Bella 03: castigo

Advertencia: Contiene escenas de sexo homosexual explícito

La firma del acuerdo me había reportado un impresionante beneficio, y estaba contento, así que, para compensar a Bella por el retraso, decidí comprar un reloj de Cartier, una monería rectangular, elegante y carísima.

Durante el viaje de vuelta, adormilado en mi asiento del avión, tuve tiempo de reflexionar acerca de la extraña relación que había establecido con Don Mauro, el colombiano para quien había resuelto la fusión. El tipo, un caballero como él mismo debía imaginar que eran los “españoles de antaño”, a quienes citaba a menudo con admiración, y que, a mi juicio, se parecía más a la caricatura de un gentleman británico, se había mostrado extrañamente afectuoso por la noche, mientras perfilábamos los últimos detalles de la operación tomando unas copas, probablemente demasiadas. Se comportaba como si fuéramos amigos de toda la vida.

  • No lo olvide, amigo Alberto, usted con confianza: si me necesita, llame, que yo sabré resolver sus problemas como sea.

Recalcaba aquel “como sea” de una manera extraña, con una resonancia que me pareció tétrica, aunque lo achaqué a mis prejuicios, ya saben ustedes. El caso es que, mientras lo decía, mirándome a los ojos, introdujo su tarjeta en el bolsillo de mi americana.

  • Ese número es el mío, el que uso para los asuntos delicados. No lo tiene mucha gente, pero usted úselo, amigo, no sufra por problemas que tienen solución. Y créame, no hay problemas que no tengan solución... O, si los hay, mis amigos no los tienen.

De lo que encontré en casa al llegar, ya tienen ustedes conocimiento, así que me van a permitir que lo omita y siga allá donde quedó la cosa, por no ser reiterativo:

Supe que Bella salía del baño al escucharle a él. Yo, arrodillado de espaldas a la puerta, tratando de meterme en la boca la polla descomunal de aquella bestia de Bronco, me giré a mirarla: preciosa, recién bañada, con el cabello mojado y aquel albornoz blanco.

  • ¡No te pares, maricón!

Llegados a aquella situación, no parecía haber más opción que obedecer. Debo reconocer que aquel tipo me daba miedo. Por otra parte, la situación me excitaba. Aquello era la materialización de aquellas fantasías aparentemente imposibles que solía elaborar Coque para excitarme durante las temporadas en que se empeñaba en prohibir que me corriera y me tenía unos días excitado las 24 horas, hasta con problemas para conciliar el sueño.

  • ¿Viste, putita, que servicial el cornudo este tuyo?

La idea de que Bella me estuviera viendo, de que aceptara aquel trato por su parte, como yo lo aceptaba, sin saber por qué, hacía que mi polla chorreara. La hizo sentarse a su lado.

  • ¿Pero has visto? Está bien empalmado, el maricón.

De cuando en cuando, empujaba mi cabeza con una de aquellas manazas suyas, y empujaba mi garganta con el capullo tan grueso que me forzaba casi a desencajar las mandíbulas. Aquella humillación me volvía loco. Miraba a mi mujer de soslayo, con los ojos lacrimosos. Su gesto resultaba frío.

  • No te preocupes, cornudo. Al fin y al cabo, a la puta de tu mujer también le dí anoche. Bueno, yo y unos amigos. Tenías que haberla visto correrse, la muy puta. Y en el aseo de un bar…

No supe si le avergonzaba. Su expresión siguió siendo neutra. Bronco, abriéndole el albornoz, me enseñaba las moraduras en sus tetas. La invitó a ponerse de pie para que viera bien la huella violácea de su mano en las nalgas pálidas.

  • Me la follé mientras se la comía a un chaval que nos encontramos ¿Sabes? Se corría como una perra, la mu pu...uuuu… taaaaaaaaaaa…

Se corrió en mi boca riéndose de mí. Me llamaba puta, maricona, cornudo… Traté de masturbarme mientras su esperma restallaba en el interior de mi boca. Me sujetaba la cabeza con la mano.

