Biel & Marcos (1) Extraños

Simplemente Biel: la secuela que estabáis esperando

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–Para… para, para… Biel… Detente.

–¿Qué ocurre…?

–Detente, por favor.

Su miembro me transmitía unos severos espasmos, podía notarlo en mi interior.

–Mmm… Vale…

Me perdí en su mirada y él se perdió en la mía. Desnudos el uno junto al otro. Cuerpo con cuerpo. Piel con piel. Sudor contra sudor. Me retiré del coito y me solapé a su tez, suave y fuerte, resistente y caliente a la vez, lo agarré por sus brazos, y lo miré. Tenía mi sexo sobre su sexo. Mi vientre contra su vientre. Enganchados como limas, dos cuerpos desnudos bañados en el sudor:

–¿Estás bien…?

–Sí… –tragó saliva, con la respiración entrecortada, estábamos en medio de una faena frenética, acaricié su cabello con dulzura, comprensivo y paternal hacia él–, es sólo… –me susurró nervioso– es que me venía… me venía, Biel… Ya no recordaba lo fuerte que era estar contigo… –y sonrió, nervioso.

Una eyaculación precoz era un miedo que su portentoso cuerpo no podía permitirse. Pero su mente… Habían pasado tantas cosas…

–No te preocupes… –le insistí, pasando mis dedos por su flequillo sudoroso, quitándole el sudor de la frente–. Te quiero. No te preocupes. ¡Te quiero…!

Con mi declaración y mi sonrisa le arranqué su sonrisa. Blanca y perfecta. Humilde. Sincera. Conquistadora. Seductora. Su boca, sus labios…

Posé mis labios sobre sus carnosos labios, los entreabrió e introduje mi lengua para juntarla con la suya.

–Te quiero… –pude susurrar entre nuestros leves jadeos.

Y venga lengüetazo…

–Te amo…

Y ahora una sorbida de saliva…

–Y te deseo...

Y un chupetón en toda la boca. Estábamos embadurnados cada uno del sudor del otro, y del nuestro propio.

–Prométeme una cosa, Biel.

Me acechó con su profunda mirada, hipnotizante y directa, un escalofrío recorrió mi cuerpo ardiente. Fuego y hielo.

–Dímelo.

–Prométeme que te quedarás siempre conmigo. Siempre a mi lado. Hasta el final.

Me miraba con unos ojos de corderito degollado... absolutamente irresistible. Entrecerraba sus párpados, en un gesto de nerviosismo y expectación. No lo mortifiqué con mi espera. Busqué su mano en mis nalgas, donde reposaban cómodamente, mientras esa mano maestra acariciaba el entorno de mi orto. La acompañé hasta mi rostro y empecé a besar las yemas de sus dedos, de una en una, lamiendo, chupando esos dedos mágicos, sin dejar de mirarlo a sus ojos profundos mientras los penetraba en mi boca, sin dejar de encender la llama de su deseo, que yo veía en sus ojos chispeantes y notaba bajo mis pelotas con su miembro en erección, otra vez:

–Nunca estarás solo. Nunca estaremos solos, mientras nos tengamos el uno al otro –le respondí.

Fuera de sí, me agarró por el cuello con su otra garra y me forzó a comerle la boca… una vez más.

–Jamás me cansaré de poseerte, Biel...

Cuando echo la vista atrás, en el tiempo, y persigo en mis recuerdos las estelas oscuras y luminosas de su persona, de su carácter, de su rostro, de su cuerpo, de su habla, de sus palabras… cuando doy con él en medio de esa niebla espesa que es el pasado me embarga una abrigada sensación de consuelo y sosiego. Porque sus brazos me protegerían (o debían hacerlo) de por vida y los míos salvarían sus peligros y dificultades. Jamás olvidaré cómo ocurrió todo. Pero mi lucha, en realidad, no había hecho nada más que empezar, en mi eterno reinventarme como hombre y como amante.


A mis veinticinco años acabados de cumplir yo, Biel de Granados, hijo del difunto Edmond de Granados, no era más que el inconstante e insubordinado hijo menor que había roto con la inocencia para entregarme por completo a un mundo de vanidades. Frivolidades que ya me seducían tanto como en otro tiempo me habían atraído las cosas serias, rectas y comprometidas. Mi familia apenas me reconocía.

Aquella mañana de primeros de diciembre salí a pasear descalzo por la paradisíaca playa de Guayambre, mi último refugio en mi inconstante juventud, siempre descubriendo nuevos paraísos a golpe de Visa y jet privado. Empezaba a estar cansado de tanta mediocridad. Puse mis pies desnudos sobre la arena de la playa. La noche no había enfriado sus granos blancos y diminutos. Y la ausencia casi total de gente, de esa gente chévere que durante el día desbordaba la playa, aquella gente a la que en el fondo aborrecía, me allanaban el camino, resiguiendo la solitaria rompida de las olas sobre la arena blanca… Me abracé a mí mismo, recogiéndome en mi cuerpo, palpando la fortaleza de mi torso… ¡Cómo había cambiado en siete años! Era un hombre nuevo, de incipientes pectorales, trabajados abdominales y entrenados brazos y muslos duros. De algún modo, había caído en la moda del culto al cuerpo. Algo que años atrás no me había importado en absoluto. Miré al horizonte y vi como salía el sol, tímidamente, hasta despuntar con sus rayos sobre el telón del cielo.

–¿Sigues pensando lo insoportable que es ver salir el mismo sol que ÉL ve salir cada día, Biel? –me susurró la voz del cuerpazo que me abrazaba por la espalda, juntando su paquete contra mi culo.

Me dejé abrazar y besuquear en el hombro, en el cuello, en mis mejillas. Sentí su respiración enganchada a mí.

–Héctor… cada vez madrugas más…

Me giré a él y vi como los tímidos rayos de sol brillaban en sus ojos y en su sonrisa:

–Cuando huyes de la cama y te escapas a esta playa me entra un miedo terrible, Biel. Creo que me he vuelto adicto a ti.

Su flequillo matutino, revolucionado y agitado, en ese cabello castaño suave y sedoso, me hacía gracia. Le acaricié el pelo:

–Tu cabello… me gusta… Bésame, tonto…

Puso sus manos en mi cuello y en mi mandíbula y me robó el enésimo beso de nuestras dos semanas de lujuria absoluta en aquella isla perdida del mar Caribe.

–Me tienes todo el día empalmado, cabrón –me susurró Héctor con un gruñido mientras notaba su polla erecta bajo sus pantalones aprisionando mi paquete.

–¡Jajaja! –reí yo–, eso es porque nunca tienes suficiente. Ven, demos un paseo.

Y le cogí la mano con fuerza, caminando los dos sobre la arena, agarrados el uno al otro. Héctor había sido como una bocanada de aire fresco para mí. Ese tiarrón de veinticuatro años de cuerpo alto (1,92 metros de estatura) y fibroso, con la proporción justa y necesaria de masa muscular, sin romper los esquemas de lo equilibrado, bello y atrayente, era aliento para mi terrible desidia.

–¿Sabes ya lo que vas a hacer? –me preguntó Héctor, apelando a mi futuro.

Mi silencio fue una negativa a su pregunta.

–¿Y tú, Héctor…? ¿No tienes a quién te espere…?

