Bella 05: crossover (Doña Luisa 06)
Una nueva experiencia para Bella y Alberto.(Aviso: contiene escenas de sexo homosexual explícito)
Durante los meses siguientes, nuestra relación había ido complicándose de manera extraordinaria. Bella asumía con mucha naturalidad aquel papel dominante con respecto a mí, y parecía gozar ejerciéndolo. Era como si se hubiera librado de una losa y gozara de su recién recobrada libertad y, por alguna razón, quizás por que le recordaba los años que había pasado sumida en el desconcierto que le habían generado los abusos que padeciera en su infancia-, mi humillación contribuía a hacerla sentir más libre.
Quizás esto convenga aclararlo, para que no se hagan ustedes una idea equivocada: Bella me trataba bien. Era dulce conmigo, y nuestra vida resultaba cómoda, si no fuera por la forzada abstinencia a que me sometía, que se veía agravada a menudo por el hecho de que, de una manera o de otra, me hiciera partícipe de sus aventuras, casi siempre sin recompensa inmediata.
En cualquier caso, aquella abstinencia terminé por interpretarla como placer. Podría decirse que comprendí que el placer no era tan solo eyacular, sino también todo lo que sucedía antes. De alguna manera, aquella privación imponía una fijación en el deseo, una presencia del deseo permanente, como lo era la excitación, que convertían mi vida en una peculiar forma del placer.
Debo decir que su vida amorosa se convirtió en un remolino. Rara vez pasaban más de dos o tres días sin que experimentaba su recién descubierta sexualidad, que ejercía de una manera voraz y poco calculada. Salía de casa dejándome claro que iba “de caza”, y conseguía siempre su objetivo.
En ocasiones, me llevaba con ella. Entonces, asistía al despliegue de seducción con que envolvía a cualquier muchacho, a cualquier hombre que decidiera que iba a ser su víctima. Manejaba aquel cuerpo rotundo de sus cuarenta años perfectos con una soltura instintiva. Parecía nacida para seducir. Elegía su pieza, se acercaba, y conseguía una gestualidad que, sin ser escandalosa, no dejaba dudas respecto a lo que quería. No recuerdo que nadie lograra resistirse a ella. Ni siquiera recuerdo que nadie lo intentara.
En ocasiones, según donde estuviéramos, la cosa se resolvía en el acto y en el sitio: Bella buscaba, encontraba, y usaba a sus amantes en un bar. Se encerraba con ellos en los aseos y, allí, satisfacía sus impulsos dejándome fuera, sabedor de lo que sucedía, con ella obsesivamente presente en mi pensamiento, enfermo de deseo. En aquellas ocasiones, solía pedir una copa mientras esperaba casi mareado, con el pecho apretado y una erección dolorosa que, en algún caso, llegó a mancharme el pantalón. La imaginaba encerrada en uno de aquellos cubículos con uno o varios desconocidos, dejándose follar, corriéndose, recibiendo su esperma en el coño, en el culo, en la cara. Podría visualizar sus manos magreándola, estrujando sus tetas, su culo… Y su cara contraída de placer… A veces, los seguía al cabo de un rato y procuraba ocupar el retrete contiguo. Entonces los escuchaba. La oía gemir sin disimulo. La oía pronunciar las frases procaces con que invitaba a sus partenaires a follarla, a hacerlo más fuerte, a correrse…
- ¡Dámela… cabrón! ¡Así… asíiiiiii!
En aquellos casos, solía desabrocharme el pantalón para aliviar la presión en mi polla. La miraba, erecta, casi amoratada, húmeda, marcada de venas gruesas y tensas, sin atreverme a tocarla. Perdía la noción del tiempo.
Una noche, llegó a agacharse, no recuerdo en donde, a mi lado, junto a la barra. Hacíamos que no nos conocíamos. A mi lado, le comió la polla a un muchacho joven. Su espalda llegó a tocar la mía. Le escuché gemir quedamente y supe que se corría en su boca. Estuve a punto de hacerlo yo también. Al terminar, tras levantarse, se me acercó para besarme los labios. Todo el mundo nos miraba. Gemí al sentir sus labios húmedos.
Otras veces, los traía a casa. A cualquier hora, aparecía con un muchacho, o con un hombre -no parecía tener un tipo preferido-, y me hacía estar presente.
