Biel & Marcos (3) Fantasmas

Simplemente Biel: el reencuentro. Amor, sexo, familia y vida siete años después.

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La decimonovena jornada de Liga estaba a pleno rendimiento. Sobre el césped del campo del gigantesco y titánico Olympos, el estadio del Olympic Galaxy, en Barcino, el líder liguero, nuestro equipo, se enfrentaba con sus once mejores jugadores contra el Sporting de Lisboa. La Liga ibérica, la mejor del momento, enfrentaba a dos de sus grandes clubes. Mi hermano Lluc me había pedido que regresara al gobierno del club como su vicepresidente y no pude negarme. Había estado tan abstraído de todo... Tan alejado de la mi familia. Tan solo vagando por el mundo… que al volver a Barcino todas mis intenciones iniciales de no anidar en ningún lugar que no fuese el mundo entero se vinieron abajo. Hoy puedo confesar que fue gracias a Héctor que empecé a retomar la senda de la estabilidad, en mi ciudad, junto a mi familia. Pero esa senda no iba a ser nada fácil…

–¡¡¡Venga Daríoooooo!!!

La que se estaba dejando la voz, desgalillándose, era una Marina convertida en la forofa número uno del Galaxy. Sobre el campo, en una noche de invierno clara y levemente fría, el centrocampista estrella, el guapo y bueno de Darío Ortega (el argentino que ya formaba parte del club cuando volví a casa por 2003-2004), hacía las delicias de la afición, congregada en el monumental anfiteatro del fútbol barcinonés, regalando los balones a los defensas del equipo.

–¡¡Grande, Darío!! –gritaba Laura, secundando a la suegra.

El pase fue perfecto. El veterano Darío, 30 años, pasaba el esférico a un Gerard Savall, co-capitán junto a Forné, que en los últimos partidos empezaba a fallar nerviosamente en algunas recepciones, quizá impaciente por demostrar, ante la llegada del todopoderoso Marcos Forné, que él seguía siendo el mejor y más joven (24 años) capitán para el Olympic Galaxy.

–Ese Savall… –refunfuñó mi abuela Mercedes, a sus 88 años aposentada en el palco principal del estadio–, no hará nada realmente glorioso en el balompié hasta que deje de lado esa absurda y estúpida superficialidad de top model.

La afición, los más de 100.000 espectadores que cabían en el gigantesco estadio barcinonés, silvaron enfadados a su co-capitán: había vuelto a perder un pase del mejor centrocampista, Darío.

–¡¡Menudo paquete, jugando!! –sentenció mi abuela.

Yo, que estaba sentado entre la abuela y Laura, me eché a reír a carcajada limpia. ¡Mi abuela hablando en la jerga futbolística! Marina se sentaba a la derecha de la abuela, flanqueándonos por un lado. Apenas nos oíamos entre tanto grito, bocinas, cánticos y nervios a flor de piel.

–Jajajaja, ¡abuela! No sabía que en estos últimos años te habías convertido en una aficionada experta –me giré a ella, y le dije.

Estábamos enfundados en nuestros abrigos y bufandas, pese a la temperada noche de invierno que hacía. Pero estar quietos nos causaba algún que otro escalofrío. Me até bien, nuevamente, mi bufanda del Galaxy, blanquiroja, elegida para la ocasión, apoyando al club.

–¡Todo sea por tu amado padre, Biel! –respondió Mercedes de Granados–. Él compró este club, contra mi opinión. En el fondo siempre buscaba llevarme la contraria. Pero la verdad es que yo quería lo bastante a mi hijo como para valorar su legado. Y, querido nieto, las abuelas no estamos para encerrarnos en casa… –me dijo con tono de repaso, mostrando su dentadura perfecta y dejando recaer el peso de su anciana figura sobre su elegante bastón.

–Tienes razón, abuela. ¡¡No sé cómo me he podido perder tanto tiempo estos partidos!! ¡¡Son vida!! –le grité a la oreja. Ella sordeaba más que nosotros, en medio de aquella marabunta de forofos.

–Y, además… –siguió mi abuela, en vano.

–¡¡¡Venga Forné!!! ¡¡¡Vamos!!! –aulló mi cuñada Laura. La esposa de Lluc de Granados pegó un bote y se levantó de la grada para seguir los movimientos del balón. Marcos estaba intentando marcar contra el infranqueable portero del Sporting.

La abuela rio, y siguió:

–El fútbol es vida, Biel, pero es que además, ¡aquí viene todo el mundo! ¡Está toda la ciudad! Me he encontrado con la anciana Gimpera unas gradas más atrás. Ya creía que no venía por estos contornos…

–Pues claro… –sonreí bajo la nariz, afectuoso.

–Y no sólo la burguesía local, Biel. Fíjate: ahí atrás tenemos a un joven escritor deseoso de que su novio marque un gol…

La abuela hizo un gesto seco y una mueca de desaprobación ladeando la cabeza hacia atrás. Me señaló con la mirada dos filas atrás, en el espacio del gigantesco palco reservado para las familias de los jugadores del club. Allí estaba Hernán Alonso, tan guapo, tan pelirrojo y tan delgado como siempre, enfundado en un precioso abrigo gris de finas rayas de hilo negro.

–Qué elegante que va este chico siempre… –dije por toda respuesta.

–Con el bolsillo de su novio pagando, no me sorprende… Debe gastar a manos llenas…

–¡Mercedes! –le recriminó Marina–. ¿Debo recordarte que el prometido de Forné no necesita de nadie para ganarse la vida? Antes de conocer a Marcos ya era un afamado escritor y bien cotizado…

–No sé qué tontería te ha entrado con ese chico, Marina… A mí me parece feo y dejado, con esa barba. Insisto que no es para Forné.

Yo permanecí callado en la riña entre suegra y nuera. Mi abuela no llevaba razón, aquel chico era muy atractivo. Que fuera o no para Forné… yo prefería no opinar. Las veces en que momentáneamente yo había coincidido con ellos, se les veía tan felices… que todo parecía indicar que eran una buena pareja. Al fin y al cabo iban a casarse en la primavera entrante.

–El árbitro va a pitar el medio tiempo y ni un gol aún. Como nos marquen… ¡Bufffff! ¡¡¡Veeeeeeengaaaaaaaaa!!! –volvió a aullar Laura.

De unos días para acá que me había empezado a fijar en los pechos de mi cuñada, más grandes de lo habitual. Volví a fijarme y concluí en mi silenciosa mente. Se lo solté tal cual lo pensé:

–Laura… ¿estás embarazada?

Marina y Mercedes se giraron bruscamente hacia la esposa de Lluc, que se sonrojó. Yo miré dos filas adelante, en la presidencia del palco, donde Lluc se sentaba junto a su homólogo, el presidente del Sporting, siguiendo el partido desde primera línea del palco presidencial. Lluc era el mejor presidente que el Olympic Galaxy podía tener, después de mi padre. No yo y mi fallida aventura empresarial de años atrás. Sonreí al pensar que ese hombre, mi hermano, podía estar próximo a ser padre. Pero mi gozo, en un pozo.

–¿¡Pero qué demonios dices, Biel!? ¡No estoy embarazada!

Me gritó en medio del gentío, con la multitud alterada por una dura entrada de Héctor Dalahari al capitán del Sporting, señalada como tarjeta amarilla por el árbitro. Yo hice caso omiso a lo que se gritaba alrededor nuestro, centrado en mi cuñada.

–¡Me ha parecido ver algún cambio en…!

–¡Eres un hombre! ¿Qué vas a saber de eso…? –sonrió Laura, recogiéndose el pelo detrás de la oreja, en un gesto nervioso. Marina sonrió, maternal, imaginando que, tal vez, estaba cercana a ser abuela.

Laura quiso zanjar el tema volviendo a poner su atención en aquel campo donde los once jugadores dirigidos por Berny Scheimmest, el veterano entrenador del Galaxy desde la presidencia de mi padre, se veían diminutos en el coloso del Olympos y sus más de 100.000 localidades. Seguíamos al detalle el partido por las pantallas gigantes. Me sonrojaba al ver a Héctor y Forné tan juntos. Ahora eran compañeros de equipo y vestuario.

–¡¡¡¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!!!!!!!

