Begoña, Desnuda y Desesperada - 2ª Parte

Siguen las aventuras de Begoña, tratando de encontrar a Bea. Esta vez cae en las garras de unos entrenadores de ponygirls...

BEGOÑA, DESNUDA Y DESESPERADA - 2ª PARTE

Por Alcagrx

XIII

Hacía ya más de dos meses que no sabía nada de Bea; pero, aunque no me había quedado más remedio que volver a mi trabajo en la empresa, pues terminé mis vacaciones, dedicaba todo mi tiempo libre a buscarla. Me recorrí todos los clubes nocturnos de Madrid y de sus alrededores. Movilicé no solo a mi amiga Mónica, la periodista, sino a todos los compañeros de trabajo que ella pudo reclutar; dediqué miles de horas, robándoselas al sueño, a navegar por internet, para buscarla en las infinitas páginas de pornografía. Y, sobre todo, le di la lata a la inspectora Morales; hasta tal punto de que logré que casi tuviera más ganas que yo de encontrar a mi hija. Aunque solo fuese para sacárseme de encima. Pero todo fue en vano, y yo ya empezaba a perder la esperanza de recuperarla cuando una noche me llamó Jacinto, muy excitado; era obvio que había bebido algo más de la cuenta, pero lo que me dijo parecía ser una nueva oportunidad: “Bego, oye, estoy en Málaga, en el club de un amigo. Me ha contado que, justo en las fechas en que la poli te rescató de Gómez, un búlgaro de por aquí que se dedica a la prostitución, conocido suyo, se deshizo de una fulana facturándola en un contenedor, por barco; no sé, a Arabia Saudí, a los Emiratos, o algún un sitio así. Y que, por lo que le ha dicho, la chica no viajaba sola; el envío era de media docena o más…” . Como era un jueves, le dije que a la tarde siguiente iría a verle, y colgué muy excitada.

Al día siguiente, de camino a Málaga en mi coche, caí en la cuenta de que no tenía donde dormir, y de que Jacinto querría, seguro, alojarme donde fuese que viviera; y yo, conociéndole, ya sabía lo que eso significaría. Así que me paré en un área de servicio y, tras buscar en mi teléfono, reservé habitación en un hotel céntrico antes de seguir camino; pero en vano, porque cuando le llamé por el manos libres, estando ya a la altura de Antequera, se limitó a decirme dónde del centro tenía que recogerlo, avisándome de que seguiríamos ruta hasta Marbella. En cuanto se subió al coche pude ver que estaba muy excitado, y no del modo que era habitual en él: pues, aunque yo llevaba una falda bastante corta, que al ir sentada al volante me descubría más de medio muslo, tardó bastante rato en poner una mano sobre mi pierna. Y cuando lo hizo, fue más por lo que se iba emocionando con sus explicaciones que por ninguna otra cosa: “Vamos al club donde tiene su cuartel general el tal Hristo. Tenemos dos opciones: una sería que hicieras como cuando el Flamingo, y le “entrases” con la excusa de querer trabajar para él, pero me parece que no se fiaría; a todas sus chicas las trae él mismo, o su banda, y vienen del este de Europa. Tú le ibas a oler a poli desde una hora lejos” . Entonces fue cuando me puso una mano encima del muslo derecho, por debajo de la falda y tan arriba que casi me rozaba el pubis: “La otra es decirle la verdad, y ofrecerle dinero por ayudarnos. Según me dice mi amigo de Málaga, ese tío vendería a su madre por pasta” .

Solo de entrar al club caí en la cuenta de que Jacinto tenía toda la razón sobre el origen de las chicas, pues aquello estaba lleno de mujeres de aspecto eslavo, de edades muy próximas al límite legal -o quizás por debajo, pero no era cosa de preguntar sobre eso- y muy poco vestidas; de hecho, lo único que todas ellas llevaban eran los consabidos zapatos de plataforma, y alguna, además, un minúsculo tanga. Una de esas fue la que, precisamente, nos llevó donde Hristo; tenía los pechos más descomunales que yo hubiera visto nunca, y parecían naturales: al andar iban de lado a lado, como si quisieran despejar el camino a nuestro paso. El hombre en cuestión tenía pinta de mafioso de película, pues iba vestido con un traje blanco de solapas exageradas, y debajo una camisa de flores con el cuello por encima del de la chaqueta. Pero lo más divertido eran los zapatos, negros y puntiagudos hasta la exageración. Sin embargo resultó ser bastante amable; después de despedir a la pechugona con una palmada en el trasero nos sonrió, y dijo en un español muy aceptable “Tú serás Jacinto, claro; Pepe me ha llamado hace un rato para decirme que tú venías. Y esta belleza que va contigo, ¿quién es?” . Tras presentarme, fuimos derechos al tema que nos traía; para tratar de ablandarle, yo procuré derramar algunas lágrimas al hablarle de Bea. Algo que, por otra parte, poco me costaba, o mejor dicho nada en absoluto; tampoco a Jacinto, pues pude ver claramente, pese a la poca luz del local, que tenía los ojos muy enrojecidos, y en el coche no lo había apreciado. Así que la rojez no era por causa de algo que se hubiera tomado, sino por la pena.

“Lo que queréis saber no es muy difícil. Veréis, lo que os voy a contar es un secreto a voces, pero un secreto; así que si lo contáis por ahí podemos acabar en una cuneta, tanto vosotros como yo. Todos los que trabajamos en esto sabemos de un servicio para, cómo os lo diría, deshacernos de aquellas fulanas que por algún motivo molestan. Es muy sencillo: llamamos a un móvil, y un tío pasa por el local a recoger la foto de la chica y diez mil euros; en unos días la furcia desaparece, y por mi parte me olvido de ella, asunto resuelto” . Jacinto y yo nos miramos, y él continuó su discurso: “Aunque los conozco bien, es obvio que no os voy a decir quiénes son; no estoy tan loco. Basta con que sepáis que son mafia del este, que las sacan en contenedores por el puerto de Algeciras, y que cada cierto tiempo organizan un convoy con unas cuantas. Pero el dato que a vosotros os interesa es que uno de esos contenedores salió como unas doce horas después de que la policía detuviera a Manuel Gómez, y registrase su cortijo. Así que si sumamos dos y dos…” . A mí me parecía claro que habíamos dado con algo muy importante, y por la cara que ponía a Jacinto también; pero por más que le insistimos no pudimos sacarle ningún detalle más: “Si empiezo a investigar para averiguar el número de serie del contenedor que salió aquel día, y su destino, soy hombre muerto. Así que eso ni pensarlo; tendréis que buscar otra solución que no me ponga en peligro” .

