Biel & Marcos (10) Ama o muere

Todo tiene un principio. Todo tiene un final. Simplemente Biel: la secuela.

Para recuperar todos los capítulos de “Simplemente Biel” y “Biel & Marcos”, pinchad en mi perfil : http://www.todorelatos.com/perfil/1374273/


Mi padre me dijo una vez que no importaba cuánto durara la vida, ni cuán rápido pasara. Lo importante, lo verdaderamente trascendente era (y es) lo que hacemos en ella. Bajo esta premisa he tratado de vivir toda mi existencia. No fue, sin embargo, hasta los hechos de aquel reciente verano de 2011 que la sentencia de mi padre cobró todo su desgarrador significado.

Si la muerte viene a buscarnos -recuerdo escucharle decir- ha de tener permiso para entrar en casa pero ha de saber, desde el primer momento, que jamás podremos amarla y que si con ella hemos de irnos todo aquello que de nosotros quede, sean gusanos o sean cenizas, procuremos que griten este signo: VIDA.

–¡HIJO! ¡Edmond! ¡¡¡AQUÍ!!!

Mercedes de Granados gritó a pleno pulmón nada más ver salir a su hijo del Audi que cada mañana lo llevaba a las oficinas del Olympic Galaxy.

(Barcino, setiembre de 2002...)

–¡Mamá! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí! –moduló Edmond de Granados con su profunda voz, ajustándose el nudo de su corbata y los puños de la americana.

Mercedes había estado aguardando media hora junto al coche de su chófer en la pequeña avenida interior de las instalaciones de la Ciudad Deportiva, esperando la llegada de su hijo, el presidente.

–¡No finjas estar contento de verme, hijo! ¡¡Menudo recibimiento me dais aquí cada vez que vengo de Lausana!!

Doña Mercedes, que había enviudado prematuramente décadas atrás cuando sólo tenía 48 años, era en aquel final de verano de 2002, a sus justo 80 años, una fiera inquieta criticando y sentenciando sobre la vida de su único hijo.

–¡Pero mamá! ¿Cómo no voy a alegrarme de verte?

Edmond se acercó a ella y le plantó un beso en la mejilla. La mujer lucía un impresionante vestido de piel morada con chal de lana de alpaca, entre antiguo, exótico y conservador.

–Venga, niño, que en una hora salgo para Lausana otra vez, ¿puedes darme el gusto de pasear conmigo?

–Mamá, por favor, me esperan en las oficinas, estoy a punto de cerrar un trato importante.

–¿Más importante que hablar con tu desdichada madre viuda? –puso morros de apenada, usando una más de sus estratagemas dulcemente manipuladoras.

–¡¡Mamá!! ¡Eres incombustible! ¿¡Por qué demonios no te has dignado a pasar por la Casa Granados a disfrutar del domingo de ayer con nosotros!? ¡Siempre estás igual, de verdad!

La mujer hizo una mueca de asco y se apoyó en su bastón. No estaba dispuesta a pasar más de los minutos imprescindibles bajo el mismo techo de Marina, la segunda esposa de su hijo. Clavó sus ojos azules en los profundos ojazos azules de Edmond, tan llenos de contraste con su cabello gris canoso oscuro, y no se dignó a dar respuesta.

–¡Está bien! ¡Vale! Te doy cinco minutos. Ya sé que tus viajes a Barcino sólo son para ver a tus amigas, saludarnos brevemente, oír tu sermón y luego volverte a tu retiro en Lausana. Acompáñame, madre.

Edmond la tomó ligeramente por el brazo y le señaló la acera que se dirigía hacia las instalaciones fisiodeportivas en el ala norte de la Ciudad Deportiva, ese impresionante complejo en la cercana y urbana periferia de la ciudad, la fábrica de los sueños y del mejor fútbol nacional.

–Me ofende que veas así mis visitas a esta ciudad, Edmond... Yo quiero a esta familia. Pero siempre, óyeme bien, SIEMPRE diré lo que pienso tal y como lo pienso.

–De eso no me cabe la menor duda, mamá –susurró Edmond casi con la boca cerrada, mirando para otro lado.

Andaban a paso ligero. Doña Mercedes apenas necesitaba el bastón que la acompañaba casi como un elemento ornamental más de su pose.

–Escúchame hijo, hay algo que me inquieta y tengo que preguntarte.

–Soy todo oídos, mamá.

Edmond respondió resignado. No tenía más alternativa.

–Tuve una inquietante conversación con Lluc, el otro día en el café de las Ramblas, ¡ese hermoso hijo tuyo es el único que me habla con franqueza! Dime, ¡dime, Edmond!, ¿qué está haciendo Biel en Inglaterra?

Edmond se detuvo. Mercedes hizo lo mismo. Centrando toda su vivaracha y amenazante mirada sobre su hijo.

–¿Pues qué va a hacer? Está estudiando su bachillerato económico.

La abuela remugó:

–No enviaste ni a Cris ni a Lluc a países lejanos para estudiar, cuando fue su momento. No me cuadra...

–¡Qué imaginativa eres, mujer! Ni Cris ni Lluc quisieron abandonar la familia para estudiar. Y, con todo mi amor por ellos, Biel es el más estudioso y, te confieso, el futuro en el que confío en lo que a la empresa familiar se refiere.

–No, no, no... –la abuela negaba con la cabeza

–. Aquí hay algo que no me cuadra. Dejasteis Berlín. Vinisteis aquí, comprasteis esta locura de Olympic Galaxy

–abrió los brazos a la inmensidad del entorno– y Biel partió hacia Inglaterra a estudiar... ¡Un pobre muchacho que va a cumplir 17 años en unas semanas! ¡NO!

–Mamá... ¿¡he de recordarte que a mí, con 15, me enviasteis a un internado suizo!? ¡No te hagas la madre protectora, por favor! ¡¡Contigo no cuadra!!

Aquel comentario hirió a la orgullosa anciana, que lo disimuló tras su pétreo porte y esa dureza en las facciones de su rostro.

–Mira, Edmond, si crees que me chupo el dedo, estás bien equivocado. Lluc me insinuó algo inquietante ¡algo terrorífico! ¡algo... oh, no puedo...! Pero estoy aquí para solucionarlo. Sé que esas cosas pueden ser típicas de la edad, de la camaradería con otros hombres, jóvenes y esbeltos... No me escandaliza. Siempre ha habido impases complicados en la vida de todo muchachito acomodado...

"Muchachito acomodado...". Edmond se rió de la absurda imagen que dibujaba la abuela. Y dedujo que el bocazas de Lluc, en fase de descontrol, fiestas, borracheras y tías, había medio insinuado a la abuela Mercedes mi historia con Karl el año anterior. Tras romper con él, mi padre me llevó a una decisión importante: acabar mis estudios preuniversitarios en Inglaterra, lejos de Berlín, lejos del influjo del maldito Karl. Poco después, los Granados emprendían el definitivo vuelo de regreso a su país natal y... a Barcino, para tomar posesión de aquella institución futbolística que movía no sólo dinero sino profundos sentimientos entre nuestros connacionales.

–Mira, mamá... No sé qué te ha contado el bocazas de Lluc, exactamente. ¡Más vale que cuide de sus 24 años tan mal llevados! ¡Que ya va siendo hora de que siente la cabeza...! Pero te aseguro que Biel está completamente... bien.

Edmond, un seductor nato, clavó sus ojazos en su madre, con gesto de tenerlo todo bajo control.

–Vale... de acuerdo... muy bien. Pero... ¿tiene novia ya?

Edmond tuvo que contener la risa que explotaba en su interior. ¡Aquella mujer parecía vivir en el pleistoceno! Pero, generacionalmente, era totalmente comprensible y natural.

–¿Quieres dejar en paz al pobre Biel, mujer? ¡Es un muchacho extraordinario! Estoy muy orgulloso de él.

Aquel comentario le emocionó por dentro porque, para mi padre Edmond, descubrir mi homosexualidad, un año atrás, fue un mazazo muy grande. Y aunque no acababa de integrarlo, incluso de aceptarlo totalmente... era como si mi manera de ser y mi actitud para con la familia rehabilitara por completo su respeto por mí y mis maduras decisiones, pese a ser yo un pobre adolescente.

–Hay que ir con cuidado, Edmond. El otro día Dolors Gimpera me pasó un recorte de revista sobre, ¿cómo era...? ¡Ah, sí! "La moda gayer", se titulaba... ¿No te parece amenazante?

Edmond ya no podía más, aguantando un llanto de risa, de tanto aprisionar su mandíbula para no explotar a reír en la cara de su señorona madre.

–¿Eso dónde lo leíste? ¿En The Conservative Women ?

Y entonces no pudo evitarlo, empezó a partirse de la risa.

Doña Mercedes abrió sus ojos como platos, enfadada y ofendida.

–Ay, ay... –se apretaba la barriga, para contenerse– ¡disculpa, mamá! Es que... a veces tienes cada ocurrencia... ¡Ya, no te enfades!

La mujer estaba realmente molesta.

–Escúchame –puso su mano sobre los brazos cruzados de Mercedes–. No tienes que preocuparte por nada. Biel está bien allá en Inglaterra. Y es mi intención que de aquí a doce meses, en cuanto acabe el bachiller, traérmelo a Barcino, que empiece su carrera aquí, y tenerlo a mi lado en este nuevo período que la familia comienza en el Galaxy.

–Veo que le tienes el futuro muy trazado. Tú y esa loca mujer de Marina deberíais velar más por el futuro de sus sentimientos, ante tantas... ¡¡amenazas!! Aunque de esa Marina, poco puedo esperar... incluso intuyo que es una muy mala influencia para Biel. No me extrañaría que fuera una activista a favor de los derechos de... ¡en fin!

–¡¡Mamá!! Eso no te lo permito. ¡En modo alguno! Marina ha sido la madre perfecta para tus nietos, tras la muerte de Cristina. ¡Basta!

La mujer se cruzó de brazos, apartando su vista, ofendida.

–Y voy a decirte otra cosa, mamá –la señaló con los dedos–. Me preocupa el futuro de mi familia como mi padre que en paz descanse se preocupó por el nuestro. Y todo cuando hago, todo lo que tengo –señaló al entorno– es para ellos. Pero lo más importante para mí –se golpeó en el pecho

–, es el bienestar y la felicidad de mi mujer e hijos. Soy ese tipo de hombres que va A MUERTE con los negocios. Eso lo heredé de papá. Pero también soy ese tipo de hombres que renunciaría a TODO por su bienestar, por su felicidad, por su futuro.

Habían dado la vuelta a la rotonda y estaban de regreso al portal del edificio administrativo del club.

–A veces, hijo... ¡a veces! ¡¡Me gustaría que me entendieras!!

Mercedes hizo amago de llorar, aunque era más una pose que una verdad que saliera de su cuerpo. Quería dar pena a su hijo. Él la conocía bien. La quería. La quería mucho. Pero sabía que era una genial manipuladora.

–Yo espero mamá que comprendas la realidad de nuestra familia. Esta vida es ser feliz o morir. Y ahora, te lo ruego, vas a tener que disculparme porque de verdad que estoy fuera de tiempo... –y señaló tomándose el reloj de la muñeca a la gran puerta giratoria de entrada a las oficinas donde un joven de no más de 23 años se esperaba junto a un hombre más maduro con gafas de sol.

La abuela afiló su vista, a los cincuenta metros que le separaban de la entrada al edificio.

