendo copas y marisco, a ver quién tiene la cartera más gorda…

–Jajajaja, Biel. ¡Que poca paciencia tienes con el resto del mundo!

–Ninguna. ¡Ninguna! No sé que esperas de este viaje. Me niego rotundamente a cambiar el sponsor de Unicef de las camisetas del Galaxy por cualquier mamarrachería de este lugar.

Lluc se reía de mí al otro lado del teléfono:

–Eso ya lo discutiremos cuando vuelvas, Biel. Con la junta directiva. ¿Has hablado con Beatrisa Kunayeva? La mejor puerta de entrada al dinero kazajo…

–Lluc, no voy a hablar con esa pequeña dictadora de pechos, piernas, culo y nariz operada. Mañana me vuelvo a Barcino y no se hable más. Este viaje ha sido inútil. ¿Dónde estás? ¿Tienes a Laura ahí al lado? Pásamela. Quiero hablar con ella y decirle lo mal hermano que eres y el tipo de esposo que tiene… –le espeté entre la broma y la seriedad fingida.

–No, Biel… Estoy en el despacho del Galaxy. Apenas son las cinco de la tarde aquí, y me queda una larga velada de faena…

–¡Ahora hazte el trabajador! –bromeé– Os echo de menos… –le susurré, enganchándome al teléfono. Era verdad.

–¡Si sólo llevas dos días en Kazajstán! Anda, no te pongas sentimentaloide…

De repente, en medio de la multitud que abarrotaba el salón imperial de ese frío e inhumano palacio kazajo, entre las copas y los chaqués y los trajes de cola y lentejuelas… Entre el murmullo… vi a un rostro… Un rostro… Una sonrisa…

–Lluc, tengo que colgar… –balbuceé casi sin escucharme a mí mismo.

–¿Biel? No te oigo… ¿¡Biel!? –gritaba mi hermano desde el otro lado del teléfono.

–Luego te llamo –y colgué del tirón, estupefacto.

–¡¡Biel!!

Se cortó la comunicación. Yo estaba pálido. No podía dar crédito. Me bebí la copa de champán dejada en una mesilla cercana del tirón y me dirigí al fondo de la sala, donde me había parecido ver a…

En el despacho presidencial del Olympic Galaxy, en Barcino, mi hermano dejaba el teléfono sobre el escritorio, se volteó hacia atrás con su silla de ruedas y miró a la vidriera que cubría medio despacho, desde donde podía dominar la panorámica de la Ciudad Deportiva de nuestro club: el Olympos, nuestro estadio; los campos de entrenamiento, los edificios de los gimnasios… Hacía un precioso día de enero. El sol del atardecer le acariciaba su rostro de ojos azules. Sonrió. Allá abajo la gente paseaba entre los brezos e iba de un lugar a otro. El imperio de nuestro padre. Lluc sintió la paz de las aguas tranquilas. Mi hermano volvía a estar feliz, teniéndome a mí cerca suyo, con su esposa esperando su primer hijo… Evocó mentalmente una imagen de nuestro padre.

Puso sus fuertes manos en su silla y echó a rodar hasta un mueble contiguo al otro lado del despacho. La caja fuerte. El hogar de muchos secretos y recuerdos. De la familia y del club. Marcó el código y fue a recuperar los diarios de papá, para releer una vez más sus sabios consejos y sus dulces palabras de afecto a su familia.

En el palacio kazajo, en la noche profunda, sorteé como pude a la gente que se cruzaba en mi camino. Alguna de esa gente estúpida me miró como al que mira a un grosero y maleducado joven que quiere salir de allí como sea, abriéndose paso entre la gente. No me importaba. Estaba seguro de lo que mis ojos habían visto. Me dirigí al vestíbulo del fondo, lo crucé y miré a un lado y otro del pasillo al que daba acceso. Izquierda y derecha. Tiré por la izquierda. Allí ya no había gente. Solamente oía mis pasos. Avancé hasta el fondo. Con un nudo en la garganta. Con mi mano temblando como si se fuera a desquebrajar de mi cuerpo. Con un escalofrío que recorría toda mi espalda. La cabeza casi me daba vueltas. Pero me dije a mí mismo que no tuviera miedo.

–Siete, uno, tres y ocho… –Lluc acabó de marcar los últimos dígitos de la caja fuerte del despacho que ahora ocupaba como presidente del Galaxy, y que antes había ocupado yo y antes… papá…– ¡Abierto! –exclamó para sí mismo cuando completó el código.

Giró la puerta metálica y el corazón le latió a mil, con un pálpito súbito y turbador. Metió su mano en el interior de la caja.

Nada…

–¿¡Dónde están los diarios!? –se dijo para sí mismo, con la cara blanca y helada.

Aceleré mi paso hacia la puerta de cristal y madera que vedaba el pasillo. Allí lo vi, escapando del anonimato. Me había visto. Me había visto y se iba. Cruzó la puerta para salir, apresurado. Yo estaba a unos cuarenta metros. Fui corriendo hasta la puerta. Llegué y abrí. Tras la puerta me apareció un patio enorme, frío y nevado, lúgubre y semioscuro, sin apenas luz en medio de la noche. La puerta salía a un mirador con escaleras que descendían al patio. Me abalancé sobre la balaustrada, cubierta de nieve. Frente a mí, sólo veía más nieve y muros viejos, sucios y oscuros en medio de la noche.

–¡¡¡Karl!!! –grité su nombre. Era él. Era él y lo había visto entre la multitud. Y se me había escapado en un abrir y cerrar de ojos.

Un golpe de su aliento, tras de mí, me estremeció. Salió como de la nada detrás de mi espalda. Se había refugiado al lado de la puerta, cuando yo salí al vacío de la noche.

–¡Karl! –volví a gritar, al tenerlo frente a mí, a menos de un metro, con su mirada perdida en mi rostro. Sus ojos negros, su cabello y flequillo oscuro, su barba milimétricamente recortada, su tez blanca y morena a la vez, acechándome…

Y no pude volver a articular palabra porque ya no era el golpe de su aliento sino un golpe de su fuerza bruta lo que me llevó a caer tendido sobre el frío y nevado suelo, inconsciente y con una brecha en la cabeza.

CONTINUARÁ…