Biel & Marcos (2) Amantes
Simplemente Biel: la secuela que estabáis esperando
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«Jamás me cansaré de poseerte». Cuando era un niño de apenas diez u once años, y en el fondo ya era plenamente consciente de mi condición homosexual, me ponía frente al espejo y me decía: “Nunca te dominarán, Biel”. No tardé en caer en mi propio engaño. La primera relación, con mi primer novio, Karl, fue una absoluta subordinación a su fiereza y natural agresividad. Un lobo con los instintos a flor a de piel. Sin embargo, aquel que me susurró años más tarde «Jamás me cansaré de poseerte» me había dado la clave de mi existencia: yo no era un objeto, era un instrumento capaz de transformarlo todo, excepto a mí mismo. Karl. Marcos. Héctor. Sólo éste último parecía comprender quién era yo y qué esperaba de la vida.
–¡Canasta!
El grito de Lluc fue todo un aullido de macho alfa vencedor.
–¡Cabronazo! Ya no recordaba lo bueno que eras en estos matchs.
Marcos y Lluc llenaban con sus risas y peleas amistosas la cancha. Aquellos dos tipos que, años atrás, se habían distanciado hasta odiar Lluc a Forné por ser el motivo de mis desvelos nocturnos, habían cosido todas las viejas heridas hasta ser aquellos dos chicos con un punto de amigos gamberros que, hasta mi llegada a Barcino siete años atrás, realmente se habían entendido como amigos. Al fin y al cabo, hasta que yo entré en la vida de Marcos (y él en la mía), Lluc y Forné se habían llevado genial. Siete años más tarde, un Marcos Forné acabado de aterrizar (una vez más) en el club de fútbol que lo formó, y un Lluc de Granados radicalmente alejado del perezoso, vividor y juerguista Granados de antaño, ahora convertido en esposo atento y presidente aplicado, volvían a ir los sábados a las pistas de recreo del Olympic Galaxy para jugar una partida de baloncesto.
–¡No pienses que esta silla de ruedas me impide seguir siendo el máster absoluto del basket! –cacareó Lluc.
–Definitivamente lo mío es exclusivamente el fútbol, porque lo que es el baloncesto, fatal... –refunfuñó un Marcos Forné al que se le giraba en contra el partidillo de baloncesto.
–Chaval, no se puede tener todo: ser el mejor delantero de Europa y ganar a Lluc de Granados en un partidillo de básket.
Marcos, mordiéndose el labio de rabia simpática, se reveló y le arrancó la pelota a Lluc en un despiste, para hacerla botar con fuerza sobre la pista rojiza y lanzarla a la canasta, remontando la revancha.
–¡Tooooomaaaaaa! Dos puntos más, mamonazo.
La jerga que se gastaban el uno con el otro era la misma de los mejores tiempos de su amistad, años atrás.
Lluc se echó hacia atrás con su silla, fingiendo una monumental indignación, sudando la camiseta y gastando los guantes recortados que le permitían rodar ágilmente las ruedas de su silla, esos guantes gastados que descubrían los dedos, cubriendo la palma de sus manos de hierro, fortalecidas (como sus brazos) a base de rodar y rodar más su silla.
Marcos, haciéndole gestos de superioridad casi adolescente, también sudaba a chorro directo su camiseta gris con extensión de mangas largas negras, cubriéndole del frío de primeros de enero. Palmeaba sus manos sobre sus muslos, en signo de superioridad y hombría, sobre –eso sí– unos pantalones cortos negros de sport.
–¡¡Veeeeeeeeenga!! Dos puntos más, Lluquet … –le soltó Marcos, cariñosamente, a Lluc, que había girado a su favor la partida.
–Qué Lluquet ni qué leches. No soy un pastor con piel de cordero. ¡Pido la revancha!
Llevaban dos horas así. Dos horas del primer sábado de enero en aquellas instalaciones polideportivas anexas del Olympic Galaxy en que los jugadores… astros del futbol, el equipo técnico, todo tipo de empleados… en su tiempo libre se dedicaban a jugar desde el baloncesto hasta el ping-pong, el pádel o el tenis, en un perfecto espacio de recreación.
–¿Revancha? –Marcos se agachó, en cuclillas, sudando la gota gorda–, bufff, joder, Lluc, ¡me tienes muerto ya!
Y se pasó la mano por la frente, respirando agotado. Lluc, gallito y creído, rodó hasta Marcos:
–Ay Marcos, que tus casi 32 años ya no son tus veinte y pico de hace siglos, ¿eh? –y le clavó una colleja en toda la nuca.
–Espera a ver quién consigue esta primavera la séptima Copa Champions para el Galaxy… –sonrió Marcos, con esos dientes perfectos y esos hoyuelos perfectos en sus mejillas.
–Que no se te suba a la cabeza tu reentré como co-capitán del primer equipo. Tienes a Gerard Savall envidiosillo.
–Jajaja… Ese polluelo. ¡Aún tiene que madurar! –exclamó Forné mientras bebía de la cantimplora, criticando al capitán del Galaxy que había encontrado al regresar al club.
–Apenas tiene la edad que tú tenías cuando ejercías plenamente de primer capitán.
–Eran otros tiempos, Lluc. Y yo era mucho más maduro en los 24 o 25 años que tenía cuando ya era primer capitán del Galaxy. Primer y único capitán, por cierto. Pero, en fin, no pretendo rivalizar con Savall. Es un buen co-capitán y un extraordinario defensa… siempre y cuando yo sea el otro capitán, claro –soltó con una media sonrisa maliciosa, pero sin atisbo de maldad sino, más bien al contrario, en broma.
–Gerard Savall llegaría a ser tan buen defensa como lo fue Maradona si no fuera circulando por el mundo con esos aires de supermachito metrosexual de Ralph Laurent. A esa nueva generación le sobran focos y maquillaje y más fútbol del duro.
–No te voy a rebatir eso –sentenció el espartano Marcos, sorbiendo las últimas gotas del recipiente. Él era un futbolista de disciplina como pocos quedaban de su aún joven (aunque deportivamente avanzada) edad.
Marcos expiró con fuerza del cansancio que llevaba encima, Lluc tomó agua de su cantimplora, y encontró la ocasión perfecta para pasar a otros temas. Pasaban las doce del mediodía de aquel tranquilo sábado de enero, con un sol hibernal de justicia en lo alto del cielo que desafiaba el mal tiempo que semanas atrás, en Navidad, había dominado la ciudad.
–¿Cómo lo lleva Hernán? –inquirió Lluc como quien no quiere la cosa– ¿Se ha adaptado a su nueva vida aquí?
Marcos ladeó con la cabeza, mirando al suelo y escupiendo el último trago (sudoroso) de agua.
–Está un poco hasta las narices del comportamiento de la prensa aquí. Hace dos días tenía una brigada de paparazzis en la puerta de casa. No es fácil ser mi novio aquí.
–¿No era así en Inglaterra? Con la prensa sensacionalista… –preguntó Lluc: Marcos y Hernán salían juntos desde hacía tres años pero sólo hicieron pública la relación meses atrás con el anuncio de su inminente boda, antes de que Marcos volviera a a abandonar a ese Manchester United que se había convertido en su refugio tras huir de Barcino.
–Cuando se supo que yo no solamente era gay (¡que fue una revolución!) sino que encima me iba a casar con Hernán, este último otoño lo dijimos, fue un bombazo, pero allí nos respetaron más en estos últimos meses.
–¿Cuánto tiempo lleváis viviendo juntos, por cierto…? –Lluc no perdió la ocasión de chafardear.
Marcos alzó su rostro hacia el sol, secándose el sudor.