–¿Quién es ese chico...? –preguntó, chismosa.

–Marcos Forné. Nuestro próximo fichaje. Viene con su representante a cerrar el acuerdo. De hecho es mucho más que un fichaje...

–¿¡Por qué!?

La abuela se puso las gafas para afinar aún más en la distancia. Era un chico bien parecido, fuerte y compacto, más bien bajo que alto, de un cabello y un rostro bien atractivo.

–Porque es hijo de este club, donde se formó de bien joven. Ahora lleva ocho años en Inglaterra, precisamente, en el Manchester United, y vuelve a casa... Va a ser mi primer gran fichaje como presidente. La afición va a vibrar con el regreso del hijo pródigo al Olympos Stadium... –relató Edmond, orgulloso, metiéndose las manos en los bolsillos de su atractivo y elegante pantalón de hombre de negocios.

–¿A caso no es ese famoso futbolista que sale en las revistas con su novia de toda la vida?

–El mismo. ¿Ves como lo que llega de Inglaterra ha de ser bueno? –bromeó Edmond–. La afición espera el regreso de su hijo pródigo... Yo espero secretamente el regreso de mi hijo pródigo...

–Me voy, Edmond –dijo por fin Mercedes, llegando a la altura de su coche, y golpeando con el bastón la puerta para que lo escuchara el chófer y saliera a abrirle–, dile a ese hijo pródigo tuyo, en Inglaterra, a Biel, que vaya con cuidado con lo que hace. ¡Está la juventud muy mala!, ¡muy mala!

–Haré lo mejor por tu nieto, eso sí puedo asegurártelo.

–Dame un beso, anda –ordenó la anciana por toda despedida.

Edmond volvió a besar su mejilla y Mercedes desapareció dentro del coche, rumbo al aeropuerto. El flamante presidente del Olympic Galaxy no hizo esperar por más tiempo a ese joven y portentoso dios del balón y a su representante, y fue a estrecharles la mano. Aquel día, un gran capítulo del futuro comenzaba para muchos en el Galaxy.

Mientras mi padre se acercaba a ellos pensaba cómo la libertad constituye el mayor regalo que un padre da a su hijo, cuando toma consciencia que en la libertad responsable y acompañada está el mutuo descubrimiento de lo que uno realmente es.

Un filósofo dijo una vez que el hombre y la mujer nacen libres, responsables y sin excusas. En la responsabilidad de nuestros actos reside la consecuencia de nuestra libertad. En los aires de la libertad viven los anhelos de la salvación.

Aires de libertad...

(Penal Nacional de Barcino, junio de 2011...)

–¡Respira! ¡Respira, Marina!

Cristina sostuvo el brazo de su madrastra con fuerza, saliendo de la recepción gris y tétrica del módulo femenino del Penal. Escuchaba la dulce voz de su hijastra mayor como si Edmond le estuviera susurrando al oído la buena nueva de la libertad.

A unos cien metros, esperando impacientemente junto a los coches, esperábamos Lluc y yo, con Cesc atemperando nuestros ánimos.

–¡¡Chicos!! ¡¡Que salen!!

Lluc se echó a rodar en su silla más rápido que Cesc y yo juntos corriendo los cien metros lisos... Nos tiramos literalmente a los brazos de Marina.

Toda la familia era un llanto de alegría, abrazos, apretones y caricias. Casi que nos íbamos a comer a Marina, encegada prácticamente por el sol de la mañana que se alzaba sobre el horizonte, apuntando directamente a los muros de la prisión.

–¡Ya está! ¡Todo pasó! ¡Todo pasó! –le susurré pegando mis labios al oído de Marina, apretándome en sus brazos contra su pecho.

No sabíamos cómo, pero Cesc lo había conseguido: la libertad condicional.

–Chicos, por favor, dadle un respiro, ¡vamos a ahogarla! –gritó Cris, a quien le había sido concedido entrar en prisión para ayudar a la mujer a sacar sus cosas de su celda.

Lo recuerdo como si fuera ayer: un 22 de junio luminoso, soleado y despampanante que nos regaló la libertad de Marina.

Ella lucía una camiseta gris de algodón sobre unos tejanos del mismo color. ¡Cuánto deseaba volver a ver a la Marina radiante de tonos provocativos y desafiantes! La miré a los ojos. Y ella me miró. Tenía unas severas ojeras recorriéndole el entorno de sus ojos. Había pasado casi cuatro meses allí.

–Llevadla al coche –ordenó Cesc, enfundado en la veraniega cazadora de tergal, diligente y mandón–, y pedid el pase de salida por la puerta sur. La salida principal está infestada de periodistas.

–NO.

Marina habló por primera vez tras cruzar el muro de la cárcel. Y dijo... NO.

Clavó sus ojazos negros en la mirada de ojos azules de Cesc, desafiante.

–No tengo que esconderme de nada. Saldremos por el acceso principal.

Miré a Lluc, que buscaba en mis gestos mi opinión. Asentí con mi cabeza.

Fue un silencio cómplice entre todos nosotros.

Lluc tomó a Marina de la mano y llevó a la mujer para el vehículo mientras Cris la rodeaba por la cintura.

–¡Eh, Biel! –me gritó el bueno de Cesc, viendo que yo me iba tras mis hermanos– ¿podemos hablar... a solas?

Cesc tragó saliva, mirándome tímidamente.

Ahí fue cuando Marina, custodiada por mis hermanos, se giró hacia nosotros y, con Lluc y Cris por escoltas, nos clavaron una mirada picarona. ¡A saber lo que nos traeríamos entre manos Cesc y yo!

Cesc, alto como un gigante, me acarició por el codo y tomó mi brazo para llevarme a varios metros de la entrada al edificio.

–¿Qué ocurre, Cesc?

És l'hora dels adéus ...

Mi rostro mudó a un blanco estupefacción.

–¿¡Te vas!?

Cesc se mordió el labio, divertido.

–Ya te dije cuál era mi cometido aquí, Biel.

–¡Pero Cesc...! ¡Yo! ¡Yo...! ¡Nosotros...! ¡TE NECESITAMOS!

–Tú no me necesitas, Biel.

Tomó los guantes de la moto con que había subido hasta el penal y unió sus manos a la prenda de cuero, manoseándolos nerviosamente, sin mirarme a los ojos. Aunque lo notaba relajado. Más bien estaba tomando distancia conmigo.

–¡¡Cesc, mírame!!

Se mantenía cabizbajo.

–¡¡¡FRANCESC!!

Se burlaba de mí. Noté como apretaba los labios para no dejar escapar la risa. Al fin, alzó sus ojazos a mí.

–¿Qué?

–¡NO puedes irte!

–Salgo en dos horas desde el aeropuerto. Mi cometido ya está satisfecho. Ahora todo vuelve a estar en vuestras manos. Biel, mi vida ya no está aquí.

–Pero yo...

–Tú lo que tienes que hacer es arreglar las cosas con ese terco de Marcos Forné...

El que se mostró cabizbajo entonces fui yo. Su ausencia se me estaba haciendo agónica. Mi corazón daba más que perdido a Marcos.

–Biel... no sé si debería decírtelo pero...

Me asusté.

–¿Qué, Cesc...? Mira que esos ojitos tuyos de compasión me aterrorizan...

–El agente de Forné ha pagado la rescisión del contrato...

–¿¡QUÉ!?

–Se va del Galaxy.

–¡¡CESC!!

–Ya te dije que legalmente no podíamos hacer nada más... Encima me han llegado rumores de fichaje...

–¿¡QUÉ DEMONIOS!?

–El Dínamo de Kíev va tras él... y saben que lo hemos "soltado".

–¡Y el tipo en Qatar! ¡ES QUE! ¡Es que...! –apreté los dientes y gruñí– ¡Hay veces en que lo mataría!

–Lo siento mucho.

–¿Y precisamente ahora tienes que irte, Cesc...?

Quedé prendado de su mirada. Y él de la mía. Había una tenue energía que circulaba entre ambos, un afecto puro y tierno.

–¿Tengo que recordarte que me espera un florista treintañero en Buenos Aires?

Me arrancó una sonrisa.

–¿Aún piensas que puedes ir en serio con él?

Cesc se quedó plantado largos segundos, mirándome serenamente a los ojos.

–Tengo que intentarlo, ¿no? –y se encogió de hombros.

Se acercó a su moto, se puso los guantes y se enfundó el casco negro.

–Te quiero, Biel. Por eso... te deseo lo mejor. Es hora de que luches por lo que de verdad te importa.

–¿Cómo voy a hacerlo? –le dije, en la distancia–. ¿Si todo cuánto amo... se va?

Cesc abrió la visera del caso y me miró tiernamente:

–Ahora tienes a tu familia al completo junto a ti... Aprovecha ese regalo. Y no dejes de luchar.

Me guiñó el ojo, bajó su visera, encendió la moto y me saludó con gesto militar a la altura de su frente:

–A sus órdenes, Biel de Granados...

Y le dio gas, gas y gas... hasta salir corriendo del recinto carcelario...

¡Marcos fuera del país! ¡Fuera del Galaxy! ¡Menudo cubo de agua fría que me había caído!

Sacudí la cabeza y decidí no obsesionarme. En vano. Fui corriendo para el coche donde mi familia me esperaba. Marina era una mujer parcialmente libre. No sabíamos cómo ni en qué términos, pero el gigante Cesc Garbella, el hombre de las intrigas y las conspiraciones, de la lucha a muerte por los seres a los que amaba, había logrado convencer a la juez del caso, insólitamente, que Marina había actuado en "defensa propia" ante un desigual enfrentamiento entre Karl y ella, si bien el inspector Bruguera se empeñó en gritar, una y otra vez, que el asesinato se había producido en condiciones de extrema indefensión para Karl. Ahí las pruebas irrefutables de la muerte de mi padre, con autopsia forense clara, el rastro de irregularidades de Karl en 2004, en Londres y en Barcino, vídeos, grabaciones y fotos... acabaron por convencer a la juez que Karl era un criminal desalmado. La juez se sobrecogió al descubrir la verdad sobre la muerte de Edmond de Granados y de Sandra Smith y declaró que, por el bien colectivo, jamás debían hacerse públicas esas tumultuosas y tétricas circunstancias, también por nuestra privacidad. Alegando "defensa propia" y casi sacándose el oscuro caso de encima, la juez sentenció libertad condicional indefinida para Marina hasta próxima sentencia. No era una amenaza, ni había riesgo de fuga. Pero no podría salir del país. Nos daba igual... volvía a estar en casa. Y ese era nuestro mejor regalo. Nuestro mejor consuelo.


Detuvo su Ferrari negro a escasos metros de la verja que entraba a la casa de sus padres.

Aquel extraño día medio soleado medio nublado, un extraño día de junio, a pocos días de la festividad de San Juan, Marcos regresó al país. Había pasado casi tres semanas con Isabela y Gerard, su hermana y cuñado, y sus dulces sobrinos. Joana y Gerard, los pequeños de 10 y 12 años, ya eran una mujercita y un hombrecito preadolescentes que llenaban la cabeza de su tío Forné de mil y una preguntas. Y los niños, ya se sabe, no sólo lo preguntan todo sino que... se atreven a preguntar aquello que un adulto jamás preguntará. Pese al brutal baño de realismo, fueron unas semanas de reposo, mental y físico, de largas conversaciones con su hermana. De serios consejos y advertencias. Una apelación a la confianza.

