Belzeba i. mi nombre es legión
En las entrañas del Infierno, una legión de demonios liderada por el hermoso Ángel Caído tortura despiadadamente a los pecadores condenados. Entre ellos, la perversa y lasciva Sor Suplicio es sometida y violada por el propio Lucifer y una pareja de demonios.
Los gritos de dolor reverberan a través de la llanura del Tártaro como una crispada y angustiosa sinfonía, la banda sonora de la incandescente atmósfera que asfixia aquel universo sin luz. Los llantos ascienden hacia la cúspide de la solitaria e interminable torre que domina el desierto extendido en todas direcciones –si este concepto conserva algún significado en tan desolado lugar–, franqueado por las quebradas y monstruosas Montañas de la Locura. En lo alto de la atalaya una majestuosa figura extiende sus alas de blancas plumas, mostrando indolente su desnudo cuerpo de perfecta anatomía. Su cabellera rubia y ondulada es mecida por la corriente de aire generada por los efluvios que emergen de los cráteres de lava, impregnada de un inconfundible y corrosivo aroma a sulfuro. Sus ojos, de un azul casi transparente, auscultan toda la extensión de sus dominios hasta el inexistente horizonte, disfrutando una vez más de la dodecafónica belleza que componen los llantos de la legión de condenados. Se mueve lento y seguro, como un felino disfrutando de su propio poder, balanceando su pene al caminar junto al borde de la plataforma sobre la que se alza su trono.
–¿Señor?
–¡Ah! Mi buen Baalzephon; y mi querida Alouqua –la voz resuena como un grave tañido de campanas–. ¿Qué me traes aquí?
A un gesto del demonio su compañera empuja a la mujer, arrojándola a los pies de la alada figura. El desnudo cuerpo tiembla acurrucado, sin atreverse a alzar la mirada.
–Su nombre en el mundo era Sor Suplicio de los Sagrados Clavos de Cristo. Acaba de llegar a nosotros desde el Purgatorio.
–¿Su pecado?
–Creo que ha completado la lista –informa irónica Arouqua–. Aunque ha destacado en avaricia y lujuria. Fue abadesa de un convento, que servía como hospicio para niños huérfanos. A éstos les vendía como mano de obra barata, o para satisfacer los peores instintos de sus compradores. Además le gustaba reservarse a los más apetitosos para saciar sus propias depravaciones. Tras fallecer, sin embargo, la Iglesia comenzó su proceso de canonización.
–¡Vaya, vaya! –Comenta con sorna el Señor del Inframundo–. Me parece que vas a encajar perfectamente aquí, hermana. ¡Alza la vista!
La mujer, paralizada por el terror, no hace ademán de obedecer
–¡Puta hipócrita! –Brama la diablesa agarrando a la monja por su corto cabello– ¡Obedece la orden de tu señor!
La mirada de la abadesa asciende por las poderosas piernas del Ángel Caído, como modeladas en mármol, hasta alcanzar el largo pene que descansa relajado sobre la imberbe bolsa testicular, coronado por un triángulo de vello púbico que asemeja un rubio y rizado tridente. Su plano abdomen da paso a unos pectorales fuertes y viriles, y sus brazos, largos y musculados, aguardan en jarras sujetando sus estrechas caderas. Cuando la vista de la mujer se cruza al fin con la implacable mirada del Señor de los Infiernos, siente como si se asomara a un abismo sin fondo. Y pese a todo su pavor, pese a la conciencia de ante quién se halla postrada, no puede evitar pensar que mira al ser más terriblemente hermoso que jamás ha visto. Una palpitación se enciende entre sus piernas, descubriendo azorada que su vagina se humedece con rapidez.
–¡Oh, Dios mío! –Es lo único que acierta a decir.
–No precisamente –replica divertido el Gran Tentador–. Y no te canses invocándole. Si estás aquí es porque Él te ha condenado.
Alouqua, que no había soltado la cabellera de la mujer, empuja su cabeza hacia delante, hasta que sus labios casi rozan el estriado y brillante glande del Diablo. Sor Suplicio intenta resistirse, pero la diablesa agarra su mentón con una mano de largos dedos y uñas como garras, y le fuerza a abrir la boca.
–¡Vamos! –Le ordena– Preséntale tus respetos a tu amo y señor.
