Bella 02: flashback
Seguimos con nuestra historia de cuernos y descubrimientos.
Así que… Allí estaba, sujetando el pomo de la puerta con la mano temblorosa, preguntándome si debería…
Aunque… Quizás sea mejor empezar por el principio. No sé. Incluso sabiendo que ustedes no me conocen, me da pudor pensar que pudieran… Que pudieran no entenderme. Sé que es terrible mi historia. Lo comprendo. Imagino que muchos de ustedes pensarán de mi que soy una zorra. En cierto modo lo soy, no voy a negarlo. Sin embargo… Bueno, podría decirse que, de algún modo, mediante algún proceso intelectual cuyo mecanismo tampoco yo misma comprendo, la historia que voy a relatar, la historia de mi degradación, por qué no decirlo, se justifica en hechos anteriores.
Quizás pudiera destacar que padecí una serie de experiencias en mi infancia (uno de mis tíos me manoseaba, vamos a hablar claro), que me marcaron con una cierta incapacidad para disfrutar del sexo. No es que no lo practicara. Ni siquiera que no disfrutara de ello, aunque no resultaba fácil seducirme. De alguna manera, me hacía sentir culpable, o tener miedo. Cada encuentro -da lo mismo que tuviera un “final feliz”-, despertaba en mi un sentimiento de rechazo, un impulso de defensa que me impedía entregarme con franqueza.
Durante la mayor parte de mi vida, aquello no supuso un problema real. Me limité a obviarlo. Practicaba poco el sexo. Cada vez que lo hacía, que cedía (que así es como yo lo entendía, como una concesión al otro, más que una necesidad propia), acababa suponiendo un pequeño trauma, una decepción que se sumaba a la lista de decepciones que, a medida que ganaba edad, iba haciéndose más larga. Así, en mi primera madurez, hacia los 25, casi había abandonado.
Entonces fue cuando apareció Alberto, pobrecito mío. De todo lo sucedido, lo que más lamento es la sensación de haberle hecho daño, de haberle arrastrado conmigo, por así decirlo… Bueno, de eso ya iremos hablando a su debido tiempo.
Yo… Yo me ponía guapa para él. Era tan gentil… Me esforzaba por hacerle sentir feliz. Durante los quince años siguientes, puedo decir que él a mí si me hizo feliz. Tuvimos una hija, aunque van a permitirme que omita esa parte de mi vida. Baste decir que nos dio mucha felicidad. Quizás sea la única cosa limpia que he conseguido mantener en mi vida, el único brillo de pureza.
No es que no me esforzara. Juro que lo hacía. Día tras día, me juraba que aquella noche sería diferente, que me relajaría y sería capaz de darle la confianza que se ganaba con su amor. Fantaseaba, imaginaba un encuentro maravilloso, un éxtasis de amor y placer que iniciaría una etapa nueva en nuestras vidas. A veces, la idea me excitaba de tal modo que me veía impelida a encerrarme para aliviar a escondidas aquel ardor. Aquello era lo más parecido al placer real que había conseguido en mi vida y, de algún modo, se lo agradecía. Encerrada en el baño, o tendida sobre mi cama, a solas por la mañana, sin siquiera desvestirme (a menudo sin ni quitarme las bragas), me masturbaba de una manera febril. Me acariciaba freneticamente hasta correrme, a veces dos, tres veces consecutivas, hasta la extenuación. Imaginando su cuerpo sobre mi; su polla, tan grande, penetrándome; el empujón último y rotundo al correrse, aquel golpe seco que precedía a la efusión de esperma que me llenaba; el calor en mi interior; el quejido leve, discreto, como tímido, con que me regalaba… Temblaba. Mis dedos se deslizaban en el interior de mi vulva chapoteando. Llegué a hacerme daño, tal era el furor que conseguía en aquellos episodios solitarios de los que nunca antes de ahora había hablado a nadie.
