Bestia impúdica
El castillo de los Gutierre de LLanes esconde un terrible secreto.
*Relato recuperado de una de mis anteriores cuentas.
Bestia impúdica
Los Gutierre de Llanes
Marzo de 1775, Ayán volvió apesadumbrado del pueblo a su castillo de las afueras de Llanes. La economía de la villa estaba en declive, las continuas guerras y la institución de la matrícula para la Real Armada que se llevaba a la gente de mar para servir en la Armada Real estaban dejando a su querido Llanes desolado. Los Gutierre de Llanes, tan importantes para la región antaño, ahora no se dedicaban a otra cosa que no fuera los bailes aristocráticos y las mascaradas. El nombre de la familia corría tanto o más peligro que la propia comarca. A sus cavilaciones se unía la preocupación por su esposa. Alba Gutierre de Llanes, antes Alba Menéndez de Valdés. Era sin lugar a dudas una de las mujeres más hermosas que Dios había puesto sobre la faz de la Tierra.
Caderas anchas en contraste con una cintura muy estrecha, brazos redondeados y carnosos y la piel tan blanca que en ella se podía ver circular el vino por sus venas. Pechos llamativos resaltados siempre por los corsés. Las pelucas, los perfumes y las falsas pecas, hacían de Alba una mujer excepcionalmente bella. Sus rasgos eran redondeados, armónicos y delicados, pero su expresión era siempre triste. Un terrible secreto que arrastraba desde su pubertad le había robado la sonrisa para siempre.
Cualquiera que hubiera sabido de la existencia de tal misterio, habría pensado que Ayán, el señor marqués, había sido paciente y benevolente con ella y sus circunstancias, encargándose del problema antes de la boda y limpiando así el nombre de su familia sin manchar, en ningún momento, el de la suya propia. Cualquier persona que supiera de tal enigma, opinaría que el marqués, en su infinita justicia, había actuado como un auténtico caballero. Pero su esposa no pensaba así. Nunca estuvo satisfecha del todo con el arreglo que las familias tuvieron y aquel secreto, aquel monstruoso e inconfesable secreto, la arrastraba día tras día a un pozo hondo y oscuro, del que ya no tenía fuerzas para salir. A sus treinta y dos años, por los cuarenta del marqués, Alba Gutierre de Llanes, antes Alba Menéndez de Valdés, sentía que ya no podía más.
Se pasaba los días mirando por las ventanas del castillo, con los ojos húmedos por las lágrimas. Recordando lo que pasó, recordando lo que pasaba, pensando en lo que debía pasar antes o después. Cada vez le costaba más atender a sus numerosos invitados. Organizar cenas, fiestas, bailes y divertimentos en una época convulsa, triste y decadente. Vivía una mentira en su vida, en su matrimonio, y se rodeaba de gente que a su vez compartía otra mentira. La mentira de un mundo perfecto que quedaba atrás. La mentira de la felicidad en tiempos de tristeza y pobreza.
—Ya ha sido alimentado —informó el marqués con serenidad.
Alba se limitó a asentir con la cabeza, para clavar después la mirada afligida en el suelo.
—Gracias —dijo al fin, después de un silencio.
—Sabes que hacemos lo correcto, ¿verdad?
—Sí.
Sus labios dijeron sí, pero su corazón gritó no. ¿Qué culpa tenía ella de lo que le pasó cuando apenas tenía edad de sangrar? ¿Qué culpa tenía ella de hacer arder en deseos, incluso a los hombres menos apropiados? Pero, sobre todo, ¿qué culpa tenía aquella inocente consecuencia de los repugnantes actos de los adultos? ¿Es que era la única que veía lo que pasaba en aquel castillo? ¿La única que era consciente de aquel terrible pecado? Dios la había abandonado, de eso estaba segura. Le había dotado con unos atributos que se habían convertido en la peor de las maldiciones, incluso a pesar de no haber hecho nada para potenciarlos. La había convertido en un ser libidinoso y erotizante a los ojos de los demás. Era razonable pensar solo en dos alternativas, o Dios no existía, o era un sádico enfermizo. Prefirió quedarse con la primera opción.