Lo cierto era que la tenía delante de mis narices, la solución; lo único que hacía falta era ponerla en marcha. Con una sonrisa lo más seductora que pude le dije a Hristo: “¿Qué tal si entro a trabajar en su club, y al poco decide usted, por la razón que sea, deshacerse de mí a través de esa gente? Se me ocurre una de aceptable: yo le he obligado a contratarme porque sé algo de usted que no quiere que nadie sepa, y por eso necesita que desaparezca” . De inmediato ambos caballeros trataron de disuadirme; el más vehemente de los dos Jacinto, he de reconocerlo, pues con cara de desesperación no paraba de decirme “¡Tú has perdido el juicio por completo! Si se te llevan por ese motivo te liquidan, seguro; ¡tú estás completamente loca!” . Pero Hristo, que ya se olía el negocio, le rebatió el argumento: “Eso no lo creo, aunque siempre es posible. Pero una puta tiene un valor comercial muy superior a diez mil pavos, sobre todo si tiene un cuerpo como el que le adivino a tu señora. No te ofendas, pero una vez en destino le pueden sacar entre diez y cien veces eso; serían bien tontos de matarla antes, o por el camino. Eso sí, si queréis hacerlo los diez mil euros los tendréis que poner vosotros; y otros cinco mil para compensarme por el riesgo que iba a correr con la operación. Que no es mucho, pero lo hay” .

En aquel momento Jacinto me dio una sorpresa como nunca en mi vida me había dado, y eso que hacía veinte años que nos conocíamos; pues sacó del bolsillo de su chaqueta un sobre grueso, lo puso en la mesa y dijo “Aquí hay dieciocho mil, así que el dinero no ha de ser problema” . Tras lo que, viendo mi cara de asombro, me aclaró el motivo de aquella súbita prosperidad suya: “Me he vendido el coche; ya suponía que rescatar a Bea nos iba a costar dinero, y sé que de eso tú tienes poco o nada” . Algo que casi me emocionó, pues sabía de sobra el cariño que mi ex le tenía a su descapotable; un cacharro inglés de los años setenta que hacía un ruido de mil demonios y perdía aceite por litros, pero que al parecer tenía aún valor como vehículo de colección. Visto aquello, estaba claro lo que yo tenía que hacer; así que me levanté, solté el cinturón de mi falda y la dejé caer al suelo. Luego me quité la blusa, el sujetador y las braguitas, y me quedé allí frente a ellos dos completamente desnuda, excepto por mis zapatos de medio tacón. Mientras Jacinto me miraba con una cara a medio camino entre el estupor y el deseo, di una vuelta sobre mí misma, para que pudieran apreciar bien mi cuerpo; durante la cual escuché como Hristo me decía “Efectivamente, para las mujeres sigo teniendo buen ojo. Aunque ya no eres una cría como estas chicas, tienes un cuerpo estupendo, Begoña; va a ser una auténtica pena tener que deshacerme de ti, pues aquí tendrías futuro…” .

XIV

Las noches siguientes las dediqué a hacer de camarera en el club de Hristo; solo eso, no de fulana, aunque recibí más ofertas de las que esperaba tener. Pero el papel que me había adjudicado a mí misma era precisamente ése: el de una calientabraguetas, dispuesta a sacar pasta con propinas pero no a irse a la cama con nadie. Algo por supuesto muy malo para el negocio, y que daba lugar a muchísimos problemas; la mayoría de clientes no entendía que aquella mujer que se paseaba por el club desnuda, provocándoles a fondo, luego no quisiera, por así decirlo, “rematar la faena”. Así que a Hristo le llovían las quejas, pero él se excusaba diciéndoles que, por razones que no les podía explicar, le era imposible echarme de allí; pronto corrió la voz de que yo lo tenía agarrado por los cojones, como decía una compañera. Y, una vez corrió, llegó el momento de poner en marcha la segunda parte del plan. Primero fui un día con Jacinto a Gibraltar, donde en una clínica privada que nos indicó Hristo me implantaron un chip microscópico bajo la piel del sobaco; según el hombre que me lo puso, era tan eficaz que incluso los satélites chinos lo detectarían. Debía de ser que no tenía mucha confianza en la tecnología de aquel país… Luego concerté con mi ex lo que tenía que hacer una vez yo hubiera desaparecido: le di el teléfono de la inspectora Morales, y la frecuencia de mi chip, y le dije que se pusiera en contacto con ella. Y, de paso, con mi empresa; no quería perder el trabajo. Pero no el mismo día, le advertí, pues aquella policía tan prudente era muy capaz de desbaratar la operación en su inicio; al final le convencí para que esperase unos diez días, para dar así tiempo a que mi barco estuviera ya en Oriente Medio. Y, por último, le dije a Hristo que hiciera su llamada.

La cosa fue rápida. A la noche siguiente el hombre me advirtió, en un aparte, que el mensajero ya había venido a por mi foto, y por supuesto a por el dinero. Y dos días después, cuando abría mi coche para ir al club -me había alojado en un hotel muy sencillo de Marbella, a las afueras- noté una navaja en el cuello; una voz me dijo en un tono muy bajo “No digas nada, ni te muevas un solo milímetro” mientras alguien me esposaba las manos detrás, y luego los tobillos. Hecho lo cual me colocaron una mordaza de látex, enorme, que me llenaba toda la boca, y una venda negra tapándome los ojos; y, tras decirme que no hiciese ni un ruido, me metieron entre dos personas en el maletero de mi coche, y lo cerraron. Oí las dos puertas delanteras, y luego arrancamos; en pocos minutos llegamos a la autovía -lo noté por el aumento de velocidad, y  porque ésta era constante-, por la que circulamos algo menos de una hora. Así que, cuando mi coche por fin se detuvo, habría apostado a que estábamos en Algeciras, aunque la venda no me permitiera ver nada; pues era donde Hristo decía que embarcaban a las chicas, y estaba a una hora de Marbella. Pero no tuve modo de comprobarlo ni cuando, tras bajarme del maletero y dejarme en el suelo, me quitaron la venda; pues estaba dentro de un almacén enorme que parecía vacío, frente a dos hombres que me miraban fijamente. Uno de los cuales, me di cuenta al momento, había tratado la noche antes de llevarme a la cama en el club; por supuesto sin ningún éxito.