Después llegaba la noche. Hasta el último momento, me decía que esta vez sería, que le daría todo el amor, toda la confianza, todo el placer que se merecía. Y, finalmente, nada: comenzaba su “acercamiento”; sentía sus primeras caricias, y mi cuerpo entero, mi alma entera, podría decirse, parecían tensarse. Era como si toda yo entrara en posición de pánico.
No era evidente, no vayan a pensar. Me dominaba como podía, y cedía a sus deseos, pero, aquella forma en que me tomaba, aquel cuerpo sobre el mío, aquellas manos recorriéndome, parecían actuar sobre otra. Mi cuerpo respondía, no se vayan a pensar. Me excitaba, sentía placer. Incluso me corría sintiéndole en mi interior. Sin embargo, era incapaz de exteriorizarlo, incluso de gozarlo en libertad.
Pasamos así quince años, durante los cuales le vi madurar a mi lado (Alberto es mayor que yo). Yo misma maduré. No creo haber sido, salvo por aquella incapacidad mía, una mala esposa. Pero cada vez resultaba más evidente que aquella frialdad le frustraba, y yo misma me maldecía por ello.
Los encuentros fueron haciéndose cada vez más esporádicos. Él, pobre, cada vez pasaba más tiempo entretenido en su ordenador, en su móvil, y su atención hacia mi, sin dejar de ser jamás el mismo caballero cariñoso de siempre, fue decayendo. Las noches de sexo fueron pareciendo cada vez más un trámite, la manera de satisfacer como buenamente podíamos una necesidad que tampoco parecía despertar pasión en nosotros. Un contacto rápido; unas caricias de trámite; yo tumbada boca arriba, él sobre mi, entre mis muslos, metiéndome su polla mecánicamente hasta gemir y verter su carga de lechita tibia en mi interior; un beso de buenas noches, y una hora llorando en silencio, escuchando su respiración profunda y sonora hasta dormir por agotamiento.
Y entonces fue cuando, todavía no comprendo cómo, se desencadenó esta tormenta.
Hacía días que me había dejado de lado, sin más atención que la cortesía y los gestos de afecto de la vida cotidiana. Pasaba horas entretenido en su ordenador. Así que, cuando tuvo que salir en viaje de trabajo a pasar fuera de casa un par de noches y se dejó la máquina, sentí la curiosidad de ver qué era aquello que lo entretenía.
Vulneré su contraseña al primer intento (la fecha de nacimiento de nuestra niña… pobrecito). El navegador estaba abierto y me encontré con acceso a su cuenta de correo, a una página, donde se deslizaba sin fin una colección infinita de imágenes y vídeos donde se reproducían hasta la saciedad las peores aberraciones sexuales que ni siquiera hubiera podido imaginar que existieran.
Estuve trasteando un poco hasta comprender que, de alguna manera, aquello estaba seleccionado según sus preferencias, y me espantó comprobar que abundaban las imágenes de muchachos practicando con otros sexo oral, o sodomía; los dibujos de transexuales; las escenas de sadismo… A la derecha de la pantalla, se abrió una ventana de chat y una tal Cocó no sé qué comenzó a escribirme con mucha confianza. Bueno, a escribirle a él. Le llamaba cornudo, maricón, y parecía saber de él, de mi… Me cuidé de contestar apenas brevemente, con frases cortas que no necesitaran de conocimiento previo, respondiendo apenas a las suyas con otras que pretendían animarla a seguir. Describía escenas donde otros hombres me follaban y él miraba.