El Baile
Abril de 1775, Alba ultimaba los preparativos de la cena. Los comensales eran muchos y selectos, y el convite debía estar a la altura. Mientras en la mayoría de casas subsistían con pan, leche y algún producto del mar y de la huerta, los cocineros ayudados de las doncellas preparaban con ahínco un menú compuesto de sopa de consumado, un trinchero con pichones de nido y otro con mollejas esparrilladas, lomo de ternera e incluso pollas de cebo. Todo ello regado con los mejores vinos, tanto franceses como nacionales. A la celebración que daba la bienvenida a la primavera asistirían desde los nobles más destacados hasta personas relevantes del clero e incluso militares. Responsabilidad era del marqués y la consorte que la fiesta fuera divertida, interesante y en paz. Este último punto quizás el más complicado, dadas las tensiones que existían entre los diferentes estamentos.
Los carruajes se amontonaron en la entrada del castillo, cogiendo desprevenidos a los aparcacoches, que no esperaban tal volumen de comensales coincidiendo a la vez. La puntualidad era poco frecuente entre la nobleza de la época. Alba Gutierre de Llanes lo había dispuesto todo con tanto cariño, que incluso los cocheros y miembros del servicio cenarían aquella noche a la altura de la realeza. Andrés María de Guzmán y su joven y bella acompañante fueron los primeros en llegar. Sus vínculos con Francia, donde residía habitualmente, le hacían tener fama de liberal y libertino. Sin duda era importante controlarle, asegurarse de que no tuviera ninguna salida de tono. El burgalés Rosendo Sáez de Paracuellos y su señora fueron los siguientes. Igualmente peligroso, por tratarse de un político de alto nivel, encargado de la moneda entre otras muchas cosas. El resto se amontonó en la entrada, cotilleando a la espera de recibir la bienvenida por parte de los anfitriones.
La cena transcurrió correcta y amena, animándose a medida que el vino fluía casi sin control. Los comensales se llenaban el buche a dos carrillos, cotilleando de manera cada vez más indiscreta. Los hombres e incluso algunas mujeres no pudieron evitar fijarse en Alba, con sus vistosas faldas superpuestas llenas de flores y guirnaldas. El corsé le estrangulaba la cintura casi mortalmente, y resaltaba unos pechos generosos, carnosos y sensuales. El maquillaje era perfecto, con una pícara, pero elegante peca pintada y la peluca extravagantemente bella. A pesar de su impecable vestuario y de su permanente sonrisa, sus ojos eran tristes, como de costumbre. Sintió asco, asco y vergüenza. Asco de ser la anfitriona del evento, tan opulento e hipócrita. Repugnancia al notar las miradas lascivas de las personas, sonriéndole mientras la devoraban con los ojos. Se sintió algo mareada, pero decidió anunciar que se daba por concluida la cena e invitó a la gente a ir al gran salón, donde el baile y los licores les esperaban.
Los músicos interpretaban todo tipo de música, desde Vivaldi a músicos más modernos como Domenico Scarlatti o Luigi Boccherini. Los invitados danzaban, mostrando sus mejores gavotas o incluso algunos minués. Los hombres casi se empujaban y desplazaban a codazos con la intención de conseguir como pareja de baile a Alba Gutierre de Llanes, degradando a sus esposas e incluso a ellos mismos. Incluso un animado Andres María le susurró al oído al marqués: “las tristes y bellas suelen ser las fogosas y ardientes”. Ayán, se mordió la lengua, rabioso, pero aguantó estoico. Su esposa volvió a sentir náuseas, animadversión a todo lo que acontecía en el salón. Imágenes de su pubertad, de su vida marital. Visiones de orgías en el brillante suelo de la estancia fueron algunos de sus pensamientos. Harta de sentirse un objeto se disculpó ante su marido y se retiró temprano a sus aposentos.