Todo el mundo saltó de sus asientos en la grada. Héctor Dalahari, el flamante delantero de 24 años que desde mi última estancia en el Caribe ocupaba más de lo normal mi cama, había hecho un pase magistral a Forné, que lo había convertido en tiro directo a portería. 1-0.

Saltamos de la alegría y coreamos con el resto de la afición. «Oeeeeee. Oeeeeeeeee. Ser del Galaxy és el millor que hi ha» ( Ser del Galaxy es lo mejor que hay ) y un viejo cántico desde la anterior etapa de Marcos en el club: «¡Ese Forné, ese Forné, eh, eh!». Me hacían reír las letras de los cánticos. Me sentía feliz allí, en aquel justo momento.

El árbitro pitó el medio tiempo y todos respiramos tranquilos. La abuela Mercedes se sacó unas nueces y un cascanueces para comer en el entretiempo. Elegante y previsora, no restó ni un atisbo su aura de vieja dama. Pero no pudimos evitar echarnos a reír, Marina y yo, ante un gesto tan de estar por casa…

Los jugadores abandonaron el campo, rumbo al vestuario, a recibir nuevas instrucciones sobre cómo encarar la segunda mitad del partido. Había que afianzar ese 1-0 y aumentar en goles, o sufrir aguantando sin que el Sporting de Lisboa nos marcara. Mientras algunas personas marchaban a las galerías circulatorias del estadio, a buscar algo para comer, a ir al lavabo… yo me puse a revisar mi iPhone. Casi lo empaño con el halo de mi aliento en aquella noche temperamental de invierno. Me sorprendió tener un mensaje de WhatsApp de… ¿¡Héctor!?

«Reúnete conmigo en cinco minutos en el reservado C tras los vestuarios. Héctor.»

El mensaje me dejó helado. Ese tío no tenía reparos en romper la disciplina de concentración de grupo, que no se veían con nadie más excepto el staff técnico antes y durante los partidos. Miré a un lado y otro de la grada, nervioso, planeando cómo salir de allí y bajar hasta las entrañas del estadio… «Reservado C». Y… cómo excusarme:

–Chicas, tengo que encontrarme con la Dra. Howard –utilicé a mi jefa en la universidad como maniobra de distracción, ¡las cosas que me hacía hacer Héctor! –. Está en la boca de la gradería A22, aquí cerca. Voy a buscarla…

Como Cristina Howard era una socia fiel a su club, nadie dudó que fuera a encontrarme con ella realmente. Mi profesora era una fan total del Galaxy y aquella noche estaba en algún lugar de su estadio ocupando su localidad como socia. Así que me levanté y salí disparado con esa excusa. Salí del palco y me enfilé hacia las escaleras que iban a las galerías para encontrar un ascensor que me llevara hasta abajo del todo. La gente se me quedaba mirando, algunos me paraban para que les firmara un autógrafo, medio sorprendidos por la reaparición de su expresidente… ahora vicepresidente de su hermano, Lluc de Granados. La afición me conocía bien. ¡Había sido presidente del Olympic Galaxy con apenas 18 años! 2004 lejano… Me escabullí como pude y llegué al cordón de seguridad que, reconociéndome, me dio paso a la zona cero, en las entrañas inferiores del estadio. Tardé cinco minutos en llegar al nivel más inferior del recinto, en las instalaciones circundantes a los vestuarios del campo, donde había salas anexas de trabajo y almacenes. Me metí en ellas con el miedo a encontrarme con alguien del primer equipo, aunque Héctor, inteligentemente, ya me había citado a cierta distancia del vestuario. No había nadie por aquellos fríos pasillos. Por encima de esos cimientos se erguía una afición tumultuosa… ¡sólo faltaban cinco minutos para retomar el partido! Yo llegaba tarde a la cita improvisada…Di, al fondo de un pasillo lleno de tubos y luces fluorescentes industriales, con el letrero del «reservado C». El corazón me palpitaba con fuerza. Giré la manilla metálica del portón de aluminio y metí medio cuerpo en la sala. Una zarpa de fiera me tomó por mi brazo y me atrajo hacia él.

–¡¡Te tengo!! –me susurró un sudoroso Héctor que me recogió en sus brazos, sobre su pecho, enfundado en su camiseta roja-y-blanca del Galaxy, luciéndola con orgullo, con esos deliciosos pantalones cortos y esas medias granates hasta la rodilla.

–¡¡Héctor!! –grité, sorprendido. El corazón me latía a mil.

Estábamos frente a frente, él me tenía enganchado a su torso, recogido por sus fuertes manos, reposadas sobre mi culo. Me miraba a los ojos con adicción. Aún lleno de sudor, estaba guapísimo, con su pelo castaño oscuro, su barba fina y corta, sus profundos ojos marrones…

–Dame un beso.

Me ordenó dulcemente.

–¡Héctor, por favor! Estáis en el medio tiempo de un partido decisivo. Pueden sancionarte. ¡El partido está a punto de retomarse!

–Quiero besarte…

–¡Héctor! A lo mejor eres demasiado nuevo por aquí cómo para saberlo. Pero Berny es un entrenador muy severo. Vete y reúnete con tus compañeros en el vestuario. ¿¡Cómo te has escapado!?

–Berny no es tan dictatorial como sugieres –respondió con su sonrisa cañera y blanca… no se dignaba a apartar sus manazas de mi cuerpo, me tenía retenido a él–. Ya nos ha pasado la pizarra con nuestras posiciones. Déjame celebrar que he contribuido a marcar un gol contigo… Además, en los medios tiempos yo tengo un rito: pedir unos minutos a solas antes de volver al terreno de juego. Meditar, rezar…

–¡AH! ¿Eres religioso…? Primera noticia –le dije sarcástico, sin esforzarme mucho por salir de sus garras.

–Creo en mí mismo. Y, en estos momentos, creo en ti…

Ese comentario me sedujo por completo. Acercamos nuestros labios. Lentamente. No dejábamos de mirarnos a los ojos, nerviosos, torpemente. Hasta que nos besamos. Héctor puso su manaza en mi cuello, acariciándome. Estuvimos así como un minuto.

Al final, me deshice de sus labios, casi como una misión imposible:

–¡¡Venga!! ¡Vuelve al campo! ¡Te va a caer una buena sanción, ya lo verás!

–Sólo una cosa más –me dijo, travieso y picarón, seguía reteniendo sus manos sobre mí.

–Héctor, te lo estoy diciendo en serio. Aquí en el Galaxy queremos disciplina y compromiso –intenté esbozar la dureza de mis facciones, como advirtiéndolo. En vano:

–¿Eso me lo dices como flamantísimo vicepresidente del club? ¡Mejor aún! Le diré al míster que estaba contigo, y asunto arreglado.

–No hagas broma con eso, Héctor. Hay que ser profesionales.

–Ese pase de gol que acabas de ver en el campo es digno de un mejor profesional.

–No te lleves la gloria tan rápido. Has hecho posible el 1 a 0, pero Forné ha marcado el gol.

–Formamos un buen equipo los dos, ¿no? En los pocos partidos que llevo aquí ya le he hecho varios pases decisivos con él.

No quería que Héctor me hablara de la brillante calidad técnica de mi exnovio… o lo que hubiera sido para mí Marcos, dado que realmente no tuvimos una relación lo suficientemente estable. Así que desvié la atención:

–¿Qué ibas a pedirme?

Héctor inclinó la cabeza, siguiendo con el juego, medio sacó la lengua y se sinceró:

–¿Es cierto que estás pensando en trasladarte a Sant Joanet, a la casa de la playa?

Le había medio sugerido algo así en alguno de los mensajes que intercambiábamos durante las jornadas en que no nos veíamos, él dedicado a su profesión, y yo a mis clases y –ocasionalmente- a mi presencia testimonial en la gestión del club, liderada por mi hermano Lluc.

–Sí. Mañana hago la mudanza –me sinceré–.  He decidido, claro, instalarme definitivamente en Barcino. Pero en la casa de mi familia… –desvié la mirada a lo lejos, refugiado en los brazos de Héctor–, no me acabo de sentir bien. Los quiero un montón. Pero siento que soy una decepción. Especialmente para Marina. Voy a instalarme en la casa de la playa. Lo tengo decidido.