–Casi dos años. Siempre llevándolo todo con gran discreción. Hasta ahora. Pero… buah, ya todo me da igual. Lo único que me preocupaba era cómo lo encajarían mis padres, y todo eso ya pasó. Los tengo conmigo y felices por mí. Ahora sólo quiero vivir mi vida con Hernán. Vivir con el hombre que me hace feliz y vivir de mi amor por el fútbol, del que he vivido toda mi vida. Mi vocación.
–Grande Marcos, ¡qué grande! –sonrió Lluc. Mi hermano no pudo evitar un atisbo de melancolía en sus ojos, que trató de camuflar a un Marcos distraído por el acogedor ambiente de aquella mañana sabática.
–Oye… Marcos… hay algo que querría comentarte y espero que no te parezca que entro en un terreno que no te corresponde pero…
–Suéltalo, Lluc –ordenó Marcos con su seductora y adictiva mirada. Era un bombonazo.
–Mi hermano Biel está pensando en quedarse en Barcino. Venía para pasar la Navidad con la familia pero podría ser algo definitivo. Ya lleva años dando tumbos por ahí… Es hora de quedarse en casa.
Marcos carraspeó levemente, no esperaba ese envite por parte de Lluc, aunque debía acostumbrarse a la normalidad de la presencia del menor de los Granados en el que, al fin y al cabo, era el Olympic Galaxy de nuestra familia.
–Creo que hicimos bien las paces en la fiesta de Navidad, Lluc, ¿qué problema hay? –dijo el dios del balón, intentando transmitir serenidad.
–Mira… es posible que Biel comience el año como profesor en la facultad de Económicas aquí en la ciudad, pero no tengo tan claro que quiera implicarse nuevamente con el Galaxy y te voy a ser sincero: lo quiero a mi lado. En el club. Ese chico es una máquina. Y es mi hermano. Pero…
Lluc fiscalizó, casi al acecho, la mirada de Forné, perdida a lo lejos de las pistas del polideportivo.
–Sé que Biel no quiere poner ni un pie en el Galaxy. Ni en el Olympos… en nuestro estadio, para ningún partido. Y eso, joder, no puede ser. Quiero que vuelva a ser uno más en esta familia. Y a lo mejor es una paja mental mía pero, estoy convencido que ahora mismo tu presencia le frena.
Marcos estaba algo descolocado, abrumado:
–Lluc… ya te he dicho que Biel y yo estamos en tablas. Cada uno hemos seguido con nuestras vidas. Y ya.
–¡Ya! Que ya lo sé, tío… Pero una cosa es vuestro perdón mutuo, yo ahí no me meto. Pero créeme que Biel huye del club como el agua del aceite. Si tú pudieras, no sé… ¿hablar con él? Si de verdad podéis tener una relación normal, de respeto… no estará de más que le des el empujón que le hace falta. Mi padre lo quería al frente, cuando murió… Y ahora yo pienso… como mi padre.
Marcos empezó a reír, algo que alivió a Lluc, pues el tema era espinoso:
–¡Valiente cabronazo! Quieres que yo te ayude a que Biel acepte… ¿ser tu vicepresidente?
Lluc se echó a reír:
–Lees bien mis pensamientos. Te lo pediría de rodillas si pudiera sostener mi espalda –bromeó con desdén Lluc–, pero acepta mi súplica así…
Marcos pestañeó, y vio en Lluc el semblante de la broma…
–Eres tremendo, Lluc. Está bien: hablaré con Biel si eso te hace feliz –Marcos abandonó la confidencia y se erguió sobre sus muslos y portentosas piernas, bien lucientes bajo sus shorts de deporte– En verdad, si hemos podido seguir cada uno con nuestras vidas, bien debemos comportarnos como personas normales y adultas –y volvió a acariciar la pelota de baloncesto, fijando sus ojos en ella–, es el momento de que hagamos las cosas bien.
Lluc miró satisfecho a Marcos. Lo admiraba. Y pensaba que algún día debía explicar a su hermano pequeño, a mí, Biel de Granados, cómo llegó a confesar al astro del fútbol su desgraciada implicación con Karl en busca de venganza y el verdadero motivo de la muerte de Sandra, durante ocho años la novia de Forné. Su reacción, su compasión, su entereza habían puesto cada cosa en su sitio. Los fantasmas del pasado (los vivos y los muertos) cicatrizaban en aquel retorno triunfal de Forné al Galaxy, de la mano del hombre, Hernán, al que amaba y que sostenía, sin embargo, su complejo equilibrio. Cómo habían cambiado las cosas en esos años…
–No sabe cuánto le agradezco el cable que me ha echado, Dra. Howard –le agradecí a mi antigua profesora de Filosofía de la Economía en la universidad, antes de que ésta recogiera sus cosas en su despacho de la tercera planta del precioso edificio central de la escuela de negocios de la universidad de Barcino.
–No tienes nada que agradecerme, Biel. Fuiste el mejor alumno que había tenido en años. Tu primer curso aquí fue de un nivel insuperable. Lamenté que te fueras y ahora celebro tenerte aquí conmigo, de vuelta. ¡Casi siete años después! Y siendo todo un doctor.
Cristina Howard, la catedrática jovenmente cincuentona con aires de Barbra Streisand (bajita, melena castaña-rubia larga, nariz prominente y ojos clarísimos), había sido un gran apoyo en aquel curso 2003-2004 que tan traumáticamente me marcó por la muerte de mi padre y mi aventura con Marcos Forné. Y ahora yo volvía a mi ciudad para ponerme a sus órdenes como su profesor asistente tras aceptar que no podía seguir vagando por el mundo a golpe de Visa y coctail y que debía sentar la cabeza.
–Además, Biel, el mérito es tuyo por completo. Hacía décadas que no veía a alguien doctorarse a los 25 años en Economía, desde Thomas Sargent o Christopher Sims. Benditos profesores, aquellos, que tuve en Estados Unidos...
–Ojalá algún día puede optar como ellos a ser candidatos al Nobel –bromeé, irónico, sabiendo que mi futuro no pasaba por una carrera de fondo académica sino, simplemente… por ser feliz.
La Dra. Howard me devolvió la pícara sonrisa.
–Ahora ya tienes todo lo que necesitas para comenzar la semana que viene las clases en el grupo C del primer curso de Económicas. ¿Aula…?
–103 –respondí rebuscando en mis papeles de la carpeta.
–¿Tienes la autorización de contrato del decano firmada?
–También… ¡Aquí está! –exclamé.
–Ya sólo te falta el entusiasmo del profesor novato y darlo todo –me sonrió, y me invitó a salir de su despacho para poner fin, por ese día, a toda la mañana de faena en la facultad, preparando el nuevo semestre.
–Entusiasmo es lo que me falta en esta vida, doctora, pero espero encontrarlo con el tiempo…
Salimos al pasillo y nos dirigimos al ascensor. No había nadie por el edificio en aquellos primeros días del año y el curso aún estaba por empezar tras el paréntesis de vacaciones navideñas.
–Me alegra que hayas decidido quedarte en la ciudad, Biel –dijo la profesora, con su maletín a cuestas–. Ahora necesitas sentar la cabeza.
Aquello no me sonó recriminatorio, al fin y al cabo yo era el primero en saber cómo se me había ido la cabeza en aquellos últimos años…
–He de confesar que gracias a su propuesta de incorporarme a la facultad he dado el paso para quedarme. Pero no las tenía todas…
Se cerró la puerta del ascensor y descendimos lentamente hasta el hall de la planta baja.
–¿El regreso de Marcos Forné al Galaxy, no? ¿Te ha afectado?