Puso cara de pillo travieso. Tenía un rostro de facciones algo aniñadas, como si tuviera diecisiete años, un semblante de potente niñato que contrastaba con la hombría con que manejaba su cuerpo, su voz y su porte varonil.

–Me he dado un tiempo para resituarme…

–¿Pero de qué demonios trabajas? –le pregunté lleno de curiosidad.

Se llevó la mano a la barbilla y se arrascó el mentón mirándome seductoramente y con una sonrisa traviesa.

–¡Maldito niño rico! –le grité yo, riendo–, ¿Tienes todo el tiempo del mundo, no…?

–Exactly… man. Todo el tiempo del mundo… contigo.

Me soltó la mano y volvió a abrazarme por la espalda, aprisionando mi cuerpo, y lamiéndome el cuello, subiendo hasta mi oreja, donde me mordisqueaba el lóbulo, que se enrojecía de la excitación y el estímulo de sus dientes y su lengua juguetona:

–Volvamos a la cama, apenas son las siete y media de la mañana… –me ordenó, excitado.

Yo le acariciaba el suave y discreto vello de su brazo:

–Héc…tor… –trataba de quitármelo de encima con cariño.

De repente, vibró mi iPhone en el bolsillo de mi largo bañador negro.

Héctor no dejaba de comerme la oreja, me llevé la pantalla del teléfono a la altura de mis ojos y maniobré, mientras mi chico ocasional cotilleaba detrás de mi oreja:

–¿Familia? –me susurró al oído.

–Es Lluc.

–Tu hermano.

Héctor, amante y confidente durante las dos semanas en que no habíamos dejado de follar y de hablar sobre la vida y nuestros sueños y deseos, se había aprendido completamente la lección de mi trastocada vida.

–Vuelve a insistirme para que vuelva a Barcino para Navidad.

–Deberías ir, Biel –me susurró, acariciándome con su fuerte mano mi vientre y dándome su excitante aliento sobre mi oreja y mi cuello.

–Llevo años sin pasar la Navidad en casa, Héctor. El año pasado completaba mi doctorado en Baltimore, el anterior las pasaba en Arabia… Siempre excusas…

–¿No crees que ya has huido bastante? Tu familia te quiere.

–Ya no aprueba mi estilo de vida.

–Vuelve a esa vida –Héctor respondía y me hacía temblar con las caricias sobre el vello de mi abdomen, bajo mi ombligo, pasando su tremenda mano bajo mi fina camiseta.

–Volver a vivir en Barcino… Bufff.

–¡Man, ya han pasado siete años!

–Tú no sabes lo que significa para mí aquel lugar… –respondí nublando mis ojos de un tímido llanto, que ahogué rápidamente en mi insensata y férrea vanidad.

–Lo sé mejor de lo que puedas pensar –me contestó, besuqueando mi espalda desnuda–. Vuelve a Barcino y… llévame contigo.

Me solté de los brazos de Héctor. ¿Volver a Barcino de la mano de ese absoluto desconocido? ¡Sueños!

–¿Volver… contigo? –respondí algo molesto, alejándome un metro de él; el agua del mar bañaba nuestros pies: no estaba nada fría a esa hora de la mañana–. ¿Te has vuelto loco o qué?

Héctor forzó una sonrisa nerviosa, algo sorprendido por mi reacción:

–¿Pero qué he dicho mal? ¡Biel! ¿Es que no te gusto…?

–¡Héctor, no sigas!

–Pensaba que… –bajó la mirada al suelo, entristecido o, más bien, decepcionado.

–Te has confundido, Héctor. Te aprecio pero, en serio, ¿qué valor podemos darle a lo que hemos tenido estas dos semanas en este sitio? ¡Mira dónde estamos! –abrí los brazos con fuerza–, ¡esto no es el mundo real!

Se acercó a  mí y me agarró por la cintura, con fuerza:

–ESTO es real –dijo con fuerza mientras clavaba sus manos, sus dedos, en mi piel–, lo que tenemos y hemos tenido es real –y me agarró por el cuello buscando mis labios, su mirada acechaba a mis ojos claros, perdidos–. Bésame…

–¡Héctor! –rechacé su fuerza y me alejé–. Te aprecio, has sido un compañero leal en estos días, pero…

–Biel –alzó la mano, llamándome a la calma y la reflexión–, no sigas…

–Sexo es sólo sexo, querido Héctor. Lo habíamos hablado.

–¡Qué cabezón eres! –gritó a mi obstinación.

–Quizá sí que deba volver a Barcino, con los míos, después de todo…

Me di media vuelta y me fui, dejando a Héctor con la palabra en la boca. No volvimos a montárnoslo ni prácticamente a hablar en los dos días que seguimos compartiendo el mismo techo hasta que cada uno tomó su avión rumbo a su destino.


El avión entró en fase de aterrizaje. A través de la ventanilla pude ver la ciudad de mi vida, donde había nacido veinticinco años atrás. Donde, sin embargo, no había estado la mayor parte de esa joven vida, siempre a remolque de los intereses empresariales de mi padre, primero, y de mi voluntad de alejarme de allí, después. Barcino se instalaba casi señorialmente sobre la costa mediterránea. Me apreté el cinturón como si fuera a ahogarme, respiré hondo y cerré los ojos.

–¡¡¡Biel!!! –mi hermano Lluc me esperaba en el hangar del jet. Lo vi a unos veinte metros del avión.

Lluc de Granados se había convertido en un atractivo galán de 33 años. Un tío cañón (que ya lo era siete años atrás), rubio, alto, ojos azules y facciones estilizadas. Yo siempre había pensado, y ahora estaba más convencido que nunca, que él era el más guapo de los Granados. Su sonrisa honrada me saludaba a lo lejos. Alcé la mano, saludándolo a lo lejos, y me eché una mochila a la espalda, bajando del avión:

–¡Señor presidente del Olympic Galaxy! –le exclamé por saludo, arrancándole una carcajada. Me eché sobre su silla de ruedas y lo abracé.

Aún no me hacía a la idea de que ese tiarrón fuerte y atlético estuviera clavado en una silla de ruedas…

–¡¡Hermano!! ¡¡Cuánto te he echado de menos!! Desde que nos vimos en verano en Baltimore… ¡joder! ¿No vuelvas a desaparecer por tanto tiempo, quieres?

Me miró hacia las alturas. La posición de desigualdad, él en la silla, yo erguido (pese a ser yo bastante más bajo que el esbelto de mi hermano) era algo comprometedor para mí. Sin embargo, Lluc parecía estar del todo acostumbrado. Me agaché para ponerme a su altura.

–¡No seas gilipollas! –me reprendió animosamente–, ¡Sube! ¡Levántate!

Y me reincorporé, metiéndome mis manos en los bolsillos.

–Discúlpame… Es que soy un completo gilipollas.

–Ven, vamos para el coche. Tienes que explicarme un millón de cosas –me invitó, dándose un rodeo con la silla y dirigiéndose al Audi familiar.

–Pensé que vendrías con tu Jaguar adaptado. Me han contado que lo conduces mejor que nunca… –le bromeé.