Marcos permaneció dentro del coche... por lo menos diez minutos. Con sus dedos tensionados sobre el volante. Volver al país, volver a las mismas preocupaciones. Los mismos miedos. Había logrado mantener su secreto desde que el doctor Santos lo amenazara con avisar a sus jefes. La estancia familiar de Marcos en Qatar había sido curativa. Mas... ahora en su casa, volvía a sentir la misma aflicción.

Bajó del coche, cruzó la verja y se dirigió al interior de esa casa rural de los Forné-Estradella. En su Prunella natal. Entró por la puerta trasera de la cocina. Algo le detuvo. Un susurro interior en la cocina... Sus padres charlando relajadamente de algo divertido...

Los vio a través de la ventana, desde la era que daba acceso a la puerta de la cocina. Escuchó sus risas, sus complicidades de matrimonio tan bien avenido después de décadas de relación... Isabela y Marcos, sus dos hijos, eran el reflejo de las cosas bien hechas, pese a las dificultades inherentes a la vida conyugal.

Marcos nubló el pensamiento, con la vista clavada en la ventana y en esa estampa matrimonial. Le temblaron las piernas. Se llevó la mano a su pecho.

–¿Podré yo tener esto alguna vez? –se dijo en el silencio del jardín.

Bajó la vista... Esos padres eran el fiel reflejo de su lucha...

Y el pasado, ¿qué le enseñaba?

Junio de 2008... Tres años atrás

–Tómate estas hierbas, anda.

Joana, la madre de Marcos, cercana a los 60 años, lucía serena aquella mañana lluviosa de verano revoltoso. Plantó en la mesa la taza de infusión para su hijo Marcos, sentado en la vieja silla de mimbre, contemplando las gotas caer tras el cristal.

–Gracias, mamá.

–Hijo, no me extraña que estés tan alterado... ¡Menuda temporada has gastado este curso en el United!

–¿Me has podido seguir bien?

–Jajaja... ¿Qué si te he seguido? Hemos tenido a los vecinos cada semana en casa, a cada partido. Dicen que es tu mejor temporada en la Premier League.

–Qué exagerados...

–Estoy muy orgullosa de ti, Marcos –pasó sus manos dulces y arrugadas por el hombro de su muchacho.

En ese momento entró Roderic, el padre de Forné, con un saco lleno de hortalizas. Las últimas provisiones del huerto. Pese a que su hijo Marcos los había hecho millonarios, ese matrimonio seguía teniendo la vida tranquila y relajada de siempre.

–¡JOVEN! ¡Ya tardabas en pasarte por casa! Cada vez te cuesta más, ¿eh?

Roderic Forné, mayor que su mujer, con sus mejillas encendidas y los ojazos verdes característicos de los Forné, regañó a Marcos.

–Lo siento, papá... Ha sido un año duro e intenso. ¿O os creéis que el éxito puede cosecharse de otro modo? –sorbió la infusión que le había preparado su madre.

–Ya, ya... Pero es que, ¡menudo tío! Si no llegamos a visitarte por Navidad, no te vemos más el pelo desde el pasado verano. Y con Isabela en Qatar por el trabajo de tu cuñado... nuestros nietos allí –se abrazó a su mujer, de pie frente a la vieja mesa de madera donde Forné hincaba sus codos, cansado–, ¡tienes que entendernos, Marcos! Nos hacemos mayores y no nos gusta estar solos.

Marcos dejó la taza sobre la mesa:

–¿Pues por qué no os alquiláis una casita en Manchester? ¡Así estaríais cerca de vuestro hijo...! –dijo risueño.

–¿Irnos a Inglaterra? –Joana frunció el ceño–. ¡Marcos, qué idea! Nosotros tenemos nuestra vida aquí. ¡No, no..! ¡Eres tú quién tienes que venir a vernos más, pequeño canalla!

Marcos sonrió, con esa sonrisa que seducía a cualquiera, también a sus padres...

–De hecho... –mudó su rostro, y tosió, como atragantándose del último sorbo de la infusión

– me gustaría que vinierais para... conocer a alguien.

En ese momento, Marcos sintió como su corazón se le aceleraba, iba a atreverse a confesar algo importante... muy importante, esencial, decisivo y vital para él. Después de la muerte de Sandra, sus padres andaban preocupados ante la eterna soltería de su hijo pequeño.

Joana y Roderic se juntaron bien pegados el uno al otro, abrazados por la espalda, esperando una gran noticia.

–Estoy saliendo con alguien, hace ya un año casi...

–¡¡MARCOS!! –exclamó la madre.

–¿Por qué no nos has dicho nada, hombre...? –el padre fue más pragmático.

Marcos tenía su vista clavada en la rugosa superficie de madera de la mesa de cocina. Lo que iba a decir... ¡ah, lo que iba a decir era demasiado fuerte para ser oído por esos dos prejubilados!

–Papá, mamá... Yo...

Un silencio denso. Espeso. Algo inaguantable para su corazón desbocado. Estaba muy nervioso.

–Hijo, por favor, ¿qué ocurre?

La madre mudó su rostro a la preocupación.

–Imaginaos por un momento –Marcos alzó la vista– que descubrís en vuestra vida algo que cambia por completo la dimensión personal de vosotros mismos. Que cambia lo que sois. Y cómo sois. Algo que lo dice todo de vuestra forma de amar, de querer, de desear...

–¡Niño, muy filósofo te pones! –saltó el padre–. Habla claro, por favor.

Las sombras reseguían el rostro de Marcos, hasta hacía unos minutos risueño. Aquello era una bomba. ¡Salir del armario para sus padres, a sus 28 años, casi 29! ¡Era demasiado fuerte! Se avergonzaba de no haberlo contado en su momento, cuatro años atrás, cuando conoció al pequeño de los Granados, pero... ¡la muerte de Sandra! Aquello había sido un muro inexpugnable.

–Yo...

–Marcos, ¿qué ocurre? –la madre recogió sus manos en su regazo, angustiada.

–Me apena deciros esto tan tarde, pero si no lo hago, voy a reventar.

–Marcos...

–Estoy saliendo con un chico.

Joana se llevó sus manos a su boca, ahogando un grito repentino. Roderic palideció, más blanco que la nieve.

–Su nombre es Hernán. Es algo más joven que yo. No mucho más, tiene un par de años menos. Nos queremos... Vamos en serio con esto y, ya sé que jamás vine aquí un día y os dije "papá, mamá... soy gay", sé que no lo hice. Pero no puedo ocultaros por más tiempo la verdad que siempre he escondido.

Los padres no podían reaccionar. No daban crédito a lo que oían. Marcos quedó clavado, con sus codos hincados en la rugosa mesa, en la silla.

–Por favor, no os quedéis callados. ¡Por favor! –suplicó, angustiado, con un hilo de voz–. Decidme algo... lo que sea.

Roderic bajó la vista, con los ojos llenos de lágrimas, pero sin romper a llorar, conteniendo su orgullo y hombría.

–Hijo... –tragó saliva–, ¿qué voy a decirte...? Yo... ehm... ¿desde cuando sales con... con... con hombres?

Aunque la pregunta era atrevida, Marcos la agradeció. Le permitía explicarse un poco más.

–Conocí a un chico... muy especial, hace cuatro años... No funcionó pero fue... ¡En fin! Fue después de romper con Sandra, os lo juro.

El nombre de su novia de toda la vida se manifestó como un crudo fantasma en la silenciosa cocina de la granja de los Forné. Todo tomaba un color gris... Joana casi no pudo escuchar el nombre de su exnuera.

–Siempre diré, os lo prometo, que Sandra fue una de las personas más importantes de mi vida. Una mujer increíble. Que, creedme, la amé a mi manera. Pero, comenzamos a salir tan jóvenes... Apenas teníamos 16 años... Yo era un completo desconocido para mí mismo –se señaló posando su mano en su pecho

–. He necesitado muchos años para integrarlo como algo natural y poder dar el paso que estoy dando hoy con vosotros, las personas que más quiero y que me trajisteis al mundo.

Silencio mortificador.

–¡Por favor, no os quedéis callados! –dijo al borde de la ansiedad–. Por lo que más queráis...

–Yo... –habló por fin la madre–. Yo... tengo cosas que hacer...

Se separó de su marido, se quitó el delantal y salió de la cocina. Roderic se quedó reclinado en la encimera, incapaz de mirar a su hijo. Marcos clavó un puñetazo en la mesa y salió corriendo tras su madre.

La encontró en el lavadero, tendiendo la ropa a resguardo, en el cobertizo, a la espera de más caprichosas y estivales gotas de lluvia.

–¡¡Mamá!!

La mujer maniobraba con el tendedero, de espaldas a Marcos.

–¡Mírame, por favor!

Cogía las pinzas y las ordenaba, tomaba una prenda de ropa y la tendía...

–¡¡MÍRAME!!

–Hijo, por favor... No me agobies... No puedo decirte nada. ¡No puedo...!

–Soy tu hijo...

–... ¡y por eso te quiero! –soltó–. Pero tengo que integrar todo... todo esto en mi cabeza, ¡por favor!.

Volvieron a quedar callados los dos. Marcos miraba con pesar como su madre tendía la ropa.

–Mamá... no puedo vivir una vida que no sea real y sincera con mis deseos, con mis sentimientos. ¿Tú... tú podrías?

A Joana le temblaba el labio, como aguantándose el llanto, luchando por mostrarse férrea ante el hijo.

–¿Tú podrías vivir una mentira durante toda tu vida? ¿Habrías podido vivir tu vida sin papá? ¿Fingiendo ser feliz con alguien a quien no amabas? ¿Habrías podido...?

–Marcos, por favor, no sigas...

–¿Habrías aceptado que te tomaran por la persona que no eres? ¿Habrías podido mirar a la cara a tus hijos, de tenerlos con el hombre equivocado? ¿Les habrías dicho que jamás amaste a su padre? ¡Responde!

La súplica era insufrible.

–Yo no... no puedo decir nada, Marcos...

–Porque yo soy incapaz, mamá, incapaz de seguir viviendo en el armario. Porque me moriré si no puedo amar, besar, acariciar... en libertad. Y he cometido muchos errores. ¡Cometo muchos errores! Pero no quiero errar en algo tan auténtico y verdadero como la propia condición personal. Yo soy este hombre que tienes aquí. Y te quiero, mamá. Y quiero a papá. Y mi camino no será seguro si no estáis ahí... conmigo.

Joana se detuvo en seco. Se le cayeron las pinzas al suelo. Se abrazó, en un golpe de frío, sobre sus propios brazos, sin poder mirar a su hijo a la cara. Y tras un silencio torturador, se echó a llorar, a llorar desconsoladamente...

Marcos no dudó ni un segundo en abrazarla, temiendo su rechazo, que no fue tal. Joana era una mujer bajita, quedó envuelta del brazo, del poderoso cuerpo viril de su hijo pequeño, que la aprisionaba contra su pecho, abrazándola.

–Ya está, mamá. ¡Ya está!

Estuvieron así largos minutos... Ese fue el comienzo de una nueva vida para Marcos. Después de años de compartir con su hermana Isabela, en secreto, la poderosa verdad que se escondía tras el papel de gran futbolista de su generación, tras el Marcos de carne y huesos, entonces que vivía una relación fuerte, firme y comprometida con alguien... no podría soportar por más tiempo esconder su verdad...