Esa mujer siempre lograba sonsacarme mis más claros y profundos motivos.
–El insuperable dorsal número 10 de la pasada década viene a cerrar su gloriosa carrera a su club de origen.
–Y viene con novio y prometido, por lo que he leído.
–Está bien enterada, doctora –respondí, entre resignado e indiferente.
Salimos del ascensor y nos deslizamos por el brillante suelo del hall de la facultad.
–¿Y qué sientes? –Cristina Howard no quiso perder el hilo de la conversación.
Me paré a pensar la respuesta. No me había planteado muy bien mis sentimientos. Más bien me había dejado llevar por una confusa vorágine de pálpitos en mi mente.
Me detuve y clavé mis ojos en la mirada de la Dra. Howard.
–¿Le soy sincero? He vuelto a soñar con él en estos días. Como no me había pasado desde hace años.
Ella escondió su expresiva y femenina sonrisa.
–El inconsciente se mueve en la noche según las experiencias vividas en los últimos días. Has coincidido con él, supongo, y es normal que esté en tus sueños ahora…
–No está en mis sueños como Dios manda, doctora –susurré, avergonzado y sonrojándome.
–Mmm… Uy, uy, eso ya es problema no del inconsciente sino de los… bajos instintos.
–A veces pienso que soy un maldito salido, pero no puedo evitarlo. Su cuerpo me evoca… tantas cosas.
–¿Aún le quieres? –fue directamente al grano.
–Para ser sincero, creo que hace tiempo que mis intereses… mis intereses van en otra dirección. Antes de venir aquí conocí a un chico. Existe…
La verdad, no sabía si era apropiado hablar de estos temas con mi nueva jefa, pero desde hacía años se había convertido sin más en un espejo para mí.
–No te cortes, yo no soy la Dra. Howard ahora sino una mujer madura a la caza del chisme, jajaja…
Me hizo reír.
–Existe, con este chico, entre ambos, algo así como… ¿una tensión sexual mal resuelta? Nos vemos y… buf, nos entran unas ganas de tirarnos uno encima del otro que, al menos yo, no puedo frenar.
–Luego la tensión sexual sí se resuelve… Acabáis… en fin… ya me entiendes.
–No desde que nos hemos reencontrado. No me he querido acercar mucho a él. No hasta saber… saber… no sé, cómo empezar mi nueva etapa aquí.
–¿Pero al maromo ese que conociste por tus viajes lo tienes aquí, en la ciudad? ¡Por favor, Biel! ¿Quién es?
–No puedo decírselo o me dirá que no tengo remedio…
Salimos a los jardines de la facultad, la hierba verde y fresca de las lluvias de aquella temporada de frío brotaba con brillo y fuerza.
–¿Vamos a la cantina del otro lado de la calle a comer algo? Son casi las dos –sugerí, mirando de desviar el tema. Mi profesora asintió. Y nos dispusimos a cruzar la avenida arbolada.
Cristina Howard me inquirió con la mirada, esperando que yo siguiera contando.
–¿Qué? –dije por toda respuesta.
–¿Qué de qué? ¡Sigue, por favor, no me dejes así! –sacudió su melena, risueñamente indignada.
–¡El tío me engañó! ¿Qué más puedo explicarle? No era tan anónimo como pensé…
¡MEEEEEEEEC!
Íbamos a cruzar el asfalto cuando un bocinazo nos sobresaltó.
Enfrente nuestro, junto a la acera, aparcó un Jaguar plateado, brillante bajo el sol del mediodía.
–Ya está el chulopiscinas de turno aparcando dónde le da la gana… –murmuró la Dra. Howard en su faceta más severa.
Sin embargo, ese chulopiscinas descendió de su auto de dios del Olimpo, cubierto por unas gafas de sol de vidrio plateado y enfundado en una camiseta bien ajustada a su torso perfecto y fibrado. ¡Manga corta en pleno enero! Tejanos claros desgastados y bien apretados, marcando culo y paquete, zapatillas deportivas y una altura de, sí, en efecto, dios del Olimpto. Se acercó a nosotros. Venía a por mí.
–¡Héctor! –pude reconocerlo nada más bajar de su coche.
Y sin mediar más palabra se quitó las gafas y me plantó un morreo en toda la boca, bajo los abedules de la acera.
Me metió la lengua hasta las amígdalas, succionando la mía, dejando atónita a la Dra. Howard, a mi lado, y a mí mismo.
Me separé del tiarrón de 1,92 metros de estatura y le clavé un sonoro bofetón en la cara.
–¿¡Pero qué demonios haces!? ¡Que estamos en medio de la calle! –le solté rabioso.
–Discúlpeme, Dra. Howard –pronunció Héctor con su excitante y varonil tono impostado de voz, y le tendió la mano a mi bien conocida mentora–, no he podido evitarlo. Biel es tan dulce que me lo comería de un solo bocado…
Y esbozó su impecable sonrisa blanca, tan seductoramente contrastada con su tez morena.
–El placer es mío, Héctor Dalahari –balbuceó nerviosa la profesora, impactada por semejante espécimen, que le tomó la mano con gusto y otra sonrisa de oreja a oreja–. Soy una grandísima forofa y socia del Olympic Galaxy y como aficionada es un honor tenerte –la Dra. Howard conocía bien al jugador por la prensa.
–Eso, dele usted coba al muchacho –refunfuñé yo, mirando al suelo y golpeando las hojas secas con mi pie diestro.
–¿Verdad que no le importa que le robe al Dr. Granados? –dijo Héctor inflado en sí mismo. Nadie me había llamado doctor hasta ese momento.
–En absoluto, por hoy ya habíamos acabado de preparar el próximo semestre –respondió encantadísima de la vida mi profesora y ahora supervisora como profesor asistente suyo que sería–, íbamos a ir a comer algo, pero es todo tuyo.
–Justo lo que esperaba oír –sentenció sin borrar su abrumadora sonrisa de su cara, se puso las gafas de sol una vez más y me tomó del brazo para meterme en su coche, abriéndome galantemente la puerta del asiento del copiloto.
Mientras me despedía de la Dra. Howard con cara de pocos amigos y me metía dentro del coche, solté entre dientes:
–De esta te vas a enterar, maricón…
–Ya lo creo que me voy a enterar. No te imaginas cómo deseo tu correctivo… –susurró ese excitante mamón que me ponía a mil sólo con rozarme con sus dedos.
Desde dentro del coche vi como Héctor plantaba dos besos a la superfan Dra. Howard, que a fanática del Galaxy no la ganaba nadie, para meterse conmigo en su Jaguar en un santiamén.
–Desde que nos vimos en tu casa por Navidad no has respondido a ninguna de mis llamadas –fue lo primero que dijo mientras arrancaba el vehículo–, así que como no venías a mí… –y se giró para sonreírme adictivamente–, yo he venido a ti.
–¿Con qué propósito? –dije enfadado, de brazos cruzados.
–Eso ya lo decidiremos –dijo juguetón–. Por ahora, me basta y me consuela tenerte conmigo porque, aunque no me creas, me quitas el sueño, Biel.
–¿Ah, sí...?
–Es lo que tiene amar… –dijo abandonando su juego, serio y relajado. Se quitó las gafas, me miró y yo le miré. Aunque yo tratara de resistirme, ese tío me había ganado con sus increíbles dotes de seducción.
Héctor me llevó a comer a un restaurante-cabaña en medio de la sierra norte de Barcino, entre encinas y pinos. El dueño era un mexicano marchoso que tenía pinchadas rancheras a toda máquina, resonando en los altavoces del lugar. «¡Por Guayambre!», exclamó Héctor al entrar. Había reservado mesa para dos. Había alguien más comiendo, pero en general, el lugar, en medio del frondoso bosque, estaba bastante desierto.