–Conducir conduzco como el puto amo –respondió Lluc–, pero cada vez tengo menos tiempo para los coches…

Y no se refería a su condición de paralítico, sino a su ya larga presidencia al frente del Olympic Galaxy, de casi siete años. Los mismos en que yo me había desentendido de todo negocio familiar.

Andaba rápido, mirando de seguir su frenético rodar de las ruedas de su silla. Casi no podía alcanzarlo. Miré a lo lejos del hangar y fui ralentizando mi marcha, hasta detenerme por completo, cabizbajo.

Lluc se giró hacia mi:

–Biel… ¿estás bien?

Aguardé silencio, inmóvil, durante bastante rato:

–Sí. Es sólo… ¿Dónde están Marina y Cristina? ¿Y la abuela? ¿Por qué no han venido?

Lluc tragó saliva y contuvo un amago de tristeza. Se repuso rápidamente, animoso:

–A Marina la verás en casa. Te está esperando –esto último no lo dijo muy convencido–. Cristina está de viaje, para variar… Le ha salido un megaproyecto en los Alpes. Vivienda social-rural… Crisis e imaginación. Nuevos tiempos, hermano... Y la abuela vendrá para la fiesta de Nochebuena: no faltará, Biel. Me ha preguntado un montón por ti…

–¿Ella y quién más? ¡Ya estoy harto de fiestas de alta sociedad! No he venido a pasar las Navidades para ver a un montón de gente...

Mi cara era un poema. Me sentía decepcionado, de mí mismo y de… no sé, ¡de todo!

–Va, Biel… no te quedes ahí parado que me amargas la alegría de tu retorno. ¡Coño, que pasado mañana es Navidad!

No pude evitar contradecir lo que mi hermano deseaba para su trato con él como minusválido, así que me acerqué a él y me arrodillé a su altura. El viento de las pistas del aeropuerto sacudía su rubio flequillo. ¡Qué guapo!

–Lluc… –puse mi mano sobre su rodilla, que se estremeció a mis sentidos–, ¿aún me quieres?

Lluc volvió a dibujar la preocupación en sus ojos clarísimos:

–Coño, Biel, eres mi hermano. ¿Cómo no voy a quererte? –y me agarró mi mano, tensionada y temblorosa.

–Es que he hecho tantas cosas mal desde…

–Ya. Olvida el pasado, hermano. La vida siguió para todos. Y debía de seguir también para ti.

–Pero tú…

–Óyeme: que yo esté en esta silla de ruedas no es culpa TUYA. Mírate el lado bueno –esbozó una sonrisa dulcemente maliciosa–, me convertí en presidente del club. ¿¡Quién iba a decírmelo!? –y me dio un golpe en el hombro.

–¡Eres tremendo! Tus deseos se cumplieron al desaparecer yo de estas tierras… Jajaja… ¡Tremendo! Yo resulté ser un completo fiasco.

–¡Basta, Biel, joder…! Eres el más preparado de nosotros tres. Has vuelto con un doctorado bajo el brazo…

–…Y muchas cargas y debilidades que antes no tenía como hombre.

–Tonterías, Biel. Y te voy a decir una cosa, respecto a mí –y se echó hacia adelante, situándose a escasos centímetros de mi cara, buscando la confidencia–: puede que yo haya acabado en silla de ruedas… por mis errores… mis planes de venganza… pero la vida me ha dado un regalo insuperable.

–Laura –le dije, feliz, susurrando el nombre de su mujer.

–Es el mejor regalo que me ha dado la vida, Biel. El mejor…

No pude evitar abrazar a mi hermano. La vida también se había portado bien con él en aquellos años…

–Estoy deseando verla. Desde vuestra boda que no he vuelto a hablar con ella. ¡¡Llévame a la casa Granados, AHORA! –le ordené con entusiasmo.

Y para allá que nos fuimos.

De camino a la finca familiar, mientras avanzábamos por la autopista, charlé animadamente con Paco, nuestro fiel e inseparable chófer. Mientras me explicaba como estaba él y su familia (ya tenía dos nietos), iba resiguiendo los carteles de la autopista y rememorando viajes y trayectos del pasado, dulces y amargos.

–Es un placer verte, querido Biel –fueron las primeras palabras de mi madrastra Marina al verme cruzar el umbral de nuestra casa. Radiante, espectacular, elegante y discreta, sus 53 años eran dignos de Sharon Stone o, en este caso, de esa increíble Marina que ya muchos años atrás bromeaba haber hecho un pacto con el diablo por su eterna y radiante madura juventud. Su cabellera negra, larga y oscura como el azabache, en contraste con su piel blanca, profundamente blanca, y suavemente tersa… era la verdadera reina de aquel hogar.

–¡Marina! –dije por toda respuesta, buscando su abrazo, que me concedió con serenidad y, pude notarlo, estima y afecto. Eso sí, con cierta contención.

Al fin y al cabo, yo había sido su hijastro predilecto y su mayor y mejor confidente con la muerte de mi padre Edmond.

–¡Te he echado tanto de menos…! –le susurré al oído, mientras nos fundíamos en nuestro abrazo. Ella no respondió, aunque acarició mi cabello alborotado por el viento de diciembre.

Nos separamos y me mantuvo cogidas mis manos:

–Espero que no vuelvas a desaparecer otra larga temporada más. La paciencia es un don que comienza a agotárseme, Biel –me ordenó casi dictatorialmente.

Nuestra relación se había resentido amargamente siete años atrás tras conocer que había roto definitivamente cualquier esperanza de amar y vivir mis sentimientos con Marcos Forné.  Y tras saber, especialmente, que había roto el corazón de Cesc Garbella al entrar en la consumación de sus deseos y anhelos y, tras entregarme a él en un desenfreno sin límites, no querer saber nada más de él. Me porté como un  auténtico cerdo. Lluc apreció en aquel entonces que, ciertamente, mi actitud no había sido la más oportuna para con Cesc pero, según dijo mi hermano siete años atrás “Cesc jamás tendría que haber aceptado acostarse contigo, Biel: sabía que tu cuerpo no era dueño de nadie excepto de Forné”. Todos actuamos mal en aquellos lejanos días de 2004.


–Así que eso he hecho estas semanas, Laura: follar, dormir y beber. Soy un completo desastre y me doy pena a mí mismo.

Fue mi diagnóstico, paseando por los jardines de la Casa Granados, junto a mi nueva cuñada, la espectacular y esbelta Laura Poncela, la mujer de mi hermano Lluc. Se habían casado la primavera anterior. Yo tenía la sospecha que ella estaba encinta pero no decía nada al respecto. Y estaba feliz de pasear junto a ella, acompañados por nuestro fiel guardián, Lord Byron, nuestro pastor alemán ya algo anciano. Un perro entrañable.

–Eres demasiado severo contigo mismo. ¡Tienes veinticinco años! –me dijo dulcemente la chica; sus ojos clarísimos, su melena rubia, sus facciones perfectas y naturales… ¡¡Lluc había encontrado a la chica perfecta!!

Acaricié a Lord Byron, recordando mis tiempos en que correteaba por los páramos de la Casa Granada junto a él, y miré con cariño a Laura:

–¡¡Mujer, eres tan complaciente!! ¡Tan perfecta! ¡¡Aceptarías  incluso que fuera un yonqui!!