Inexplicablemente, me sentí excitada. Podía imaginarlas siguiendo sus palabras como si fueran reales. Era media tarde y estaba sola en casa. Me sorprendí subiéndome el camisón y metiéndome la mano debajo de las bragas. Estaba empapada. Aquella mujer escribía con un desparpajo que, por una parte, me asqueaba y, por otra, me movía a deslizar los dedos en mi coño empapado. Polla, coño, follar… Un desconocido me sodomizaba haciéndome llorar mientras Alberto, a escondidas, nos miraba masturbándose. Tras correrse, tratándome con un desprecio infinito, orinaba sobre mí. Me destrozaba el coño con los dedos tirada en el suelo de mi cuarto…
Me corrí como una perra. Nunca había sentido nada igual. Me temblaban las piernas. Mi respiración era agitada, rápida, como si necesitara oxígeno desesperadamente para sostener aquella excitación brutal. Me corrí viendo pasar delante de mi vista un carrusel de imágenes perversas. Imaginaba a Alberto arrodillado, sustituyendo a alguno de los hombres que se comían las pollas de muchachos de aire angelical; a cuatro patas, sodomizado por uno de aquellos negros de pollas gigantescas… Inconscientemente, en silencio, mis palabras parecían copiadas de las de aquella mujer. Pensaba “polla”, “puta”, “maricona”, “follar”… Y Alberto asistía, hecho una zorra sumisa, un cornudo, a escenas donde toda clase de hombres me follaban con fuerza, violentamente, haciéndome daño. Se corría viéndome mientras le partían el culo. Yo me corría humillada también, dolorida, llevada por un impulso irracional de someterme, de dejarme maltratar así.
No sé cuantas veces alcancé el orgasmo, o si sólo fue una que no se terminaba nunca, una especie de marea oscilante que crecía y menguaba. Mi mano derecha, en el ratón, pulsaba sin parar para conseguir que aquellas imágenes no dejaran de renovarse; la izquierda escarbaba en mi coño haciéndome estremecer, a veces casi convulsionarme. Por momentos, mis piernas se contraían, y perdía la visión quedando en posición fetal, con los ojos cerrados, y alguna imagen, más bien una impresión, reverberaba en mi cerebro.
Durante el resto de la tarde, tuve que hacer equilibrios entre el agotamiento y la excitación. Atendía a mis tareas de una manera automática, incapaz de concentrarme, mientras mi cabeza iba de la indignación a la sorpresa y, desde allí, de nuevo, a la excitación más absoluta. Llegué a encerrarme antes de la cena a masturbarme en el baño, casi con rabia. Mientras me corría una vez más, le llamaba cabrón, hijo de puta. Me resultaba imposible procesar aquella vorágine de sensaciones contradictorias y hasta contrapuestas.
Por la noche, me llevé mi ordenador a la cama. Me costaba respirar. Me sentía ansiosa, excitada. Abrí aquella página. Tuve que registrarme con un nick inventado. Tardé en comprender por qué no aparecía nada. Empecé a introducir términos de búsqueda: cornudo, maricón… Pronto comprendí que era mejor hacerlo en Inglés. Empecé a seguir a otros obsesivamente. En menos de una hora, las imágenes corrían por mi pantalla del mismo modo que por la suya. Busqué a la Cocó aquella. La seguí, y vi que tenía una página de cuentos (cuentecillos, los llamaba). Comencé a leerlos. No sabía cómo imaginarla. Escribía sobre cornudos, sobre hombres humillados, sobre mujeres casi podríamos decir que violadas, zorras que buscaban encuentros casuales en cualquier lugar…
Me acariciaba frenéticamente cuando se abrió una de aquellas ventanas de chat. Había compartido algunas fotos, entendiendo que era la forma de socializar, y no tardó en causar su efecto. “Bronco” me hablaba sin tapujos:
- ¿Quieres ponerle los cuernos a tu marido, zorrita?
- Sí…
Me quedé espantada: había respondido sin ni siquiera pensar. De vuelta, recibí una foto donde podía verse perfectamente una polla enorme, dura como una piedra, de color oscuro, ligeramente curva. Su capullo se veía húmedo y violáceo.
- ¿Es la tuya?
- Ahora mismo.
- ¿Y yo qué hago?
- Mándame una tuya.
Sin pensar, llevada por aquella excitación desconocida que se me apoderaba, activé la cámara. Le mandé una foto inocente: yo, sentada en la cama, en camisón. La luz de la mesilla de noche hacía transparentarse ligeramente la tela y se podía apreciar la silueta de mi seno izquierdo. El pezón, evidentemente erecto, se marcaba en el tejido.