Héctor sabía perfectamente el significado que ese lugar había tenido para mí. Le había contado, bajo el sol de Guayambre, el desarrollo de la fatal noche de la verbena de San Juan en la casa costera de la familia. Mi ruptura con Marcos. Mi tropezón con Cesc Garbella… cómo recibimos la noticia del ingreso de Lluc en el hospital…

–Llévame contigo, Biel.

Intenté separarme de Héctor, que relajó la fuerza de sus brazos, liberándome. Lo miré extrañado, sorprendido:

–Tú ya tienes casa en Barcino, Héctor. ¿Por qué habría de llevarte conmigo?

Dudó unos breves segundos, y respondió, sincero:

–Porque quiero estar contigo.

En el fondo… yo tampoco quería quedarme solo en Sant Joanet. Héctor era una cálida presencia para mí en aquel momento en que aún navegaba en medio de cierta tiniebla. Tomé una de aquellas resoluciones inesperadas mías:

–Está bien. Mañana domingo a las 3, después de comer. Ven a buscarme a la Casa Granados.

–¿Se lo dirás a tu familia?

–Les diré lo mínimo e indispensable.

Se hizo un silencio agradable en que sólo escuchábamos nuestra acelerada respiración. La nuestra era una historia de tensión sexual en permanente irresolución. O constante resolución. Ya no sabía. Rompí el silencio:

–¡Y ahora vuelve a la boca de los vestuarios! ¡Berny te va a matar!

Héctor me tomó la muñeca y miró mi reloj, besándome la mano, como una especie de promesa:

–Tranquilo: lo tengo todo bajo control.

Me besó en la frente, acariciando mi cabello y salió corriendo de la sala. Me quedé palplantado allí, solo, algo tembloroso. ¿Era consciente de lo que acababa de decidir? Mi corazón se ablandaba… Había algo del antiguo Biel en mi resolución. Pero también mucho del miedo a cuál era el verdadero futuro que debía elegir.


–¿Marcharte a Sant Joanet? ¿¡Y cuándo demonios pensabas decírmelo!? –exclamó una impertérrita Marina al final de la comida, al día siguiente, tras anunciar en la mesa que aquella tarde partía para la casa de la playa, a tan solo media hora de la capital.

Lluc y Laura se miraron el uno al otro, sorprendidos:

–¿Es que no estás bien aquí, Biel…? –esbozó lentamente Laura, la esposa de mi hermano, desde la otra punta de la mesa. Lluc tomó la mano de su mujer, algo sorprendido, y la acarició.

Marta, la ama de llaves de la casa, salió del salón tras recoger unos platos, visiblemente indignada. Ni siquiera era bueno para ella… que me conocía desde mi más tierna infancia.

–Estoy feliz de reencontrarme con vosotros… –respondí como pude, a mí se me hacía algo difícil aquella decisión, pero sentía que debía tomarla–. Os quiero. Pero he notado… he notado… que la vida para mí es diferente ahora que hace siete años. Estoy acostumbrado a estar solo… He pasado muchos años solo… Necesito espacio…

Lluc dejó la servilleta sobre la mesa, carraspeó y soltó lo que opinaba:

–Es comprensible, Biel. Pero nos habíamos hecho a la idea que te quedarías con nosotros aquí.

Ese nosotros hacía referenciaa Lluc y Laura junto a Marina, los tres inquilinos de la Casa Granados. Nuestra hermana Cris iba y venía, y pasaba gran parte del año fuera del país. La abuela Mercedes, por su parte, prefería instalarse en la vieja casa de los Granados en el centro de la ciudad, en las temporadas que pasaba en Barcino, reposando de sus balnearios y visitas por Europa pese a su avanzada edad.

–Y voy a estar con vosotros. Os lo prometo. Pero necesito… espacio… de verdad. Estoy contento de mi nuevo trabajo en la universidad. Y de mis nuevas responsabilidades en el club. Pero no sé… me siento muy… vacío…

–Ya llevas muchos años utilizando el vacío como excusa –sentenció, de golpe, Marina, que en el otro lado de la mesa había guardado un misterioso silencio y un semblante férreo. Tiró la servilleta al plato, se levantó y se fue–. Disculpadme, no me encuentro bien…

Nos dejó a los tres solos en el comedor. Miré a Laura, que me afeó con dulzura mi gesto. Miré a Lluc, que no acaba de comprenderme, pero me respetaba en mi decisión:

–Voy a estar con vosotros. ¡De verdad! Pero siento que en esta nueva etapa en mi vida debo partir de cero fuera de estos muros… Está decidido.

Me fui a mi habitación a preparar las últimas maletas. Había invertido toda la mañana, discretamente, sin que nadie cruzara mi puerta, en meter toda la ropa y otras cosas de valor en las cajas y maletas. Había avisado a Paco, el chófer, que tuviera a punto su coche para acompañarme con el mío a Sant Joanet. Y Héctor llegaría con su Jaguar poco después de las tres, suponía que con su auto bien repleto de todo su armario y el resto de pertenencias.

Llegó la hora de partir y salí de la habitación. Paco subió a ayudarme. Lluc esperaba en el hall, plantado en su silla de ruedas, para despedirme. Laura subió a mi estudio a ayudarme con las cajas de los libros:

–No sé si deberías cargarlas… –le sonreí, desde el otro lado del escritorio, regirando los cajones para ver si me dejaba algo.

–Basta, Biel, aún tendrás que esperar para ser tío… –respondió, divertida.

–Pues espero que no tenga que esperar mucho. Como los gays no podemos tener hijos, estamos hechos para mimar y consentir a nuestros sobrinos y casi adoptarlos como hijos propios buscando dejarles algún día nuestra herencia… –le solté, risueño.

–¡¡Basta!! –exclamó Laura con una sonrisa de oreja a oreja– ¡Que no estoy embarazada…! –y cargó otra caja más.

Bajé la mirada, alegre, y cerré los últimos cajones. Laura me miró, compasiva:

–¿Y Marina? Creo que deberías hablar con ella antes de que cruces la puerta.

Tragué saliva. Mi relación con ella se había deteriorado tanto desde que me largué sin más de la ciudad… que no sabía por dónde reconducirla. Apreté los labios, concluyendo con el tema, sin mediar más palabra con mi cuñada, y salimos con todo para abajo.

Marina salía en ese momento de su estudio, donde acumulaba sus pinturas y experimentos pictóricos varios.

–Así que, finalmente, te vas… –me dijo, triste.

–No me voy, Marina. Me mudo a media hora de aquí en coche… Ya os he dicho que necesito espacio.

–Y para eso eliges la casa que peores recuerdos del pasado podría traerte, ¿no?

Me interpeló, seria y severa, con un traje negro de anchos tirantes negro, sobrio y misterioso. Su tez era más clara y esplendorosa que nunca:

–¿Qué tengo que hacer para…? –dije, al borde de un llanto súbito, que no dejaba escapar en mis ojos.

–¿…para que te perdone? –siguió una Marina de hierro, fría y distante como nunca. Ella también amagaba el llanto, pero se mostraba dura e inflexible.

–Por favor, Marina…

Ella tragó saliva y se apartó de mí, dirigiéndose a las escaleras para bajar y desaparecer en algún lugar de la casa. La seguí rápidamente para no dejar aquello en tan fea conclusión. Lluc y Laura me esperaban abajo, al pie de la escalera.

–¡¡Marina, espera!! ¡¡Por favor!!

Le grité mientras la seguía escaleras abajo e intenté agarrarla por el brazo.

Marina se sujetó a la baranda blanca de la solemne escalinata y se giró fieramente hacia a mí. Ya estábamos a escasos metros, a unos pocos peldaños, de Lluc y Laura, que contemplaban atónitos la escena:

–¿¡Qué, Biel!? ¿¡Crees que eres el único que ha sufrido en esta casa!? ¿¡Lo crees de verdad!? –exclamó Marina, al borde del llanto, con las facciones endurecidas.

–Marina, yo…

–¡No más excusas, Biel! Mira a tú hermano, está en silla de ruedas. ¡Y tu padre, muerto!

–Marina, basta –ordenó, nervioso, Lluc.

–¿¡A caso es culpa mía!? –exclamé yo, indignado.