–¡¡¡Biel!!! No te burles de mí… ¡Y no seas tan martirizador contigo mismo! Insisto. ¿Qué has hecho este año?

Mientras me interrogaba, miraba al horizonte de la finca. La moví a desplazarnos hacia lo alto del bosque, por el camino de grava que tantas veces había transitado mi padre Edmond en épocas de fuertes presiones en sus negocios. Yo seguía llevando impregnado el espíritu y los gestos de mi padre.

–Ya te he dicho lo que he hecho, Laura: irme a Guayambre, follar, dormir y beber.

–¡¡Y dale!! Basta: te has doctorado en Economía. ¡Coño, tienes 25 años y ya eres todo un doctor!

Ese coño había sonado demasiado fuerte para la boca de mi cuñada.

–Llevas años trabajando y estudiando, haces cosas fantásticas, Biel… Eres muy duro, muy severo…

Seguíamos caminando hacia el bosque mientras hablábamos. Lord Byron no se apartaba de mis piernas. Me echaba mucho en falta.

–Eso me lo dices porque no conociste al Biel de hace años. Yo no era así…

–Pero así… ¿cómo…? Sólo veo a un tipo responsable y que cumple objetivos.

–¿¡Responsable!? Definitivamente, Laura, no conociste al Biel de hace años…

–Tu hermano sólo dice cosas buenas de ti.

–Tienes un marido bobo que no sabe distinguir el bien del mal. Fíate más de los testimonios de nuestra hermana Cris, y de los de Marina…

–¡Biel! Marina te adora. No le he oído decir nada malo de ti en meses…

Me detuve, y forcé a detener el ritmo de Laura y el pastor alemán. Bajé la mirada al suelo. Podían reflejarse las nubes del cielo en mis pupilas:

–¿Nada malo? Basta con mirarla a la cara. La decepción que he supuesto para ella… La veo en sus ojos.

Laura negó con la cabeza.

–Una decepción, Laura. Yo era su ojito derecho –y acariciaba a Lord Byron mientras decía esto–, el ojito derecho de mi padre y de Marina. Y he sido una decepción para todos. No soy capaz de sostener una relación sentimental seria y estable. No fui capaz de ser honesto con… con gente que fue muy buena contigo. Pobre Cesc… Y pobre Marcos… –mordí entre dientes. Esto último lo susurré muy flojo, casi inaudible.

Laura intentó poner atención a los nombres que pronunciaba, en vano:

–¿De quién hablas?

–De nadie. Es igual… Ellos ya no forman parte de nuestras vidas. Uno se fue a hacer las Américas defendiendo los intereses del holding de la familia, siempre tan fiel y defensor… tan trabajador, maduro, guapo y perfecto...

–¿Hablamos de Cesc Garbella? Lo conocí en Buenos Aires, en un viaje con Lluc. Es…

–¡No lo digas!

Laura hizo una mueca de sorpresa, pero divertida.

–¡¡Es un encanto, Biel!! Digas lo que digas…

–¿Pero cómo voy a negarlo? Él fue para conmigo mucho mejor de lo que yo fui para con él. Tras… en fin… tras… aquella infame noche en Sant Joanet, lo dejé tirado… –cerré los ojos y me autoflagelé mentalmente–. Me porte como un… ¡hijo de puta! Desde entonces él no ha querido saber nada de esta ciudad, de esta casa… –gimoteé señalando a la finca, con aspavientos–, se siente avergonzado, ¡por mi culpa!

–Y ese tal… ¿Marcos…?

Laura dijo las palabras mágicas. Marcos…

–¿Sabes? Voy a hacerte caso en tus intentos por hacerme ver que este no ha sido tan mal año como creo –cambié por completo de tema y no respondí a la pregunta de Laura, siendo totalmente evasivo–. Por Año Nuevo me encuentro con la doctora Cristina Howard, mi antigua mentora aquí en Barcino, cuando comencé a estudiar la carrera. Creo que tiene algo para mí en la universidad.

–¿Intentas redimir las faltas como profesor? ¡Qué dulce eres, Biel!

Y seguimos andando en silencio, Laura, yo y Lord Byron, rumbo al bosque de la Casa Granados, a refugiarnos bajo sus pinos y robles. Como en los viejos tiempos… Como en el 2004 que ya, siete años más tarde, era irrecuperable. Por mis faltas.


Me coloqué un chaleco de una textura negra brillante sobre mi torso. El contraste de aquel negro con la impoluta camisa blanca que reforzaba mis perfilados brazos y mi pecho me hacían sentir extraño:

–Joder, Biel: quién te ha visto y quién te ve –me soltó mi hermano Lluc, admirado por la transformación de mi cuerpo.

Estábamos los dos en el vestidor de mi habitación, frente al espejo, él custodiándome a mi derecha, ayudándome a vestirme para la cena de gala.

–No te burles de mí, Lluc… Esto no es solo una escultura de gimnasio. He subido y escalado muchas montañas en estos años…

Y evoqué en mi memoria algunas jornadas muy duras, de frío, hielo y miedo, luchando yo mismo contra las fuerzas de la naturaleza en lo que, en realidad, era una lucha contra mi propia persona. Biel contra Biel. El fruto de todo aquello era ahora un tío de veinticinco años endurecido de cuerpo y de corazón.

–Y vaya culo que has echado… –y me clavó una cachetada en la nalga.

Me eché a reír, ¡tremendo Lluc!

–Confiésalo, mariconazo: has venido a Barcino a ligar, no a pasar la Navidad… –siguió bromeando Lluc.

–Empiezo a estar un poco cansado de tanto flirteo y maromos… Quiero estabilidad.

–Me alegra oír eso –dijo una voz intrusa.

Era Marina: sacó la cabeza tras la puerta del vestidor, junto a mi hermana Cris.

Me repuse frente al espejo, algo cohibido:

–¿Cómo está el hijo pródigo que ha vuelto a casa? –bromeó mi hermana, que se acercó a mí, acarició mi brazo y me besó en la mejilla.

–Contento de estar aquí… Tranquilo… Pacificado… –me di la vuelta, dejando de mirarme en el espejo, y miré intensamente a los ojos de Marina y Cris–, arrepentido…

Las dos hicieron un gesto también de arrepentimiento. Todos habíamos actuado de forma muy dispersa en aquellos años.

Cristina se acercó a la cómoda de las corbatas y las pajaritas, la abrió, y sacó la pajarita negra azabache de mi padre Edmond, alargándomela con sus manos suaves y llenas de perdón:

–Sólo te falta esto.

Me giré hacia el espejo, custodiado tras de mí por mi madrastra y mis dos hermanos y me puse a maniobrar en el alzacuello con la corbata negra:

–No sabéis lo que deseaba que llegara esta fiesta de Navidad –anhelé sin apartar mis ojos de mis propios ojos, en el espejo.

–¡Y ha venido tanta gente…! –exclamó Marina.

–¿A quién tenemos de invitados? –pregunté por curiosidad, no tan entusiasmado con la idea de que fuera una velada multitudinaria.

–Seremos casi un centenar de comensales. Están los Folch y los Cardona. El joven Almeda del grupo Alpha ha venido a saludarte. ¡Ah! Los Gimpera han sido los primeros en llegar. La anciana Dolors Gimpera ya lleva una hora discutiendo, abajo, con la abuela Mercedes.