“Esta es la putilla que te conté, la que no le apetecía follar. Me costó una botella de champán a los precios del club, que parece que estés en el bar del Marbella Club; y cuando le digo que subamos a una habitación, me dice que no. Pensé que quería más pasta de lo que es normal, y le pregunté cuánto pedía; y, ¿no va la tía y me dice que no le apetece, que no es una cuestión de dinero? Yo alucinaba, te lo prometo; de no ser por el respeto que le tengo a Hristo, le hubiera soltado allí mismo un par de hostias a la furcia esta” . Mientras el otro hombre se reía a carcajadas, alguien se llevó de allí mi coche; y, una vez que me quedé sola con aquellos dos, mi excliente frustrado me miró a mí y volvió a hablar: “La buena noticia es que no te vendrán a recoger hasta dentro de una hora; igual tampoco te apetece ahora, pero te aseguro que te vamos a follar duro, y por todos tus agujeros” . Al punto ambos sacaron de sus bolsillos sendas navajas, las abrieron y se acercaron a mí; el que se había reído me quitó las zapatillas de deporte que llevaba, y los calcetines, mientras el otro empezaba a cortar, con su navaja, la chaqueta de mi chándal. Yo no me había puesto otra ropa que el chándal y las zapatillas; ni siquiera ropa interior, pues iba al club, donde pasaba desnuda todo el tiempo. Así que en muy poco me desnudaron cortando mis dos únicas prendas, chaqueta y pantalón, a tiras; hecho lo cual soltaron el grillete de uno de mis tobillos, el izquierdo, para engancharlo en un rail de hierro que, algo deformado pero firmemente sujeto, sobresalía en el suelo de aquel almacén. Seguramente lo único que quedaba de algún tipo de vagoneta que, en su día, hubiera circulado por allí dentro.

Lo que no hicieron fue quitarme la mordaza, y tampoco las esposas que sujetaban mis manos a la espalda; mi excliente, una vez desnuda, se limitó a decirme “Tienes dos opciones: abrirte de piernas tú solita, o que tengamos que abrírtelas nosotros. Casi prefiero la segunda, sabes, porque me apetece un montón darte de hostias hasta que me canse…” . Obviamente, al oír esto me tumbé sobre el suelo, tratando de buscar una postura en la que mis manos esposadas no me hicieran -y no se hicieran- demasiado daño, y luego separé mis piernas tanto como pude; ofreciéndoles mi sexo de un modo obsceno, pues mi pelvis quedaba un poco levantada. El primero que me penetró fue, como no, mi excliente; cuando se quitó los pantalones y los calzoncillos pude ver que estaba completamente erecto, aunque su miembro tampoco era nada especial. Pero sí que lo fue la violencia con la que me montó, dando unos empujones furiosos que me hacían un daño tremendo en los brazos, en las muñecas y en la espalda. Además de que, mientras me taladraba, me estrujaba los senos, y sobre todo los pezones; con lo que logró el que, supongo, era su objetivo: que yo gimiera de dolor, aunque fuese sin hacer demasiado ruido por efecto de la mordaza. Para mi suerte no estuvo así más de uno o dos minutos, tras los que eyaculó copiosamente; cuando poco después se retiró de mi vagina, y supongo que para humillarme aún más, acercó su pene a mi cara y lo limpió frotándolo en ella, así como en mi pelo.

El otro hombre, para mi desgracia, no estaba dispuesto a meter su pene en el mismo sexo que su amigo acababa de visitar; así que, una vez se hubo desvestido, me cogió por la cintura y me levantó en el aire, dándome la vuelta y poniéndome a cuatro patas, con las rodillas tan separadas como podía. Una postura que me obligaba, al tener las manos esposadas atrás, a apoyar la cara en el sucio y polvoriento suelo de aquel almacén; suelo sobre el que, además, se apoyaban mis pechos. Para mayor desgracia, antes de que me diera la vuelta yo había podido ver que aquel hombre sí que tenía un miembro de muy considerables dimensiones, que por supuesto estaba tieso como un poste; cuando noté que apoyaba su glande en mi ano me preparé, pues, para lo peor. Pero, por más que traté de relajar el esfínter, la penetración fue dolorosísima, y me arrancó un alarido que ahogó, como siempre, la mordaza. Aunque lo más duro vino acto seguido: cuando empezó a empujar, adelante y atrás, con todas sus fuerzas, logró aplastar mi torso contra el suelo; y durante varios minutos no solo mi mejilla se restregó contra él, sino sobre todo mis pechos. Para cuando noté que llenaba mi recto con su esperma casi me dolían más los pezones que el ano, y no pude evitar ponerme a llorar quedamente; algo que mi excliente recibió con una sonrisa, y sin duda para humillarme un poco más comentó: “Parece que, por fin, la gran señora ha tenido sus buenas dosis de rabo…” .