Junio de 2011, vuelta al presente narrativo

–¡¡MARCOS!! –gritó su madre desde el otro lado de la ventana. No lo había advertido hasta ese momento.

El grito sacó los recuerdos de la cabeza de Marcos, que se había quedado quieto como un pasmarote largos minutos, evocando el pasado, evocando el momento, tres años atrás, en que confesó su homosexualidad a sus padres, desde una gran normalidad: el hecho de la pareja.

Joana y Roderic salieron a recibir a su hijo, después de tenerlo unas semanas en el extranjero.

–¡¡Por fin en casa, tío!! –exclamó Roderic, simpático–, ¿Qué? ¿Has dejado a Isabela en buenas condiciones? ¡Menudo sofocón deben tener allí en Doha...! ¿Cómo están mis nietos? ¡Cuéntalo todo!

Entraron los tres en casa... aquella vieja casa de campo, medio granja, medio almacén hortícola, el refugio de infancia de Marcos Forné. Había sido capaz tres años atrás de contar el gran secreto de su condición vital. Mas... ¿sería capaz de hablar de aquel secreto que parecía consumir su vida? El golpe era demasiado duro.

A veces, lo que gobierna a los hombres es el miedo a la verdad.


La salida de prisión dejó una Marina serena pero angustiada. Lluc, firme como futuro papá, creyó que había que aislar a Marina por un tiempo, de la presión de los paparazzis y toda la porquería que rodeaba la caza del buitre entorno a nuestro escándalo. Decidimos irnos todos para la masía de los Granados en Santseny, la casa natal de la familia a dos horas de Barcino, en la sierra. Una montaña casi alpina y llena de una gran fuerza interior. Fue todo increíble, porque Mercedes, la abuela, se adelantó a nosotros y se llevó al servicio de la casa en la ciudad y la Casa Granados en el extrarradio... al completo, preparando la vieja casa rural para nuestra llegada, y adecuándolo todo. Lluc no quiso decirme, de camino, en qué se concretaría la marcha de Cesc a nivel institucional. ¿Quién pilotaría ahora el mando del Olympic Galaxy?

Sea como fuere, en la víspera ¡de la víspera! de San Juan, el patrono del club, entrábamos en el impresionante páramo natural -a dos horas de la capital- donde esa vieja casa familiar dominaba todo el horizonte. Como ya expliqué en su momento, la Masía

Granados era una preciosa casa del siglo XVI restaurada por varias generaciones de mi familia. La familia, de unos años para acá, apenas ponía sus pies en ella. Como mi abuela paterna, doña Mercedes, durante años bien afincada en Lausana, y nosotros en Barcino, todos habíamos derivado excesivamente en el elitismo urbanita de los grandes empresarios del país, dejando un poco de lado nuestro pasado de grandes hacendados del campo, conocedores de la tierra y sus sudores bajo el sol.

–¡¡¡Mi querida Marina!!!

Aún recuerdo la imagen de mi abuela, enfundada en un traje morado, en la arcada de entrada a la finca, abriendo sus brazos para recibir a Marina. Años atrás doña Mercedes no habría dudado en vilipendiar a su nuera, tachándola de posmoderna, arribista, cazafortunas y como mínimo progresista. Ahora estaba dispuesta a comérsela de afecto y comprensión.

Suegra y nuera se abrazaron largamente. Por parte de mi abuela puedo confesar que me pareció completamente sincero. La mujer había sufrido, a su manera (fría y distante), el cautiverio de Marina.

–¡¡No volveremos a hablar de esto nunca jamás!! –sentenció la abuela, creyendo tener el remedio psicológico a todo ese trauma.

Sin embargo, Marina no estaba nada trastornada. Al contrario, toda ella era paz y serenidad.


El muchacho se aposentó frente al piano. Retiró con esfuerzo la banqueta de piel y se colocó él con su silla. Abrió la tapa negra de ese impresionante pianoforte de cola, todo él de un negro intenso y brillante, y tocó algunas teclas, marcándose un discreto acorde. ¡El piano de papá! Llevaba décadas en la casa de campo familiar, bien conservado (¡y milagrosamente afinado!) en un salón de aire neocolonial perfectamente decorado con sus paredes limpias y blancas.

–¿Sabes una cosa? –me entrometí en la soledad de mi hermano Lluc, frente al piano.

El chico se asustó, pero recobró la confianza nada más verme, apoyado en el arco de la puerta de madera blanca, con los brazos cruzados.

–¡Biel!

Me seducía dulcemente su sonrisa blanca y perfecta.

–Disculpa mi intromisión. Se te veía en un momento íntimo y perfecto –le dije; Lluc cerró la tapa–. ¡No, por favor, ábrela! Me gusta escucharte...

Lluc clavó sus ojos azules, más claros que nunca con el sol entrando por el ventanal, en el teclado del piano. Hasta los 17 años había tocado con amor ese instrumento, tres veces por semana con la maestra Sofía, vieja amiga de la familia. Pero Lluc, el año que cumplió 17, lo recuerdo bien... pegó un cambiazo increíble. Rebelde, revoltoso, desafiante, temerario e impertinente. Fueron, desde entonces y hasta siete años atrás, los peores años de nuestra relación. El Lluc machito triunfador entre tías que me echaba en cara mi "amariconamiento". Agua pasada para mí. El Lluc que dejó de tocar el piano tantos años atrás, el que cambió la partitura por la cerveza, los ferraris y las tías en bikini a bordo de un yate, era el Lluc que había enterrado su inocencia. Sin embargo, ahora tenía frente a mí al Lluc de 33 años a dos meses de ser padre, unido a la mejor esposa que podía tener.

–¿Qué ibas a decirme, Biel...? –susurró, volviendo a hundir sus largos dedos en las teclas blancas del piano.

–Iba a decirte que los muros de esta casa me consuelan tanto como me desalientan...

–¿Y eso por qué?

–Aquí fue... aquí fue la última vez que Marcos y yo... hicimos el amor. [LO RECUERDAN? Capítulo IX de "Simplemente Biel": http://www.todorelatos.com/relato/89107/ ]

En el pasado, afirmar eso, confesarlo, me habría hecho sonrojarme. Ahora hablaba desde el corazón y sin complejos. Lluc había dejado el teclado y clavaba su mirada en mí.

–Lo siento, Biel.

Fruncí el ceño, despreocupado, me pegué un empujón y abandoné el marco de la puerta, tomando la banqueta del piano y situándome al lado de la silla de Lluc.

–No lo hagas. No lo sientas, Lluc.

Pegué mi brazo a su brazo.

–Estaré bien. Pase lo que pase. Hemos estado a punto de perder a nuestra madre, pues Marina ha sido para nosotros como una madre. Estas son las cosas que le hacen a uno darse cuenta de cómo la vida te regala brechas de liberación.

Guardamos silencio largamente, mirándonos a los ojos. Sonreí divertido de ver ese flequillo rubio revuelto en la frente de Lluc:

–¡Va! ¿Qué canción estabas a punto de tocar?

–Ninguna... –se sonrojó Lluc.

–¡Vamos, Lluc! Esos acordes eran muy precisos...

–Que no, que era un dedo aquí y allí –tocó alternadamente unas notas.

–¡¡Lluc!!

–Está bien... ¡vale, me has pillado! Estaba con L'Amant de nit .

Me eché a reír. La maestra Sofía, que daba clases de piano a Lluc y de guitarra a mí, había compuesto una base musical para que tocáramos juntos. Yo le supliqué a la instructora que me dejara escribir la letra de la canción. Me vengué de mi hermano glosando -con todos los eufemismos y disimulos posibles- una historia de amor y desamor entre dos amantes... que para mí eran hombres y que Lluc siempre pensó, hasta tiempo más tarde, que era lo que por entonces él consideraba "el amor normal", entre un hombre y una mujer. ¡Visos de homofobia!

–¿Te acuerdas de la letra? –le pregunté, risueño.

–Ayúdame... –me acechó con sus ojazos.

–¡Venga!

Una nota, y otra, y otra... ¡y la melodía!

–¿Cuándo volverás, amor? –empecé a tararear.

–¿Cuándo me olvidarás, temor? –respondió, casi rockero, Lluc.

–Estuviste perfecto anoche.

–Pero ahora tienes que irte.

–¡Fuimos dos cuerpos perfectos!

–Bañados de vino y adrenalina.

–Oh, sí, vino y adrenalina...

–Tu fuego apagó mi líquido... –el verso sonrojó a Lluc.

–Y tu agua inundó mi ser...

–Por favor, quédate esta próxima noche...

–...podría ser tu hombre perfecto...

Estuvimos cinco minutos estrofa arriba, estrofa a bajo. Lluc exprimía al máximo los acordes del piano. Fundidos en una balada-pop dulcemente romanticona... tal y como a mí me gustaba evocar las historias de romance en mi adolescencia.

–Podemos hacerlo de nuevo.

–Hay que disfrutarlo mientas podamos.

–Llámame cuando te sientas solo...

Nos echamos a reír.

–¡Cómo me engañabas, maricón! –gruñó Lluc recordando nuestra niñez y adolescencia–, tú tan jovencito, ¿qué tenías? ¿12 años? ¡Y creando semejante letra!

Me acarició el flequillo, revolviéndomelo, haciéndome enfadar alegremente.

–¡Mis dos intérpretes favoritos...!

Marina cruzó el arco de la puerta, vestida con tejanos y camisa roja. Volvía a ser, muy poco a poco, la Marina de antes.

Se acercó al piano y posó sus manos en nuestros hombros...

–Ey, Marina... Estábamos recordando viejos tiempos...

–Ya lo veo, Biel. Si hasta os atrevéis a cantar juntos esa canción que Lluc odió cuando descubrió los profundos impulsos de su autor...

Lluc bajó la cabeza, risueño pero sonrojado.

–Venga chicos, está cayendo la tarde... Venid al cenador de afuera en el jardín, ¡tenemos algo que decir!

Llenos de misterio, seguimos a una Marina de paso firme y elegante hasta la pérgola de la era contigua al salón...


"–¿Lo amas?"

Marcos, reclinado en el asiento-columpio del patio trasero de la casa familiar, sintió en su cabeza una vieja conversación con Sandra, en el paseo marítimo de Barcino. El día, siete años atrás, en que reveló toda la verdad sobre su homosexualidad a la chica que había querido durante ocho años.

"–¿Lo amas, Marcos?"

Marcos se sacudió la cabeza, queriendo apartar de sus pensamientos ese lúgubre recuerdo.

"–No tengas miedo de hablar de esto conmigo, Marcos".

Marcos se dio un golpe en la cabeza con la palma de su mano:

–¡Quítate de mi cabeza, mujer! –dijo para sí mismo.

"–Marcos... no me debes nada y tú no eres de mi propiedad. No pertenecemos a las personas para siempre."

–¡¡BASTA!!

–¿Con quién hablas?

La voz de Joana, su madre, heló de un escalofrío su espalda. Se giró, y allí vio plantada a una madre preocupada por su hijo de 32 años...

Joana, con su delantal viejo, se hizo un hueco a un lado de su hijo, en el columpio.

–Acabo de hablar con tu hermana Isabela –recitó parsimoniosamente con sus labios.

–¿Ah, sí?

Marcos era incapaz de mirar a los ojos de su madre, perdido en lo espeso del bosque cercano.

–Me lo ha contado todo.

Marcos mudó el rostro a la estupefacción. Al fin se giró a la madre:

–¿Qué te ha contado?

La madre guardó silencio.