–Típico de la abuela… –sonreí con mordacidad.

–Y va a venir Marcos Forné –dijo mecánicamente, y casi airadamente, Cris.

¡Golpe! Se me heló el corazón, contuve el aliento y dejé de maniobrar con la pajarita, apartando la mirada de mis ojos en el espejo para desviarla hacia el reflejo de Cris:

–¿Cómo? –dije por toda respuesta. Creí entrar en fase de alucinación, fruto de algún leve mareo o estúpida imaginación.

–Gracias, Cris: eres de gran ayuda –le reprendió Marina.

–¿¡Por qué ocultarlo!? –siguió Cris, Lluc estaba nervioso en su silla de ruedas– Vuelve al Olympic Galaxy para acabar su carrera de futbolista y retirarse aquí, donde empezó. A sus casi 32 años está en la cumbre de su carrera… Es el mejor delantero de la década.

Me giré y abandoné a mi reflejo en el espejo, buscando la mirada de Lluc que, con decepción, articuló palabra como pudo:

–Pensaba decírtelo… No sabía, hermano… No sabía… Lo hemos fichado en el mercado de invierno. Ha rescindido su cláusula con el Manchester para venir aquí… No podíamos negarnos. Es un mito en la historia de nuestro club. Es… Marcos Forné. El mejor capitán que hemos tenido en años. Que quiera venir a acabar su carrera aquí es un… privilegio. Y no podía negarme a invitarlo a nuestro convite. Siempre se portó honestamente con esta familia. Fue uno más y queremos que siga siendo un buen amigo de los Granados, ¿verdad?

Tragué saliva y asentí.

–Ha venido con su prometido –rebló mi hermana Cris, enfadada, no sé si conmigo o con el mundo. ¿¡Su prometido!?

–¡¡Cristina, basta!! –dijo indignada nuestra madrastra. Era demasiada información en tan poco tiempo…

Mi cara se descompuso por completo.

–¿Qué pasa? –respondió Cris, enojada–. Es mejor que Biel lo sepa todo de una vez. Hermano: Marcos Forné ha venido a Barcino para cerrar su gloriosa carrera en el Galaxy y para que sus padres conozcan a su futuro yerno. Me consta que están muy complacidos con la idea, tras algunas resistencias iniciales...

Reaccioné tan rápido como pude, intentando recomponerme, en apariencia. Me di la vuelta hacia el espejo y me acabé por poner la pajarita, para tomar después la americana negra y aterciopelada que me sostenía Lluc en su regazo, y enfundármela con dureza:

–¡Me alegro, de veras! –me dije mirándome al espejo–. No estéis tristes por mí –la cara de mi familia era un poema–. Me alegro de verdad por Marcos. No sabía que había ido tan decidido en… esa dirección . Le deseo lo mejor junto a ese chico.

Marina intentó encontrar una explicación pacificadora:

–Desde que vosotros dos lo dejasteis ha sido un importante abanderado de la homosexualidad en el mundo del deporte. Hernán Alonso, su prometido, es un cada vez más reputado escritor de treinta años que está ganando una gran fama a un lado y otro del Atlántico. He hablado un par de veces con él y es absolutamente encantador…

–Me alegro por él, mamá . De veras. Le deseo lo mejor a Marcos. Sobretodo si ha podido encontrar el modo de vivir su condición en plena libertad y junto a un hombre bueno y como él… Al fin y al cabo, yo no iba a casarme con él –solté con sarcasmo y algo de falsedad; en esos últimos años se me había dado muy bien actuar como un cínico–. No podíamos esperar que estos años él se portara como un monje… ¡Yo no lo he hecho!

–Si tú lo dices…–soltó, casi como una acusación, mi hermana Cris, en otro tiempo una gran luchadora porque lo mío con Marcos acabara bien.

–Créeme, hermana: mi interés por Forné expiró el día en que, en un acto de irresponsabilidad, me pidió sin más que abandonara a mi familia para huir con él a la otra punta del mundo –le dije mirándola de refilón a través de su reflejo en el espejo mientras me abrochaba los gemelos de mi americana–. Pero no quiero remover más el pasado. Estaré encantado de saludarlo ahí abajo y darle la bienvenida a la ciudad y al Galaxy. De verdad que le deseo que le vaya todo genial…

–Si tú puedes… –sentenció mi hermana para abandonar la estancia, enfadada, seguida de mi madrastra que me miró con unos ojos agridulces, pasando su mano por mi brazo.

–Bajo en un minuto –les dije fríamente.

Quedé en la presencia solitaria de mi hermano Lluc y yo mismo. Él me miraba algo apenado, palplantado en su silla, sin saber qué decir, hasta que articuló algo en sus labios:

–¿Te encuentras bien, Biel?

Entonces, mi frialdad se tornó debilidad, y no pude evitar frente a mi hermano un gesto de dolor, derrumbándome ante el espejo:

–Oh, Lluc… –y toda mi despampanante hombría se tornó llanto… un llanto amargo y nostálgico.


El gran salón de la casa Granados estaba gloriosamente decorado para la ocasión, un baile y convite de Navidad por causas benéficas que en otros años había reunido a lo mejor de la burguesía barcinonesa. Yo llevaba años sin aparecer por allí y, de haber sabido que tendría que rencontrarme con Marcos… y encima con su… ¡prometido!, francamente, habría reusado volver al país.

Con el salón lleno hasta la bandera, Marcos entró junto a sus padres y un atractivo chico de treinta años, bastante alto (haría unos 1,83 frente al discreto pero compacto 1,75 de Forné). Aquel tal Hernán era un chico de un cabello pelirrojo oscuro y atrayente, con barba de algunos días pero bien recortada. Ojos oscuros y tez más clara. Vestido de un traje de chaqué marrón muy elegante. Entraron con algo de sigilo. Para Marcos tampoco tenía que ser fácil todo aquel retorno.

En un rincón del salón, a metros de distancia, comenzaban las intrigas:

–Vaya, ahí llega Forné con el sustituto de Biel –soltó indignada mi abuela Mercedes, 88 años de sabiduría y salud bien llevada, sentada en unas sillas frente a la tribuna de los músicos, al lado de mi madrastra Marina. En aquellos siete años, suegra y nuera se habían acercado más de lo que jamás Edmond de Granados, hijo y esposo, jamás hubiera podido imaginar.

–¡Venga ya, Mercedes! –le respondió Marina– Parece un chico muy agradable. Créeme, lo he tratado un par de veces (y confieso que he leído alguno de sus libros…) y sólo desprende… bondad.

–No parece más guapo que Biel. Más bien lo contrario –siguió mi insidiosa abuela–. Lo que yo diga: un mal sustituto para Biel.

–A mí me parece muy atractivo. Es guapísimo, tan varonil y pelirrojo. Muy atractivo… En todo caso, parece una buena persona para Marcos.

Mi abuela hizo una mueca de desaprobación. «Tonterías», remugó entre dientes.