Héctor y yo hablamos de su incorporación al vestuario del Galaxy y los preparativos de los partidos de la Liga nacional a partir de la siguiente semana, tras el parón navideño. Me habló de cómo Marcos se había erigido en capitán en la sombra nada más llegar, por el respeto que todos le tenían, y cómo Berny, el entrenador del primer equipo que ya arrastraba una larga década al frente del Olympic Galaxy, mimaba al poderoso jugador. Estábamos acabando el segundo plato:
–A Forné lo miman por todo lo que ha sido en el Olympic, aunque yo que soy nuevo no puedo quejarme: el míster –dijo, haciendo referencia al entrenador–, a mí me tiene en la palma. Voy a venirle bien a este equipo.
–Con la seguridad que tienes en ti mismo, y lo creído que te lo tienes, no me extraña, ¡estás lleno de tu bravura! –le piqué mientras rebañaba el aceite de mi plato.
–Tonterías. Soy el mejor en mi posición en el campo. Por algo he costado los millones que he costado a las arcas de tu club, chavalín.
–Ya no es mi club. Eso es cosa de mi hermano –dije, algo sabioncillo.
Empezó a sonar una maquinera ranchera de una cantante mejicana. Héctor se levantó con movimientos sensuales. Yo me lo quedé mirando con los ojos como platos:
–¿¡Pero qué haces!?
–¡Bailemos! –me ordenó Héctor: teníamos el chiringuito prácticamente para nosotros solos.
–¡No, por favor! –supliqué por toda respuesta.
En vano, porque ya me había tirado de mis brazos para sacarme a la pista.
–¡Como en los viejos tiempos de Guayambre! –exclamó, llevándome de la cintura, casi a rastras, hasta el centro de la carpa de aire caribeño.
–No tan viejos, que de eso apenas hace unas semanas…
Pero Héctor, que ya movía la cadera a golpe de ranchera popera hacía como que no me oía.
Beso a beso, piel a piel
me enamoras suavemente
me devoras lentamente...
La música era de lo más sensual y cañera. Héctor bailaba, tomando mi mano y dejándola, tomándome y dejándome, frente a mí, invitándome a hacer como él.
–¡Que a mí no me gusta esta cutremúsica ! –le dije entre gritos.
–¡Da igual! La música es lo de menos. ¡Baila, coño! Esto es vida...
–¡¡Héctor…!! –le suplicaba, aguantándome la risa.
–“Que por ti late más fuerte el corazón”… dubi du dubi da… –tarareaba un Héctor desenfadado y payaso.
–¡¡¡Héctor!!!
–¡NO TE OIGO! –decía con los ojos cerrados a golpe de cadera– ¡¡BAILA!!
Cuando nos llama la pasión
nos hallamos frente a frente
para amarnos locamente
y entregamos sin reservas al amor…
–¡Y entregarnos sin reservas al amor! –cantaba Héctor, payaseando– Dubi du dubi da dubi duuuuuuuuu
Finalmente, me libré sin más a esa locura llamada Héctor Dalahari, y nos movíamos como locos al ritmo de esa ranchera que hablaba sobre el amor, la lujuria y la pasión entre amantes.
En un giro de ritmo y melodía, las manazas de Héctor, grandes y fuertes como su cuerpo, me arrimaron fieramente contra su cuerpo, para bailar pegados, sosteniéndome una mano a la altura de nuestro hombro y poniendo su otra zarpa sobre mi culo.
–Así está mejor –me susurró al oído mientras dábamos vueltas. Su aliento y respiración en mi oreja me excitaban.
–Eres cruel conmigo –le recriminé mientras bailábamos pegados.
–Lo dudo mucho. Soy todo tuyo, que es diferente.
–No es fácil deshacerme de ti –le solté.
–Demuéstrame cómo te deshaces de mí. Hay un merendero solitario a quince minutos de aquí. He pedido al camarero que nos meta los postres en una cesta… Ven y tómalo conmigo…
–Pensaba que el postre eras tú…
Le metí caña y eso le gustó, porque se mordió los labios ocultando su sonrisa pícara:
–Ven y demuéstramelo… –me clavó.
Dicho y hecho, Héctor pagó con generosa propina la comida de la carpa y nos largamos hacia el bosque, llevando él, en efecto, la cesta de los postres, y agarrándome por la mano. Debíamos ir más calientes que el pico de una plancha porque los quince minutos que separaban el restaurante del merendero solitario en medio de un claro del bosque fueron en realidad algo más de cinco.
Tomamos posesión del claro de bosque, rodeados de unos pinos altísimos, y Héctor se arrodilló, sacó el mantel y unos platos, y en un visto y no visto, había colocado el pudin y las galletas de avellana sobre el mantel. Yo casi no hice nada, me quedé plantado a un lado, indeciso. Héctor clavó sus ojazos negros en mí, invitándome a recostarme. Me puse en frente suyo, recostado hacia un lado como él, a un lado del mantel.
–¿Qué quieres comer? –me preguntó sin apartar sus ojos de los míos, resiguiendo con su lengua sus labios.
Me estaba tentando a que mi subconsciente me traicionara y le revelara cómo deseaba en ese momento comérmelo a él, entero.
Tomé unas galletas, pero no pude apartar mi mirada de Héctor que, en un gesto de locura con la tarde cayendo ya y el frío emergiendo de entre el bosque, se quitó la camiseta y dejó al descubierto su pecho velloso, con esos pezones entre rosáceos y tostados rodeados de un suave bosquecillo de vello castaño. El justo y necesario para molarme… como a mí me molaba. Se zampó un buen trozo de pudin del tirón, acechándome, y se chupó los dedos índice y pulgar con tranquilidad. Su lengua rosácea rozando esos dedos mágicos… ¡Ah!
El corazón me latía tan rápido que me sentía como el colegial a punto de ser desvirgado. Y aunque habíamos follado como conejos durante nuestros días en Guayambre, para mí cada vez que Héctor se me insinuaba era algo completamente nuevo y emocionante.
–¿No comes nada más? –me volvió a insistir.
–Te estás acabando el pudin, so glotón. ¿Qué más puedo comer si no me dejas nada?
–No lo sé… ¿Por qué no me pruebas a mí…?
Ya estaba. Ya había mordido el anzuelo. Héctor se echó encima del mantel para situarse junto a mi cuerpo recostado y lanzar sus manos a mi mandíbula para buscarme la boca y comérmela.
Por mi parte, clavé mis manos en sus pectorales y su cuello para acariciarlos.
–¿Lo ves? Los dos podemos ser buenos postres el uno para el otro –me decía cuando me daba un leve respiro a la succión de mi boca.
–¿Éste es todo el postre que vas a darme? –lo chinché, buscando sacarle la fiera caliente que llevaba dentro.
Se separó unos centímetros de mi rostro y me miró extrañado, sorprendido por mi empuje y excitación.
–No. Aún te queda comértelo todo.
Y volvió a acercar sus labios a los míos. Nuestras bocas se fundieron, comiéndose la una a la otra a ver quién se acababa antes el aliento del otro, como si no hubiera más vida por delante. Yo tenía los ojos cerrados y podía notar cómo él me inspeccionaba por momentos, resoplando por la nariz al comprobar cómo gozaba. Me mordió el labio inferior con decisión, reclamando mi atención, y me hizo mirarlo a los ojos.
–¿Ves cómo me haces gozar, cabrón? –me soltó.