–¡¡¡NO es eso!!! Lluc en silla de ruedas, vuestro padre muerto, Sandra Smith también. Una bomba tras otra sobre la familia… Muy bien, Biel… ¿Y qué hiciste tú cuándo más nos necesitábamos? ¿Cuándo más te necesitábamos, a ti Biel, un pilar de esta familia? ¿¡¿¡Qué demonios hiciste!?!?

Marina estaba fuera de sí, gritando y llorando.

Yo no pude evitarlo, así que las lágrimas me corrían mejilla abajo. Laura estaba conmocionada ante la escena, agarrada a la mano temblorosa de Lluc, su esposo.

–Lo siento… Lo siento… Lo siento… –dije con un hilo de voz, avergonzado, sin poder mirarla a la cara.

Oímos un golpe de bastón que nos sacudió. La puerta estaba entreabierta, en el entrar y salir de Paco con las cajas y las maletas. La abuela, una vez más, se presentaba por sorpresa en casa.

–¿Qué diablos está pasando aquí? Mi chófer me ha bajado la ventanilla a la entrada de la finca y me he encontrado con un portentoso cuerpo fibrado metiendo maletas en un coche junto a Paco...

Mi abuela no podía ser más expresiva… Héctor no se había atrevido a entrar en la casa por discreción y me esperaba a fuera para irnos rumbo a Sant Joanet. Lo que había visto Mercedes de Granados para venir a contarlo en el momento menos oportuno…

–… ¿dónde demonios vas con Héctor Dalahari… Biel? –sentenció la abuela.

Marina, con la mirada clavada en el suelo, se secó sus lágrimas con la mano, intentando evitar el derrumbe ante la poderosa suegra. Adoptó una postura de firmeza y habló, con un tono de voz temblorosa:

–Tu nieto, al parecer, y según me revelas ahora, Mercedes, se larga a vivir con su nuevo amante… Héctor… a la casa de la playa en Sant Joanet.

A mi hermano Lluc ya no le pillaba por sorpresa, pero Laura estaba patidifusa.

La cara de la abuela era toda un poema, entre la incredulidad y la sorpresa cómica:

–¿¡AMANTE!? –exclamó la anciana.

–¡Basta! Héctor y yo no somos amantes… –respondí yo, rabioso.

–¿Qué otra cosa? –intervino Marina, enfurecida– ¿Desde cuándo te has atrevido a afrontar las cosas por su nombre, comportándote como un chico normal y buscándote un novio, un novio de verdad? ¡No esos tíos que ocupan tu cama, de los que te cansas y te deshaces de ellos con un chasquido de dedos! ¡¡Aborrezco en lo que te has convertido, Biel!! ¡¡No sabes cómo lo aborrezco!!

–¡¡Basta, Marina!! –gritó Lluc, fuera de sí, tratando de mediar, y frustrado por no poder levantarse de su silla a zanjar toda aquella lucha.

Marina lloraba a lágrima viva, frente a mí, con un evidente ataque de ansiedad.

–¡¡¡No!!! ¡¡Ya no puedo callar más!! ¡¡¡Odio en lo que te has convertido, Biel!!! ¡¡Si supieras… –lloraba como si le fuera a dar algo– si supieras… cuántas veces he pedido que cambies, que seas lo que fuiste en el pasado!! ¡¡Mi amado Biel!! ¡¡Ojalá nunca, nunca, hubieras rechazado a Marcos!!

Yo estaba helado de la declaración, un golpe había impactado contra mi corazón, y éste me latía como si se me fuera a detener. Temblaba. Lloraba. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

–¡¡Ojalá nunca te hubieras equivocado como lo hiciste!! ¡¡¡Ojalá no nos hubieras puesto como excusa!!!

Laura se abrazó corriendo a Marina, para detenerla en su agitación y frenar sus espasmos nerviosos. Lloraba desconsoladamente.

–¡Basta, Marina, ya está! ¡Ya está! –Laura se abrazó a su suegra, la madrastra de su hijo, abrazándola como a una niña. Se la llevó al salón, fuera de sí, con un terrible ataque de ansiedad.

Miré a Lluc, lloroso, que intentó lanzarme un gesto de compasión a los ojos. Pero todo fue silencio. La abuela se mantenía erguida frente a la puerta, seria y quieta como una estatua. Sus ojos vivarachos eran de estupefacción, pero sin atisbo de emociones. De golpe, la voz de Héctor irrumpió en el porche, desde la puerta, atreviéndose a medio entrar:

–Biel, ya está todo metido en los coches…

Me miró con dulzura. Creo que desde fuera escuchó los gritos y acusaciones de mi madrastra. Me sequé las lágrimas, tomé mi última bolsa, me la eché a la espalda, pasé por delante de Lluc y acaricié su mano, apoyada en el reposabrazos de su silla, para salir en silencio ominoso de esa Casa Granados... Salí por la puerta lo más rápido que pude. Avergonzado, enfadado, llorando…

–Siempre dije que esta familia estaba al borde de la disolución –rebló mi abuela, al verme salir, con un Lluc que no la escuchaba, a pocos metros de distancia–, pero ahora constato que ya no está disuelta sino… enterrada y fosilizada –y se fue con su bastón al salón a ver qué nueva información averiguaba de todo aquel terremoto.


El Cantorn era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Estaba en la zona alta de Barcino, y era habitual ver entre sus mesas a la crême de la crême de la capital, entre ellos, a algunos de los más selectos jugadores del Olympic Galaxy pero, también, a la intelectualidad de la ciudad prodigándose en un lugar de exquisita cocina. Tenía ese ambiente nocturno azabache pero luminoso a la vez. Acogedor y cómodo, sobrio y elegante. Quizá por ser esa mezcla tan barcinonesa entre lo popular (el Galaxy) y lo selecto (los grandes artistas de la capital), que Hernán Alonso, el joven escritor de moda dentro y fuera del país, lo eligió para celebrar con una cena con su prometido su primer gol desde su regreso al Olympic Galaxy. El gol único que había dado la victoria al club en la decimonovena jornada de Liga.

–Estás guapísimo esta noche –flirteó Marcos con Hernán, situados en una mesa del centro del restaurante, ante la mirada de algunos curiosos.

–Tú sí que estás guapo –le devolvió Hernán. Se tomaron la mano. A Marcos le encantaba acariciar la mano de Hernán… llevársela a sus labios y besarla.

Los ojos de Hernán brillaban a la luz tenue y penumbrosa del local. Llevaba la americana marrón típica de escritor, entre bohemia y atractiva.

–Dime, Hernán, ¿qué tal te fue con Boi Barceló?

El gran editor de Barcino se había interesado por la obra de Hernán Alonso tras el éxito de su última novela, un par de años atrás, a un lado y otro del charco. Hernán y Marcos habían acordado (entre las razones para desplazarse a vivir a la ciudad y dejar la Inglaterra en que se conocieron) relanzar la carrera de Hernán con una nueva editorial de alcance global en el mundo de habla hispana.

–Ha ido bien… pero ese hombre… Boi Barceló… es tan… –Hernán arrastró su respuesta–…siempre dudando, siempre esperando… Algo excéntrico. ¡Quiere tener mi próxima novela en el congelador hasta después del verano!

–¿Por…? –preguntó Marcos sorprendido, mientras empezaba a degustar la crema de setas con almendras de la carta del Cantorn.

–Dice que para Sant Jordi, en abril, prefieren lanzar la obra de su último fichaje revelación… no recuerdo su nombre…

–¿El de Memorias a Camilo ? Me lo explicaste… sí.

–Ése mismo... ¡Pero yo tendré acabada mi novela para marzo! ¿Qué hago metiéndola en el congelador hasta junio? Esto en Londres no me hubiera ocurrido jamás de los jamases.

Marcos degustaba la crema, detuvo la acción con la cuchara y miró detenidamente a su chico, que lo acechaba con sus ojos brillantes y oscuros, sin probar bocado:

–Dime, Hernán, ¿acaso no estás contento...?

Hernán desvió la mirada, incómodo:

–Si yo estoy contento de estar en esta ciudad, Marcos… No es eso… Es sólo que… en fin, ¡¡no me hagas caso!!

–Escúchame lo que te voy a decir, Hernán –ordenó Marcos, con sus ojazos verdes clavados en el semblante preocupado de Hernán–. Eres un gran creador. Eres el mejor. Ese editor entrará en razón y publicarás para abril, de verdad.  Para la fiesta del libro. Confía en mí.