—¿Quiere que la ayude, señora? —preguntó la doncella al verla algo aturdida.
—No, gracias, tan solo tráigame un vaso de agua, por favor —respondió ella sentada en la cama con dosel, con dificultades por las faldas superpuestas de gran envergadura.
La muchacha obedeció diligentemente después de hacer una pequeña reverencia.
—Aquí tiene señora.
—Gracias. Vuelva en media hora para ayudarme a desvestirme.
La doncella asintió y dejó a Alba sola, con sus pensamientos. La señora sintió el corazón latir con fuerza y sudores por todo el cuerpo. Primero lo achacó al vino, pero los pequeños calambres y la respiración desacompasada enseguida le recordaron lo que llevaba años padeciendo. Ataques de pánico o angustia vital era el nombre que le había dado su médico, el ilustre judío Luís Benbassat.
Intentó relajarse, impregnó de agua su mano y aplicó la frescura a la cerviz, eso solía relajarla. Tumbada sobre la cama recordó la vez que había visitado los sótanos del castillo, más próximos a unas catacumbas que a unos sótanos, en realidad. Pasillos casi laberínticos, lúgubres y tenebrosos. Sabía que en alguna de sus celdas se encontraba encerrado él. “La bestia impúdica”, le había llamado alguna vez su esposo, demostrando la sensibilidad de un jabalí. De nuevo sintió ganas de llorar cuando la interrumpió la doncella:
—¿Le ayudo con el vestido, señora?
—Sí, por favor —contestó poniéndose en pie como pudo.
La doncella, acostumbrada a la tarea, consiguió librarla de la parte de abajo con relativa facilidad, dejándola solo con las enaguas blancas de lino. Siguió desabrochando los múltiples lazos del corsé, uno tras uno con paciencia y destreza hasta conseguir liberar a Alba de la diabólica prenda, mostrando una cotilla fina de lino, también blanco, moderna e importada de Francia.
—Ya casi estamos señora.
Se dispuso a desabrochar ahora la fina cotilla cuando el marqués interrumpió en la habitación.
—Déjenos solos —ordenó seco, tambaleándose por el alcohol.
La muchacha obedeció preocupada, haciendo una reverencia y abandonando la habitación lo más rápido posible. Ayán se acercó lentamente a su esposa, manteniendo con dificultad el equilibrio y esgrimiendo en el rostro una sonrisa sádica. Alba lo miraba completamente quieta, firme, con desprecio, pero en actitud respetuosa. Sintiéndose desnuda por la escasez de sus prendas.
—Te has ido muy pronto del baile, me has dejado solo con el atajo de borregos.
—Lo siento, no me he sentido bien.
—No me he sentido bien, ¿cuándo te sientes bien, eh? —dijo agarrándole el mentón con los dedos —. Todos te miraban, podía sentir su envidia.
El marqués agarró el pelo rubio recogido en un moño, desprovisto desde hacía rato de la peluca, y lo movió de lado a lado, enredando los mechones entre sus dedos. Luego bajó las manos y las detuvo en sus pechos, acariciándolos por encima de la cotilla.
—Mi preciosa esposa, tan bella como aburrida. Me desprecias, ¿verdad?
Ella no contestó, conocía bien a su marido en estado de embriaguez. Si apenas lo soportaba estando sobrio, beodo aún le causaba más repulsión.
—Yo, que salvé a tu familia y a ti misma de la vergüenza. Que guardé tu secreto hasta el día de hoy. ¿Cómo me lo pagas? Ni una sola palabra de agradecimiento, ni una sola muestra de cariño. ¡Es como estar casado con un armario!
Agarró la prenda y la desgarró con fuerza, rasgándola por completo y dejando que impactase contra el suelo. Alba se tapó los pechos desnudos de manera instintiva con los brazos.
—Por favor… —balbuceó ella.
—Eso, cúbrete, tápate el cuerpo del pecado. Soy tu esposo, ¡¿te enteras?!