–Tus besos sin tus mordidas de labio no son besos, mamón. Sigue…
Seguimos besándonos a tutiplén, mientras yo le masajeaba el entorno de sus pezones. Héctor pegó su cuerpo al mío y colocó su bulto sobre mi pierna, frotándolo levemente.
Nuestros cuerpos ya sólo buscaban más y más zonas de contacto. Abandoné sus labios para palpar la vigorosa musculatura de su espalda y sus hombros, que me volvía loco. Pasé toda mi lengua desde su cuello hasta su espalda, mientras él, cerrando los ojos, buscaba mi cabello y lo acariciaba desordenadamente y frotaba con más frecuencia su paquetón ardiente con mi pierna.
–Chúpame las tetillas, jooooderrrrr –me ordenó, buscando que pasara al siguiente escalón.
Resoplé, sonreí calentísimo, y le concedí el deseo.
Yo completamente vestido, él con el esbelto torso al aire, semidesnudo en el enero más fogoso, me enganché a sus pezones, lamiéndole uno con fruición mientras con mi otra mano buscaba sus labios para penetrarle mis dedos.
–¿Quieres follarme la boca? –me preguntó entre jadeos– Vas a hacer que me corra sólo con la lamida de las tetillas.
–Calla y chupa, mamón –le mandé, firme. Y mientras me amorraba a su pezón, con pequeñas lamidas y algunos mordiscos, le metí dos dedos hasta el fondo de sus fauces, y él chupó como si de la mejor mamada se tratara.
Poco a poco él se fue tumbando y yo quedé encima suyo comiéndole las tetillas. Me senté encima de su paquete y me erguí para quitarme mi camisa de lana y la camiseta de ropa interior que me aprisionaba. Volví al oficio.
–Joooder, cómo se nota que no mamabas de mis pezones desde hacía semanas.
Me acerqué a sus labios, lamí su lengua y le mordí el labio inferior con fuerza.
–¡¡¡ARRGGGG!!! Cabronazo, ¿qué haces?
–Calladito estás más guapo –le solté.
Tumbado, Héctor me tomó con sus manazas por el cuello y me apartó de sí. El roce de sus dedos bajo mi cuello me erizaba el vello del calentón que yo llevaba encima.
–El que te vas a callar ahora eres tú –sentenció Héctor, para echarme de él.
Me echó hacia atrás.
–Arrodíllate –me ordenó.
Y él se puso de pie, erguió su poderoso tronco humano, se sacó el cinturón de piel en un segundo y se bajó los tejanos desgastados en menos que canta un gallo.
–Sóbame el paquete –siguió ordenándome.
Llevaba unos bóxers negros con unas delgadísimas líneas blancas. El bulto era considerable. Arrimé mi nariz a su paquetón y lo absorbí con la nariz.
–Huele a polla que hace tiempo que no folla –le bromeé de rodillas.
–Sóbamela, va –me insistió mientras reposaba sus manazas sobre mis hombros desnudos. Yo me limitaba a masajear el camino de vello que va del ombligo a su pollón oculto por los bóxers y a regalarle alguna lamida en el abdomen.
–Venga, Biel… baja un poco más… –me decía retozándose de placer impaciente. Yo me recreaba con mis mordiscos encima de su vergel.
Notaba como él presionaba la piel de mis espaldas, más fuerte y dura que nunca. Tenía ganas de mí, vaya que sí…
–Vamos, man, baja un poco más…
–Ya te he dicho que huele a polla apolillada… Que no folla. Quiero carne fresca.
–Más fresco que lo que tienes ahí abajo no encontrarás…
Me aparté unos centímetros de su abdomen y lo miré desde abajo, acariciando su pantorrilla y sus muslos… Me encantaban, tan fuertes y con un poco de vello. Quería comerle toda su piel. Pero quería martirizarlo, hacerle esperar, que me suplicara más y con más fuerza que me zampara su verga.
–Venga, sigue…
Sonreí pícaro y desdeñoso.
–Ah, Héctor, ¿qué se dice cuándo se pide algo? –y revolví mi lengua dentro de mi boca, ladeándola hacia un lado, simulando como si tuviera una polla dentro de la boca y la golpeara contra sus muros.
–Por favor…
–No…
–Venga, tío, sácame los bóxers y cómetela. Me va a estallar…
–¿Qué se dice…? –seguí riendo.
–¿Qué quieres que te diga? ¡Que me dejes follarte la boca!
–Prométeme que no vas a volver a presentarte sin previo aviso en la universidad –le pedí mientras mis manos acariciaban su verga bajo la licra. Lo estaba prendiendo con mil cerillas.
–Joder, Biel, que sí… que yo hago lo que tú me digas pero, va… ¡traga o me muero!
Miré la verga cubierta de la prenda negra, me mordí el labio inferior y me dije a mí mismo lo mucho que iba a disfrutar su pollón de veintidós centímetros.
–A sus órdenes, mi capitán.
Le bajé los bóxers en menos y nada. La polla saltó con fuerza, como a mí me gustaba. Y él cogió con sus manazas mi cabeza para conducirla hasta su poderoso instrumento. Entreabrí mis labios. Me puso todo su instrumental sobre mi cara. Joder, menudo aparato. Unos huevos de infarto y un pollón de veintidós por cinco centímetros de grosor. No me la había tragado pocas veces… Aspiré el olor de sus huevos rozando mi boca y el sudor de su polla acariciando mi nariz. Me tapaba la cara con su herramienta.
–Me la voy a comer toda –susurré con los ojos cerrados, excitadísimo, sintiendo por el momento su olor y el pálpito de su vena.
–Sí, joder… –expiraba igualmente Héctor, mirándome en cada uno de mis lentos gestos exploratorios. Entre gesto y gesto, su polla golpeó mi mejilla y Héctor se mordió el labio, conteniendo la tremenda excitación–, no tardes que estoy tan caliente que soy capaz de correrme en tu cara sólo con mirarte ahí abajo.
Sonreí para mí, me encantaba despertar sus más bajos instintos con mi lento hacer.
Abrí la boca, ahora sí, y tomé el tronco de la verga. Me parecía extraordinario tener semejante instrumental entre mis manos, le retiré el prepucio descubriendo su moreno glande, herencia turca por completo, y saqué tímidamente mi lengua para hacerlo reposar sobre ella, resiguiendo con ella sus contornos.
–Ahhhh… Cómo sabes prenderme, cabronazo. A fuego lento para que estalle… ¡joder!
Cerré los ojos y sonreí. Abrí un poco más el labio superior y tragué… Tragué… Tragué… y tragué.
–¡Del tirón, jooooooooooooooooooodeeeeeeeerrrrrrrrr! –ese gesto repentino mío, meterme por completo su cañón en mi boca, lo revolucionó– ¡Cuidado!
Su precum se adentró en mi boca. En verdad ese tío llevaba semanas de abstinencia desde nuestra última follada en Guayambre. ¡Cómo me encantaba!
Sorbí todo el pollón. El sonido de la succión sin final le ponía a dos mil, tocando casi mis amígdalas… Me movía lentamente sobre el tronco para ahogar su pollón en las paredes de mi boca y la lengua. Me retiré a tiempo, antes de que pudiera correrse precipitadamente. Besuqueé el capullo de semejante cañón… y me retiré a mordisquear y comerme sus pelotas, las tremendas balas gordas de ese cañón. Con una mano maniobraba en ese instrumental, con la otra acariciaba su abdomen, casi arañándole.
El sol había ido cayendo tras los árboles del bosque, debían ser las cinco de la tarde. Pero teníamos luz suficiente para gozar el uno del otro.