Ese «confía en mí» no acababa de agradar a Hernán, que no le gustaba nada el chisme que se llevaba una parte de la ciudad contando que la cada vez mayor relevancia de Hernán en los círculos intelectuales de la ciudad se debía al prestigio, casi transversal, que iba más allá del deporte, de Marcos Forné, un icono de la ciudad.

–¿Sabes qué echo de menos? –susurró Hernán, queriendo quitarse de encima el tema. Tomó la mano izquierda de su novio.

–Dímelo.

–Estar tú y yo solos, fuera de los focos, como en nuestras pasado viaje a las Tierras Altas. ¿Te acuerdas?

Ese recuerdo le arrancó la sonrisa a Marcos.

–¿Cómo olvidarlo? ¿Te acuerdas la noche aquella, en la cabaña del cerro, que aquella vieja homófoba nos quitó la ropa que tendimos fuera en el cobertizo? ¡Toda la ropa!

–Jajaja, ¡grande! Pasamos la noche desnudos, bajo las estrellas –a Hernán se le iluminó el rostro.

–Luego tuvimos que suplicar al pastor aquél que nos trajera algunas camisetas y shorts para proseguir con el viaje… ¡Qué bueno! Jamás lo olvidaré… –susurró Marcos, acariciando los dedos de Hernán, y sin dejar de clavar su mirada en la suya.

–¿Qué piensas…?

–Pienso… –Marcos se acercó a Hernán, la mesa era lo suficientemente pequeña como para quedarse a un palmo de su novio–, que te amo con todas mis fuerzas –y se besaron.

Tras el segundo plato, esperando los postres, Hernán sacó algo envuelto de su maleta de trabajo:

–Toma… para ti, por tus goles.

Le dio por toda respuesta a la sorpresa. Marcos tomó en sus manos el paquete, sorprendido:

–¿Qué es…?

–Un regalo para inaugurar esta nueva etapa nuestra en Barcino.

–Qué dulce eres, Hernán… –Marcos se mordió el labio, como un niño. Nervioso, quitó la cinta y sacó el envoltorio para descubrir ante sí un recuerdo, un retazo, una pieza…

–Uauh –balbuceó, confuso, Marcos.

–Hace años que te veo a cuestas de un lado a otro con ese libro, siempre con las tapas rotas y sucias, sin poder cerrarlo, con el lomo deshecho…

–Sí… –susurró Marcos, mirando y remirando el libro.

–Me daba tanta pena verlo así, roto, que lo llevé a un restaurador para ponerle las tapas nuevas.

–Es la primera edición de bolsillo de Great Expectations , de Charles Dickens –esbozó Marcos, sin quitarle ojo a su viejo volumen, ahora restaurado.

–Ajá… 1862 –rebló Hernán, satisfecho por la sorpresa.

Marcos no dejaba de darle vueltas al libro, sorprendido, aunque algo serio…

Hernán se percató de la extrañeza de su chico:

–¿Qué ocurre…? –dijo mientras iba borrando su sonrisa de la cara–, ¿es que no te gusta…?

Hernán se entristeció. Dejó caer la mirada y se echó para atrás en su silla. El camarero trajo los postres.

–Hernán, es maravilloso… –trató de decir, alegremente, Marcos.

–No disimules. Es evidente que no he acertado –dijo, decepcionado, Hernán.

–Hernán, ¡que no! ¡Que es fantástico! –Marcos sonreía, de oreja a oreja.

–Lo dices para contentarme pero…

–¡Hernán!

–¡Es que últimamente parece que todo va mal…!

–¿Cómo?

–Nada, oye…  –Hernán ladeó la cabeza, con confusión, y se retiró la servilleta y el plato–. No me encuentro muy bien. Voy a irme hacia el coche…

Hernán se levantó, resuelto a irse.

–¡Hernán! Ya te he dicho que…

–Marcos, no te preocupes. Te espero en el coche…

Y Hernán se dio media vuelta para salir a paso ligero del restaurante, dejando a Marcos con un palmo de narices, preocupado… pero profundamente pensativo…

Se dirigieron hacia casa en un escrupuloso silencio que Marcos, de copiloto, interrumpía para preguntar a Hernán si se encontraba bien. El pelirrojo apretaba con fuerza el volante.

Llegaron al apartamento sin mediar más palabra que la insistencia reiterativa de Marcos. Entraron en el salón y se desprendieron de sendos abrigos. Marcos no dejó escapar oportunidad de quitarle el enfado a su novio, agarrándolo desde la espalda y pasar sus brazos por su abdomen:

–¿Te he dicho ya cuánto te quiero…?

–Marcos… no estoy disgustado…

–Pues lo pareces –arqueó las cejas, risueño y simpático. Marcos siempre fue un tipo que se despreocupaba rápidamente de las cosas.

–Pues no lo estoy… Simplemente estoy… cansado… Ayúdame con el jersey, anda.

Y se desprendió del jersey de lana. Marcos se lo sacó desde su espalda.

–Ya está… eres perfecto –susurró Marcos tras la oreja de Hernán, que empezó a mordisquear–, simplemente perfecto…

El aliento fogoso de Marcos sobre la oreja y el cuello de su novio debía ser remedio suficiente, pero Hernán se resistía a la redención.

–Marcos, esta noche no…

Se apartó levemente de él y lo miró sorprendido:

–¿Esta noche no, qué…?

Marcos dibujaba su sonrisa pícara.

–Pues que esta noche no.

Marcos soltó a su prometido. Hernán fue a dejar las llaves del coche en la cerámica de la mesa central del salón. Se sentó en el sofá y se sacó los zapatos. Ni una mirada a Marcos. Éste lo miraba a unos metros de distancia.

–Está  bien, Hernán. No estás enfadado, dices. Y no te has comido el postre en el restaurante. No puedes irte a dormir sin más…

Hernán se sacaba el zapato del pie derecho sin mirar a su novio:

–Ya te he dicho que no me encontraba bien, Marcos.

Marcos se acercó al otro lado de la mesa de cristal, frente al sofá.

–Hernán, no te vas a quedar sin postre…

Y Marcos, juguetón y resuelto a sacar a su novio de su súbito cambio de humor, empezó a desabotonar su camisa negra, mientras Hernán, a unos metros en el sofá, lo ignoraba. Se fue desabotonando… Sensualmente. Seductoramente. Primero las mangas, con gesto picarón. Luego el pecho…

–¿Qué haces…? –preguntó Hernán, intentando ocultar la sonrisa, fingiendo un enfado que empezaba a desaparecerle.

–¿No lo ves? –respondió Marcos, sacándose la camisa negra– Yo soy tu postre…

–¡Marcos, te he dicho que…!

No pudo acabar. Con la camisa a medio sacar, colgando por sus brazos, tras su espalda, se echó sobre Hernán en el sofá y empezó a besarlo adictivamente. Hernán puso sus manos sobre la camiseta blanca de tirantes de Marcos, la ropa interior de su chico, y se dio por vencido.

Se revolcaron en el sofá, Marcos lo empujó hacia atrás para que se tumbara, y empezó a besarlo por el cuello. Le desabotonó su camisa y dio con su torso desnudo, con su vello pelirrojo-castaño oscuro recorriendo el entorno de sus pectorales y en una línea firme desde el ombligo hasta su sexo, bajo los pantalones.

Marcos succionaba las tetillas y lamía cada centímetro de la piel desnuda de su chico. Hernán, vencido por el placer, cogía a Marcos por su cabello, y le dejaba hacer. Volvía a su boca y se la comía con adicción:

–¡¡Te quiero, Hernán!! –y le comía la boca– ¿vas a hacerme tuyo esta noche, verdad?

–Marcos… –gemía Hernán, dejándose llevar por el torrente de pulsión de su chico.

Marcos se arrodilló a lado y lado de la cintura de Hernán,  que estaba tumbado, se irguió hacia atrás y se sacó la camiseta blanca de tirantes. Hernán hizo lo mismo con su camisa. Marcos aterrizó en el camino de vello bajo el ombligo:

–Hummm… Marcos… no tan rápido que estallo…

Marcos estaba sobando con las manos el paquete de Hernán, bajo sus pantalones azules, al tiempo que su lengua recorría la tableta del escritor.