El marqués la agarró por los hombros y le dio la vuelta con fuerza, de un solo movimiento. Observó su preciosa espalda desnuda, la empujó contra la cama y se abalanzó sobre ella. Pudo notar el bulto de su marido presionando sobre sus nalgas, separados solo por la ropa. Cómo pudo, el señor del castillo se desvistió de cintura para abajo, deshaciéndose del calzón y todo lo demás.
—Esta vez intenta disfrutar, aunque sea solo un poco.
Le bajó las enaguas hasta las corvas, colocó su erecto miembro en la entrada de la vagina desde atrás y sin previo aviso la penetró con brutalidad, gimiendo como un cerdo en el matadero. Alba no se resistió, aquello era parte del deber marital, todas las mujeres sabían eso. El dolor era intenso, pero menos que la repulsión que sentía. El marido siguió disfrutando de su ansiado cuerpo, embistiéndola cada vez con más fuerza, llenando la estancia de gritos de placer.
—¡Muévete un poco, aunque sea por una vez! Es como estar con una muerta.
Continuó arremetiendo con dureza, golpeando con los genitales las redondas y apetecibles nalgas de su esposa mientras le mordisqueaba el cuello, atravesándola hasta lo más hondo de su ser hasta que no pudo más y, teniendo espasmos por todo el cuerpo se derramó en su interior, quedándose exhausto al momento. Esa quizás era la única virtud del marqués, pensaba siempre la señora, era tan desagradable como breve. No eran pocos los hombres que pensaban que ella era demasiado mujer para tan poco caballero.
Ayán Gutierre de Llanes volvió a vestirse, recuperando el aliento después del acto mientras decía entre dientes:
—Ni siquiera has sido capaz de darme un hijo. A mí no, claro.
Pesadillas
Alba corre por los pasillos del palacio, no sabe la razón, solo sabe que debe correr. Su padre y su madre le preguntan qué le pasa, pero ella no puede hablar. Tiene catorce años.
Alba se enjabona en la gran bañera de mármol de su baño. Siempre se siente bien entre los jabones y la espuma, pero nota unos ojos, que la miran, la observan, la vigilan. Siente pudor, también miedo.
Alba corre por los pasillos, llega hasta la habitación de sus padres. Quiere hablar, pero no puede. Quiere gritar, pero no le sale la voz. Quiere confesarse, pero le es imposible.
Alba duerme plácidamente, pero algo le despierta. Siente que la cama se hunde en la noche, por el peso, la carga de una persona, de un joven adulto. Intenta abrir los ojos, pero tampoco puede. Nota como una mano, varonil, le tapa la boca, le sella los labios. Nota como un cuerpo, fornido, la inmoviliza. Nota como una mano, lasciva, le sube el vestido.
Nota todo lo demás.
La señora se despertó de un salto, no sabía si era demasiado tarde o demasiado pronto. Estaba empapada en sudor, aterrada por las pesadillas. El respingo que dio en la cama despertó al marqués, que enseguida se preocupó por su estado.
—¿Qué te ocurre? ¿Otra pesadilla?
La abrazó, el alcohol ya no estaba en su organismo, este había sido sustituido por la pena y la culpa por lo ocurrido la noche anterior. No sintió alivio entre los brazos de su marido, difícilmente podía sentirlo entre los brazos de ningún hombre.
—Háblame, ¿qué soñabas?
Ella sintió como si sus labios estuvieran sellados por una fuerza invisible.
—No puedes seguir así, eras pequeña, sé que no pudiste hacer nada. A veces Dios nos envía dificultades, hay que superarlas. Sabes que aquella bestia es nacida del pecado, una abominación. Un monstruo que te dejó estéril al salir de tus entrañas, como muestra del dolor que estaba por venir.
Ella siguió muda.
—No fue tu culpa, fue culpa de tu hermano —sentenció él.
—Necesito verle —dijo Alba, hastiada de todo.