- ¿Te importa que nos vea mi marido?
Rara vez nadie se negaba. Cuando llegaban hasta allí, supongo que se encontraban ya en un punto sin retorno, dominados por aquella atracción que parecía despertar, fruto del deseo animal que irradiaba.
En aquellos casos, no era raro que terminara participando junto con ellos. Sí, quiero decir con ellos. Con ella no. A ella parecía tener vedado el acceso. Ni siquiera me permitía tocarla. Solía follarles hablándoles. Les explicaba los detalles de aquella peculiar relación nuestra entre jadeos. Me humillaba llamándome cornudo, maricón… Los tipos acostumbraban a reírse de mí. Me hacía comérselas, dejarme sodomizar… Sometido a aquellos largos períodos de “hambre”, no resultaba raro que terminara corriéndome cuando conseguía que alguno me follara. Me estaba prohibido provocarlo, tocarme, quiero decir, pero no se me reprendía si sucedía “espontáneamente”, aunque tenía que soportar sus bromas y dudas sobre mi virilidad expresadas en voz alta, a menudo entre risas.
- ¿Mira cómo le gusta a la nenita que la follen!
Una noche apareció por casa con un par de muchachos jóvenes, atléticos. Me hizo ver cómo la follaban hasta la extenuación. Parecía eufórica, y aquellos chicos no se terminaban nunca. Follaron su coño, su culo, de uno en uno, los dos a la vez. Tragó su leche, la recibió en cada agujero… Llegó a dejar que se las clavaran ambos al tiempo en el coño. Chillaba como una perra en celo.
Cuando flojearon, como acostumbraba, me invitó a “animarles” de nuevo, y se dejaron hacer. Sentados en el sofá, me dejaron arrodillarme, comérselas, tocárselas. Las sentí crecer en mi boca y en mi mano. Mi propia polla goteaba. Realmente, yo no hubiera elegido aquello, pero era la única posibilidad de culminar mi placer, y la aceptaba. Más que aceptarla… la verdad es que lo deseaba.
- ¿No te apetece follarle?
Se sentó junto al chico a quien seguía comiéndosela, a un palmo de mí. Me miraba a los ojos y se acariciaba. Sentí aquella polla gruesa clavarse en mi culo, y aquella presión interior que me volvía loco. Acariciaba su coño, que goteaba esperma sobre el asiento del sofá. Gemía viéndome. Aquello era lo más próximo a tenerla a que podía aspirar. Me tragaba aquella polla anónima con verdadero entusiasmo. Debo confesar que lo quería. Aquel bombeo permanente por la espalda me tenía enloquecido. Se la chupaba queriendo hacerle correrse, queriendo sentirla estallarme en la boca. Cuando lo hizo, yo mismo comencé a correrme a borbotones. Cada vez que sucedía, mi polla escupía cantidades anormales de esperma. Me corrí como una perra, tragando leche tibia casi con ansia, y sentí la del otro muchacho derramándoseme dentro. Bella gemía y temblaba con los dedos clavados en el coño.
Aquella noche, tras ducharnos, al acostarme, me besó los labios. Sentí placer, como un perro fiel. Una caricia mínima, un beso, y sentía un agradecimiento extraño.
………..
Fue poco después cuando, accidentalmente de nuevo, retomé el contacto con Luisa. Años atrás, había tratado con Carlos, su marido, por motivos de negocios, y llegamos a entablar una relación cordial. Eran una pareja adorable que vivía en una casa preciosa de las afueras de una ciudad pequeña, cuyo detalle van a permitirme que omita. Intimamos durante un tiempo, hasta la muerte de mi amigo. Después, ella se encerró en su mundo de recuerdos y comprendí que los perturbaba con mi presencia, y, lamentándolo, me distancié.
Me encontré con ella por casualidad durante un viaje para tratar unos asuntos con uno de mis clientes. La encontré magnífica, como renovada. Parecía haber recompuesto su vida y respiraba paz y alegría. Pensé que en aquel momento, cuando ya debía rondar los 55, estaba más guapa que cuando nos conocimos, redondeada y radiante. La verdad es que, en el estado en que me encontraba, sometido a privación desde hacía más de tres semanas durante las que no había dejado de asistir a los placeres de Bella, no resultaba difícil atraerme. Tuve que esforzarme para disimular la erección que me causaban sus curvas y la palidez de su piel perfecta.