¿Saben? Si el día antes alguien me lo hubiera dicho… No sé… Había fantaseado con escenas similares muchas veces con Coque, pero dudaba de que fuera realmente capaz de soportarlo. Y, llegado el caso… Pues no, la verdad es que no me dio asco. Aquello era denso, templado e insulso, y no me repugnaba. La escena, la humillación, la excitación causada, el estallido consecuencia de mi acto… De alguna manera, y aunque no me resultaba fácil racionalizarlo, tenía que asumir que me excitaba. Me excitaba de una manera violenta.

  • No te toques, maricón. Hazme caso. Te va a doler mucho menos si estás bien cachondo. Anda, levanta y túmbate aquí, boca arriba. Y tú, puta, dale cremita.

Obedecí sorprendido por mi propia obediencia. Bella tomó de la mesilla un bote de gel que imaginé que habría llevado él. Me hizo flexionar las rodillas y comenzó a lubricar mi culo, a deslizar sus dedos dentro. Estaba aterrorizado. También estaba excitado. Los dedos de mi mujer dilataban mi culo ante la vista de aquel animal, cuya polla, poco a poco, iba recuperando su volumen. Bella me miraba con una expresión que no supe identificar. Me follaba con los dedos, cada vez con más dedos. Mi polla parecía rebotar en mi vientre, donde dejaba un charquito de presemen cristalino.

  • ¿Quieres que le folle, puta?

  • ¡Contesta, joder!

Le propinó un sonoro sopapo que desencadenó un infierno. Bella, llorando de rabia, sin dejar de clavarme los dedos, haciéndolo con fuerza, sin preocuparse de hacerme daño, comenzó a chillar. Tenía la huella de su manaza dibujada en la cara.

  • ¡Claro que quiero que le folles! ¿Quiero que le revientes el culo a este maricón!

  • Así me gusta, putita. Así me gusta…

  • ¡Vamos, coño, dale por culo!

Ella misma condujo la polla hasta la entrada de mi agujero. No se anduvo con miramientos. Sentí que me desgarraba, que me rompía por dentro. Sonreía mirándome con sorna mientras que yo apenas era capaz de mantener los ojos abiertos. Me taladraba y la sentía entrar como un hierro candente. Mi polla, pese a ello, seguía dura, firme. Aquello, de alguna manera, seguía causándome una excitación que no podía dominar.

  • Ahora lloras, hijo de puta. ¿No era lo que querías, maricón? ¿No querías ver cómo me follaban y que te llenaran de polla? ¿No es eso lo que escribe esa puta para que te la menees?

Estaba fuera de sí. Golpeaba mi pecho con los puños y lloraba. Bronco reía, y empezaba a follarme a un ritmo cadencioso que, una vez que mis esfínteres se fueron adaptando a las asombrosas dimensiones de su verga, no es que no me doliera, pero podríamos decir que las características del dolor se hacían diferentes, evolucionaban.

  • ¡Pero si es que le gusta, al hijo de puta!

En algún momento, su polla pareció tocar en algún punto mágico de mi interior que me causó un calambre de placer. A partir de entonces, cada vez que volvía a clavármela, experimentaba un latigazo, un chispazo que me hacía estremecer. De mi polla, cuyo tamaño parecía menor, aunque se mantenía dura, como contraída, manaba un reguero constante de fluido. Comprendí que jadeaba, y él redobló sus esfuerzos. Bella me miraba con desprecio. Cada gemido que se me escapaba parecía asquearla, y gemía cada vez más a menudo y con mayor intensidad. Me taladraba ya a buen ritmo, y cada golpe parecía presionar en el centro mismo del placer, que se imponía a aquel dolor que, sin haber desaparecido, ya no reclamaba mi atención. Se reía como un loco. Cuando decidió terminar, empujó haciendo que la presión fuera sostenida, y comencé a correrme. Mi polla manaba de una manera que no conocía. Me corría en un chorro lento y constante. Mi esperma, en lugar de salpicar, se derramaba sobre mi vientre. Sentí la suya en mi interior, como un bálsamo. Me corría sin parar, y sentía sus estallidos dentro, cálidos y suaves.

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  • Oye, se me olvidaba. No te he enseñado las fotos.

Se había vestido sin ni asearse. Mientras lo hacía, se burlaba de nosotros. Bella permanecía sentada sobre la cama, con los pies en el suelo. Tenía los brazos metidos en las mangas del albornoz, que descansaba arrebujado en su cintura dejando a la vista sus pechos pálidos, marcados de las huellas de los dedazos que Bronco me había hecho conocer. Lloraba. Yo no me atrevía a mirarle a los ojos.