Lo más sorprendente, sin embargo, sucedió pocos minutos después; de pronto oí el inconfundible ruido del rotor de un helicóptero que se acercaba, y el hombre que me había forzado por detrás comentó “Ya están aquí” , mientras soltaba el grillete que unía mi tobillo izquierdo al raíl, y lo volvía a colocar en mi tobillo derecho. Tras lo que volvieron a ponerme la venda en los ojos, y entre ambos me levantaron del suelo; enseguida uno de ellos -era mi excliente, lo noté por su olor corporal- me cargó sobre un hombro, como si fuera un fardo. Así salimos de aquel almacén al exterior; donde ya debía de ser noche cerrada, porque sentí que hacía frío y oí que el ruido del helicóptero sonaba fuerte, y cada vez más próximo. Al llegar junto al aparato noté el aire que desplazaba, y  como me tumbaban sobre algo parecido a una camilla, que luego cerraron con una tapa; me di cuenta porque el ruido disminuyó mucho, y el frío desapareció. Y de inmediato el motor del aparato aumentó su ritmo; poco después sentí la sensación inconfundible de que nos elevábamos del suelo. Yo estaba muy preocupada, pues no era aquello lo que Hristo nos había dicho que me pasaría: no había otras chicas, ni contenedor, ni barco, … Y, sobre todo, porque Jacinto no iba a advertir a las autoridades hasta, al menos, una semana más tarde; pero, en mi situación, no podía hacer otra cosa que escuchar y tratar de medir el tiempo. Lo que hice por aproximación, claro está, pues no tenía otro modo; para cuando el helicóptero empezó a reducir la potencia de sus motores, y finalmente se posó en el suelo de nuevo, calculé que habríamos volado cerca de dos horas.

Al abrirse la tapa de aquella camilla donde me llevaban, lo primero que noté fue que hacía más frío aún que cuando me cargaron en ella; tan pronto como unas manos me levantaron comencé a tiritar, y noté que mis pezones se ponían duros como piedras. Oí unas risas, y como dos hombres hablaban en algo que me pareció árabe; luego uno de ellos me cargó sobre su hombro, como habían hecho para llevarme al helicóptero, y poco después me depositó sobre una superficie lisa, que mis manos identificaron como madera. Era un carro, pues oí como azuzaban a un animal y al instante aquello empezó a moverse; circulábamos por caminos en mal estado, porque mi cuerpo desnudo iba rodando de lado a lado, chocando con las paredes de la caja y arañándose en las imperfecciones de la madera. Finalmente el carro se detuvo, y poco después unas manos callosas se dedicaron, durante largo rato, a manosearme; no dejaron rincón por visitar, y al hallar restos de esperma en mi sexo y en mi ano oí que su dueño profería una exclamación que tampoco entendí. Minutos después, mientras manoseaba mis pechos y, sobre todo, pellizcaba mis duros y tiesos pezones, una voz lejana -otra vez me pareció árabe- gritó algo, y las manos se detuvieron; dando un bufido, el hombre que me manoseaba me cogió y me cargó otra vez sobre su hombro. Y así me llevó un trecho, durante el que pude oír como se abrían y cerraban varias puertas; para, poco después, depositarme sobre un suelo que me pareció de tierra. Tras lo que escuché como sus pasos se alejaban.

XV

Aunque tardé un rato, porque esposada detrás me era difícil encontrar una posición cómoda, finalmente logré dormirme. Me despertó una patada en un costado, y al abrir los ojos comprobé que me habían quitado la venda mientras dormía; estaba en una habitación sin mueble alguno, sucia y con el suelo lleno de polvo, y dos hombres me contemplaban. Uno de ellos era un chico muy joven, y el otro un hombre de mediana edad; ambos vestían una chilaba y sandalias, pero la ropa del más mayor se veía de mucha más calidad. Fue precisamente el más elegante quien me habló, en un español muy correcto pero con un acento similar al que yo había oído en España a los marroquíes: “Buenos días, señorita, bienvenida al centro de aprendizaje de Tendrara. Ha sido usted seleccionada por sus amos para ser convertida en una yegua, y es nuestro deber educarla así. Habrá usted, seguro, oído hablar de las ponygirls, esclavas a las que se entrena para competir en carreras, tirar de vehículos, o hacer cualquier otra cosa que una yegua haría. Algo que, por supuesto, incluye ser montada, y en todos los sentidos de la palabra…” . El hombre detuvo por un instante su explicación, para reírse un poco con el obvio doble sentido, y pude observar que el chico no decía ni hacía nada; lo que me llevó a la conclusión de que no entendía el español, pues en otro caso le hubiese reído la gracia al otro, que parecía ser su jefe.

Enseguida continuó, mientras señalaba al chico joven: “A partir de ahora Moha será su instructor. Es muy importante, para usted sobre todo, que le obedezca sin chistar; los castigos a los animales que desobedecen son aquí terribles. Ya se dará cuenta de que él habla muy poco español; pero para el caso da igual, porque la principal regla que habrá usted de respetar desde ahora es esta: ya no es una mujer, sino un animal, una yegua, y los animales no hablan. Nunca. Es más, a las que lo hacen les aplicamos un castigo muy cruel, pero sumamente efectivo: les cortamos la lengua. Le aseguro que ya no vuelven a hablar más. Pero vamos, no pretendo asustarla; estoy seguro de que obedecerá sin chistar, y enseguida va a tener la ocasión de demostrárnoslo. Porque lo primero que vamos a hacer con usted es procesarla; eso incluye, además de lavarla, ponerle sus arreos y hacerle una revisión médica, marcarla. Como se hace con cualquier yegua” . Al oírle mi cuerpo comenzó a temblar, y no era solo por el frío que tenía; aunque había dormido desnuda, tumbada sobre aquel suelo sin nada encima, y la temperatura de la mañana era fresca, el temblor empezó justo cuando oí lo de ser marcada, y además súbitamente. Pero nada podía hacer para impedir que me lo hiciesen, y si me quejaba me exponía a que me cortasen la lengua; así que cuando el tal Moha me quitó las esposas de los tobillos me puse en pie como pude, siempre en silencio, y les seguí hasta el exterior del edificio.

Al salir afuera me di cuenta de que estábamos en medio del desierto, y que al oeste había unas grandes montañas; además de la que acabábamos de abandonar, se veían otras diez o doce construcciones, todas hechas en adobe y de muy distintos tamaños, y más allá de ellas solo rocas, arena y tierra, hasta donde alcanzaba la vista. En un rincón había un pozo, junto al que estaba la única otra persona que pude ver en todo el lugar: una chica muy joven sacando agua con un cubo, completamente desnuda salvo por las cadenas que salían del grueso collar de hierro que llevaba, y que bajaban hasta sus muñecas y sus tobillos. Parecía más subsahariana que árabe, pues su piel era muy oscura, y tenía la esbeltez y la elegancia de movimientos de las mujeres negras, además de unos pechos preciosos; cuando sacó el cubo del pozo lo sujetó entre sus brazos, y se fue hacia uno de los edificios contoneando su hermoso trasero provocativamente. Los hombres que me guiaban entraron en otro de ellos, y yo les seguí; era una especie de caballeriza, en uno de cuyos lados había un gran espacio vacío, en el centro del cual colgaba, del techo, una cadena. Moha me llevó hasta allí de un brazo, y tras sujetar mis esposas a la cadena accionó un mecanismo en la pared; con el que fue alzando mis manos engrilletadas, y separándolas a la vez de mi espalda, hasta que quedé de puntillas e inclinada hacia delante, con los pies a punto de dejar el suelo.