Incapaz de resistir la sobrehumana fuerza de su guardiana, la religiosa posa sus labios sobre la piel del miembro y lo introduce en su boca. Su tacto gélido y a la vez viscoso le produce una fuerte repulsión, pero al mismo tiempo experimenta un indescriptible sentimiento de obscena atracción, como si aquella sobrenatural polla emitiera una incontenible energía, una fuerza gravitatoria que le conminara a devorarla. El roce de los labios propicia el comienzo de la erección, de modo que su lengua puede deslizarse por el fuste parcialmente rígido, explorando las protuberancias venosas hasta alcanzar la rugosidad del frenillo, el cual se tensa entre los pliegues del glande. Lame con glotonería el rosado capullo y desliza el anillo de carne que forman sus labios por toda la superficie de la verga, enhiesta ya en toda su gloriosa extensión.
–Mira cómo le gusta a esta pequeña zorra –dice Baalzephon–. Se nota que tiene experiencia en comer pollas. Esto es lo que te gustaba hacerle a tus huerfanitos, ¿eh cerda? Chuparles bien el nabo, ¿verdad? Pues aquí te vas a hartar. Vas a tragar picha hasta que se te desencaje la mandíbula.
Alouqua, por su parte, desliza entre risas su mano hasta las nalgas de la mujer, introduciéndola en la raja. Comienza a estimular el ano, que con rapidez dilata permitiendo la entrada del dedo índice de la diablesa, quien empuja hasta hacerlo desaparecer dentro del palpitante cráter. Detrás de él introduce los otros dedos, logrando meter su mano entera en el esfínter.
–Mira Baalzephon, esta puta está deseando algo grande y poderoso que tape su agujero. ¿Por qué no la complaces?
El demonio se aproxima al trasero de la monja, completamente abierto a las caricias de su compañera, enarbolando su polla enorme, semierecta y labrada con el bajorrelieve de sus venas. Alouqua extrae su mano, agarra el miembro y lo masturba hasta lograr una erección plena.
–Querida –dice el demonio–, será un placer para mí mostrarle a esta puerca el talento que me ha otorgado mi título en las Fosas del Castigo: el Empalador.
Guiado por su compañera, aquel desproporcionado ariete de carne y sangre –o sus equivalentes infernales– sitúa su hinchada cabeza contra el anillo de la religiosa, cuya dilatación no es suficiente para albergar el diámetro del monstruoso miembro. La mujer, al sentir la humedad del capullo contra su esfínter gira ligeramente la cabeza y logra con el rabillo del ojo intuir la amenaza que se prepara para destrozar sus entrañas.
–¡No! –Suplica apartando de su boca el miembro de Satán– ¡Es demasiado grande! ¡Y yo son virgen… de ahí!
-¡Ja! –Se burla Baalzephon– Eso habrá que verlo.
La mano del Ángel Caído agarra la cabeza de la monja y le obliga a tragarse de nuevo su polla –“¡Continúa!”–, insertándola con virulencia hasta que el glande choca contra las amígdalas, lo que a la mujer le provoca una fuerte arcada que apenas puede contener. Inmovilizadas sus caderas por la irresistible fuerza de los brazos de Baalzephon, siente como el miembro de éste comienza a abrirse paso hacia el interior de su culo, palpitando y deslizándose como una escamosa constrictor. Su ano se expande hasta casi desgarrarse y las oleadas de dolor parecen a punto de hacerle perder el conocimiento.
–Virgen, ¿eh? –Bromea el Empalador– No es la primera vez que alguien transita por esta gruta. Está tan dada de sí que podría contener a todas las vergas de la Guardia Infernal.
–Buena sugerencia –replica Alouqua con entusiasmo–. Creo que sería un castigo apropiado para esta puta con hábito. ¿Qué tal un aperitivo?
La diablesa se ajusta a las caderas un arnés del que cuelga un consolador de desproporcionado volumen, cuya oscura superficie se cubre de innumerables concavidades y protuberancias puntiagudas, balanceándose amenazador con los movimientos de Alouqua. Se agacha detrás de Sor Suplicio, quien soporta las embestidas de la dura cabalgada de Baalzephon, quedando ante su vista las estrechas y poderosas nalgas del demonio tensionándose con cada empuje, mientras sus grandes testículos se descuelgan desde el perineo como dos jugosas frutas dentro de una rugosa bolsa de piel, meciéndose al son de los movimientos de su dueño. Bajo ellos se abre la rosada vagina de la monja, dilatada y empapada por una excitación que contradice los gemidos de sufrimiento y protesta que de vez en cuando emite, cuando el grueso trozo de carne que Lucifer mueve en su boca se lo permite. La diablesa posa sus manos sobre el culo de su compañero y le abre las nalgas. De su boca surge una larga y bífida lengua que se desliza con habilidad por la raja, lamiendo el ano de Baalzephon.