Intercambiamos teléfonos y prometimos llamarnos. Al despedirnos, supuse que por accidente, nos besamos los labios. Nada serio, apenas un roce, lo suficiente para que viniera a poblar mis sueños junto a la imagen de mi mujer, tan diferente a ella y, debo reconocerlo, las escenas en que muchachos fornidos me poseían. Por entonces, tras más de un año y medio durante el que apenas había llegado a correrme en media docena de ocasiones, y siempre en manos de alguno de los amantes de Bella, experimentaba lo que podríamos definir como una fijación. De alguna manera, y aunque los hombres no me atraían, al menos desde el punto de vista teórico, y tan solo me sometía a ellos por deseo de mi mujer, mi placer se asociaba a su intervención, y no resultaba raro que formaran parte fundamental de mis fantasías. En mi fuero interno, aquello me avergonzaba.
Recibí su llamada apenas dos días después. La Semana Santa estaba cerca, y nos invitaba a pasarla en su casa.
- Ya sabes que hay sitio de sobra, y os vendrán bien unos días de tranquilidad. Además, quiero que conozcas a Jaime y Sandra. Ya te explicaré. Nos ponemos al día, retomamos aquella amistad y, si queremos, lloramos un poco ¿Te parece?
A Bella le pareció bien. Le había hablado de Luisa y Carlos hacía tiempo, y supongo que sintió curiosidad, así que decidió que aceptáramos la invitación y se encargó de los preparativos, así que, el Jueves Santo, por la mañana, Luisa nos recibió en la puerta de aquel caserón que mantenía con algunos pequeños cambios, prácticamente igual que la última vez que había estado allí, cerca de veinte años atrás.
¡Alberto, corazón, qué alegría que decidierais venir!
La misma que me dio verte.
Mira, quiero que conozcas a Sandra, y a Jaime, su hijo. Vivimos… vivimos juntos.
Yo, la verdad, no reparé en lo extraño de aquella declaración. Bella, sin embargo, sonrió con un aire cómplice que tardé en comprender. El perrazo enorme que la seguía a todas partes se acercó a olfatearnos. Debió decidir que éramos de fiar, por que a mí me ignoró en cuanto me hubo olido las manos, y pareció hacerse muy amigo de Bella. Luisa observó el gesto de mi mujer y se sintió obligada a darnos explicaciones que no habíamos pedido.
- Estaba muy sola, a Sandra su matrimonio le iba mal… El caso es que… Bueno, ya entiendes ¿No? Todo el mundo necesita afecto…
Cuando comprendí lo que quería decirnos, me quedé impactado. Parecía imposible que aquellas dos mujeres… Aquella no era la imagen que mi subconsciente se había formado acerca de cómo debía ser una pareja de lesbianas. Me parecía imposible que aquellas dos mujeres maduras, tan… tan normales… Reaccioné o, mejor dicho, mi cuerpo reaccionó de la única manera que me era posible. Sorprendido, ni siquiera disimulé la erección que me causaba la idea. Podía imaginar sus cuerpos amplios rozándose.
- Anda, esconde eso, cerdo.
Me ruboricé. Aquel trato no me resultaba extraño. Me había acostumbrado a ello y, en otras circunstancias, me hubiera proporcionado un punto de placer. Allí, delante de Luisa, de su amiga y su hijo, sentí una vergüenza intensa. Luisa, que había tomado la mano de Sandra entre las suyas mientras trataba de explicarnos su relación, sonrió comprensivamente. No parecía extrañarle. Incluso, me pareció percibir un gesto de alivio, quizás de alegría, muy desconcertante.
- Pero vamos dentro, venga, que hace frío.