Tan pronto me tuvo así Moha vino del rincón con un cubo de agua, y me lo tiró por encima. Para, acto seguido, coger una pastilla de jabón y un cepillo y dedicar los siguientes diez o quince minutos a limpiarme a conciencia; como lo haría con una yegua, pasando primero el jabón por todo mi cuerpo y después frotándolo a fondo con el duro cepillo, una y otra vez. Me hizo bastante daño, sobre todo al frotar insistentemente entre mis piernas -para lo cual me hizo un gesto obvio, indicándome que las separase- y en los pezones, pero logré no emitir más que algún gemido; cuando consideró que ya estaba bien limpia fue a por otro cubo de agua, y me lo volcó por encima. Si bien tuvo que repetir dicha operación, pues se dio cuenta de que aún necesitaba más agua para quitarme bien el jabón. Una vez acabó se dedicó a manosearme con todo detalle; pero enseguida me di cuenta de que no era solo por el placer de sobarme -pues eso ya llevaba rato haciéndolo, mientras me enjabonaba y aclaraba- sino sobre todo para buscar cualquier pelo que hubiese en mi cuerpo; alguno encontró, en particular en los labios de mi sexo, y procedió a arrancármelo con unas pinzas que sacó del bolsillo. Y, cuando juzgó que ya no quedaba ninguno, accionó la polea y mis manos bajaron hasta volver a mi grupa; entonces desenganchó las esposas, sin quitármelas, y me sacó de allí llevándome de un brazo. Él solo, pues mientras me lavaba y depilaba el otro hombre se había marchado.

Fuimos al edificio contiguo, que era una especie de dispensario; allí un hombre vestido con bata blanca me hizo sentar, completamente espatarrada y sin quitarme las esposas -metí las manos por el hueco entre el respaldo y el asiento- sobre un sillón de ginecólogo y, durante un buen rato, me sometió a un chequeo médico general. Aunque tampoco parecía interesarle mucho lo que hacía, pues casi toda su atención se centraba en mi sexo; cada poco lo tocaba, ya fuera para acariciar mi vulva, para meter un dedo en la vagina, o incluso para masturbarme frotando con energía mi clítoris. Una vez más, y como antes Moha, logró sacarme algún gemido -esta vez de excitación- pero solo eso; al cabo de un buen rato me miró y me soltó, en un español muy aproximativo, “Ahora yo marcar tú. Serás, buena, sí? Prefieres que yo ate a ti, o podrás tú quieta sola? Pero mejor tú atada; si marca mover, yo tengo que repetir…” . Solo de oírle decir eso comencé a temblar otra vez, como una hoja, y él captó el mensaje; sacó de un cajón un montón de correas y comenzó a sujetarme con ellas a aquella silla, hasta que yo no podía mover más que mi cabeza, y un poco las manos y los pies. Luego trajo útiles de afeitar, y se dedicó a rasurar a fondo mi pubis, hasta que la carne quedó perfectamente afeitada, lisa como la superficie de un tambor; y una vez que hubo hecho eso se fue de la habitación, para regresar al poco con lo que parecía una bombona de butano.

Al verla comprendí que no iba a marcarme al fuego, sino con nitrógeno líquido, en frío; a fin de cuentas, pensé, así es como se suelen marcar hoy en día las yeguas… El hombre levantó la tapa del recipiente, y al hacerlo pude ver como humeaba el nitrógeno mientras él retiraba de su interior la marca, que sujetó por un mango de madera; me pareció enorme, pues tenía por lo menos ocho centímetros de anchura y la mitad de altura. Era una inscripción en árabe, que por supuesto no entendí; el hombre me la mostró, muy satisfecho, y me dijo “Tu no mover, eh? Marca al menos necesita minuto y medio en tripa, pero dolor no mucho” . Para, acto seguido y con mucha delicadeza, apoyar el hierro de marcar -más bien parecía cobre, por el color- en mi vientre, justo sobre mi sexo, y dejarlo allí. La sensación, tal y como yo me había imaginado, era la del contacto con algo congelado; como si mi vientre se hubiese adherido al hierro, y este tirase de la piel, pero infinitamente menos dolorosa que una quemadura. Y, por supuesto, sin los riesgos de ésta; como ya suponía que no lo hacían por mi bienestar, o para evitarme sufrimiento, pensé que la razón para usar aquel método era la misma que en el caso de los caballos: que, tan pronto como me hubieran marcado y sin necesidad de tratamiento alguno, pudiese empezar a trabajar en lo que fuera que tenían previsto para mí.

El hombre mantuvo la marca sobre mi vientre lo que me pareció una eternidad, pese a que me había dicho minuto y medio; cuando la retiró, con un exquisito cuidado, vi que la letra -o las letras- habían quedado como grabadas en blanco, justo como si fuera el negativo de una quemadura. Luego se marchó con el recipiente, y al poco volvió con unos guantes quirúrgicos puestos, y llevando un carrito en el que había diversos objetos; de inmediato comprendí que no iba a pasar por todo aquello sin sufrimiento físico, pues lo que me iba a hacer estaba claro: en el carrito había varias pinzas, alcohol, gasas, algodón, y… tres agujas hipodérmicas de al menos un par de milímetros de grueso, junto con tres aros metálicos, de sección redondeada y un par de centímetros de diámetro, por un par de milímetros de grosor. Como yo seguía inmovilizada por aquellas correas, asistí con resignación a cómo, una vez hubo limpiado con desinfectante mi pezón izquierdo, lo sujetó con unas pinzas de punta triangular hueca; y luego, pasando una hipodérmica por el interior de aquel triángulo y de un solo golpe, lo taladró de lado a lado. Esta vez el pinchazo de dolor sí que me hizo gemir; fue breve pero muy intenso, y se repitió al cabo de muy poco en el pezón derecho. Para, a continuación, regresar pero con menor intensidad cuando el hombre, primero en un pezón y después en el otro, sustituyó ambas agujas por sendos aros; tras lo que los cerró a presión, haciendo en ambos casos un ominoso “clic” metálico.