Al otro lado del salón, lejos de las miradas e interrogatorios visuales indiscretos de mi abuela, Lluc salía a recibir a todos los que iban llegando, junto a su esposa, Laura. La mujer de mi hermano, discreta y elegante, era una guapísima abogada de veintiocho años que había conocido a Lluc en los servicios jurídicos del Olympic Galaxy. Alta y rubia como Lluc, formaba una pareja perfecta junto a mi hermano. Llegaron a la entrada y recibieron al clan Forné:

–¡Mi querido Marcos! ¡Bienvenido a casa! –dijo Lluc en medio del gentío, avanzando rápido con su silla.

–Lluc… –esbozó con su sonrisa perfecta Marcos Forné– ya conoces a mis padres, Roderic y Joana…

Intercambiaron besos de bienvenida. Los padres apenas habían envejecido en aquellos años. Se les veía contentos junto a su hijo y a… Hernán. ¡¡Un yerno hombre!!

–Y permíteme que te presente a mi pareja, Hernán Alonso… –siguió presentando, Marcos.

–¡Sí, Hernán! Nos vimos brevemente en la gala de la Unicef la semana pasada, ¿verdad Laura? –mi hermano buscó la complicad de su esposa, en un discreto segundo plano–. Un placer volver a verte, Hernán. Y felicidades a los dos por… en fin, ¡la noticia!

–Estamos muy contentos todos… –sonrió la madre de Marcos, Joana, una mujer fuerte, con las elegantes y claras facciones de su hijo.

–Lo sé –sonrió dulcemente mi hermano Lluc–, ¿cómo llevas la nueva vida en Barcino, Hernán?

El chico se desenvolvía bien entre desconocidos:

–Teniendo en cuenta que comencé mi carrera como escritor aquí, luchando por buscar mi primer editor, hace diez años… es un regalo volver… Hace ¡siglos! que no vivo en mi Bilbao natal y cuando Marcos me dijo de asentarnos aquí en Barcino… –y dijo esto tomando el brazo de su novio, Forné…–, no me pude negar… Estoy feliz por Marcos y por los dos.

–La verdad es que forman una pareja perfecta, ¿no creéis? –apuntó lleno de orgullo Roderic Forné, aquel padre con la misma cara que su hijo, sus ojazos verdes, su rubio grisáceo… pero treinta años mayor…

Por fin me atreví a bajar. Cris me esperaba al pie de la escalera. «Hermano, perdona mi ira», me susurró antes de dejarme entrar al salón.

–Cristina: no me abandones.

–Esto debes afrontarlo solo –dijo con cierta distancia Cris. No tenía nada claro si estar conmigo o hacerme más complicada mi existencia… ¡Maldita ansia de perfección moral!

Entré en el salón y vi conversando a lo lejos, en la recepción, a Marcos, sus padres, mi hermano Lluc, su esposa, y… el prometido de Marcos. Traté de pacificarme a mí mismo y pude mantener con gran serenidad y dignidad mis ánimos. Miré de acercarme a dónde ellos estaban, entre tanta gente. Mi abuela y madrastra me acechaban con su mirada desde la otra punta, sentadas con una copa en la mano, viendo como reaccionaría. Estaba harto de volver a ser el centro de atención. Quería resolver aquella situación de la mejor manera posible. Fui acercándome en medio de la gente, que no dejaba de pararme, y saludarme, y decirme lo mucho que se alegraban de volver a verme y lo mucho que había cambiado, y bla, bla, bla… hasta que pude llegar a escasos metros del corrillo protagonizado por mi hermano Lluc.

De repente, e inevitablemente, nuestras miradas, la de Marcos y mía, se cruzaron. Debíamos estar a unos diez metros de distancia, que yo fui recortando poco a poco. Él sostuvo sus ojos en mí por unos segundos, brindándome una nerviosa pero cálida sonrisa, para dejar de mirarme al poco rato, centrando su atención en la conversación que mi hermano Lluc mantenía con Hernán y con sus propios padres. Un crudo impase hasta… Hasta que Roderic Forné me vio a escasos metros y me saludó efusivamente en la distancia, para acercarse directamente a mí con su esposa, Joana, y el resto del séquito (Lluc y Laura, Marcos y Hernán).

–¡¡Dichosos los ojos que te ven, Biel!! –exclamó el hombre, siempre tan bonachón y tan de pueblo. Estrechó mi mano con una fuerza ruda y cálida a la vez.

–Qué placer veros, Roderic y ¡Joana! –y le planté dos besos a la madre de Forné, una dulzura de mujer.

Me preguntaba en mi interior cómo aquel matrimonio habría vivido toda la transformación de su hijo Marcos. Del noviazgo de ocho años de su propio hijo con Sandra Smith hasta llegar a… Hernán Alonso. Menudo giro. No debió ser fácil. Marcos lucharía para conseguir su aceptación. Y para que aceptaran a Hernán. Me giré precisamente hacia él, el “fichaje” colateral del retorno de Forné a Barcino y al Galaxy:

–Hernán, soy Biel de Granados, es un placer conocerte…

Y le tendí mi mano, que el pelirrojo Hernán, afable, cálido y lleno de bondad y caballerosa presencia, tomó:

–Sí, ¡ya lo sé…! –dijo Hernán con efusividad–. Estaba deseando conocerte, Biel. Marcos me ha hablado mucho de ti –se trabó, creyendo meter la pata–. Oh, no debería…

Marcos custodiaba a su chico, pasando su mano por su cintura. Los dos hombres formaban un conjunto altamente atractivo y envidiable. Con que Marcos le «había hablado mucho de mí…».

–¡Cosas buenas supongo! –respondí yo, alegre y desenvuelto, lanzando un cable amistoso a Hernán, que se me presentó rápidamente como alguien honrado y al que no estaba dispuesto a herir. Resolvimos la situación muy bien. Marcos no le quitaba ojo a su chico. Estaba algo sonrojado.

–¿Qué otra cosa podría explicarle, sino buenos recuerdos…? –sentenció Forné, con dulzura. Me derretía su esmoquin negro-y-blanco. Y sus ojos verdes, más puros y atractivos que nunca.

Lluc interrumpió nuestra presentación:

–Por favor, acompañadme a saludar a Mercedes, Marina y mi hermana Cris. Están deseando veros –dijo Lluc a los padres de Forné. Hernán los siguió y Marcos se soltó de la cintura de su novio para saludarme a mí, aparte, alejados del resto del grupo:

–¿Conque cosas buenas…? No sé si creerte, Marcos –le reprendí con tono de broma–. Han pasado tantos años… –y seguí la conversación, apartados del resto del grupo que se movía hacia la tribuna del salón–. A saber qué pensarás de mí…

Buscaba alguna respuesta en sus ojos.

Nuestras miradas se quedaron fijamente unidas. Hacía SIETE AÑOS que no nos habíamos visto. No me podía creer que Marcos estuviera más joven y radiante que nunca. Me respondió:

–¿Que qué pienso…? Pienso… que me alegro mucho de verte… tan guapo.

Y me sonrió con amabilidad. No pude batallar más contra él:

–Vale: tú ganas, Marcos. Estamos… en paz.

Y sonrió. Noté nostalgia en el fondo de sus ojos. Y él debió advertir en los míos algo de vergüenza y desorientación. Nos movimos hasta la tribuna para ocupar nuestras sillas antes del inicio del breve concierto navideño.