-¡Mmmm…! Eso es, querida.
Su lengua desciende por la suave piel de los testículos, los cuales Alouqua introduce en su boca y saborea con fruición. Después baja hasta el coño de la monja, que responde a sus caricias segregando abundante fluido. Cuando la diablesa considera que se halla lo suficientemente lubricado se yergue y empuña el consolador para penetrarlo.
–No te confundas de agujero –bromea Baalzephon lanzando una mirada a su propio trasero.
–Tranquilo –replica ella–, lo dejaremos para cuando no estemos trabajando.
Sitúa entonces el falo sintético a la entrada de la vagina y empuja hasta verlo desparecer por completo en su interior, algo que en principio parecía poco probable. Le penetración con aquel descomunal instrumento provoca un espasmo de dolor en la monja, que involuntariamente hinca sus dientes en la polla que satura su boca casi asfixiándola. Sin embargo la carne no cede, sintiéndola en su dentadura dura como una barra acero.
–¡Vaya! –Exclama divertido Lucifer– Nuestro pajarito muerde. Quizá tengamos que reforzar nuestra disciplina para que aprenda la lección.
Aprieta contra su pubis la cabeza de Sor Suplicio, obligándole a tragar polla hasta que sus labios chocan contra la piel del escroto. Ella experimenta una terrible sensación de nausea cuando el glande empapado en líquido preseminal comienza a penetrar en su garganta. Por detrás Baalzephon cabalga contra sus nalgas con furia, el tiempo que sus garras las azotan hasta hacerlas sangrar.
–¡Vamos puta! –Grita desatado el demonio–. ¡Mueve tu culo si no quieres que te arranque la piel a tiras!
El ataque simultáneo de los tres falos es excesivo para la monja, quien convulsiona sacudida por un telúrico orgasmo que recorre todo su cuerpo desde el bajo vientre, como oleadas de un seísmo. Entre estertores su coño expulsa una cantidad increíble de líquido vaginal, extasiada porque nunca antes se había corrido con tanta intensidad.
–¡La muy zorra! –Exclama Alouqua con su arnés aún incrustado en la raja de Sor Suplicio, al tiempo que con su mano se masturba hasta alcanzar el orgasmo– ¡Qué manera de correrse! Otra esposa del Señor que ha descubierto los placeres del Infierno.
Baalzephon y Lucifer eyaculan igualmente. El abundante y viscoso semen del primero inunda el esfínter de la mujer, abrasándola como si lava incandescente erupcionara en sus entrañas, mientras que la leche del ángel caído quema su boca como si de ácido se tratara. Agotada y destrozada, la religiosa queda tendida en el suelo expulsando demoníacos fluidos por sus orificios.
Baalzephon se coloca ante ella sujetando con la mano su polla aún enhiesta.
–Ya que disfrutas tanto con nuestros jugos demoníacos, te voy a dar un premio.
De su amorcillado pedazo de carne surge un abundante chorro de orina caliente, que al contacto con la piel de Sor Suplicio genera una pequeña nube de vapor. Ella se retuerce, dominada ya por completo por su propia concupiscencia.
–Qué gran idea –dice Alouqua, situándose sobre el rostro de la monja con las piernas bien abiertas.
Con los dedos abre los labios aún dilatados de su coño y mea sobre la cara, en tanto su compañero apura su interminable micción sobre el resto del cuerpo de la ex abadesa. Ésta, excitadísima, abre su boca para recibir el dorado chorro de Alouqua y se mete la mano entre las piernas para masturbarse, hasta que logra correrse.
–Sin duda posee aptitudes para convertirse en concubina del Serrallo Infernal –comenta Lucifer admirando la escena–. Pero antes que purgue sus pecados en las Simas del Dolor.
La pareja de demonios obedece, arrastrando el inerme y conmocionado cuerpo de la mujer.
–Algo más. Traed a Belzeba ante mi presencia.
–¿Señor? –Pregunta Alouqua.
–Ya habéis oído. Quiero ver a mi hija.