Para entonces yo estaba ruborizada como una colegiala, pues para mí ser marcada y anillada como una res era, quizás, la experiencia más humillante de mi vida; y eso que, desde que empecé mi desesperada búsqueda de Bea, había tenido ocasión de pasar por muchas humillaciones. Pero aún me faltaba la definitiva; pues aquel hombre, después de volver a desinfectar con cuidado mis pezones, hizo lo mismo con mi sexo. Para luego decirme “Mucha piel en clítoris. Pongo anilla ahí, pero tú muy quieta. Si tú mover, yo pinchar a ti en clítoris; eso mucho dolor, cosa muy terrible” . Yo me quedé inmóvil como si me hubiera congelado el cuerpo entero, en vez de solo el vientre; y noté como, con unas pinzas, tiraba un poco hacia él de la piel que cubría mi clítoris para, de inmediato, perforarla con la aguja. El dolor fue mayor que en los pezones, pero tampoco exagerado, aunque no pude evitar un estremecimiento; más que por el dolor, por la sensación de que me estaba perforando ahí, y por la enorme vergüenza que sentí al comprender que todo el mundo iba a poder ver, a partir de entonces, no solo la marca, sino también las tres anillas. Y aún agradece, pensé absurdamente, que no te ha puesto otra en la nariz, como a las vacas… El hombre completó la operación sustituyendo la ancha aguja por la anilla y cerrándola, y me dijo, mientras tocaba otra vez mi vulva, “Ya está. Ahora dolor un poco, unos días; pero luego tú, con esto, cachonda siempre” . Para, antes de irse, tomar las medidas de mi cuello, mis muñecas y mis tobillos.

XVI

Al cabo de unos pocos minutos regresó, con Moha y llevando un collar de acero ancho y alto, muy pesado, así como cuatro grilletes hechos del mismo material; todos tenían una anilla unida a un pequeño perno, que sobresalía en el centro de su pulida superficie exterior, más o menos del tamaño de las que colgaban de mis pechos y de mi sexo. Tras quitarme las esposas, entre ambos me colocaron las cinco piezas en el cuello, las muñecas y los tobillos, y luego las cerraron también por el procedimiento de unir ambos extremos a presión, haciendo un sonido metálico; sin que, aparentemente, tuviesen mecanismo alguno de apertura, como tampoco lo había visto en aquellas tres anillas que perforaban mi cuerpo. Luego soltaron las correas que me sujetaban al sillón, y Moha me indicó que me levantara de él y le siguiese. Yo lo hice, notando al ponerme de pie el peso del metal que me acababan de colocar; y, al andar, el movimiento de las tres anillas que perforaban mi cuerpo, que estando recién puestas era bastante doloroso. No anduvimos mucho, pues me llevó de vuelta a las caballerizas; donde volvió a sujetar mis manos a la espalda, esta vez uniendo con un mosquetón las anillas de los grilletes de mis muñecas. Para luego, tras sujetar la cadena en aquel mosquetón, volver a elevar mis manos hasta que quedé en una postura similar a la de cuando me había lavado.

Aquella vez, sin embargo, tenía otro propósito; una vez me tuvo en tan incómoda posición me hizo separar las piernas dándome patadas en los pies, lo que pude hacer gracias a que no me había levantado las manos tanto como la primera vez. Y cuando me tuvo en la postura que buscaba, con el sexo y el ano generosamente expuestos, se acercó a una estantería próxima, de la que tomó un objeto que puso frente a mi cara. Era una cola de caballo, y parecía hecha con pelo auténtico de animal; la única diferencia era que en su extremo tenía incrustado un corto consolador metálico con forma de as de picas, cuya parte más ancha, la central, hacía unos seis centímetros de diámetro. Mientras que el estrechamiento posterior, justo antes de la base en la que estaba sujeto el mechón de pelo, no haría más que uno. Comprendí al momento dónde iba a meterlo, y así fue; tras acercármelo para que lo empapase en saliva -algo que hice con mucha dedicación, y en mi propio beneficio- se dirigió a mi trasero, y noté como presionaba con él mi ano. Necesitó cierta fuerza, pero tan pronto me introdujo la parte ancha el consolador se quedó allí sujeto firmemente; pues teniendo aquella parte dentro de mi recto resultaba imposible, por mucho que yo me moviese, que el conjunto pudiera salirse de sitio. Moha, una vez que lo hubo colocado y comprobó su firmeza, me habló por primera vez; y lo hizo en un español incluso peor que el del enfermero: “Saco mañanas yo un rato, y tú caca. Tú llevar siempre, después” .

Mientras me decía eso, Moha había cogido un bote de crema solar y me estaba untando todo el cuerpo con ella; aprovechando, por enésima vez, para manosearme a su gusto. Después recogió mi pelo en una larga y única trenza, y cuando acabó accionó la polea, permitiendo así que volviesen a bajar mis manos. Tras lo que enganchó a la anilla de mi collar el mosquetón que había en el extremo de una larga cuerda que había cogido de la pared; luego soltó mis manos de la cadena que colgaba del techo y me llevó, así sujeta, hasta la parte trasera del edificio. Allí había lo que parecía un picadero; un espacio redondo, de unos quince metros de diámetro, rodeado por una empalizada de madera de no mucho más de un metro de altura. Por el camino, y de la pared de las mismas caballerizas, Moha cogió una especie de fusta, que hacía casi dos metros de longitud y estaba provista, en su extremo, de un cordel grueso de igual extensión, rematado en un nudo. Una vez que entramos en el picadero soltó el mosquetón que unía los grilletes de mis manos a la espalda, y me acercó al lateral del aprisco; él se situó en el centro, sujetando bien tensa la cuerda que nacía en mi collar, y acto seguido me dio, con la fusta que llevaba en la otra mano, un latigazo en las nalgas. El cordel de aquella fusta cortaba como una navaja, y el impacto me hizo dar un respingo, mientras ahogaba un grito de dolor; al mirar a mi trasero, vi que había trazado en mis glúteos un fina línea roja que los cruzaba de lado a lado, y que me escocía una barbaridad. De hecho, cada vez más conforme iba pasando el tiempo.