Encuentro en la oscuridad
El marqués y el mozo de armas iban armados con un fusil y un trabuco respectivamente.
—Usted señora grite, grite y vendremos en su ayuda —le dijo el mozo.
—Alba, lo que vas a ver hoy no es tu hijo. Es una alimaña, nunca ha entrado en contacto con nadie, ¿lo entiendes?
Ella se limitaba a mirarles fijamente.
—Es un monstruo señora, yo mismo le traigo la carne cada día. Peor que una bestia.
—Alba, cielo, escúchame por favor. No tienes que hacer esto, deja que te acompañe por lo menos.
La señora miró el pasillo, largo y mal iluminado por un par de candiles. De piedra, silencioso. Negó con la cabeza.
—Señora, usted grite y nosotros nos ocuparemos.
—Por favor, te suplico que me dejes acompañarte —insistió el marido.
—Debo hacerlo sola —respondió ella.
El esposo le entregó una pesada llave de hierro, señaló el pasillo y le indicó:
—Es la celda que está al final de todo a la izquierda.
Volvió a mirar, miró al marido y por primera vez en años le acarició la cara con ternura.
—Estaré bien.
Se adentró decidida en la oscuridad, colocando un pie delante de otro, paso a paso hasta que dejó a los dos hombres atrás. Cuando llegó al lugar indicado, solo vio una puerta de metal, robusta, con unos barrotes y una pequeña abertura por la que dedujo que le daban la comida. Puso la llave en la cerradura y lentamente le dio tres vueltas. Abrió, respiró hondo y entró en aquel pequeño cuarto, húmedo y oscuro. Su hijo estaba sentado en una esquina, mirando al suelo. Tenía la piel sucia, mugrienta, el pelo largo y despeinado y vestía con harapos.
—Hijo —dijo ella con voz quebradiza.
Enseguida reaccionó, mirándola desde su rincón. Era la primera vez que alguien le hablaba desde dentro de aquella celda. Ni siquiera sabía que significaba aquella palabra, “hijo”. Se levantó y anduvo como lo haría un simio, con las piernas flexionadas y los brazos colgando. Alba sintió un escalofrío. Su cara estaba llena de pequeñas heridas, de erupciones cutáneas. Las uñas eran largas y sucias y los dientes, los pocos que mostraba, estaban roídos, completamente podridos.
—Hijo mío —insistió ella mientras que la bestia le olisqueaba los pies como si se tratara de un animal.
Emitió un extraño sonido, un gruñido, un intento por comunicarse. Su cabeza se enredaba entre su falda, oliendo ahora sus piernas y llegando a la altura de su sexo. La señora, valiente, le acarició el pelo, áspero y descuidado. Se alegró al ver que reaccionaba casi con cariño, sin mostrar ni un ápice de la violencia de la que la habían advertido. Continuó restregando su nariz por el cuerpo de la madre, pasando por el vientre y llegando hasta el escote, olisqueando sus pechos. Ella le acariciaba la cabeza ahora con las dos manos, sintiendo unas ganas de abrazarle infinitas. ¿Qué culpa podía tener aquella pobre criatura de los pecados del padre, de los pecados de su hermano?
El hijo olfateó hasta llegar a la cara, restregando su nariz por ella e incluso lamiéndola, probando su sabor. Alba se sintió inspeccionada por un perro inofensivo y juguetón. Los gruñidos y la excitación del joven recluso iban en aumento, sentir el contacto de su maltratada piel rozarse con la de aquel angelical ser, que le hablaba, aunque no le entendiera, que era tan suave como la mejor ropa, era algo que jamás había experimentado. Inspeccionándola acabó por empujarla contra la pared de piedra, las manos recorrían el cuerpo de la madre, colándose por todos los rincones, explorándola instintivamente. Ella se sintió incómoda por primera vez.