–¿¡Qué te ha contado, mamá!?

–Todo.

Marcos sintió la necesidad de echarse hacia adelante, clavando sus codos en sus piernas y dejando caer su cabeza sobre sus manos, sentado en aquel viejo columpio oxidado.

–Mamá, yo...

–Soy tu madre, Marcos. Te parí. Te traje a este mundo. Todo lo que pueda pasarte es como si me arrancaran un miembro de mi cuerpo, ¿entiendes?

–Mamá, es que no... no puedo...

–Tienes que dejar el fútbol. ¡Tienes que dejarlo! ¡Por tu bien! –dijo la mujer con un brillo en los ojos, humedecidos.

–No es tan fácil...

–¡Se acabó, Marcos! No vamos a perderte. Se acabó.

Fue una sentencia inapelable para Marcos. Joana pasó su brazo por la espalda de su hijo y acarició su cabello castaño claro por el cogote.

–Mi pequeño... sí, pues sigues siendo mi pequeño Marcos...

–Mamá, ¡si supieras la mierda que siento que soy!

–No digas eso.

–Eso es lo que siento. Un miserable despojo.

–Eres el ser más valiente y extraordinario que he conocido jamás. Estoy tan orgullosa de que seas mi hijo que... que no puedo aceptar... no puedo escucharte diciendo eso.

Cabizbajo, Marcos tomó la mano de su madre y la besó por su palma:

–Ya he rescindido mi contrato con el Galaxy –dijo al fin, el futbolista.

–Pues no quiero oír ni por un momento que te estás planteando irte a otro club. ¡Se acabó, Marcos!

–Mamá... ¿qué voy a hacer?

–Vive tu vida, por fin, como mereces. ¡Siendo feliz!

–A veces pienso que soy incapaz de eso. Que estoy condenado a la infelicidad.

–Como vuelvas a decir eso te pego un tortazo, hijo. ¡Sólo tienes 32 años!

Se balanceaban tenuemente en aquel alargado columpio con la pintura blanca cayéndole a trozos. Los pinos cercanos desprendían una fragancia fuerte y agradable a esa hora del atardecer. Marcos hubiera deseado detener en ese preciso instante el curso del tiempo, y quedarse para siempre abrazado a su madre en el viejo columpio de Prunella donde tantas gloriosas tardes habían vivido él y su hermana de niños.

–He pensado en marcharme, mamá. Tengo un amigo en Nueva York que me ofrece sitio en su loft... y me ha contactado una fundación americana de exdeportistas de élite con una obra social francamente muy interesante.

–¿Tan lejos quieres irte? –preguntó Joana, maternal.

–Lo que sea necesario, mamá, para ahogar esta pena que llevo dentro.

–¿Y...? ¿Y tu corazón?

Marcos se apartó de los brazos de su madre.

–¿¡Qué quieres decir!?

Miró a la madre con los ojos como platos.

–Hijo... ¡ya te he dicho que tu hermana me lo ha contado todo!

–Pero... ¿todo... todo?

–¡TODO!

–Luego... ¿tú...? ¡Mamá, por Dios! No te andes con rodeos...

La madre se puso firme, como una sargento de ejército:

–Hijo, ya sé todo lo que te ha unido a Biel de Granados. Lo sé todo.

–¡MAMÁ!

–¿Qué? No vas a hacerme callar. Me parece una absoluta locura, una ida de olla supina, dejarlo correr todo ahora... ahora... ¡demonios! Tan al alcance como lo tienes...

–¡Al alcance! ¿Al alcance dices? ¡No tienes ni idea de lo que dices! Soy un maldito futbolista obligado a retirarse por una tara del corazón. Un enfermo crónico. ¿Qué puedo ofrecerle? ¡Por favor, mamá!

–No hables así nunca más, ¿me oyes? Eres joven. Eres fuerte. Eres valiente. Opino lo que tu hermana... Esta vida es demasiado corta como para renunciar a aquellas personas que nos curan más que la propia medicina...

–¡Mamá, calla!

–Sigue ciego a la realidad si quieres, ¡pero ese chico va a ser tu única medicina! ¡ENTIENDE! ¡Tu única medicina!

Marcos se alzó bruscamente del columpio y avanzó varios metros hacia adelante, llevándose las manos a la cabeza.

–Está decidido... me voy, ¿me oyes, mamá? ¡Me voy!

El tipo, con sus vaqueros rotos y su sudadera blanca, se dirigió hacia el bosque de pinos, furioso, golpeando el suelo en vez de pisándolo como un pacífico caminante...

–¡¡¡Enciérrate en ti mismo si es lo que deseas!!! –le gritó la madre, sargentorra, desde el patio que daba al bosque–, ¡¡¡Pero la distancia no disimulará una realidad que hasta las piedras gritan!!!

Marcos desapareció en el bosque, en su enésimo enfado de tozudez y cabezonería.


–¡Ya vienen! –exclamó Cristina recostada en un asiento de mimbre lleno de cojines, bajo la preciosa pérgola de madera del cenador del jardín.

Alrededor de una mesita de aperitivo, en sendos sofás de mimbre, descansaban al aroma y calor del atardecer veraniego, Mercedes, Cristina, Laura y su barriga. Marina reapareció con sus dos hijastros más valientes y bravos. Largas y viejas riñas cicatrizadas en una alianza indestructuble. ¡Biel y Lluc!

La mayor de los Granados, la radiante Cristina de cabello castaño rubiáceo, sacudió su melena y descorchó el vino.

–¡Es hora de celebrar Sant Joan!

–¡Ah, Sant Joan! –suspiró la abuela Mercedes, sentada señorialmente en su butaca de mimbre mientras se abanicaba diligentemente– Aún recuerdo las verbenas en que vuestro abuelo me sacaba desnuda por la playa de Sant Joanet a zambullirnos al agua.

Lluc clavó sus ojos como platos en la anciana:

–¿¡Desnuda!? ¡¡ABUELA!! –gritó el mediano de los Granados.

–Es que ahí donde la veis la abuela fue una mujer moderna en su tiempo –respondió, mordaz, la mayor, mi querida hermana Cris.

–Venga, sentaos todos –ordenó una Marina de voz y fuerzas recuperadas.

Mi madrastra se sentó en el gran sillón de mimbre, entre Laura y yo mismo. A la derecha de mi cuñada, Lluc colocó su silla y tomó la mano de su esposa, apretándola con fuerza.

–Quiero hacer un brindis, ahora que estamos todos... –Marina hizo de maestra de ceremonias.

–Grandísima ocasión –sentenció Cris, recogiendo su cabello por detrás de su oreja.

–Estos cuatro meses he tenido tiempo para pensar, para pensar mucho...

Guardó unos segundos de silencio, conteniendo la emoción. Cerró los ojos y apartó los malos recuerdos de su mente, dándonos a relucir su mejor cara, sus ojos oscuros y vivaces, sus labios pintados de rojo, su piel firme y suave, su melena negra de mujer fatalmente fuerte.

–Han sido meses con tiempo para todo... –siguió.

–Hasta has podido acabar las obras completas de Camilo Andrés que fui llevándote al locutorio –sonrió Lluc.

–Especialmente eso... –devolvió Marina con su sonrisa blanca y pefecta–, y que el gran rival editorial de Camilo, mi apreciado Hernán Alonso, me perdone... Pero me he vuelto completamente adicta a esos libros...

Yo bajé la mirada. Oír hablar de Hernán... uf, sin ser culpa del pobre muchacho vasco, a mí se me revolvía algo por dentro. La boda, el golpe de la detención de Marina, yo vagando por la sierra septentrional en Prunella... ¡qué días más convulsos!

–Así que...

–Me parece que ha llegado el momento de derramar el vino –sugirió Cris, divertida–. Ayúdame, Laura.

Las dos chicas tomaron sendas botellas descorchadas y empezaron a derramar vino en nuestras copas...

Marina tomó la suya y la medio levantó:

–Después de esta mortal e increíble experiencia –siguió Marina, carraspeando un poco, ante los nervios del discurso– puedo decir esto: gracias a Edmond. Gracias a Edmond por todo lo que nos dio.

Nos miramos los unos a los otros. El veraniego olor de las rosas, la fragancia de los pinos vecinos, el aroma de la resina de los árboles... inundaba nuestra escena familiar de atardecer impetuoso en el jardín de la masía de los Granados...

–Mercedes... –Marina se dirigió a su suegra–, ¡hemos batallado tanto! ¡hemos luchado tanto la una contra la otra...!

La anciana miró a su nuera con ojos almendrados y condescendientes.

–... que nos hemos extenuado en la lucha. Gracias por ser como eres.

Fue la definitiva firma de paz.

–Cris...

Mi hermana, con un leve temblor de pulso, clavó con dulce temor sus ojazos típicamente Granados, claros y azulosos, en su madrastra:

–Eres tan fuerte, eres la mejor hija mayor que una pudiera tener. Sé que has sido siempre muy exigente, especialmente con los hombres. Pero intuyo... ¡Sí! Yo intuyo que a tus 35 años estás a punto, sí, a punto de caer mortalmente enamorada...

Nos echamos todos a reír. A Cris ya le iba tocando esa cita con el destino de mujeres y hombres...

–Y tú, Lluc... Sí, Lluc... Todos hemos sufrido, perdido y llorado tantas cosas... Hagas lo que hagas con la empresa familiar... nosotros estaremos ahí contigo. Pero piensa sólo en una cosa: eres lo que eres por lo luchador que fue tu padre, y por lo luchador que has sido tú... Afronta los retos que te depare la vida, esa vida que te ha regalado ese dulce ángel que te custodia y que trae en sus entrañas el fruto del amor...

A Lluc se le hizo uno nudo en la garganta. Apretó con fuerza la mano de Laura, su mujer. También ella estaba con la lágrima a punto de salir de sus ojos...

–Pero, Lluc... si en algún momento decides que ha llegado el momento de dejarlo ir, de dejar ir el Galaxy, de dejar ir todo lo que nos ha rodeado... Créeme, no veas la memoria de tu padre como un obstáculo. Él construyó todo cuanto tenemos para protegernos y, si eso ha de ser diferente... Edmond estará siempre con nosotros no por el gran empresario que fue sino... por el gran padre y el gran esposo que fue. Así que, no lo sé, a lo mejor es momento de decir adiós, de dejar que el Galaxy se vaya... pero... sea lo que sea, vuestro padre lo entenderá...

Estábamos todos con el corazón en un puño. Marina se había revelado como un oráculo brutalmente sincero y liberada de todo tipo de subterfugios y medias verdades. Era... ¡nuestra Marina más auténtica!

–Y... finalmente... Biel. Mi querido Biel... Tenías cuatro años cuando me hice cargo de ti y... eres el más inclasificable de los Granados, quizá por eso te propusiste desde niño derribar tantos muros como hicieran falta para ser tú mismo. Hijo... no des nada por perdido. Mientras hay vida (¡y... amor!), créeme, cree lo que te dice esta viuda que ya no puede volver atrás... si hay vida y amor... hay...

–Esperanza... –completó Mercedes, con la mano en el pecho, totalmente afectada por las palabras de Marina.

Miré a una y otra, patidifuso y aturdido. ¡Menudo baño de realismo!