La noche transcurrió en medio de un ambiente amistoso y distendido. Pude mantener una larga conversación con Marcos y Hernán Alonso. Marcos no le quitaba el ojo a su chico, y muy a menudo pasaba su brazo por su cintura. Reconozco que me enamoraba aquella estampa: tan atento, tan servicial, tan mimoso, tan tierno… con su novio. ¡En público! ¡Bajo los focos! Me sentía mal de no haber podido yo tener eso con él. Entonces… siete años atrás, Marcos era un chico de casi veinticinco años, perdido, que había decidido dejar atrás su falsa vida de falso heterosexual, romper con su novia de ocho años y lanzarse a una aventura… conmigo, el chico de dieciocho que lo había prendado, enamorado y atrapado. Yo pensaba en esto, silenciosamente, mientras no podía evitar clavar mis ojos en Hernán Alonso, tan esbelto, tan guapo, tan moreno-y-pelirrojo, tan varonil, tan confiado, templado y equilibrado. Todo lo que yo no era. ¡No! Lo que yo fui de niño y adolescente. Pero lo que, desde luego, yo ya no era. Se fueron a medianoche, temprano, discretamente, apenas habían pasado un par de horas desde el inicio de la velada.

Y yo caí en un terrible abatimiento. Estaba anonadado, con mi enésima copa de champán, entre aquel gentío indescifrable, cuando Lluc rompió mi repugnante hechizo:

–Hermano, deja que te presente al segundo fichaje del Galaxy para este mercado de invierno. Necesitábamos un delantero fuerte y bien formado en las técnicas ofensivas del fútbol turco del Galatasaray, y él es el mejor. Su contrato es por un año… y los que vengan…

Se me paró el corazón. Se me cortó la respiración. La sangre no me corría por las venas. Me hubieran pinchado y no me habrían sacado ni una sola gota de ella…

Tras mi hermano apareció, enfundado bajo un traje con corbata negra e impoluta camisa blanca, un atractivo, esbelto, fibrado y sensual hombre de 24 años que conocía muy bien.

–Te presento a Héctor Dalahari. Que vuelve a la primera línea internacional del fútbol tras un semestre de sábatico.

Mi cara debía ser un poema. No sabía si sentirme engañado, sorprendido o avergonzando de encontrarme frente al hombre con el que había estado cohabitando animalmente en una casa caribeña apostada frente a la playa de Guayambre durante más de dos semanas. Pegados el uno junto al otro. Contándonos la vida o… más bien… contándole yo la mía. Porque de la vida de Héctor yo no había sabido nada hasta… ¡ahora!

–Es un placer volver a verte, Biel –respondió Héctor con esa voz grave y sensualmente impostada, alargándome su mano para que la estrechara.

Lluc saltó prácticamente de su silla:

–¡No! ¿Será posible…? ¿Os… conocéis? –y mi hermano nos miró simultáneamente, sorprendido.

Héctor reveló su sonrisa blanca y perfecta, en contraste con su tez morena y su cabello castaño.

–Algo así –respondió divertido, Héctor, tendiéndome aún su mano.

Yo reflejaba indignación en mi rostro. Respondí:

–Apenas hemos intercambiado un par de palabras en algún lugar del mundo – Somewhere in the world … Saqué disimulo de entre mi rabia y le estreché mi mano, con mis ojos incendiados, clavados en su mirada llena de desparpajo y seducción.

Lluc cerró la boca, ahogando la risa. Entreveía algo en nuestro tenso encuentro o… reencuentro, más bien.

–Voy a por una copa. Hasta ahora, chicos.

Y se dio media vuelta echando a rodar la silla por el parqué…

En cuanto mi hermano se fue, tomé a Héctor del brazo y lo arrastré hasta la galería contigua al gran salón. Fuera de las miradas indiscretas, lo interrogué enfurecido:

–¿Qué demonios haces aquí, canalla?

Héctor reaccionó con desenvoltura y relajación:

–¿¡Canalla!? ¿Por qué me sueltas eso?

–¿Qué le has contado a mi hermano? ¿Qué…?

–¡Biel!

–¡Puto maricón! –solté indignado– Me tuviste toda nuestra aventura en Guayambre engañado. ¡Eres un mentiroso, Héctor!

Héctor respondía con una sonrisa, y una negación con la cabeza, a toda acusación mía.

–Te equivocas, Biel.

–¡No me dijiste que eras futbolista! Y mucho menos que ibas a fichar por el club de mi familia. ¡Serás…!

–Porque no sabía que iba a fichar por el Olympic Galaxy hasta hace un par de días. Y encima no es culpa mía que no tengas ni idea de qué se mueve en la élite del fútbol…

–¡Mientes!

Era una suerte que no hubiera nadie cerca, allí en la galería que daba a los ventanales de la casa Granados. Los copos de nieve caían al otro lado del cristal. Qué contraste tan gélido: semanas atrás Héctor y yo follábamos como conejos en una playa paradisíaca en el noviembre veraniego de la otra punta del mundo… y ahora… el frío europeo de final de año estaba apunto de helar nuestros sentimientos.

–¡Eres un mentiroso! –seguí yo.

–Lo confieso: sabía quién eras cuando te encontré en el chiringuito de Guayambre mientras pedías tu cóctail. Te reconocí. Pero hasta que te deshiciste de mí no se me pasó por la cabeza intencionadamente acabar aquí, en Barcino.

–¡¡Mientes otra vez!!

–¡No, Biel! Todo ha sido cosa de mi representante. Colgué las botas del Galatasaray en julio y me di unos meses de descanso. En enero vuelvo al campo. Si el mejor club de Occidente viene a buscarme, ¿cómo diablos quieres que diga que ‘no’?

Yo negaba con la cabeza, muy furioso, sordo a sus explicaciones.

–Dime, confiésame: tienes novia, esposa, hijos, ¿quién coño eres Héctor?

Héctor soltó una carcajada, relajado, mirándome dulcemente:

–Justo el trozo de hombre que tienes ante tus ojos, el mismo que tuviste desnudo frente a tus brazos en Guayambre: Héctor Dalahari.

–¡No!

–Héctor Dalahari. Busca mi nombre en Google y verás qué tipo de hombre soy. El primer futbolista turco que hace pública su homosexualidad. Hijo de madre francesa y padre turco. Medio europeo, medio musulmán. Y un delantero de los buenos. De los muy buenos, por cierto. Tu hermano y sus asesores han hecho un gran fichaje. Créeme. Y tú… tú Biel… no te equivocaste conmigo… No te he mentido…

Sólo tenía ganas de echarme a llorar de la conmoción. Pero la ira me frenaba. Me deshice como el hielo en un visto y no visto y Héctor abrió sus brazos a mi congoja. No pude evitar acabar sobre su pecho, tensionado, a punto de llorar, mientras Héctor acariciaba mi cabello y me susurraba al oído:

–Te dije que no volverías a estar solo… –y Héctor buscó con su mano diestra mi boca para besarme adictivamente mientras su otra garra descendía a mi orto para acercarme hacia él con fuerza. Y mi hielo se deshizo en su fuego.

Extraños en la Casa Granados. Extraños… bien conocidos. Cuando los hombres se revelan como amantes bien interesados en uno mismo, se convierten en el irresistible objeto de deseo al que nadie puede renunciar.