Héctor me sobaba el cabello con sus manos, perdido en la noción del tiempo y el espacio. Volví a tragarme su vergajo y, esta vez, a hacerle una mamada como era de esperar, un entra y saca que, a cada “chup!” de mis leves descansos en que me sacaba su polla de la boca, más lo prendía. Estuvimos así una media hora larga, pero se nos hizo cortísimo. Yo, de torso desnudo, aún con los pantalones, me había ido desabrochando la prenda, para sacar mi polla, más dura que el acero, y marcarme una inevitable paja mientras le comía la tranca a Héctor.
–Ya basta –zanjó, entre jadeos, un Héctor que se correría si seguía follándome la boca. Se arrodilló, poniéndose a mi altura, y me comió la boca sin más, magreando todo mi torso desnudo, mis fuertes brazos, mi espalda robusta, mi pecho y abdomen sin un solo pelo. Me apretaba los músculos del cuello y la espalda y me volvía loco. Encima besaba como un completo amante cabrón, de aquellos que no te da respiro y que te succiona toda la lengua, quitándote la vida en cada chupada. El bosque se iba quedando en silencio y la única banda sonora eran nuestros gemidos y chupetones. Hacía frío, pero estábamos demasiado calientes como para parar.
Con su otra mano me metió sus dedos en mis slips, a la altura de la raja de mi culo, buscando mi orto. Me excitaba cómo metía sus manos en mi pantalón, que ya me caía a medio culo.
Me sobó y lamió todo el cuello y cada vez respiraba más profundamente.
–Déjame comerte el culo –resopló en una de sus lamidas.
No tuve que responderle. Entre algún que otro espasmo del frío y la excitación, le dejé hacer. Me tumbó sobre el mantel dónde habíamos comido, echándose encima de mí. Completamente desnudos, nos retozábamos el uno con el otro, y frotábamos nuestras vergas una y otra vez. Héctor me lamió los pezones, y no dejó de chupar cada rincón de mis pectorales, mientras yo manoseaba en su cabello oscuro y ahogaba los gemidos de mi placer. Se recreó en mi torso, mirándolo, palpándolo, tocándolo y, sobretodo, chupándolo. En un intervalo me miró:
–Sabes que me vuelves loco… –gruñó con ese chorro de voz varonil en su cara de niño adulto. Y me forzó a revolcarnos, quedando yo encima de él. Palpé su tronco y él clavó sus zarpas en mi culo. Nos frotábamos las pollas, uno encima del otro.
–¿Te vuelvo loco...? Y qué vas a hacerme por eso… –le respondí preso de la excitación.
–Amarte… –jadeó convencido, con los ojos brillantes– y follarte… –soltó incendiando sus pupilas.
Metía cada vez más sus dedos en la raja del culo, hasta que me forzó a ponerme a gatas y se lanzó sin más a comerme el ojete, sin preámbulos ni pulgares abriendo camino.
–Ábrete más –me ordenó, y me clavó una cachetada.
El sonido de su boca comiéndome el culo, junto a la follada de su lengua en mi orto, iban a hacer que me corriera de inmediato.
Y otra nalgada:
–Para el carro, mamón, hasta que no te folle con el rabo no quiero verte corriéndote.
Reí en medio del frío y el sudor. ¡Vaya tarde!
Me pellizcaba las nalgas y metía su lengua por el ojete, abriendo sus paredes. Ahora sí que se acompañó de sus dedos, que introducía poco a poco.
Me dio la vuelta y me puso otra vez tendido boca arriba, levantándome las piernas y poniéndoselas encima de sus hombros, para acercar su tranca al ojete y abrir sus muros.
Noté como sus gemidos volvían al rozar la polla con el culo:
–Vaya follada te voy a clavar… –gemía entrecortadamente.
–¿De verdad…? –resoplaba yo.
Y venga a probar de meter el capullo en el culo, y masturbarlo por la raja entre las nalgas.
–Claro, te follaré hasta que te corras conmigo dentro…
Se mordía los labios, sus dientes blancos en sus enrojecidos labios… Ah, ¡qué máquina!
Me levantaba un poco más sobre sus hombros, con mi culo hacia su cara, y volvía a comérmelo y a escupir en él para estimularlo. Volvía con la polla, y llevaba sus manos a mis pezones y a mi boca… donde yo me dejaba penetrar por sus dedos.
–Venga, pequeñín –me dijo–, ya casi lo tienes, ábrete más.
Yo no podía dejar de gemir.
Acabando de abrir el culo, rebuscó en los bolsillos del pantalón tirado al lado del mantel, y sacó un condón.
–Esto ya está. Y sin lubricante.
–Aaaaaahhh, fóllame ya, joder –grité.
–A eso voy, mamonazo.
Se acabó de poner la gomita y fue al tajo.
Al principio me la metió lentamente, evitando partirme el culo. Su cañón era considerable y, especialmente, grueso, lo que hacía que penetrara con cuidado al principio aunque, cuando se ponía a bombear, era una auténtica perforadora de placer hasta correrme, en efecto, con él en mis adentros.
Cuando ya tuvo acomodada la verga, empezó un mete y saca del que nadie podía separarlo, totalmente hecho a la faena.
–¡Joder, qué culazo! –gritaba, mordiéndose el labio inferior, cerrando sus ojos y sólo dejando entrever de vez en cuando unos ojos vueltos blancos como del placer – ¡venga, ahaaaaaaah!
Yo estaba roto del placer, y los aullidos de Héctor iban a más.
–Follada brutal, coñooooooooooooooooo. Aaaaaaaaaah, ahaaaaaaaaaaa.
Intenté tranquilizarlo, alguien podría escucharnos y acercarse.
–¡Que nos va a oír alguien! Aaaaaaaaahhhh, siiiiiiiiiisí, joder… Ahhh
Me estaba matracando el culo a base de bien. Respondió incendiado:
–Aquí sólo pueden vernos los animales, mamón, aaaaaaaah, que aprendan cómo follan de verdad dos machos, aaaaaaaaahhh, siiiiiiiiiiiiiiiiiiiií
Nuestros jadeos habían llenado por completo las sombras del bosque, cada vez más oscuro por el atardecer.
–Voy a correrme, Héctooooooorrrrr –aullé.
–Venga, dale, ¡dale! –gritaba brutamente él.
No pude evitarlo y me vine, disparando encima de mi abdomen y del de Héctor los trallazos de mi semen.
–Ahí, leche bien caliente… –soltó Héctor.
Grité como un poseso corriéndome. Héctor seguía zumbándome, mientras tomaba mi mano y me hacía acariciar junto a la suya su abdomen bañado en mi leche. El tiarrón había cogido la quinta marcha con el mete saca y tardaría en correrse, así que había follada para rato; yo trataba, pues, de controlar mis jadeos.
–¡¡Quién hay ahí!! –de repente, sentimos gritar a una voz ajena, a unos veinte metros, tras los árboles. Nos giramos y vimos una linterna a lo lejos.
–¡Coño, el guardabosques! –susurró con fuerza Héctor, que tenía su tranca en mi culo– ¡Vamos!
–¡Alto ahí! –gritó la voz, cada vez más cercana.
En pocos segundos, se salió de mí, se puso el pantalón como pudo, tomamos el resto de nuestra ropa y salimos corriendo, medio desnudos, en pelotas, de aquel claro del bosque. Corriendo sin parar, cogidos de la mano, hasta alejarnos a más de cuatrocientos metros de allí. Fue brutal.
Cuando llegamos a otro claro, Héctor me detuvo, respirando entrecortadamente, con espasmos de sudor y frío. Dobló la espalda y reposó poniendo sus manos sobre sus muslos:
–¡¡Joder, qué pillada!!