–Así que, todos conmigo, alzad la copa. Este brindis no puede ser para nadie más que para Edmond. El padre, el marido... amante y amigo. Jamás te echaremos suficientemente de menos porque... aún sentimos que no te has ido –elevó su mirada al cielo, para volver a todos y cada uno de nosotros y transmitirnos la garra de su fiereza femenina en sus ojos–. ¡Por Edmond de Granados!

Y así brindamos todos con la copa en alto.

–¡¡POR EDMOND!!


24 de junio. Festividad de San Juan. Un Ferrari negro reposando frente a la masía de los Granados en Santseny. Yo volvía a concentrarme en podar unos bulbos en el bancal que quedaba a diez minutos cuesta arriba por la sierra, con mi pequeña cesta de artilugios de jardinería, mi secreta y eterna afición que me ayudaba a desconectar de todo. Volví de mi faena y sí... ¡un Ferrari negro plantado como una seta ahí enfrente! Me temblaron las piernas. ¿A caso no era el coche de Marcos...?

Me acerqué hasta los ventanales de la fachada sur, que daban al salón y... ¡DEMONIOS! Vi, tras la cortina, con las ventanas abiertas por el calor de junio, a Marcos hablando con Marina. El tipo se había acercado al lejano y remoto pueblo de origen de mi familia para saludar a Marina tras su liberación e interesarse por ella.

Yo no quería hablar con él. De ninguna manera. Sabía lo que tenía que decirme, en caso de encontrarme con él, y no se lo iba a poner fácil. No iba a aceptar que volviera a decirme que se iba y que se largaba de nuestras vidas. ¡NO!

Me dispuse a alejarme de la casa pero... ¡MIERDA!

Marcos se despidió de Marina y salió apresuradamente por el portón que daba a las jardineras y la vereda de setos. Fui corriendo para el cobertizo del jardinero, a esconderme. No quería verlo. No quería hablar con él. No quería que me dijese a la cara que se iba, que nos abandonaba, q

ue dejaba de formar parte de nuestras vidas. Tomé la cesta con los artilugios de la poda y me fui disparado por el camino del seto hacia la caseta. A esconderme. En vano. Me había visto.

–¡¡BIEL!! –gritó mi nombre, y me saludó desde la distancia con su mano– ¡Aquí!

Me había hecho el despistado, yendo para el cobertizo a refugiarme. Pero no podía hacer como si no lo hubiera visto, ahora que me había llamado por mi nombre. Así que di media vuelta y deshice el camino. A unos veinte metros di con él, frente a la casa.

–Qué bueno encontrarte, Biel –me dijo en la distancia.

Recorté los últimos metros que me separaban de él.

–Hola, Marcos...

Lo dije muy poco convencido... Vi su rostro serio. Muy serio.

–Mmm... pareces enfadado, Marcos. ¿Todo bien? ¿Estás enfadado conmigo? –había mudado a un rostro tan serio y circunspecto que pensé que iba a regañarme.

–¿Enfadado? ¡No, por Dios! Disculpa mi humor, ya sabes que es bien cambiante... –y me tendió su suave y fuerte mano para que se la estrechara. Las juntamos más de lo debido. El contacto piel con piel... era algo... especial.

–Espero que estés bien, Biel. El tiempo lo cura todo...

Fruncí el ceño con rostro de extrañeza total. ¿De qué me estaba hablando?

–Yo...

–No te preocupes, las cosas se pondrán en su lugar. Cesc...

¡AH, Cesc! De eso se trataba...

–¿Te refieres a la marcha de Garbella?

Asintió con un golpe de cabeza y los labios apretados, mirándome de refilón, tímido. Como sintiendo compasión por mi.

–Claro, ¿qué si no? Sé lo importante que él ha sido para ti. Cuánto lo has querido y apreciado. Y, en fin, nada más liberar a Marina... ha emprendido el vuelo y ha desaparecido sin más. ¡Muy precipitado me ha parecido todo!

–Ehm... Marcos, hay algo que tengo que aclararte...

Le tomé por el brazo, desnudo por su camiseta de manga corta, y me lo llevé al fondo del jardín, en un claro de césped donde de pequeño no había dejado de cazar todo tipo de insectos.

Fuimos los dos andando tranquilamente, a poca distancia el uno del otro, con el sol casi deslumbrándonos. Marcos me inspeccionaba cada movimiento. Cada palabra...

–Estás equivocado pensando que estoy afectado por la marcha de Cesc...

–Pero Biel...

–¡No, de verdad! –le hice callar; ahora hablaba YO– Honestamente... Siento y he sentido un gran afecto por Cesc. Ha sido y es muy importante en esta familia. Y... ehm... me arrepiento de algunas cosas que hice y dije –me llevé la mano a la frente, mareado de un golpe de calor y de lo que estaba contando.

Marcos me miraba atentamente, mientras paseábamos por el césped, cerca de los álamos. Cero sombra. El sol de mediodía caía a pleno rendimiento.

–Pero, Marcos... por favor, créeme cuando te digo que jamás he amado a Cesc y sólo me arrepiento de, hace años, haberle roto el corazón por mi  inconstancia, por no haber sabido respetar la amistad que siempre me ha unido a él. Y que siempre me unirá.

–Te confieso que no estaba muy seguro de cuáles eran tus sentimientos por él. Desde que volvió, he pensando un millón de veces en que tú y él... en fin.  Pero, por mucho o poco amor que hayas sentido por él, has de reconocer que no sería tan descabellado que vosotros dos estuvierais juntos... después de todo lo que ha pasado.

Rompí nuestro paseo coordinado y me avancé unos metros adelante, para no escucharlo, para darle la espalda.

Marcos se detuvo, fiscalizándome, quieto como un pasmarote, sin acabar de entender la gran verdad que se escondía tras nuestro desencuentro.

–Me arrepiento de mi conducta, Marcos –me giré hacia él y le dije a la cara–. Fui un completo adolescente y no supe reconocer qué quería yo, realmente... Fue como... como con Héctor...

Marcos se cruzó de manos, tras su espalda, y bajó la cabeza en señal de escucha sincera y atenta.

–El tiempo que estuvimos juntos fue como si realmente aquello pudiera funcionar. Pensé que tal vez la vida me había regalado la oportunidad... la felicidad de la pareja. Héctor fue muy bueno conmigo. Pero se fue. Me dejó libre.

Marcos asintió, apretando sus labios. Me derretía sólo con mirarlo, pacífico, veraniego, atractivo, fresco y sereno.

–Pero... he estado examinando mi corazón desde entonces y ahora puedo, verdaderamente, confesar esto: no amé a ninguno de esos hombres. Ni ellos ni yo hubiésemos sido felices juntos. Porque yo,  Marcos, yo siento, siento...

–Héctor y Cesc son hombres afortunados –sentenció Marcos, interrumpiéndome, desde cierto desconocimiento–. Grandes personas. Pero personas con gran capacidad de adaptar sus vidas a la horrible, que digo, ¡terrible! soledad de tanta y tanta gente como nosotros... La soledad del homosexual... Pero creo que ellos han ido logrando la manera de sobrevivir sin carencias, sin faltas, sin ausencias...

–Hablas como si los envidiaras.

–Porque los envidio, Biel. Envidio a ese tipo de hombres. Ellos han tomado sus decisiones. Han renunciado a cosas, proyectos, personas. Han seguido adelante, pero yo... ¡Ah, decidir! He de seguir y... ¿no quieres saber cuál es mi decisión? ¿No vas a preguntarme por ello?

¡NO! No quería que me dijera a la cara que se iba, que me dejaba. No podía soportarlo. No podría vivirlo. Me di la vuelta, dándole la espalda, enfadado y sordo a todo. Apretando los dientes. ¡Molesto!

–Sí... –dijo tras mi silencio que lo ignoraba–. Haces bien, sin duda, en no preguntar pero yo... tengo que decirte... Tengo que decírtelo.

–¡CALLA! –me giré bruscamente a él, enfadado– ¡Por favor, no digas nada! ¡No puedo escucharlo! ¡NO QUIERO!

Me llevé los dedos a los ojos, cerrándolos como queriendo ser ciego a todo lo que ocurría a mi alrededor.

–Haz el favor de tomarte un poco de tiempo en pensar lo que realmente vas a decir –le recriminé.

Marcos mudó su rostro a la tristeza. Y la incomprensión.

–Una vez dicho, no podrás volver atrás, Marcos. Y no quiero. ¡NO QUIERO! Es mejor que no digas nada.

Marcos recibió mis palabras con amargura, se le humedecieron los ojos.

–Está bien –respondió al fin, decepcionado–. Te obedeceré. No diré nada. Adiós, Biel.

Se dio media vuelta y deshizo el camino, caminando rápidamente sobre la hierba.

Cerré los ojos, no quería saber nada de su marcha, nada de sus renuncias, nada de su rendición. ¡Se había rendido! No podía soportarlo.

Pero... también pensé que había sido injusto con él. Que le debía dejar explicarse. Que tenía derecho a decirme por qué se iba.

Un impulso me forzó a girarme. A ir a buscarlo. Corriendo. Ya estaba camino de la vereda para dirigirse a su auto y salir de la finca.

–¡¡Marcos!! ¡¡Espera!!

No se detenía. Agilicé mi paso, para atraparlo.

–¡¡ESPERA!!

Se alejaba de mí.

–¡Por favor, para! ¡Para!

Le agarré del brazo y lo frené. Se giró hacia mí, sin mirarme a los ojos. Incapaz de cruzar su mirada con la mía.

–Lo siento, Marcos. Somos... como viejos amigos. He de aceptar todo cuánto me digas. No tenía ningún derecho a hacerte callar. Oiré todo cuánto tengas que decirme y te diré mi opinión... como... como amigo tuyo.

No era capaz de mirarme.

–¿Amigos? –respondió, cínico–. Yo, Biel... ¡Amigos... en fin...! –soltó decepcionado.

Se me escapaban las lágrimas. Estaba tan triste y abatido que ya no podía disimularlo.

Guardó un silencio largo e insoportable.

–Necesito que seas honesto conmigo, Biel.

Bajé la mirada, esperando las malas noticias.

–Así que dime...  ¿tengo alguna oportunidad contigo?

Se me cayó el mundo a los pies. Aquello era lo último que esperaba oír de sus labios. ¿¡Lo había oído bien!?

Lo miré a los ojos, y él me miró. Empezábamos a hablar el mismo lenguaje. Llevábamos, hasta entonces, toda una conversación en un diálogo de sordos y medias verdades.

–Te amo, Biel. No quiero que seas mi amigo. Quiero que seas mío. Y yo ser tuyo. Te amo. Siempre ha sido así. Y siempre será así.

Lo miraba y no lo creía. El llanto cedía al corazón latiendo a mil... de esperanza.

–No sé qué más puedo decirte, Biel... Yo no sé dar discursos, nunca se me ha dado bien, lo sabes. Pero tú sabes quien soy yo. Sabes lo que soy. Y cómo soy.

Asentí con la cabeza, emocionado, cargando mis ojos de llanto alegre.

–Hemos discutido... –siguió–. Hemos peleado... Hemos amado... Hemos vivido nuestras vidas por separado y ¿no crees que ha llegado ya el momento de vivirla juntos?

–¿Puede ser esto verdad? –me pregunté a mí mismo, en voz alta.

–De mí no tendrás nada más que la verdad.

Lo miré como un primerizo rendido a sus pies.

–Así que dime, Biel... qué piensas de semejante lío...

Me acerqué a él y puse mis manos en su cuello, rodeándole el rostro, y acercando el mío al suyo, cerré los ojos y me posé sobre su nariz, sobre su frente, sobre su mentón...