- ¿Qué tímida, no?
Recibí una más donde se veía su mano agarrándosela, como si me la ofreciera.
- ¿La quieres?
No podía controlarme. Ni siquiera pensaba en ello. Me quité el camisón a tirones. Se me descosió un poco. Con la boca, imitaba la posición en que estaría si lo estuviera haciendo. Los pezones como piedras. Las areolas granudas, apretadas. Pulsé el botón.
- Sí.
- Mucho mejor, putita…
Me hablaba como si fuera suya. Me excitaba. Daba por descontado que me acariciaría, y lo hacía. Me masturbaba leyendo las frases que me dedicaba. Me sugería lo que quería que hiciera, y yo lo hacía. Le mandé fotos de los dedos clavados en mi coño, en mi culo; de mis manos apretándome las tetas; de cuerpo entero, abierta de piernas sobre el colchón, acariciándome el clítoris, abriéndome el coño para enseñarle lo mojado que estaba, lo inflamado que estaba mi clítoris. Le envié una muy movida de mi cara al correrme.
Y apareció su último mensaje:
- Perfecto, puta. Mañana, a las once, en el “Almizcle”.
- Pero…
- …
Miré el despertador. Había pasado más de dos horas con él. Ni sabía cuantas veces me había corrido. Apagué la luz desconcertada. Entre sueños, volví a masturbarme. Me follaba. Me follaba como un animal. Alberto nos miraba. Su polla palpitaba y cabeceaba en el aire. Se corría viéndonos sin siquiera tocarse. Me parecía estúpido. También me inspiraba ternura.
Desperté a media noche sintiéndome imbécil. Mi cerebro debía haber seguido girando durante el sueño. En el silencio de la noche, con el corazón en la boca, comprendí que había enviado todas aquellas fotos a un desconocido sin ningún cuidado, sin ocultar mi rostro siquiera. Encendí el ordenador. Eran las seis de la mañana. Busqué la cuenta de Bronco. Abundaban las fotos de lo que ya había visto que llamaban “rouge”; también las de cornudos. Comprendí que no había visto su cara. No había publicado ninguna de las mías. Me sentía idiota y asustada. Excitada también. Tenía un presentimiento.
El día siguiente fue una pesadilla. Sentía un vértigo intenso, un ahogo, una ansiedad violenta. No conseguía quitarme aquello de la cabeza. Nati llegó a las siete. Arregló a la niña, se encargó de llevarla al instituto y, a su regreso, se enfrascó en los trabajos de la casa. Ni siquiera me había vestido. Volví a encender el ordenador de Alberto y a enredarme en sus fantasías. En su correo, encontré una línea interminable de mensajes intercambiados con aquella mujer. Le hablaba de mi. Le contaba cómo soy; le hablaba de lo mal que nos iba en la cama; le explicaba detalles sobre mí que yo misma había ocultado a todos menos a él… Y ella me llamaba puta, e inventaba historias donde cualquiera me follaba, me insultaba, me hacía daño y me usaba sin contemplaciones. Y él… Él, nos miraba siempre. Se acariciaba mirándonos, se dejaba humillar. A menudo, incluso, colaboraba con ellos. Hasta se las chupaba, o se dejaba sodomizar delante de mí.
Inexplicablemente, volví a excitarme. Mientras me duchaba, me masturbé. Me dolía un poco. Tenía los labios ligeramente inflamados y estaba dolorida. Me pregunté cuantas veces me había acariciado el día anterior. Ni siquiera lo sabía. Volví a correrme una vez más bajo el chorro de lluvia fina de la ducha. Me pellizqué los pezones e introduje uno de mis dedos entre mis nalgas. Algo parecido a una fiebre se había adueñado de mí.
A media tarde, sonó el teléfono:
- Bella, cariño, soy yo.
- Hola.
- Al final no he podido terminar de solucionar el asunto.
- ¿No?