  • Se corrió una señora juerga, la putita…

Fue enseñándonos una colección de fotos de Bella que deslizaba rápidamente por la pantalla de su móvil. En las primeras, aparecía en nuestra cama, masturbándose sola, haciendo gestos obscenos… Las siguientes la mostraban tragando pollas, follada por varios hombres a quienes no se identificaba, tirada en el suelo, cubierta de esperma, mamándosela a otro, a otros dos…

  • Van a ser un exitazo en mi web. A no ser, claro, que prefieras comprármelas tú. Tu putita tiene mi teléfono, así que llámame por la mañana y las valoramos ¿Vale, mariconcita?

Nos quedamos solos en el cuarto. Bella ni me miraba. Lloraba sin parar y preguntaba “¿Qué vamos a hacer¿ ¿Qué vamos a hacer?...”. No resultaba fácil saber si imperaba en ella la rabia o la vergüenza. Me culpaba.

  • Hijo de puta…

De repente, recordé. Indeciso, como agarrándome a un clavo ardiendo, me pregunté hasta donde llegaría la oferta de don Mauro. Tuve que arrancarle a preguntas los detalles, el modo en que lo había conocido, su cuenta, cada detalle que recordara. Me respondía sin mirarme.

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  • Don Mauro… Perdone que le moleste… Muchas gracias… Pues resulta…

  • ¡Qué poco ha tardado, amigo Alberto! Claro que sí. Para eso estamos los amigos.

  • Verá…

Tuve que contarle los detalles. Me respondía con una afabilidad absoluta, que atenuaba la incomodidad que me causaba la naturaleza de mi petición.

  • Pero no, Alberto, ahórreme los detalles, y ahórreselos usted, que esto no debe ser plato de buen gusto. No se preocupe por eso. Mire, hagamos una cosa: le va a llamar un amigo. Usted solo dígale a él lo que necesite saber, y no se preocupe por nada.

  • Yo… Muchas gracias…

  • Nada, amigo mío. Hoy por tí, mañana por mí… No se preocupe.

El teléfono sonó apenas un par de minutos después. Un muchacho muy educado, que parecía un técnico de operadora telefónica, nos fue preguntando por la dirección de la web de Bronco, por su correo… Ante la falta de datos útiles, muy amablemente, nos pidió permiso para conectarse al portátil de Bella, que lo encendió al instante. Pronto empezaron a desplegarse pantallas de texto por la pantalla como si tuviera vida propia.

  • Pero… Usted…

  • Don Mauro no haría negocios sin saber con quien, señor.

  • ...

  • Bien, señor, con esto será suficiente.

  • ¿Suficiente?

  • Usted no se preocupe. Que pase una buena noche.

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Era bien de noche, y estábamos agotados. Bella apagó la luz sin dirigirme la palabra y tratamos de dormir. Oía su llanto a mi espalda. Estaba agotado y dolorido y, pese a ello, entre la bruma que crea la duermevela, mi cabeza se llenaba de imágenes confusas: Bronco la follaba ante mis ojos, y ella se corría chillando; otro bronco me follaba; uno más me hacía comérsela; Bella me llamaba maricón y se reía; acariciaba pollas gigantescas de Bronco que parecían surgir de todas partes; ella las chupaba, las sacudía; yo mismo las tenía en mis manos, y me cubrían de esperma sin parar; disparaban su esperma sobre mí mientras mi mujer me insultaba y se corría llena de pollas enormes, como yo, como todas aquellas pollas de Bronco que se corrían en mi boca, en mi culo. Me desperté corriéndome, sobresaltado, agarrado a mi polla y corriéndome junto a ella. Escuché su voz en un tono suave y contenido:

  • Cerdo…

  • Yo…

  • Cállate, maricón.

  • Oye… Yo… Yo me voy a follar a quien me de la gana. Y tú, si quieres mirar, como si te quieres casar con un cerdo. A mi me da lo mismo.

  • Pero…

  • Ni pero ni ostias, hijo de puta ¿No querías cuernos?

Me hubiera echado sobre ella, pero no me atreví. Mi polla, que había perdido prestancia al correrme, volvía a estar terriblemente dura. Tampoco me atreví a volver a acariciarme.