–Me doy cuenta... –respondí, al fin, junto a él–, me doy cuenta... que no sé qué pensar...

Reí y lloré a la vez. Marcos buscó mis labios, buscó mis labios... y me robó un beso. Y yo le robé un beso. Y no podía parar de besarlo. No podíamos parar de besarnos. No podíamos separarnos.


–¡OH, DÍOS MÍO!

Marina se había vuelto a poner con sus novelas favoritas, sentada en el sofá, cuando la voz grave y ronca de la anciana Mercedes le sobresaltó.

–¡¡¡DIOS MÍO!!!

El nuevo grito de la abuela la forzó a cerrar el libro en seco y plantó sus ojos asustados en Mercedes.

–¿¡Qué ocurre!? ¡Mercedes!

La anciana estaba apoyada en el ventanal del salón, con los ojos clavados en el lejano vacío exterior, como si hubiera visto pasar una manada de elefantes.

–¡¡Se están besando!!

–¿¡Quiénes!?

Marina se levantó de inmediato y corrió a hacerle compañía a Mercedes, en la repisa del ventanal.

–¿Quién demonios va a ser? ¡Nuestros jóvenes amantes! –sentenció la abuela con su lenguaje anticuado.

–¡No puede ser!

–Oye Marina, que una está vieja pero no chocha. Sé bien lo que veo. ¡Desde luego que lo sé!

Marina dirigió su mirada al fondo del jardín y... ¡vaya! ¡SÍ! Mercedes estaba en lo cierto.

Se le quebró la voz, tenía ganas de echarse a llorar de la alegría.

–¿Será verdad lo que ven mis ojos...?

–Los tuyos no sé, pero yo veo a dos tipos morreándose, ¡lo veo bien! –repitió la abuela.

–¡¡¡AAAAAAAAHHHHHHHHH!!!

Marina gritó de alegría, se giró a Mercedes y le plantó un abrazo de una fuerza que casi iba a deshacer a la anciana.

–¡Mujer! ¿¡Qué ocurre!? ¿¡A caso no era lo que esperábamos!? ¡¡¡YO llevo siete años batallando porque esto ocurra!!! Sé que... de algún modo u otro, esto también es un triunfo mío.

La abuela no perdía ocasión de colgarse medallas.

–¿De qué me hablas? –preguntó una Marina entusiasmada.

–Mujer... una no pone sus nobles posaderas en el gimnasio del Olympic Galaxy exigiendo al amante de su nieto que cumpla su deber con él... si no es porque, aunque con notable censura, cree que esta relación ha de acabar como Dios manda. [SIETE AÑOS ATRÁS, en el Capítulo XII: http://www.todorelatos.com/relato/97210 /]

Marina frunció el ceño y miró con extraño interés a esa vieja de 88 años que no dejaba de maniobrar con sus hilos.


Tras confesarnos nuestros respectivos sentimientos, que eran los mismos el uno para el otro, nos sentamos en la vieja banqueta de forja de hierro que custodiaba una de las veredas del jardín. Aquel era el mejor lugar de mi infancia, mis vacaciones en verano en el pueblo natal de mi familia. Un regreso a los orígenes de los Granados, en la campiña, antes de que fuéramos todo lo que habíamos llegado a ser. Y ahora… los Granados volvíamos a ser auténticamente Granados en Santseny. Y en esa vuelta a los orígenes… yo volvía a mis orígenes con Marcos, a nuestro punto de inicio. A la ilusión y autenticidad del principio.

Reclinado sobre su pecho, mientras Marcos jugueteaba con mi pelo, acariciándolo con sus dedos, escuché toda la increíble verdad que tenía que contarme:

–Me fui a casa de Isabela, me fui a Qatar para sacarte de mi cabeza, Biel. Y fue el peor sitio para irme si quería conseguir eso: sacarte de mi cabeza.

–¿Por qué? –le pregunté acariciando los dedos de su mano libre, sobre mi regazo.

–Porque estando con ella, con mis sobrinos... te tenía todo el día ahí, Biel, en mi cabeza. Preguntándome si algún día yo también podría tener una familia así. Y si sería contigo.

Sonreí. Notaba en mi oreja, sobre su pecho, el latido de su corazón.

–Tomé la decisión de dejar de luchar conmigo mismo. Se acabó. Dejo el fútbol. Sólo quiero estar contigo, Biel, y quien sabe, en el futuro, formar nuestra familia…

Me aparté de su pecho, sin dejar de coger nuestras manos, cómodamente, relajadamente en aquel banco, y lo miré sorprendido. No acababa de entenderlo.

–¿Vas a dejar el fútbol? ¿A tus 32? ¿Estás... estás seguro?

Marcos me retiró su mirada. Preocupado. Asustado, más bien. Me inquietó ese silencio.

–Marcos... ¿qué ocurre?

No respondía.

–¡Marcos, mírame a los ojos!

–Biel, yo... –se le hizo un nudo en la garganta, con la voz quebrada.

–Estoy aquí, Marcos. Soy Biel. Todo lo que tengas que decirme... tu vida y la mía van a ser ahora la misma.

Aquellos segundos de espera me parecieron un martirio. Pero mantuve mi mirada firme y penetrante en sus ojos verdes. Cedió.

–Biel... tengo un problema... Mi corazón...

–¿¡Sí...!?

–No podré volver a jugar nunca más porque tengo una tara...

Marcos me tomó mi mano dulcemente y la posó sobre su pecho. Volví a sentir ese latido que me hacía entrar un cosquilleo en mi estómago, emocionado y enamorado.

–Biel... tú tienes un corazón joven y vitalista, lleno de energía, que te va a llevar allá donde te propongas pero... el mío... Mi corazón ya lleva varios millones de latidos de más...

Me alarmé, aunque traté de mantener la calma para no asustarlo. ¿De qué me estaba hablando?

–¿Pero... cómo? ¿¡Qué es!?

–Los médicos lo llaman ralentización cardíaca prematura.

–Pero... ¿es peligroso? ¡Marcos! ¿¡Por qué no me dijiste nada!? ¡Marcos!

Me eché en sus brazos llorando. Me puse en el peor escenario.

–¡Eh, Biel! Tranquilo, Biel... –me acariciaba el cabello y el cuello–. Eh, estoy bien...

–¡¡¡NO PUEDO PERDERTE!!!

–No voy a irme... ¡BIEL!

Me aparté de él y lo miré, secándome el torrente de lágrimas:

–¿Me lo prometes? –balbucée.

–No te prometo vivir 100 años, pero estaré aquí contigo, ¿vale?

–¿Y qué hay que hacer? –estaba asustado.

–Llevar una vida lo más tranquila posible –dijo con sorna, se notaba que ya hacía semanas que lo había integrado–, no someterme a esfuerzos largos y continuados, controlar mi pulso y... ¡revisiones, chequeos, revisiones y más chequeos!

–¿Y si no colgaras las botas que te pasaría? –pregunté horrorizado, intuyendo la respuesta– ¿Tan grave es?

Marcos, acariciando mi cuello, asintió mudo, con la cabeza, nublando sus ojos.

–Pero... óyeme Biel

–me acarició el mentón, viendo como me inquietaba–, ¡está todo bajo control! ¡Vamos a superarlo! No me voy a ir, ¡no voy a irme! ¡Estoy aquí! ¡Contigo! Tranquilo. No voy a irme... No voy a dejarte solo...

–Es que...

Clavó sus ojazos verdes en mí y era una inyección de vida.

–... no podría soportar volver a perderte. No podría, Marcos...

Pasó sus dedos del cuello a mi mentón, lo acarició, resiguió con su pulgar mis labios e hizo un tímido y torpe amago de besarme. Y lo hizo.

–Contigo hasta el fin del mundo... te lo juro.

Fue su respuesta tras separar nuestros labios.


Mercedes y Marina invitaron a Marcos a quedarse a cenar aquella noche. Nosotros dos nos comportamos como completos extraños durante el convite, aunque creo que nuestras miradas nos delataban por completo. Las conversaciones en la mesa, se sucedían. Laura, Lluc, Cris, Marina, la abuela... un ir y venir de temas y discusiones. Pero yo era incapaz de quitarle el ojo a Marcos. Laura me lo hizo notar mientras se reía a carcajada limpia tras su servilleta. ¡Qué bobo era!

Aún recuerdo a la abuela, con gran solemnidad, haciendo sus arreglos:

–Querido Forné. Es más de medianoche y no me parece nada seguro conducir por estas carreteras de montaña con la oscuridad. Quédese a dormir en el cuarto de invitados.

Invitación aceptada. Aquella noche yo fui un completo inútil.  No fui capaz de dormir. Daba vueltas y más vueltas a mi cama. Pero tampoco fui capaz de salir de mi habitación e ir a la de Marcos. Imagino que él debió sentir lo mismo. No tuvimos intimidad desde nuestra conversación en el jardín, la tarde anterior.

Puse remedio a la mañana siguiente. Tomé dos maletas de montaña y las cargué de bebida y comida. Metí mi brújula y mis mapas. Tras el desayuno, invité a Marcos a dar una excursión conmigo. Mi alma de alpinista me pedía a gritos usar esa treta para regalarnos algo de intimidad. ¡Teníamos tantas cosas por decirnos!

–Va a llover –recuerdo que dijo mi abuela, otra vez apoltronada en la ventana.

–Imposible. ¡Es verano!

–Desconfía de las jornadas de verano. Sus tormentas son traicioneras.

–De todos modos no vamos muy lejos, abuela... sólo hasta la Cova del Dou.

A media mañana nos pusimos en marcha hacia la vieja y ancestral cueva del Dou, a unos 2.000 metros de altitud, un viejo refugio de pastores y ermitaños. El camino era lo suficientemente agradable como para no fatigarnos en exceso, y repetir una y otra vez cuantas cosas teníamos que decirnos. Fue en las largas tres horas de ascensión a la Cova del Dou en que Marcos pudo contarme todo, detalle por detalle, de sus últimos meses con Hernán, y también su viaje a casa de su hermana en Doha, en que Isabela le había convencido de amar o morir.

Como las abuelas siempre tienen razón las nubes que ya nos acompañaban desde la salida de la Masía Granados, se fueron arrejuntando más y más... hasta chispear unas gotas de agua. Ningún problema, porque aprovechamos para comernos nuestros bocadillos dentro del bosque. Seguimos la marcha. Cada vez llovía más. Acabamos empapados en menos que cantó un gallo. Pero ya quedaba poco para llegar a la Cova del Dou. Yo llevaba la delantera un par de metros por delante de Forné. Me giré y lo vi sereno, con las gotas recorriéndole todo el rostro, chorreando por su cabello húmedo y mojado. Estaba... ¡guau! guapísimo...

Por fin, a media tarde, llegamos con más tardanza de lo esperado (y debido a la lluvia de verano), a la cueva del Dou, con su caseta de refugio que amablemente abría su puerta a los caminantes extraviados.

Recuerdo la sensación miedosa de Marcos cruzando la puerta, con su respiración profunda. Recuerdo el temblor de mi cuerpo al deshacerme de la sudadera empapada que aprisionaba mi piel clara y blanquecina. Recuerdo al Marcos que no dejaba de clavar en mí sus ojazos verdes mientras se deshacía de su chubasquero improvisado con la malla de la mochila.