Yo le miré, sin aliento, el corazón se me iba a salir del pecho de tanto correr. Y de golpe, nos echamos a reír sin parar. ¡Menuda follada, en medio del bosque, y vaya pillada del guardabosques!
–Jajajajaja… ¡Qué mamón el guarda! ¿Estás bien, Biel? –me preguntó, acariciando mi mejilla y pasando sus dedos por mi flequillo sudoroso.
–Aaah, sí, uffff, no había corrido tanto desde… joder –no pude acabar la frase del pálpito del corazón.
Héctor me miraba encandilado. Se apoyó con un brazo sobre el árbol donde yo estaba reclinado.
Me percaté de cómo me miraba, como si hubiera perdido tota noción de tiempo y espacio, estando sólo él y yo.
–¿Qué? –le pregunté ante tanta miradita.
Se marcó su sonrisa blanca sobre su tez morena y desnuda. Sólo llevaba los pantalones, medio desabrochados…
Siguió sin apartar sus ojos morenos de mí.
–¿Qué miras, Héctor? –me estaba sonrojando, y eso que no hacía ni unos minutos estábamos follando cual animales en el bosque.
–Eres tan guapo… –me susurró. Y mientras con una mano se apoyaba en el árbol, estando yo entre el tronco y su sudoroso cuerpo semidesnudo, con la otra acarició mi mejilla, tomó mi barbilla y llevó sus labios a los míos.
–Éste es un buen lugar de trabajo, ¡hay tantas cosas por hacer! –exclamó Hernán Alonso al finalizar la visita que Marina le hizo por las oficinas de la Olympic Galaxy Foundation, la ONG del club de fútbol dedicada a programas benéficos. Mi madrastra se había volcado por completo en esa obra tras la muerte de mi padre y tras abandonar yo el país.
–Dímelo a mí –sonrió la bella Marina, con esa sonrisa blanca marcada en su tez blanca que contrastaba con su negra y oscura cabellera–. Hay temporadas que casi no duermo pensando en si tendremos suficientes fondos para cumplir con el programa de construcción de pozos en las aldeas de Níger y Mali.
Hernán Alonso, con sus treinta años de juventud y su experiencia como joven escritor, no sólo era un afamado e intelectual galán prometido a Marcos Forné, el dios del fútbol convertido en icono para gays y heteros... también era un tipo amante de la filantropía. Había pedido a la patrona de la fundación benéfica del Galaxy, Marina, poder saber un poco más. El Galaxy era más que fútbol de élite. Si iba a convertirse en el marido de una de las estrellas que lucían la camiseta del Galaxy por todo el mundo, arrancando sueños y sonrisas a millones de niños y adultos en todo el planeta, él, Hernán Alonso, debía implicarse de algún modo.
–¿Y todos los fondos salen de los beneficios del Galaxy?
Marina dejó caer sus párpados, algo decepcionada a ese respecto:
–Por desgracia, aunque el negocio del fútbol de élite mueve muchos millones, el Olympic Galaxy también tiene que hacer frente a gastos estratosféricos, comenzando por la carísima plantilla del primer equipo que mantenemos. Así que, en buena parte, la O.G. Foundation se financia con donativos. Y los jugadores, por supuesto, prestan su imagen gratuitamente para nuestras campañas solidarias.
Hernán lucía juvenil aquella tarde. El sol penetraba por las vidrieras de las oficinas e iluminaban su tez vasca, acariciando el brillo de su cabello y barba pelirroja. Era un chico guapísimo. Lucía una americana de un gris claro con cuadros, bien intelectual y típica de literato.
–¿Y yo podría…? –sugirió tímidamente, sin acabar la frase.
–¿Ayudar? ¡Pues claro! –palmeó Marina, feliz. De hecho, Marina ya tenía pensado un papel para Hernán. Como futuro marido de uno de los capitanes del club, y con su fama como escritor, Hernán sería todo un reclamo en la captación de fondos en las campañas publicitarias.
Siguieron paseando por el vestíbulo. Hernán era un tipo alto, de más de un metro y ochenta de estatura, y fuerte. Con toda su vigorosa hombría, se detuvo frente a uno de los cuadros del vestíbulo.
–Oh, éste es uno de los principales donativos que han permitido a la Olympic Galaxy Foundation mantenerse en sus actividades…
Hernán se había detenido frente a una foto mía... la de la firma de la donación de mi fideicomiso a la O.G. Foundation. Yo, Biel de Granados, cuando abandoné la ciudad en 2004, desengañado de mi vida y de todo lo que dejaba atrás, le di todo el fideicomiso de mi parte de la herencia de mi padre, repartida entre mis hermanos y Marina, a la fundación del Galaxy. Alguien podría pensar que aquello era un pellizco para mí, aunque eran bastantes millones, sin embargo lo hice convencido que en mi vida faltaba sencillez. Una sencillez que, no obstante, aún no había encontrado, pues aún no había renunciado a mi propia y tediosa vanidad.
Hernán clavó su mirada en esa foto de la firma del convenio-donativo. Se abstrajo del tiempo y del lugar.
Marina se percató de las dudas de Hernán, mirando su varonil porte y sus duras facciones en su pelirrojo y oscuro semblante.
–Biel es un chico extraordinario –susurró Marina, algo emocionada, apelando al pasado y, no sé, tal vez al presente.
–Lo sé.
Hernán sacudió la cabeza, avergonzado, se había dejado llevar por la espontaneidad del momento. Miró a Marina con una sonrisa cautivadora y suspiró:
–Discúlpame, debo parecerte un absoluto bobalicón. Es que aún no me hago a la idea de que estamos aquí, en Barcino, en el Olympic Galaxy… Marcos parece haberse adaptado tan bien…
–Es natural. Está en casa. Tiene a sus padres a un volantazo del coche, subiendo a su pueblo. Y…
–…el pasado pesa… –expiró Hernán, sincero y transparente.
Marina quedó sorprendida de la confianza que Hernán le tomó.
–Mucha gente cree que nuestra historia, de Marcos y mía, ha sido fácil. Se han publicado muchas estupideces en la prensa. Llevo tres años con él, hemos tenido una gran suerte de conocernos. Nos queremos. Pero fácil no ha sido. En modo alguno.
Marina no sabía si Hernán hacía referencia a algún pasado oscuro más allá del prolongado tête-à-tête de Marcos y Biel, si hablaba de la rocambolesca historia de muerte y pulsiones que llevó a Marcos a abandonar la ciudad y el club tras quedar plantado por su primer amor masculino. O si simplemente se refería a la historia de Marcos conmigo y nada más. Marina descubrió a un Hernán ciertamente temeroso aunque abierto y sincero. Le pasó su mano por el brazo, pacificándolo:
–Sólo vosotros dos sabéis las dificultades a las que os habéis enfrentado para llegar hasta aquí, a punto de casaros. La lucha está superada y ahora os toca disfrutar de vuestra felicidad. No hay más clave que esa, Hernán.
Hernán tenía las manos metidas en sus bolsillos, cabizbajo:
–¿Crees que Biel…? –empezó a pronunciar Hernán.
–Biel –Marina interrumpió al chico– sabe bien cuál es su papel. Su oportunidad pasó. Me cuesta admitirlo: Dios sabe lo que luché porque lo suyo con Marcos saliera adelante –a Hernán pareció secársele la garganta escuchando a Marina, carraspeó–, pero no voy a permitir –siguió ella–, no voy a tolerar que se haga más daño a sí mismo, lo quiero como a un hijo y no voy a permitirlo. Y en cuanto a Marcos…
–No es Marcos. ¡Por favor! –se sonrojó el chico–, no estoy dudando de sus sentimientos. Es sólo que… Bueno, en fin, ¿supongo que a nadie le gusta que su pareja esté permanentemente cerca de su ex, no?
