Bendita transgresión
Aprendemos a amar la transgresión, porque la asociamos indisolublemente a la exquisita sensación del placer prohibido y a la aún más excelsa experiencia de burlar esa prohibición y degustar los manjares de los frutos prohibidos.
Amalia era una niña distinta. Solitaria y hábil para aparecer en los momentos y lugares más inesperados, sin casi hacer sentir su presencia. Tenía la virtud de confundirse con el ambiente para pasar desapercibida y curiosearlo todo. El brillo de su mirada la delataba como una gran curiosa. Sus ojos chispeaban alucinantes y alucinados cuando espiaba a alguien o algo. Su curiosidad era insaciable y parecía estar en todas partes, observándolo todo, extasiada con los detalles.
Era menuda y grácil, de corte casi oriental, con sus ojitos rasgados y abultados. Se movía como deslizándose ingrávida, con pasos que semejaban una coreografía. Si le interesaba una conversación de los mayores se detenía y los contemplaba con fijeza. ¿Cómo hacía para pasar desapercibida si se colocaba mero enfrente de ellos? Era como maga, como si la protegiera un aura del no-tiempo y la ocultara de todos, menos de mí.
Su madre y mi madre actuaban siempre su consabido papel de puritanas. Remachaban el eterno reclamo de que los maridos, nuestros padres, eran unos infieles, buenos sólo para tirar el dinero con mujerzuelas, dejándolas en la ruina no tenían compasión una a otra sobreponían el ímpetu de sus quejas y quebrantos, sin escucharse realmente, sin comprenderse, pero les estrechaba precisamente el vínculo que las unía como víctimas del mismo pecado y penitencia: el dolor de la infidelidad.
Mi padre manejaba un taxi, pero su horario era absolutamente irregular. Se sincronizaba con sus múltiples aventuras, pues las mujeres lo asediaban y perseguían, lo cual desquiciaba y enfurecía a mi madre, que había hecho de la santidad su vocación, según creo, más por el placer que encontraba de ser víctima del martirio de un esposo así, que por verdadera convicción cristiana.
Yo había notado que mi padre dejaba fascinado a la pequeña Amalia. Lo seguía, evanescente, y él apenas se percataba de su presencia. De cuando en cuando, le extendía una caricia en la mejilla, o en la nuca, o en la barbilla, y élla reacariciaba plácidamente, lenta y lujuriosamente, aquella parte que él había tocado.
Un día el universo se volvió loco. Mi padre estuvo ausente toda la noche y llegó, todavía medio ebrio, hacia la media mañana. Recien había llegado a la casa una prima de mi madre. Era una joven hermosa, plena de coquetería. Ella era de la costa guerrerense, donde las mujeres cobran fama de lujuriosas y calientes desde muy corta edad.
Discutían muy feo era terrible lo que se decían. Mi madre tiraba y rompía cosas y mi padre la amenazaba con golpearla toda esa barbaridad que se da en la vida cotidiana. Amalia y yo, estábamos espantados, contemplando el rebundio huracanado que lo afectaba todo. Ni siquiera notaban nuestra presencia; Ofelia, mi tía guerrerense, optó por escurrirse y se metió a la recámara contigua, para espiar desde ahí los sucesos. De repente mi madre salió de la casa, dando un portazo y gritando que nunca regresaría. Yo debía haber corrido detrás de élla, pero un presentimiento me hizo permanecer ahí, malamente atado a esa circunstancia a mi lado Amalia ¿qué íbamos a saber qué hacer si Amalia tenía 5 y yo 4 años. Estábamos estupefactos.
De repente, la mirada de mi padre se clavó en la puerta entreabierta de la recámara, desde donde Ofelia lo observaba temerosa. "¿Así que ahí estas tú? ¿Y de qué lado te pones?" La actitud de mi padre había cambiado. Era melosa y envolvente, pícara y descarada. La seducción subía de tono. Mi padre la requebraba, y Ofelia lo evadía como en las danzas tradicionales, con una coquetería que lo alentaba a seguir y perseguirla.
Estaban tan encantados en su juego, que para nada notaban nuestra presencia infantil. ¡Qué escena! Mi padre la atrapa por la cintura en la entrada de la recámara, la besa en el cuello y ella le dice que no con voz ahogada, el busca su beso y ella lo evade, pero lo roza el la va conduciendo adentro del cuarto la lleva casi en vilo y ella hace como que resiste pero no se resiste, sino que gradualmente se va entregando y en su rostro se observa algo así como el éxtasis y las manos de mi padre la recorren por todos lados, aparecen y desaparecen por entre sus ropas como si fueran cientos de manos y le susurra en el oido y le besa la boca mientras acaricia con furor sus senos y ella se queja con quejidos que parecen el cántico afrodisíaco de la diosa afrodita o de alguna de sus más bellas ninfas.
Amalia y yo veíamos todo desde el dintel de la puerta. Yo apoyaba mi cuerpo contra su cuerpo. ¡Ese olor! Ese olor que percibí de repente, y que manaba a raudales del cuerpo de Amalia, causándome un ahogo en la respiración. Me sentía aturdido por su presencia, por su contacto. Estaba rojo como un jitomate, pero sentía el olor de su pelo, el olor de sus hombros, de su nuca. Me pegué más a su cuerpo de manera instintiva. Ofelia le había sacado el miembro a mi padre y se lo acariciaba. De pronto ¡la mano de Amalia en mi pizarrín! ¡Trágame tierra! Sentí que las puertas de los siete universos se me abrían para siempre Qué exquisita sensación, irreconocible por nueva y fresca que dulce extravío y mareo adoré a mi padre y a Ofelia mientras hacían de su lujuria arte y locura, olvidados de todo. Comencé a besar el cuello de Amalia, metí la mano debajo de su faldita y acaricié sus piernas y fui subiendo la mano y su pantaletita y su puchita estaban empapadas. Probé por vez primera el sabor de ese elixir. Ambrosía. Néctar no hay palabra que defina realmente su alcance y sus sensaciones.
Me hinqué y besé y acaricié sus piernas y sus pantaletitas mojadas con el sabor del cielo. Le quité sus chones y la mamé y la besé extasiado, loco, olvidado de mi Padre y Ofelia. Amalia suspiraba y se retorcía, se retorcía y suspiraba y me agarraba la cabeza y me jalaba el pelo y suspiraba y se quejaba y se retorcía. Ofelia gritaba perdida en el Placer mi padre gruñia como cerdo o como oso, como un ser de otro mundo.
Lo que siguió después fue terrible. Pero eso lo relataré en otra ocasión. Pues ahora tengo que rendir culto a Onán, pues ese indeleble recuerdo de Ofelia y Amalia, en medio de la total trasgresión, tiene en mis neuronas muchas connotaciones que me han hecho poner de lo más cachondo.