–¿Encendemos el fuego? –sugerí desviando mi atención de él. La lluvia había hecho bajar la temperatura un par de grados, y esa choza, encajonada en el muro natural de la montaña, transmitía un frío algo amenazante pese a lo veraniego de la temporada. ¡Alta montaña!

–Vale –asintió Marcos. Lo noté nervioso.

Se acercó a mí, junto a la chimenea, y me pasó unas ramas secas que había amontonadas en una alacena contigua al muro montañoso.

Con un mechero, prendí la llama de nuestro ardor.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al entrar en contacto con el fuego. Mi ropa mojada me aislaba del calor que iba inundando poco a poco la pequeña choza de pastores. Noté a Marcos titiritando junto a mí, a medio metro, agachado hacia la hoguera.

–¿Estás bien? –le pregunté.

Asintió, mudo, con la cabeza.

–Tienes frío –le dije, dulcemente– ¿tienes fiebre? –posé mi mano en su frente, apartando su flequillo suavemente húmedo.

–Estoy bien, Biel.

–Te noto tembloroso –palpé sus brazos mojados, recubiertos por una camiseta de media manga gris, sobre una camiseta blanca de algodón, de atractiva ropa interior.

Me quité mi ropa mojada y quedé de torso desnudo. Llevé mis manos al borde de su doble camiseta y fui a hacer lo mismo, ¡a desnudarlo!

–¿¡Qué haces!?

Marcos se alarmó.

Me retiré algo asustado:

–Ehm... te quito la ropa.

Marcos titiritaba aún más.

–No lo hagas. Estoy bien.

–¡Estás temblando!

–Pero estoy bien...

Y posó sus manos, en forma de cuenco, hacia la hoguera, que ya prendía con fulgor.

–No tengas miedo...

Coloqué mis dedos en su cuello, y él se estremeció... Tímido, fue incapaz de apartar sus ojos del fuego. Lo veía crepitar, abstraído.

–No lo tengo –dijo por fin, sin mirarme.

Acaricié su cuello, recogiendo las gotas que ya tímidamente caían de su cabello.

–Quiero que me hagas el amor.

Dije al fin, con ternura y sinceridad, sosegado y como el amante pausado que mira embobado a su amor y le pide que lo llene de él.

Marcos se estremeció, recogiéndose en sus propios brazos.

–Biel, yo...

–Marcos... hazme el amor...

–Sabes cuánto te quiero, cuánto te deseo...

–¿Tienes miedo? –le acaricié su cabello, su cuello, sus hombros...

Asintió mudo, y sin decir nada.

–Yo también lo tengo –dije, finalmente, resuelto, pero con la voz firme; estaba sereno y tranquilo– y... por eso te digo, que te amo, te deseo... y que quiero que me hagas tuyo para liberarme de ese temor.

Marcos tenía un nudo en la garganta. Deseaba tanto como yo entregarse el uno al otro, pero sentía que su aflicción era una barrera de acero en su mente. Debía, pues, demostrarle que no había nada peligroso en ello, y que era lo natural. Debíamos volver a conocer nuestros cuerpos...

Me puse de rodillas junto él, que permanecía sentado con las piernas cruzadas junto al fuego.

Lo miré con gran cariño y acaricié su flequillo, sus patillas... Pasé mi dedo índice por sus labios enrojecidos y carnosos... Él cerró los ojos, consumido por el deseo. Bajé mi mano a las coseduras de su camiseta y se la quité con lentitud, dejándose él hacer... al alzar sus brazos para facilitarme la operación. Luego, esa camiseta de ropa interior algodonada, de tirantes, que estaba toda empapada del agua de la lluvia... ¡fuera! Lo dejé de torso desnudo frente a mí. Lo hice arrodillar, finalmente, junto a mí y tomé sus manos fuertes, calientes y suaves y lo guié hasta mi pecho, donde las reposé, y él me acarició con delicadeza...

Entonces, me eché encima suyo y lo besé, solapando nuestros torsos desnudos y palpando cada músculo, cada línea, cada vello, cada poro de nuestra piel. Marcos respiraba entrecortadamente, besándome y lamiendo mi cuello, mi mandíbula, mordiéndome el labio, el lóbulo de la oreja... cuando yo bajaba hasta sus pezones y me los comía con delicadeza...

Lo escuchaba gemir como sin poder controlar sus instintos... como si estuviera redescubriendo su cuerpo y su sexualidad. Volvía a su boca, y me la comía con fruición, iba a su cuello, mientras Marcos absorbía cada poro de mi hombro, resollando toda mi piel, aspirando mi aroma de hombre...

Creo que, con el fuego de la hoguera tocándonos, mientras la tormenta se cerraba fuera de la choza, con los truenos resonando en la ventana, nuestra piel húmeda y mojada por la lluvia mudó a piel sudorosa de cuerpos que se queman de deseo.

Nos tumbamos sobre la vieja alfombra recolocada junto a la chimenea y frotamos nuestros paquetes durante largo tiempo, retozándonos el uno con el otro, besándonos y palpando cada centímetro de piel de nuestros torsos desnudos...

–Jamás creí que volvería a sentir esto, Biel...

Jadeó un Marcos con un fuerte pálpito, lleno de sudor, y recostado en mi regazo.

–Pues esto es lo que sentirás de ahora en adelante, porque voy a estar siempre aquí, contigo...

Apartó su rostro del mío, algo cohibido, y temeroso del frenesí que se le venía.

–No temas, Marcos... –le tomé por el cuello.

–Yo... soy un animal indefenso y...

–No tengas miedo, te lo ruego...

Nos frotábamos, nos acariciábamos, nos lamíamos, nos besábamos... Ardíamos en deseos de estar uno dentro del otro...

–...hazme el amor, Marcos...


Hicimos el amor. Una vez. Y otra. Y otra. Porque desde entonces, y pese a las dificultades de la vida de pareja, decidimos que no éramos nadie el uno sin el otro. Que el deseo que sentíamos el uno por el otro era la necesidad de compartir nuestro mismo destino...

Setiembre de 2012... Catorce meses más tarde.

–¡¡¡Ya van a salir!!!

Gerard, el sobrino mayor de Marcos, de 13 años, guapísimo reflejo de la varonil belleza de su tío, salió corriendo por la puerta del ayuntamiento de Prunella, el pueblo de los Forné. El muchachín, con chaqué y pajarita, empezó a repartir granos de arroz entre sus correligionarios.

–Jamás pensé que asistiría a una boda gay en mi propia familia

–murmuró la anciana Mercedes, cogida del brazo a Marina, despampanante con su traje granate de cola.

–Mujer, no te quejes, que eres una de las grandes artífices de que se haya celebrado.

–Si no me arrepiento... es sólo que... ¡demonios! ¡Son los nuevos tiempos! ¡Y ya os avanzo que voy a brindar por ellos en el banquete!

–Así se habla –rebló Laura, con el pequeño Edmond en sus brazos.

–¡¡Ven con papá, Edmond!! –exclamó Lluc, reclamando la atención de su hijo, ¡ya tenía un año!– ¿Vamos a bombardear al tío Biel con arroz, verdad que sí? ¡Puños cargados! ¡Apunten y disparen! Aprende de este pobre presidente del Galaxy como se tira un buen arroz en una buena boda...

El niño asintió entusiasmado, recogiendo su puñal de arroz de la manaza de su padre rubiales. ¡Menudo era Lluc con su pequeño!

–¡Chicas! Cuidado con Xavi, que va embalado con una tonelada de arroz, jajaja... –advirtió Lluc, señalando al otro lado del ancho arco del portal del ayuntamiento, donde un atractivo galán de cabello negro y ojos azules agarraba con una mano en la cintura a su chica, nuestra hermana Cristina, y con la otra guardaba medio arrozal por completo.

–¡¡YA SALEN!!

Y, efectivamente, tras entretenernos con la firma de los papeles ante al campechano alcalde de aquella villa rural, salimos ante nuestras familias, ante nuestros amigos. Nos bombardearon arroz a toneladas al grito de "Vivan los novios", una y otra vez.

Bajo esa tormenta nupcial, Marcos me agarró por la cintura, y buscó mis labios, sumergidos en el torrente de arroz:

–¡Ah, Biel Forné... ya eres mío!

–¿En serio, Marcos de Granados? –le mordí el labio en un beso amenazante.

–¿Creíste que algún día nos veríamos de este percal? –me susurró al oído, besuqueándome la mejilla.

–Sólo sé que... sí... –me aparté unos centímetros de él y lo miré tiernamente a sus ojos verdes, agarrándome a sus brazos–, no me importa lo rico o pobre que sea, lo fuerte o sanos que estemos, Marcos... Porque, sí... ahora sé que mi vida tiene sentido porque tú estás aquí.

Cuando echo la vista atrás, en el tiempo, y persigo en mis recuerdos las estelas oscuras y luminosas de su persona, de su carácter, de su rostro, de su cuerpo, de su habla, de sus palabras… cuando doy con él en medio de esa niebla espesa que es el pasado me embarga una abrigada sensación de consuelo y sosiego. Porque sus brazos me protegerían de por vida y los míos le salvarían de sus peligros y dificultades. Jamás olvidaré cómo ocurrió todo. A veces, os lo confieso, me despierto en medio de la noche, tras alguna pesadilla o recuerdo del pasado, y mi corazón se acelera porque piensa que todo lo bueno que al final me ha regalado la vida... lo he soñado. Entonces, me giro en mi lecho y lo veo dormir, junto a mí, con su leve ronquido y su profunda respiración. Él no lo sabe (y a lo mejor le ocurre lo mismo que a mí), pero... en ese interludio de la nocturnidad, me quedo mirándolo, viendo como duerme junto a mí. Tan frágil y tan fuerte a la vez. Lo miro y... me emociono. Porque soy suyo. Y él es mío. Y en este tenebroso mundo de dificultades ésa es la mejor fortuna que jamás tendré. Luchando por él, luchando por Marcos, me convertí en un hombre. El nuestro fue un dilema entre amar o morir. Y elegimos vivir amando.

Marcos & Biel

AMA O MUERE

FIN

Nota final del autor:

Cuando concebí escribir "Simplemente Biel" debía ser una historia de no más de tres o cuatro capítulos sobre un adolescente algo especial y solitario que descubría el verdadero amor. Pero, cuando yo mismo me adentré en el complejo mundo de Biel y de la familia Granados, sinceramente, quedé atrapado en su tremenda telaraña de relaciones, amores y conflictos. Me enamoré de las vidas de mis personajes. Y quise que la gente a la que le gustaba el relato se adentrara en ese complejo mundo y, al final, después de 22 capítulos y más de 46 horas de lectura, uno pudiera avanzar o retroceder en el tiempo y saber hasta el mínimo detalle quién era y qué pensaban Biel de Granados, Marcos Forné, Marina, Lluc, Héctor, Hernán... No sé si lo he conseguido o no, pero éste es el resultado. En mi mente SIEMPRE -SIEMPRE- Marcos y Biel acababan juntos (si bien muchos creyeron que no sería así y que había condenado a nuestra pareja favorita al eterno ostracismo...), y debía ser así porque "mientras hay vida y hay amor... hay esperanza" (Biel y Marina dixit). Disculpen no haber comentado en las últimas semanas. No quise condicionar la trama de los últimos capítulos y me ausenté a ese respecto. Os estoy muy agradecido por vuestra fidelidad y vuestras opiniones. En fin: ¡gracias a tod@s por haber llegado hasta el final!