–Pues no estalles, que tienes que darme a base de bien, jaja –soltó Marcos con una sonrisa picarona.

–Bésame y calla –ordenó Hernán.

Volvieron a enzarzarse el uno con el otro comiéndose mutuamente las bocas. Hernán se cogió a cada músculo de la espalda de Héctor. Juntaban sus torsos desnudos y se magreaban, Hernán parecía querer abarcar cada centímetro de piel, cada músculo, de su novio. Marcos juntaba con fuerza su paquete con el bulto de Hernán, y lo frotaba para estimular la verga de éste, que se había disparado hasta su límite.

Marcos dejó de comerle la boca a Hernán y volvió a descender hacia abajo, esta vez para desabrochar el cinturón y la cremallera del pantalón azul del pelirrojo.

–Tenemos al amiguito apunto.

Hernán se mordía los labios y cerraba los ojos, respirando profundamente, y sudando en la frente sólo de la excitación y el retozar con su amado Marcos.

Marcos se deshizo rápidamente de los pantalones de Hernán y le bajó los slips de un tirón, haciendo saltar la verga erecta, más dura que un mástil, de su joven escritor:

–Mmmm… –murmuró Marcos, cerrando los ojos y acercando sus labios al capullo de la polla de Hernán. Aspiró el olor y pasó levemente su lengua por el glande.

–AAAAAHHHHH –expiró Hernán, tembloroso, y clavando sus manos en el sofá, esperando lo peor (y lo mejor) del placer de una mamada.

Marcos, con sus ojos cerrados, husmeó cada centímetro de la gorda verga, volvió a la punta del cimbel y abrió la boca para tragar, para tragar y para hacer estallar a Hernán en un grito ahogado de placer.

–¡¡¡Aaaaahhhh!!! ¡¡¡Despacio!!!

Marcos llegó hasta la base rápidamente, volvió a retirarse y con la lengua recomió la punta.

–Mmmm… Vas a matarme del goce esta noche, ¡Marcos!

Pero esa noche en que Hernán iba a coger a Marcos, Marcos marcaba el ritmo y la pauta. Se la tragaba y se la sacaba con una rapidez digna de maestro.  Hernán permanecía recostado, con las manos clavadas en los reposabrazos y espalda del sofá, revolviéndose de placer. El sonido gutural de la mamada de Marcos lo excitaba sobremanera y el acompañamiento de la follada bucal con el masaje en sus pelotas le ponía el pelo de punta.

Marcos se soltó del chupa-chups y volvió a la altura del rostro de su chico para comerle la boca, lamerle el cuello… y desprenderse de sus tejanos oscuros.

–Quiero que me folles a pelo y sin preámbulos… –le soltó Marcos a Hernán mordiéndole el labio.

Hernán miró excitadísimo a su chico:

–¿Yo…?

–¡Hazlo! Hazme el amor como tú sabes…

La mirada de ojos verdes de Marcos estaba prendida del voltaje de la follada en el sofá.

Marcos se echó hacia el otro respaldo del sofá y Hernán se lanzó sobre su chico, juntando sus vergas desnudas y masturbándolas la una con la otra mientras volvían a besarse.

–Fóllame, ¡hazme el amor! –jadeaba Marcos.

–Ahhhhhh… No sé, voy a correrme antes de tiempo –dubitaba igualmente un jadeante Hernán–. Estoy demasiado caliente y desatado, Marcos, buuuufffff.

–Pues penétrame ya, ¡venga!

Dicho y hecho, Hernán metió su dedo índice por el orto de Marcos para tantear ni que fuera mínimamente sus muros. Se lamió a continuación sus dedos y masajeó con la saliva su verga. Tomó las piernas de Marcos y las reposó sobre sus hombros y empezó a meter el capullo. Marcos se estremeció. No habían lubricado nada.

–Hasta el fondo, Hernán, joder –ordenó un excitadísimo Marcos.

–¡Calla! –y le plantó un beso con mordida en los labios.

Metió hasta el fondo y Marcos aulló del dolor y el placer fundidos. Hernán acomodó su polla en el culo de Marcos y empezó el mete-y-saca.

Los gritos y jadeos llenaban por completo el salón. Fue una follada rápida, a los quince minutos Hernán iba a correrse.

–Me vengo, me vengo…

–¡Dentro, Hernán!

–Voy a salir…

–¡¡¡Hazme el amor!!!

Explotó en sus adentros, gimiendo de dolor placentero. Marcos lo agarró por el cuello y le besó hasta el fondo de su lengua.

–Te quiero, te quiero… ¡Te quiero!

Y se abrazaron durante largo rato, hasta que Hernán quedó dormido sobre el pecho de Marcos, mientras éste le acariciaba su espalda y sus brazos.


–¡No pienses más en ello, Marina! Ya hablarás con él y haréis las paces.

Cris había regresado de su último encargo aquella misma noche. Había dejado el tubo de sus planos y diseños en la entrada y había ido directamente al salón, donde una Marina con sobredosis de tila permanecía sentada en el sofá, lamentándose de lo que aquella tarde le había echado en cara al más querido de sus hijastros. Yo, Biel de Granados, me había quedado sin madre con apenas tres años. Cuando Marina entró en nuestras vidas, teniendo yo casi cinco, y mis hermanos Cris y Lluc catorce y once,  respectivamente, yo fui el que más viví la suplencia maternal de Marina. Yo no guardaba ningún recuerdo de Cristina, nuestra madre. Y sí todos los de Marina, la que ejerció el papel, como mi madre hubiera hecho.

–¡No debería haberle dicho todo lo que le he dicho! ¡¡Ahora tardará años en cruzar el umbral de esta casa!!

–Basta, Marina. Biel no es rencoroso –Cris seguía intentando consolarla.

Mi hermana mayor, a sus 35 años, era más que nunca una encantadora chica de cabello castaño claro, entre pelirrojo y rubio oscuro, y mirada penetrante. Había sido mi más firme crítica desde que yo abandoné a la familia siete años atrás. Había pasado de ser su hermano favorito al más odiado. Y ahora, en cambio, junto al fuego de la chimenea, junto a Marina, custodiada por un Lluc que contemplaba la escena apesadumbrado… ahora se mostraba clemente conmigo:

–Biel no es rencoroso, Marina. Hablaréis mañana o cuando sea y todo volverá a ser como antes –repetía Cris, acariciando el hombro y el brazo de Marina.

La tormenta se había desatado aquella noche sobre Barcino. El invierno que llevábamos tranquilo y relejado parecía que empezaba a sacar su furia. El viento y el agua golpeaban las ventanas.

–Como siempre, después de la tempestad, vendrá la calma… –sentenció, divertido, Lluc, que quería sacar importancia al drama sucedido aquella tarde.

–¡Y encima vuestra abuela con la monserga de la familia desunida! ¡¿A caso ella es un ejemplo de unión?! –gritó Marina, esas relaciones de ida y vuelta, de tensión y destensión, entre suegra y nuera ya eran una constante en su relación.

–A la abuela, ni caso… –dijo Lluc, desvergonzado–. En esta familia somos así de temperamentales.

–Lo que le he dicho a Biel, Lluc –dijo Marina, mirando fijamente a los ojazos azules de mi hermano–, sobre tú, tu tetraplejia, en fin… Yo…

–Nada, Marina, ¡que ha sido un calentón! Biel es… nuestro Biel. Es… Cuando pienso cómo me comporté hace siete años tras la muerte de papá y la lectura del testamento. ¡Menudo subnormal fui! ¡Valiente gilipollas!

–Ya, Lluc, tampoco hace falta que saques el látigo y ahora empieces tú con lo tuyo después de conseguir serenar a Marina –sentenció una Cris divertida, ofreciendo el último pañuelo a nuestra madrastra, que se limpiaba el rímel de la mejilla, más tranquila.

–Hacedme caso: después de la tempestad viene la calma… –volvió a repetir un Lluc que siempre abusaba más de lo debido de las frases hechas y los dichos.

–Hablando de tempestades… –susurró Cris.

Se hizo un silencio misterioso.

–¿Sí…? –dijo Marina, llena de curiosidad, acechando a los ojos claros de Cris con su mirada azabache.