—Cariño… tranquilo…
Pero él no estaba tranquilo, su cuerpo le pedía algo que no sabía que era. Dieciocho años de oscuridad lo habían convertido en un animal de instinto, era lo único por lo que se guiaba. Magreó aquel cuerpo hasta que de manera brusca desparramó uno de sus pechos por encima del corpiño. Ante la sorpresa de la madre empezó a chupárselo, mordisqueando el pezón mientras que las garras seguían arañando todo su cuerpo.
—Cálmate, cálmate.
El ser recorría ahora toda la anatomía descubierta de la madre con la lengua, llenándole el seno, el escote y el cuello de saliva mientras que se bajaba los pantalones y dejaba al descubierto una descomunal erección. Cuando la señora la vio sintió como el pánico se apoderaba de ella. Pensó que aquel cuerpo estaba corrompido por la malicia de su padre, pero a su vez no podía desearle nada malo, le quería. Era consciente de que nunca le habían dado una oportunidad. Forcejeó con él, pero la bestia era mucho más fuerte y gruñía más alto con los intentos de resistencia. Alba sabía que si su marido los oía, lo matarían sin compasión. Decidió callar.
—Hijo por favor, por favor, tranquilo.
Le habló como a un bebé, pero fue inútil, sin saber muy bien que hacía aquella aberración humana le subió el vestido y presionó el miembro erecto contra su sexo, la ropa interior de encaje era la única protección que le quedaba a la noble mujer. La bestia restregaba sus partes contra ella cada vez más excitado, mordiéndole los generosos pechos que ambos se encontraban ahora desprotegidos por el fino corpiño. Se arrepintió de no haber acudido en su encuentro mejor ataviada. El ser intentaba penetrarla por instinto, buscando un alivio que no había tenido en casi dos décadas, nervioso, excitado y frustrado por la situación
—¡Grrge, gredger, grrdgrrrrr!
La madre pudo notar como la brusquedad aumentaba y también sus gruñidos, no sabía qué hacer, su vida era una vida de abusos, pero no quería que el hijo, primitivo pero inocente, pagara por los pecados de otros.
—¡Grrgegre, gredgserr, grrdgrrrrfdr!
Finalmente, sufriendo por ser descubiertos, agarró con su delicada mano el falo de la criatura, moviéndola con delicadeza, masturbándolo para que se tranquilizase mientras que con la otra se libraba de la ropa interior. Acto seguido, acercó el miembro a su sexo en una acción de infinita generosidad. En cuanto el ansioso glande rozó la vagina de Alba la penetró con fuerza, con instinto animal, estampándola contra la pared y embistiéndola con el deseo de veinte hombres fértiles. Mientras disfrutaba de su cuerpo la madre le tapaba la boca con las manos, amortiguando como podía los gruñidos. Sintió como se desgarraba por dentro, era como si la atravesaran con una daga dentada, como si abusara de ella un auténtico felino.
Consiguió enmudecerle, o por lo menos convertir aquellos rugidos en un sonido sordo, un eco entre las piedras. El hijo seguía acometiendo contra ella con pasión, el dolor de su sexo se unió al de su espalda y sus nalgas rebotando contra la pared maciza. Algunos instantes notaba como sus pies se levantaban del suelo, llevados por las brutales penetraciones. Se mordió el labio con fuerza para no gritar, luchó por no llorar delante de aquel acto degenerado a los ojos de cualquiera. Lejos de resistirse, le abrazó, rodeándole con las piernas mientras la bestia la destruía por dentro y por fuera.
—¡Grrgegrrgre!, ¡gredgsrtgfrr!, ¡grrdgrdffdrrrfdr!
Finalmente pudo notar los espasmos de su miembro antes de llegar al inmenso orgasmo, llenándola de su simiente caliente. Arañándola todo el cuerpo mientras eyaculaba. Con cuidado, se quitó el miembro del interior y se adecentó la maltrecha ropa como pudo. Abrazó a la criatura con ternura, con amor. Acurrucó a la exhausta bestia encima de ella y le cantó su primera canción de cuna.
Dios la había abandonado, pero su hijo no tenía la culpa.