El salón, de altos techos abuhardillados, ocupaba las dos alturas de la casa. Nos sentamos en el tresillo alrededor de la chimenea, donde chisporroteaba un considerable montón de leña de encina sobre una no menos considerable cama de cenizas. El ambiente resultaba confortable. Bella se sentó en el sofá grande, rodeaba por Luisa y Sandra. Parecían congeniar, y mantenían una animada charla insustancial y divertida en la que me costaba concentrarme. Jaime, un muchacho guapo, delgado, aunque atlético y, me pareció, un poco amanerado, dispuso unos dulces sobre la mesita del centro junto a una botella de vino dulce y un juego de pequeñas copas de pie que Luisa llenaba regularmente. Cuando todo estuvo listo, ocupó su asiento junto a mí en el sofá pequeño, frente a ellas. Plas, sentado junto a la lumbre, observaba todo cuanto sucedía con muchísima atención. Comimos pastas, charlamos, y nos bebimos un par de botellas de aquel moscatel delicadísimo.
Sentí que me acaloraba, y comprendí que no era el único. Sandra y Luisa parecían ruborosas, y se reían cada vez más escandalosamente, al tiempo que su charla se centraba cada vez más en Bella, que se dejaba querer encantada. Me miraba sonriendo. Su conversación iba acompañada por un cada vez más frecuente contacto físico: palmadas, roces. Pensé que estaba enfermo por imaginar aquello hasta que, sin preámbulos, vi cómo los labios de mi mujer se fundían con los de Luisa en un beso de una intensidad que me causó un dolor violento. Mi polla ardía.
Sandra que, al girarse Bella hacia Luisa había quedado a su espalda, bajó la cremallera de su vestido. Introducía las manos por sus costados en busca de los senos de mi mujer, que gemía al sentir sus mordiscos en el cuello y desataba los cordones que cerraban el vestido de nuestra anfitriona por el pecho.
- No seas descortés, cariño.
El muchacho, que seguía en silencio, se puso de pie y comenzó a desnudarse. El corazón me latía a un ritmo descabellado cuando asomó su pollita, pequeña y muy dura, y se arrodilló entre mis piernas. Inconscientemente, traté de sujetarle. Aquello estaba prohibido. No podía ser… Bella, mirándome a los ojos, asintió sonriendo, y le permití desabrocharme. Parecía avergonzado, y comprendí que obedecía, que se sometía como yo. Me pareció que tenía cara de niña. Incluso, llevaba pintada una sutil raya en los ojos que le hacía aún más femenino.
- ¡Qué bonita eres, cielo.
Las tres mujeres se abrazaban y acariciaban frente a nosotros cuando sentí los labios de Jaime cerrarse alrededor de mi capullo. Gemí. Era el cielo. Los senos amplios y pálidos de Luisa; los de Bella, tan bonitos; las pequeñas tetillas blancas de Sandra, de pezoncillos oscuros y apretados, eran lamidos y acariciados por cualquiera de ellas en un enredo indescifrable. Gemían y jadeaban. Se desnudaban unas a otras hasta exhibir ante mi mirada sus cuerpos tan distintos, tan bello cada uno a su particular manera. Creo que Bella, que nunca había estado con otra mujer, sí debía haber pensado en ello, por que se dejaba llevar y gemía.
Jaime seguía ocupándose de mi polla, que a duras penas cabía en su boca. Necesité muy pocos minutos para correrme. No se apartó. Su pollita babeaba cuando comencé a verterme. Gemí como un poseso. La leche no terminaba nunca de fluir, y resbalaba por entre los labios del muchacho, que se esforzaba por tragársela.
Las dos mujeres se habían adueñado de Bella, que jadeaba a cuatro patas, apoyada la cabeza en el sofá, mientras le metían los dedos en el coño empapado, en el culito. Hice que el muchacho se pusiera de pie y me lancé sobre la suya. Comencé a mamársela con desesperación. Seguía teniendo la mía durísima. El chico gemía como una niña. Me cabía entera en la boca, y la succionaba fuerte, deprisa, como un desesperado. Introduje uno de mis dedos en su culito firme y pálido, y dio un pequeño gritito, como un quejido mimoso. Comenzó a escupir en mi boca su lechita tibia y liviana en el preciso momento en que Luisa, con un chasquido de sus dedos, hizo levantarse a Plas, que parecía saber muy bien lo que había que hacer. Cuando se alzó sobre los cuartos traseros y abrazó las caderas de Bella, chillo.
- ¡No! ¡Pero…! ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhh…!