Cris vio la oportunidad de distraer a Marina, ni que fuera con una historia mía, de ese Biel descarriado y oveja negra…

–A ver qué cuento nos cuentas ahora, síster –bromeó con sarcasmo Lluc–. Pero, en fin, yo creo que me voy a dormir ya –dijo poniendo sus manos sobre el girador de las ruedas de su silla–, que Laura ya debe estar sumergida en el séptimo sueño…

–No, ¡espera! Esto que voy a contar… –dijo Cris, mirando al suelo, nostálgica– os va a gustar.

–¿Es sobre Biel? –preguntó Lluc, a contraluz delante del fuego de la chimenea.

–Fue hace siete años… –comenzó Cris–. No sé si alguna vez Biel os contó exactamente cómo… cómo empezó todo con Marcos. Fue en una noche como ésta. Una noche de tormenta en invierno… Yo estaba en Insbrück con los diseños de unas casas de montaña. Aquí en Barcino llovía a cántaros. Vosotros dos –Cris señaló a Marina y Lluc– estebáis en Roma con papá, en los preparativos de un gran partido del Olympic en la Champions. Biel se quedó solo… Solo en casa. Y… ¿sabéis? Me llamó. Me buscó en el fondo de los Alpes por teléfono…

–Fue el día en que le dije a Biel que me avergonzaba de tener un hermano gay –interrumpió Lluc, cabizbajo, con los brazos tensionados sobre sus ruedas–. Por la mañana, hablamos… ¡Dios, qué vergüenza! ¡Qué capullo fui!

–Exacto –contestó Cris–. Me llamó por la noche para contarme vuestra pelea:

»“Pero será sinvergüenza… –recuerdo que le dije a Biel, hablándole de ti, Lluc–. Lluc parece una momia de otro siglo con esas ideas absurdas...”

»–¿Alguien le dice a Lluc algo de sus farras de alto voltaje con cuatro fulanas o vete tú a saber con quién? ¿Eh qué no? ¡Porque él sólo sale con zorras! Biel: pasa de él. ¡Pasa de él! –le grité, lo recuerdo bien, arrancándole una risa sincera y auténtica.»

–Basta, Cris  –Lluc interrumpió la historia–, vas a hacer que me avergüence del tipo de hermano que era entonces, como de hecho me avergüen…

–¡Déjame terminar! Fue en esa noche en que pasó… Oh, sí… lo que tenía que pasar:

»–Cristina, Cristina… no seas más dura de lo que yo ya lo soy… –me respondió Biel al otro lado del teléfono– Este hermano nuestro no tiene remedio –me decía–. Pero sólo espero y deseo que yo pueda encontrar a un príncipe azul perfecto, porque si nos va bien, se lo voy a refregar bien en sus morros de homófobo.»

–Y el príncipe azul apareció –habló con serenidad Marina, interrumpiendo el relato.

–Marcos –confirmó Lluc.

Todos repasaban la historia con nostalgia y, al mismo tiempo, admiración.

–Apareció –retomó el hilo Cris–. Con Biel siempre bromeábamos con el amor. Nos decíamos, en aquellos años, que un día vendría al encuentro de Biel un hombre, ¡un formidable hombre!, un tiarrón de cuerpo y de mente, que le haría vivir la historia más romántica de todos los tiempos, jajaja... ¡Cómo jugábamos con esa tonta y absurda idea! ¡Qué tiempos! «Biel, ¡Biel! Que tu príncipe está al caer. ¡Al caer! –le decía yo, insistentemente– Ya viene a caballo para salvarte de la homofobia del monstruo», le dije aquella noche por teléfono y... de golpe, ¡pum! Sonó el timbre en esta casa, con el solitario Biel en ella. Biel me dijo que tenía que colgar y, abajo, en la puerta, un Marcos Forné remojado por el agua de la tormenta aguardaba, y venía a contarle el mayor secreto de su vida: su homosexualidad [SUCEDIÓ EN EL CAPÍTULO III: http://www.todorelatos.com/relato/84162/ ]. Fue en una noche como ésta, fría, invernal, de lluvia… ¡Quién volviera al pasado!

Marina había relajado el semblante, pacificada, evocando con Cris y con Lluc un pasado, ¿mejor? El viento golpeaba con más fuerza en las ventanas…

¡¡¡¡DIING-DOOOONG!!!

La campana del timbre sobresaltó a mi familia.

–¡Coño, qué susto! –exclamó Lluc, al que el timbre lo hubiera sacado de la silla de poder moverse.

–Uf, me ha dado un pálpito el corazón –balbuceó Marina.

–Voy a abrir –dijo Cris, resuelta y tranquila. Y se levantó del sofá, huyendo del calor de la chimenea para abrir la puerta. Marta y Cíntia, la asistenta, hacía horas que habían acabado su turno de faena y no quedaba nadie más dentro de la casa excepto ellos tres.

–¿Quién será a estas horas? ¡Es casi la 1 de la madrugada! –exclamó Lluc, débilmente asustado. ¡Con lo hombre que él era!

–No lo sé… Pero si los guardas de la entrada le han dejado entrar, algo importante será…

En el hall, una serena Cris con jersey de manga corta y pantalón marrón arrambado a sus delgadas y largas piernas, abrió con fuerza la puerta de la Casa Granados:

–¡Pero…! ¡¡Marcos!! –una estupefacta Cris, con los ojos como platos, gritó el nombre de Forné, remojándose al otro lado de la puerta.

–Soy un completo desastre, lo sé. ¿Está Lluc? Debería haber llamado…

Marcos, con su cabello claro mojado por la lluvia que lo había duchado en la distancia entre el aparcamiento de la entrada a la finca, en el cordón de seguridad, y la casa, permanecía parado con las manos en los bolsillos.

–¡Pasa, por Dios! No esperes ahí fuera ni un segundo. ¡Tremendo frío hace esta noche!

Y Cris hizo pasar a Marcos, desenvuelto, aunque algo tensionado.

Marina y Lluc habían escuchado las voces desde el salón contiguo y abandonaron la estancia para ir lo más rápido posible al recibidor. Lluc y Marina, que le llevaba la silla, se plantaron frente a la puerta.

–¡Marcos! Hemos escuchado tu voz y hemos salido de inmediato. ¡Menuda sorpresa! –sonrió una Marina más serena y relajada, aunque la convulsión de la tarde podía percibirse en su rostro.

–¡Tío, qué sorpresa! –gritó Lluc, sorprendido.

Marcos se rascó la cabeza, algo sonrojado:

–Lo siento, ¡es que debía haber avisado! ¡Vuelvo mañana! –dijo, nervioso, señalando la puerta, haciendo el gesto de irse.

–¡¡¡NO!!! –gritó una Marina con el día tensionado. Marcos obedeció de inmediato–. Cristina y yo ya nos íbamos a dormir. Te dejamos a solas con Lluc.

Marina se acercó a Marcos y le dio dos besos: «Buenas noches, Marcos. Me alegro de verte». Cris saludó con la mano y ambas desaparecieron escalinata arriba.

Lluc miró sorprendido a Marcos. Entre ellos la amistad había resurgido con gran confianza pero… para que Marcos se presentara en casa a esas horas de la noche… ¡algo debería haber pasado!

–Ven, entra en el salón, hemos encendido el fuego… –le invitó Lluc.

Marcos le siguió tras sus ruedas. Se sentó en el sofá, frente a la chimenea. Lluc se puso en frente, cruzó sus manos, y esperó… algo.

–¿Cómo está Laura? –fue toda la pregunta de Marcos.

–Durmiendo –respondió Lluc, divertido.

Marcos rio y dejó caer la mirada.

–Venga, tío, suéltalo. ¿Qué pasa?

–No habría venido si… En fin… Esto me quita el sueño. No podía dormir. He dejado a Hernán durmiendo después de… –Marcos levantó la mirada, acechando a Lluc, pero no siguió con detalles. Lluc seguía siendo el heterazo que no quería detalles de las relaciones entre hombres, bastante había tenido en el pasado con… Karl–. No podía dormir… Y… no es ahora. Llevo semanas a bajo rendimiento.

–Berny me comentó algo al respecto. Ayer me dijo que no sé cómo habías tardado tres partidos en marcar tu primer gol en el Galaxy.

Marcos soltó una sonrisa de cansancio.

–Pero, ¡eh! Que el tío está contentísimo con tu regreso. Sigues siendo… en fin, ¡Marcos Forné!