El siguiente golpe cruzó mi espalda, un poco más arriba de los riñones, y el nudo que había al final de aquella cuerda vino a golpear el lateral inferior de mi seno derecho. El dolor fue igual de intenso, y el escozor posterior incluso más notorio que cuando el primer golpe, pero lo esencial para mí fue que aquel segundo fustazo me hizo comprender qué era lo que Moha quería. Así que empecé a trotar alrededor de aquel picadero, manteniéndome a como un metro de la valla; él sonrió, y durante al menos un minuto dejó de golpear mi cuerpo desnudo con aquel instrumento diabólico. Pero no logró contenerse demasiado tiempo, pues al poco volvía a lanzar el cordel contra mi espalda; tras recibir dos o tres golpes más, aumenté un poco la velocidad, y él pareció contento con eso, pues paró de sacudirme. Aunque, cada vez que le parecía que yo reducía el ritmo, me daba otro latigazo; principalmente en la espalda y en las nalgas, pero algunos golpeaban más abajo, en la parte trasera de mis muslos y en mis corvas. Y muchos de los que recibía mi espalda terminaban en mis pechos; al menos ahí, o en mi vientre, golpeaba casi cada vez aquel maldito nudo. Pues, al poco tiempo y seguramente para poder pegarme con más precisión, Moha me acercó a él acortando un poco la cuerda con la que me mantenía dando vueltas a su alrededor.

Así me tuvo por no sé cuánto tiempo, y para cuando me mandó parar yo estaba agotada y muy dolorida; y no solo por las docenas de latigazos que se podían ver sobre mi cuerpo, en forma de finas líneas rojas que lo recorrían por todas partes. Además de eso las tres anillas, en mis pechos y sobre mi sexo, al estar colocadas en unos agujeros recién taladrados en mi carne me hacían mucho daño al moverse; sobre todo la del pecho derecho, que en más de una ocasión había recibido la “visita” del nudo que había al final de aquella diabólica cuerda. A ello debía sumar que había estado trotando, sin descanso, durante bastante tiempo, al menos un par de horas; mi cuerpo desnudo brillaba con una fina capa de sudor, y yo tenía más sed que nunca antes en mi vida. Algo que Moha resolvió enseguida, llevándome -tirando de la cuerda sujeta a mi collar- hasta la pared del edificio de las caballerizas, donde había un cubo con agua. Tan pronto lo vi me lancé a por él, lo cogí con las dos manos y me lo llevé a la boca; grave error, que me costó de inmediato un diluvio de latigazos. Hasta que dejé de nuevo el cubo en el suelo; entonces Moha sacó del bolsillo uno de aquellos mosquetones, sujetó mis manos a la espalda con él y me indicó, con una mano, que podía volver a beber. Fue mucho más difícil así, sin duda, pero logré beber hasta hartarme, metiendo mi boca dentro del cubo y sorbiendo el agua; mientras lo hacía recordé que, como me habían dicho unas horas antes, yo era una yegua. Por lo que no podía usar mis manos…

Cuando paré de beber Moha me llevó de nuevo a las caballerizas, pero al entrar al edificio fuimos hacia el lado contrario a la zona donde me había lavado, y luego colocado aquella cola. Era un espacio dividido en boxes, como los de los caballos, y me hizo entrar en uno; mediría como dos por tres metros, y en él no había otra cosa que un montón de paja y tres cubos: uno con agua, otro con una especie de pienso, y un tercero vacío. Además de una cadena sujeta a la pared con una gran argolla; cuando entramos soltó la cuerda de mi collar, me lo sujetó con la cadena de la pared -era lo bastante larga para que pudiese llegar a los cubos- usando un mosquetón y se marchó, por supuesto sin desatar mis manos. Comprendí, por la hora, que aquel pienso era mi comida, y lo probé; era una pasta casi sin sabor, pero aún estaba un poco caliente y yo tenía muchísima hambre, así que me comí una buena porción. Eso sí, como los animales, pues mis manos sujetas a la espalda me impedían hacerlo de otra manera; una vez saciada bebí otro poco de agua, moviendo la cara dentro del agua para limpiar así los restos de pienso que pudiera tener, y me tumbé en la paja. Donde, al cabo de un instante, me quedé profundamente dormida.

Moha me despertó, empujando mi acurrucada desnudez con un pie, al cabo de lo que me parecieron segundos; pero seguro que fue más tiempo, ya que lo primero que noté fue que tenía unas enormes ganas de orinar. Así que, antes de que él se me llevase a algún otro sitio, me incorporé y fui hasta el cubo vacío; una vez allí, y bajo su atenta mirada, me puse en cuclillas sobre él y me dejé ir. No sin ponerme colorada como un tomate mientras lo hacía, pues orinar bajo la mirada de aquel hombre me producía mucha vergüenza; pero al menos logré, cuando un poco después me sacó de allí, irme ya aliviada. Por supuesto de nuevo al picadero, donde me esperaba otra larga sesión de trote; esta vez incluyó una pausa a la mitad, para beber agua y descansar, pero como mínimo resultó el doble de larga que la de la mañana. Así que cuando, cayendo ya la tarde, me ordenó parar, yo estaba cansada como nunca en mi vida lo había estado; además, por supuesto, de haber renovado, con al menos una cincuentena de nuevas, las marcas de latigazos sobre mi cuerpo. Tuve las fuerzas justas para regresar a las caballerizas, donde antes de devolverme a mi box me lavó a fondo, colgada -esta vez me juntó las manos delante, antes de levantarlas- de la cadena que bajaba del techo. Y cuando me hubo lavado a su satisfacción, lo que le llevó al menos media hora entre enjabonar mi cuerpo desnudo con todo detalle, y luego aclararlo, me encadenó en mi cubículo; de la misma forma que al mediodía, con las manos atrás y sujeta por el collar a la cadena de la pared. Aún pude comer algo del pienso, y beber un poco de agua, antes de caer rendida sobre la paja. Pero no necesité orinar; pues, para mi enorme vergüenza, no pude contenerme mientras Moha me estaba limpiando, y me dejé ir durante uno de sus interminables manoseos en mi sexo.