Fue un chillido desesperado. Sandra, con su mano, había conducido a su coño la tremenda verga de aquel animal, que, en el preciso instante en que sintió el calor, comenzó a moverse a un ritmo endemoniado barrenándola. Las mujeres se apartaron. Se acariciaban mutuamente observando el espectáculo. La visión de las nalgas amplias de Luisa, mullidas sobre la alfombra, mientras Sandra clavaba los dedos en su coño haciendo temblar sus tetas como flanes, mientras Plas sujetaba con fuerza a mi mujer y la follaba de tal manera que no podía resistirlo, me privó de cualquier atisbo de prudencia que pudiera quedar en mí. Bella chillaba; jadeaba con fuerza dejándose hacer, aunque sus labios repetían aquella negativa infructuosa.
- No… no… noooo… ¡Ahhhhh!
Se corría. Su coño goteaba un reguero inagotable de esperma transparente. Al animal se le había formado una bola descomunal en la base de la polla que parecía capaz de desgarrarla y, de alguna manera, la fijaba a sí. Ella parecía fuera de control. Temblaba, lloriqueaba. Se corría.
- Ven.
Hice que Jaime se sentara sobre mí. No trató de resistirse. Hacía más de año y medio que no experimentaba una sensación parecida a la de sentir su calor, la presión en mi polla a medida que, trabajosamente, iba penetrando en su culito pálido y apretado. Arrodillado en el sofá, sobre mí, comenzó un movimiento lento y cadencioso. Su pollita, muy dura todavía, resbalaba en mi vientre. Se abrazaba a mi cuello, y le mordí la boca. Gemía como una niña.
Bella chillaba, jadeaba, gemía. Parecía fuera de sí, en un shock provocado por el incesante y frenético movimiento del animal, que persistía sin mostrar debilidad alguna. Su cuerpo se estremecía. Plas lo zarandeaba con sus empellones, y lo mantenía lo suficientemente levantado con sus patas como para poder seguir follándola incansablemente. Parecía a punto de desmallarse.
- ¡Así… así… dá… me… lóooooo!
Sentí el calor en el vientre de la lechita que Jaime escupía sobre mí sin tocarse, sin que yo le tocara, en el mismo momento en que descargué por primera vez en su culito. Gimoteaba. No dejó de moverse. Mi polla se mantenía erguida, firme. Resbalaba en su culito lubricado sin esfuerzo. Se giró sobre ella sin soltarse, dándome la espalda. Sandra, su madre, acercándose a cuatro patas, comenzó a comérsela. Me volvía loco la escena, la idea. Gimoteaba dulcemente mientras seguía culeando sobre mi polla, dándome calor. Luisa, abierta de piernas ante Bella, agarrándola del pelo, hacía que la lamiera o, más bien, restregaba su rostro descompuesto sobre su coño velludo y empapado. Ella se dejaba hacer. Jadeaba agotada, superada por el brutal golpeteo acelerado del perro.
- Aquí… putita… mando… yo… Yo… yoooooo….!
Volví a correrme viendo temblar su carne pálida y abundante. Jaime gimoteaba mientras su madre se bebía la leche que debía volver a manar de su pollita pequeña y firme. Sandra se clavaba los dedos en el coño. Me quedé como sin fuerza, clavado en él, que jadeaba recuperando el aliento. Bella, despeinada, con el agotamiento reflejándose en su rostro, permanecía a cuatro patas mientras que Plas, todavía anudado a ella, le daba la espalda esperando pacientemente a que pudieran separarse. Cuando lo hizo, con un “plop” al que siguió un torrente de líquido cristalino, quedó caída en el suelo, temblando.
- Aprovechad estos días, cielos. Dejadlo todo en mis manos y destensaos. A veces hay que parar.
Luisa sonreía beatíficamente, todavía echada en la alfombra, con la cabeza apoyada en un almohadón. Bella había gateado hasta ella, que la envolvía en un abrazo amoroso. Agarré la pollita de Jaime, que se mantenía dura. La acaricié haciendo resbalar mi mano sobre su capullo pequeñito hasta que volvió a correrse sobre la cara de Sandra, que reía. Plas, junto al fuego, se lamía parsimoniosamente, tratando de hacer regresar aquella tranca a su funda de piel.