Marcos esbozó ahora una sonrisa más relajada.

–Venga, ¡suelta lo que llevas en la mente! –ordenó Lluc, haciendo gestos con las manos, hacia él– ¡Aquí tienes a este saco de secretos!

–Estoy preocupado por Hernán.

–Ajá.

–No se adapta a nuestra nueva vida aquí.

–Apenas lleváis un mes…

–No sé… Es todo… tan raro… hasta cuando hacemos el…

Lluc puso cara divertida, ¡Marcos iba a hablarle de problemas sexuales!

–No pongas esa cara, cabrón –le espetó Forné.

–¡No pongo ninguna cara!

–Eres tremendo…

–Marcos… todas las parejas tienen problemas. Tú ya lo sabes. Llevas tres años con Hernán.

–Esta vez es diferente y me temo… que yo soy parte del problema.

Lluc tragó saliva:

–¿A qué te refieres?

–Creo que Hernán se siente cohibido por mi pasado. Y en realidad, yo, yo…

Marcos metió la mano en el bolsillo derecho de su abrigo y sacó el regalo de Hernán.

–¿Qué llevas ahí? –cotilleó Lluc.

–Es una primera edición de bolsillo de Great Expectations de Dickens.

Lluc tomó el volumen en sus manos:

–Jodó, ¡es de 1862! ¿Es un regalo de Hernán?

–No exactamente.

Marcos bajó la cabeza y la recogió en sus manos, algo apesadumbrado.

–¡Marcos! ¿Qué pasa?

–Hace quince años, había empezado mi aventura en el Manchester, tenía diecisiete años y llevábamos ya unas cuantas citas con Sandra.

–¿Es un regalo… de Sandra?

Marcos alzó el rostro a la luz del fuego, refrescando lo mejor de su pasado, huyendo de la oscuridad:

–Un día le dije a Sandra que llevaba fatal el inglés leído. Que no me enteraba de nada. Ella era tan inteligente, tan culta… Yo un muchacho solitario que chapoteaba en inglés, solo en Inglaterra, echando de menos a mi país y mi club de origen, el Galaxy. Un día Sandra vino después de los entrenos. Y me dijo que había estado pasando toda la mañana en un anticuario de Manchester buscando este libro. Lo encontró, con tapas viejas y rotas, casi despedazándose, pero con todas sus páginas intactas. Great Expectations. Me lo regaló aquel día. Hace dieciséis años. Sus tapas siempre han estado rotas. Siempre caídas. Siempre…

Marcos acarició las tapas nuevas del libro, nostálgico, triste y resignado. El pasado que es modificado. Que es cambiado.

Alzó el rostro a Lluc y se confesó:

–Siento que, otra vez, estoy a punto de hacer daño a todo el mundo.

Lluc apretó los labios, preocupado:

–No lo harás. Harás lo que te diga el corazón.

–Quiero hacer feliz a Hernán. Él no merece menos de mí.

–Todo va a ir bien, Marcos…

Y Lluc rodó hasta el sofá y puso sus manos en las manos de Marcos, que las tomó con fuerza, esperando un gesto pacificador y alentador.

Los fantasmas del pasado toman formas y manifestaciones muy variadas. Es en las mentes vivas que más agitan los miedos. Pero el futuro, la culminación de nuestros sueños, sólo depende de nosotros.


Teniendo a Héctor a mi lado mi regreso a la casa de la playa en Sant Joanet no me pareció tan duro. Iba a vivir con un tipo que había conocido casualmente en la barra de un chiringuito caribeño y que resultó ser la última estrella del Olympic Galaxy. Ahora Héctor no sólo se había convertido en el chico que últimamente ocupaba mi cama, sino también en el hombre que había decidido vivir conmigo en la casa solitaria de la playa donde todas mis esperanzas se habían frustrado años atrás. Pero estaba decidido a derrotar los fantasmas de mi pasado y empezar una nueva vida en mi ciudad, nuevo trabajo, nuevas obligaciones, nuevos retos. Y Héctor era mi más fiel guardián en aquel momento, si bien yo no tenía muy claro lo que sentía por él… más allá de un afecto cariñoso evidente. ¿Pero con qué límites?

Aquella noche Héctor vestía muy formal, con su elegante camisa de un gris oscuro que me encantaba y sus pantalones negros. Era más caballero de lo que quería aparentar. Héctor tomó dos copas del mueble del salón. Yo estaba postrado en el sofá, después de un día de fuertes emociones. El viento y el agua golpeaban con fuerza en las ventanas. Tormenta de enero. El delantero, medio turco, medio francés, tremendamente guapo y macizo como él solo, descorchó una botella de Pinot Noir, y derramó el vino en sendas copas, para acercarse al sofá donde yo descansaba, sin dejar de mirar el fuego de la chimenea, y ofrecerme una de las copas. Se sentó a un lado del sofá, a un metro de mí.

Con mi copa de vino en la mano, miré pensativo, fuertemente abstraído, al fuego que crepitaba en la chimenea de Sant Joanet... y viendo el fuego un escalofrío recorrió toda mi espalda. Dejé la copa en la mesilla de al lado, me giré hacia Héctor, llevé mi mano a la cabeza, apoyándola en mi palma, con el brazo sobre el respaldo del sofá. Miré a Héctor, que no dejaba de mirarme con sus profundos ojazos oscuros. Lo volví a mirar, y seguía sin quitarme ojo.

–Dime lo que estás pensando, Biel –me pidió persuasivo, aunque afable, tierno… sin obligarme a nada. Sabía que quería preguntarle algo.

Hice una pausa de unos segundos:

–¿Tú crees… que es posible que la gente como tú y yo…?

–¿Gente nómada? –me cortó, con media y dulce sonrisa en sus labios, relajado.

–Gente como tú y yo, tonto.

–Vale –me respondió, risueño.

–¿Crees que la gente como nosotros puede llegar algún día a ser… feliz? –y le clavé mi mirada en sus ojos, muy serio. Esperaba de verdad su honesta contestación.

Héctor se guardó la respuesta unos segundos, pensativo. Miró más allá de mi espalda y clavó su mirada en la mía otra vez. Desnudó su alma y respondió:

–Estando contigo, Biel… soy feliz. Ahora mismo soy feliz. Cuando estoy contigo es el único momento en que no me siento solo, ni perdido. El único momento en que sé que mi vida puede ser mejor: que yo puedo ser mejor. Contigo.

Esa declaración me derritió, y no pude evitar dejar caer la mirada como el amante al que convencen. Recorté la poca distancia que nos separaba en el sofá, frente a la chimenea, y le cogí la mano a Héctor, para apoyarme sobre su pecho. Y recostado sobre su pecho, recogido en su poderoso cuerpo… sentí paz, cerré los ojos. Sentí el fuerte latido de su corazón. Silenciosamente, sólo oyendo crepitar el fuego y su pálpito, él pasó su mano por detrás de mi cuello para acariciar mi cabello, acurrucados los dos en el sofá. Y allí nos quedamos, tranquilos, pacificados, delante del fuego eterno, esperando el paso de un tiempo detenido que nos guardaba en un remanso de paz, el uno con el otro.

A unos kilómetros de distancia, en el páramo casi solitario de la Casa Granados, Marinase resistía a irse a dormir después de un día tan duro. Se paseaba por el antiguo despacho de papá. Sacó un juego de llaves: su juego de llaves, el que abría la puerta al pasado y a los recuerdos. Como de costumbre, abrió el cajón del escritorio blanco de Edmond y un sudor frío recorrió su cuerpo. Abrió los cajones restantes, con algo de ansiedad, y volvió al cajón principal, aterrorizada.

Una vez, en un funeral, mi padre me dijo que, en principio, los fantasmas no pueden hablar porque están muertos. Pero los vivos… pueden resucitar su recuerdo e infligir un dolor infinito.

Marina salió corriendo a buscar un teléfono, y a marcar mi número. Línea. Tono largo. No respuesta. Saltó el buzón de voz.

–¡Biel! Llámame en cuánto puedas. Por favor. Los diarios de tu padre… han desaparecido. ¡Han vaciado el cajón! Es… no… yo… no me lo explico. Llámame, ¡por favor! Por favor…

CONTINUARÁ…