- Un traspiés de última hora. El caso es que voy a tener que quedarme una noche más para pulir los detalles mañana. No sabes qué rabia me da…
- No… No te preocupes…
- Mañana te compraré algo para compensarte.
- Anda, no seas bobo.
- Un beso, mi amor.
- Hasta mañana.
Me sentí culpable. Mientras hablábamos, mientras mantenía con mi marido aquel diálogo desabrido, había decidido acudir a la cita. Me sentía sucia. Una puta, como decían Bronco y aquella Cocó. Me parecía algo horrible, despreciable, y, pese a todo, tenía la firme determinación de acudir. Quería sentirme así. Traté de culparle, de planteármelo como si fuera una venganza por aquella infidelidad virtual suya. En mi fuero interno, sabía que era yo, que, de pronto, algo había desatado en mi aquel furor que me convertía ¿en qué? En una zorra.
- Puta, puta, puta…
- ¿Decía, señora Bella?
Nada, Nati, nada… He debido pensar en voz alta. No te preocupes, cielo.
¿Hipatia?
- Yo… ¿Bronco?
- Ven.
Tirando de mí por la muñeca, caminó con decisión hacia los aseos. Era un hombre grande, más o menos de la edad de Alberto, corpulento, fuerte. No sé por qué le obedecí. De alguna manera… ¿Había venido a eso? Atravesamos la sala entre el gentío borracho sin detenernos. Nadie se le interponía. Resultaba atractivo, con aquel denso bigote cano, unos rasgos duros, y una determinación en la mirada que invitaba a apartarse de su camino.
- Arrodíllate.
Habíamos entrado en el aseo de caballeros. Me sentí desconcertada. Un par de muchachos jóvenes evacuaban en las tazas de la pared y uno más se lavaba las manos junto a nosotros. Apenas estaba a un metro de mí.
- ¿No es lo que querías, puta?
Su voz sonaba grave y musical, y sus ojos verdes parecían taladrarme. Sin saber por qué, obedecí. Sonrió con sorna y, en un ágil movimiento, desabrochó su bragueta y colocó ante mi cara una polla de unas dimensiones cómo nunca había visto. Colgaba más de un palmo de los de su mano. Las dos mías cabían sobre ella. La agarré, y la sentí endurecerse. Daba miedo. Comencé a lamer su capullo, grueso como un huevo de gallina, y tiró de mi cabeza introduciéndomela hasta la garganta. Me sentía a la vez aterrorizada y caliente como una perra. Contuve una arcada y comencé a chupársela. Me dolían las mandíbulas. Los tres muchachos habían dejado lo que estaban haciendo para mirarnos. Uno de ellos, el que estaba a nuestro lado, se acariciaba muy evidentemente por encima del pantalón.
- ¿Te gusta?
- Está muy buena…
- ¿Quieres…?
- ¡Hombre!
- Ella te la toca ¿Verdad, putita?
Sin dejar de comérsela, llevé mi mano al bulto del pantalón del muchacho. Parecía nervioso, y le costó sacársela. Cuando lo consiguió, se la agarré y comencé a meneársela. Me sentía mareada, como loca. Era incapaz de resistirme a cualquiera de sus deseos. Notaba mis bragas empapadas y hasta me dolían los pezones. Bronco empujaba a veces con fuerza, y su polla enorme se clavaba en mi garganta ahogándome. La del chaval, muchísimo menor, palpitaba en mi mano. Era una zorra.
- Anda, putita, mámasela a mi amigo.
Comparada con la suya, aquella resultaba casi un alivio. Comencé a tragármela entera. Al chico se le ponían los ojos en blanco. Bronco me incorporó. Me puso de pie, inclinándome hacia delante para que siguiera con mi trabajo, me subió hasta la cintura el vestido de punto negro, me bajó las bragas hasta la rodilla, y clavó en mi coño aquella monstruosidad. Hubiera chillado de no haberla tenido en la boca. Me dolía como si me partiera en dos.
- Ahora lo conoces de verdad, ramerita.