–¿Has hablado de eso con Marcos? –preguntó Marina, maternal.
–Sí.
–¿Y qué te ha dicho?
–Que no tengo motivos para preocuparme porque… –le daba vergüenza reproducir esas palabras– porque soy lo mejor que le ha pasado nunca.
–¡Bravo! –gritó Marina, sorprendida de tal claridad–. Creo que está bastante claro. Créeme, Hernán. Tienes junto a ti a un hombre terriblemente fiel. En cuanto a Biel, él es el primero que ha pasado página.
Hernán asintió con la cabeza, marcando duramente su prominente y varonil mentón.
–Tienes razón, Marina –suspiró, aliviado.
–¿Vamos a la sala de juntas? Nos han preparado un refrigerio… ¡Y cuéntame qué vas a publicar la próxima primavera, por favor, me tienes adicta a tu última saga! –soltó risueña la esplendorosa Marina, llevándose del brazo al prometido de Marcos hasta el fondo del pasillo.
Marcos bajó del coche dubitativo. Camuflado bajo sus gafas de sol, negras como su coche deportivo, que apostó en la entrada de la facultad. Eran las dos en punto de la tarde y la gente empezaba a salir de las clases. Primera semana de clases del nuevo año. Marcos recorrió los jardines hasta llegar al hall sin desprenderse de las gafas. «¿El aula 103?» iba preguntando a cada cruce de pasillo. Alguien reconoció su voz. Otros sus firmes facciones y su tez blanca. Se quitó las Ray-Ban y fue multiobservado por mil ojos. Por fin dio con la clase donde yo, Biel de Granados, 25 años, jovencísimo doctor en Economía, me acaba de estrenar aquella semana como profe. Marcos repasó el cartel de la entrada del aula, esperó a que salieran los últimos alumnos y se metió, siendo acechado por los últimos que abandonaban el lugar. Y me vio a mí, al fondo del aula, vestido con una camisa negra y unos pantalones del mismo color, arremangado en mis brazos, dejando ver lo fornido de mis músculos radiales en el brazo. Tenía ese aire elegante pero descamisado, recogiendo mis apuntes al finalizar mi clase.
Marcos iba con camisa azul y tejanos, con su americana aterciopelada de invierno y su bufanda morada. Se acercó a mi mesa, yo lo vi y traté de concentrarme en lo que estaba guardando en mi maletín, esperando que él dijera algo de por qué estaba ahí tras nuestro cordial saludo en Navidad.
–¿Eres profesor de Economía Social? –preguntó Marcos por saludo, mirándome con cierta admiración pero rara curiosidad.
Asentí con la cabeza, con la mirada algo perdida, pero relajado.
–Sí. Hay que cambiar este mundo también desde la empresa y el dinero –sonreí y le dirigí un gesto sincero.
Acabé de guardar mis notas en el maletín de piel negra, lo dejé sobre la mesa, y me acerqué a Marcos. Me mantuve a cierta distancia. Él soltó rápidamente algo que le inquietaba:
–Sé que te estás planteando volver al Olympic Galaxy, a la vida del club. En el caso... poco probable... –desvió la mirada, nervioso– de que tus dudas sean por cortesía hacia mí –hizo una pausa amarga–... puedes despejarlas. Puedo sobrellevar completamente tu presencia. Como te dije en la fiesta de Navidad en vuestra casa, estoy contento de estar aquí. Y... también, y pese a que no es fácil, de reencontrarte. No te preocupes por mí, te lo pido: he rehecho mi vida.
Tenía mi mirada clavada en sus ojos, escuchándolo sinceramente. Cuando acabó su afable invitación bajé la mirada al suelo, entristecido. Con mis manos metidas en los bolsillos de mi pantalón negro, me acerqué a Marcos. Apenas nos separaban unos cuatro metros.
El silencio del aula podía cortarse con un cuchillo. Mis pasos resonaron con cierta tensión.
Me dispuse a hablar. A abrir el corazón como jamás lo había hecho en aquellos últimos casi siete años. Con nadie. Pues nadie me comprendía. Marcos pareció disponerse a escuchar. Guardé unos segundos de silencio. La verdad, nunca es fácil. A lo mejor me iba a equivocar con lo que estaba a punto de decir. Pero la verdad ha de ser proclamada lo antes posible, aunque duela. Hablé con firmeza:
–Sé que cuando rechacé tu proposición, hace siete años, sembré una decepción... enorme. Sé que pensaste, y que quizá aún lo pienses, que me rendí. Que me rendí porque no tuve fe. Porque no creí en lo nuestro. Porque no significabas lo bastante para mí.
–Biel... déjalo...
–No, déjame terminar –dije muy serio–. Por favor, Marcos.
Marcos tragó saliva, en una posición muy incómoda, cruzando sus brazos con dureza. Su rostro marcaba sus facciones con dureza. Me permitió seguir. Yo había cometido el error de mi vida abandonándolo. Pero no estaba dispuesto a silenciar mis sentimientos.
–Después de dejarte, y de cometer un estúpido error con Cesc, me largué del país. No había un solo día que no acabara borracho. Yo, que siempre había sido abstemio, que jamás había probado una gota de alcohol... En esas noches... solía hablar contigo. Te hacía presente, imaginariamente, conmigo. Aparecías junto a mí. Hablaba... en voz alta. Conversaciones enteras. Tonterías: dónde íbamos a pasar las vacaciones, qué coche debíamos comprarnos, qué regalo llevaríamos a tus padres por Navidad. Si tomar otra copa más... –tragué saliva, avergonzado de lo que estaba contando, pero decidido a hacerlo–; hasta que un día empezaste... a responder. Te oía dentro de mi cabeza, como si te tuviera a mi lado. Y aunque sabía que eso no podía ser real, que era una fantasía, no podía dejar de beber, y de imaginar que no había destrozado todo lo que podríamos haber llegado a tener juntos. Así que antes de decirme que puedes sobrellevar con normalidad mi regreso hay dos cosas que debes saber. La primera, es que mi amor por ti era tan grande... que casi me mata. Y la segunda, es que no lamento haber continuado con mi vida.
Sostuve durante toda mi confesión mis ojos en sus ojos, aguantándole la mirada, sabiendo que para él fue todo un reto, y pude atisbar cómo esos ojazos verdes se humedecían, si bien cierta contención de rabia y enfado subyacían en el fondo de sus pupilas.
No quise dejar de ser cortés y atento con él. Sabía que yo era (o muchos así lo pensaban, en mi familia, por ejemplo) la parte más culpable de esa historia que también se había llevado por delante la vida de mi padre, Edmond, y de Sandra Smith, la ex de Forné. No quise dejar de ser cortés y atento con Marcos, pero no pude evitar esa revelación. Esa confesión. Cogí mi maletín de la mesa, dando la espalda a Marcos, volví frente a él, y esbocé débilmente en mis labios un «Hasta pronto, Marcos», sincero, para abandonar el aula y dejarlo atrás. Hiera, cure, sane o duela, la verdad –también la verdad de nuestros errores– ha de ser revelada.
Salí perturbado del edificio, agilizando mi paso, casi corriendo, hasta llegar a mi coche, y encerrarme en él a pensar que, por un desafortunado error que había cambiado el curso de nuestra historia, o tal vez porque las cosas debían ser así, jamás tendría en Marcos ni a un amante ni a un amigo.
Viejos amigos... Nuevos amantes…
CONTINUARÁ…
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