Extraños que se alejan de nuestras vidas. Es curioso como puedes llegar a contemplar a aquel cuerpo y a aquella alma que ha sido la mitad de tu aliento como a un completo desconocido.

En la fogosidad del apartamento de Marcos, él y su pareja, Hernán, ponían un muro inexpugnable entre el pasado y el presente:

–Por favor, dime que no has visto a los Granados más guapos, más espectaculares y más seductores.

Hernán se sinceró con su novio justo al entrar en el dormitorio y quitarse el chaqué. Ese marrón intelectual le sentaba de maravilla al joven escritor.

–Voy a defraudarte, Hernán –contestó cadenciosamente Marcos–: siguen siendo la familia encantadora de siempre: una familia guapa, seductora... Siguen siendo… los Granados.

Marcos se sacó simultáneamente su americana y tomó las manos de Hernán, mirando a los ojos de su novio. Se compenetraban a la perfección. Y Hernán clavó sus ojos oscuros en los ojos verdes de Marcos:

–¿Y eso significa...?

–Nada –respondió Marcos con un hilo de voz, sin embargo firme y convencido.

–¿Y Biel? –Hernán preguntó algo dudoso, pero sin miedo.

Marcos dejó caer los párpados. No le gustaban esas preguntas, pero estaba dispuesto a responderlas con la máxima sinceridad:

–Apenas lo reconocí. No se parece en nada al chico de hace siete años. Estaba tan... cambiado.

–No dejes caer la mirada así...

–¿Así... cómo? Lo único que siento es decepción de lo vivido con él. Y... alivio.

–¿...alivio...?

–Porque la vida me dio un regalo...

–¿Cuál?

–TÚ.

Marcos deshizo el nudo de la corbata roja de Hernán sin quitarle la vista de sus ojos oscuros:

–No tienes motivos para preocuparte, Hernán. Eres lo mejor que me ha pasado nunca.

Le desabrochó el botón del cuello y, sucesivamente, el resto de la camisa blanca. Hernán miraba adictivamente a Forné.

–Sólo quiero besarte… –y acercó sus divinas manazas al cuello de Hernán, acercándolo hacia sus labios–. Ven y bésame…

El roce de los dedos de Forné sobre el cuello de Hernán lo excitó. Obediente, Hernán cerró los ojos y sucumbió a los deseos de su novio. Con sus manos buscó la corbata de Marcos y la deshizo como pudo, tembloroso, para después arrancarle prácticamente los botones de su camisa. Juntaron sus torsos solo cubiertos de una camiseta blanca interior, un algodón que se les hacía incomodísimos.

–¡Fuera esto! –resopló Forné sin quitar la vista de su chico. Y se deshicieron de sendas camisas.

Marcos empujó con fuerza a Hernán para caer de espaldas encima del colchón y abalanzarse sobre el torso desnudo de su novio, lamiéndolo desde el cuello hasta el vello debajo de su ombligo. Hernán tenía un vello castaño rojizo que recorría discretamente todo el torso, desde el entorno de sus pezones hasta sus abdominales. El chico estaba cañón. Relajó sus brazos y manos debajo de su cabeza, tumbado sobre la cama, y dejó hacer a Marcos, que ensalivaba ahora los pezones y mordisqueaba sus tetillas.

–Me estás poniendo a cien, Marcos –susurró, casi jadeando, Hernán, que empezaba a retozarse del masaje bucal que su novio le clavaba en los pezones.

Marcos, por toda respuesta, llevó su manaza izquierda a la boca de Hernán y le hizo callar mientras, alternadamente, pasaba su pulgar por los labios húmedos de Hernán y con sus otros dedos masajeaba su cuello y mandíbula:

–¿Te pongo a cien? Quiero que te prendas, a mil… –soltó en una mirada acechante y encendida a su novio.

Marcos estaba desnudo de torso, luciendo, a sus 31 años, el mejor cuerpo esculpido de toda su carrera, una piel blanca y fuerte, con esos pezones rosáceos y ese brillo del sudor agitado del deportista en una lujuriosa carrera de fondo:

–Voy a hacerte el amor, querido Hernán, hasta que mueras de placer… –gruñó.

Y empezó a descender por el bosque bajo el ombligo de Hernán para mordisquear con sus dientes blancos y vigorosos el pantalón de su novio, resiguiendo el bulto que se le marcaba en la prenda.

–Mar…cos…

Los dedos mágicos de Forné desabrocharon el cinturón de Hernán, al tiempo que lo descalzaba y le arrancaba los calcetines. Tomó el pie derecho y, arrodillado a un lado de la cama, en el suelo, empezó a lamer sus dedos.

–Joder, ¡no hagas eso que me quemas!

Marcos cerraba los ojos y se metía los dedos de los pies de Hernán en su boca. Para ahogar aún más a Hernán en su placer, magreaba con presión el paquete, cada vez más abultado, bajo el pantalón.

De repente, en un visto y no visto, arrancó la cremallera de Hernán y le forzó a quitarse los pantalones. Marcos aumentó la presión sobre los bóxers blancos de su novio, con su polla erecta hasta su apogeo:

–Vaya, vaya, Hernancito… Este amiguito quiere juerga…   –e intentaba masturbar la polla desde el otro lado de la tela, recolocada en su grosor hacia un lado.

–¡Cabrón! –exclamó, riendo, Hernán– ¡sabes que mañana tengo que madrugar!

Marcos se reincorporó a la cama, mientras se bajaba sus pantalones y se quitaba de un plumazo sus slips. Se tendió sobre el cuerpo casi desnudo (excepto bóxers) de su novio y se acercó a sus labios:

–Feliz Navidad, Hernán… –y ahogó sus palabras en la boca de su chico.

Le comió la boca por espacio de un minuto, casi sin darle tregua, mientras metía sus zarpas bajo los bóxers y masturbaba la verga de Hernán. Finalmente, le arrancó los calzoncillos y se recostó con su polla erecta sobre la polla de Hernán, frotándola la una con la otra, ya ambos desnudos como un sándwich, el uno sobre el otro.

–Aaaahhhhhhh –gimió Hernán– Maaaaarrrrrrcosss.

–¡Bésame! –gritaba por toda respuesta un Marcos también jadeante.

Tras abandonar los labios de Hernán, empezó a comerle las axilas, adictivamente. El otro estaba loco del placer, mientras rozaba adictivamente su polla contra el pollón de Marcos y mientras le comía su erógena zona de las axilas:

–¡¡Me matas!! –gritó Hernán.

En un arrebato de buen amante, Marcos se erguió levemente sobre el cuerpo de su novio, tendido, y le cogió suavemente del pelo, tirándole levemente:

–¡¡Eres MÍO!! Y te voy a hacer el amor hasta el amanecer, canalla.

Y dejando de retozarse el uno encima del otro, Marcos se puso en cuclillas sobre los rojizos pectorales de Hernán para darle polla. El otro, gustosamente, se llevó a su boca aquel manjar de carne.

Hombres. Pueden ser el género más severo en el juicio del pasado vivido. También los más indulgentes. Y, al mismo tiempo, los más olvidadizos. Como si el pasado nunca hubiera existido. Extraños somos. Y como extraños viviremos…

CONTINUARÁ…