Cada empujón parecía introducirse más adentro en mi coño como si no tuviera final. Agarrado a mis caderas, me follaba cada vez más adentro, más deprisa. Me empujada sobre la polla del muchacho, apoyado en la piedra del lavabo, que entraba hasta clavárseme en la garganta. Me mareaba a veces. Pensé que era la hipoxia. Me follaba como un animal. Clavaba en mí aquella tranca monstruosa dilatándome de una manera anormal, brutal. Me corría como una perra lloriqueando, tragando polla con la mirada turbia de lágrimas. Algunas veces, me palmeaba el culo, o se inclinaba para estrujarme las tetas. No las acariciaba. No me acariciaba. Me estrujaba hasta casi hacerme daño. Me palmeaba con fuerza. Me usaba a su antojo, y parecía disfrutar de mi humillación.
Y a mí… A mí me excitaba. Me corría una vez tras otra, o lo que fuera aquello que me pasaba, que iba desde el dolor a una especie de histeria espasmódica. Lloriqueaba entre temblores violentos mientras un escalofrío me recorría la espalda. Se me aflojaban las piernas. Cuando, de pronto, sus dedos se aferraron con fuerza a mis caderas y empujó hasta enterrarla entera y dejármela allí, presionando cómo si quisiera atravesarme, no pude evitar gritar. Gritaba de dolor, y de placer. Gritaba como una loca sintiendo que me rompía y me inundaba al la vez. La polla del chaval, que se me había escapado de entre los labios, escupía en mi cara su leche tibia cegándome. La de Bronco me escurría por los muslos. Yo temblaba y balbuceaba no sé qué cosa. No pensaba nada. Solo recibía aquello, inevitable, como una tormenta o un terremoto.
Reaccioné sentada en el suelo, con la espalda apoyada en las baldosas frías de la pared.
- Y tú, chaval, ¿cómo te llamas?
- Pedro.
- Estupendo, Pedro. Vente, anda, que te invito a una copa. Al fin y al cabo… Hemos follado juntos ¿No?
Traté de incorporarme. Se reían. Bronco le palmeaba los hombros entre bromas. Me llamaban puta.
- No, zorrita, tú no. Algo habrá que hacer con estos dos chavales. No vamos a dejarlos así.
Introdujo una tarjeta en mi bolso guiñándome un ojo.
- Llámame.
Me dejé manejar semiinconsciente. Los muchachos me follaron cuanto quisieron. Yo, como un pelele, me dejaba llevar. Me corría. Chupaba sus pollas. Dejaba que me follaran, que sus pollitas -tan pequeñas después de la de Bronco-, resbalaran en mi coño dilatado y lubricado, dolorido. Me tragué su leche, y la sentí resbalarme por los muslos sin fuerzas para colaborar, ni para resistirme, como una muñeca rota. Me corría casi sin un gemido, con los dientes apretados. Lloraba. Me corría.
Cuando hubieron terminado, me encerré en un excusado. No sé durante cuanto tiempo permanecí encerrada, temblada, tratando de colocarme el vestido, de limpiarme con las toallas del papel los chorros de esperma que tenía por todas partes. Salí cuando terminó la música.
- ¿Señora? ¿Está bien? ¿Necesita ayuda?
- Podría… ¿Podría llamarme un taxi?
La limpiadora me acompañó hasta la puerta. Parecía preocupada, así que debía tener mal aspecto. Pensé que creía que me habían violado. En el coche, camino de mi casa, me preguntaba “¿Violado?” No. Nadie me había violado.
Al levantarme a duras penas a la puerta de mi casa, vi que había dejado una mancha en el asiento del taxi. No había encontrado las bragas. No me faltaba nada del bolso. Ni el dinero, ni las llaves… La tarjeta de Bronco blanca, como una invitación al infierno, en el bolsillo pequeño, junto a la barra de carmín. Empezaba a clarear el día. Nadia no había llegado todavía, y no se veía luz en la casa. Los chicos debían dormir. Agarrada al pomo de la puerta, armándome de valor, desistí de explicarme lo que había sucedido.