XVII

Desperté muerta de frío, tiritando, y al hacerlo vi delante de la mía la cara de Moha, que me hacía señas para que me pusiera de pie. Yo le obedecí, con cierta dificultad al llevar las manos en la espalda, y al moverme noté que, sobre todo, me dolían los pezones; cuando los miré vi que estaban duros como escarpias, y comprendí que al estar tan tiesos debían de tirar de las heridas de la víspera. Que se veían limpias y ya casi sin enrojecimiento; no había, pues, infección alguna. La anilla de mi clítoris, por otra parte, casi no la notaba; solo me recordó su presencia cuando Moha, después de hacer que separase las piernas y me inclinase hacia delante, me quitó de un tirón el consolador que sujetaba aquella cola de caballo en mi ano. Salió haciendo un ruido -parecido a un “plop”- que me avergonzó un poco, y la parte ancha me hizo algo de daño en el esfínter al atravesarlo; pero Moha no le dio mayor importancia: me dijo “Media hora” , señalando a los cubos, y se marchó tras limpiar el consolador… ¡en aquel mismo cubo de agua del que yo bebía! Aunque obviamente no le me atreví a hacerle reproche alguno; comí algo del pienso, bebí del cubo y, sobre todo, me moví tanto como pude, haciendo la gimnasia que fui capaz e incluso dando saltos. Pues tenía la piel de gallina, y no paraba de tiritar; aunque seguía dentro del edificio, todas sus ventanas estaban abiertas, y fuera debía de hacer el típico relente matinal. Y siempre había oído que, de noche, en el desierto hacía mucho frío.

Para cuando Moha regresó yo había logrado, por fin, ir de vientre; pues desde años atrás tengo la costumbre de hacerlo por la mañana. Pero debí de tardar demasiado en ponerme a ello, porque cuando regresó a mi box me pilló en plena faena; lo que, obviamente, provocó otra vez que enrojeciese hasta la raíz del cabello. Él sólo sonrió, y esperó a que terminase; una vez que me incorporé me soltó las manos y me señaló otra vez el cubo de agua, y entendí perfectamente qué pretendía: que me limpiase el trasero con ella, pues allí no había papel. Me puse a hacerlo aún más ruborizada; supongo que ofrecía una estampa muy curiosa, allí desnuda frente a él, con la cara roja como un tomate y el resto del cuerpo en carne de gallina, mientras me limpiaba el trasero con agua. Pero no me dio mucho tiempo, y al cabo de un par de minutos consideró que ya estaba bien lavada; sacando de su bolsillo el tubo de crema solar me hizo gesto de que me incorporase, con piernas y brazos separados, y untó a fondo todo mi cuerpo con la crema. Teniendo incluso un detalle de amabilidad, pues metió un poco de ella, junto con sus dedos, dentro de mi recto, y luego embadurnó con detalle mi ano; lo que facilitó las cosas mucho cuando, al acabar de manosearme, me hizo inclinar hacia delante y volvió a meter allí el consolador que soportaba la cola de caballo. Hecho lo cual soltó la cadena que sujetaba mi collar a la pared, y me hizo signo de que le siguiera.

Al salir al exterior el frío me golpeó con toda intensidad, pues además de que el cielo estaba cubierto como con una fina neblina, y no podía ver el sol, soplaba un viento considerable. Delante de las caballerizas estaban aparcados tres pequeños carros descubiertos, de dos ruedas y con sendos asientos en los que solo cabía una persona; frente a dos de ellos, entre las barras, esperaban dos mujeres, igual de desnudas y de muertas de frío que yo. Las dos tenían aspecto occidental, aunque me resultaba imposible saber si, como yo, serían españolas; lo único seguro era que ninguna de las dos era Bea. La primera, al menos diez centímetros más alta que yo, tendría unos veinticinco años, y un cuerpo de atleta, sin un gramo de grasa; los pechos, pequeños y de pezones muy puntiagudos -el frío influiría en eso, sin duda- estaban rodeados de carne tersa, con músculos bien evidentes: parecía una gacela a punto de echar a correr. La otra mujer, sin embargo, no era tan atlética; algo más joven que yo, y de una estatura similar a la mía, tenía un cuerpo más redondeado, con pechos más llenos y nalgas bastante carnosas, pero se la veía en buena forma. Como yo lo estaba, de hecho; por el aspecto general de su cuerpo hubiese dicho que, al igual que yo, aquella mujer era aficionada a ir al gimnasio.

Mientras otros dos chicos de similar edad las enjaezaban a ellas dos, Moha hizo lo propio conmigo; primero me puso una cabezada hecha de tiras de cuero, tan parecida a las que llevan los caballos que incluso tenía embocadura, y de la que salían las riendas. Luego me colocó una cincha cruzando la barriga, un poco por encima de mi ombligo, la cual sujetó con correas a las barras del carro; y, finalmente, ancló las anillas de los grilletes de mis muñecas, usando una corta cadena, a otras dos que estaban atornilladas encima de cada una de las barras. Cadena que era lo bastante larga como para que pudiese sujetar aquellas con las dos manos, y aumentar así la tracción sobre el carro que ya desarrollaba con la cincha sujeta a mi cintura. Una vez listas, los tres chicos fueron a buscar sendas fustas como la que Moha había usado generosamente sobre mi cuerpo el día anterior, y se sentaron cada uno en un carro; al verles con aquello en la mano me di cuenta de que las marcas de los latigazos que recibí el día antes -al menos me habría dado cerca de un centenar- habían casi desparecido. Por lo que comprendí que el instrumento, además de ser muy doloroso, tenía otra diabólica característica: se podía usar en nosotras con gran liberalidad, en la confianza de que no se nos iban a causar lesiones graves, o permanentes. Pero poco más pude pensar, porque de pronto comenzaron a llover los latigazos sobre mi cuerpo; así que, dando un tirón a las barras con cintura y manos a la vez, comencé la marcha.

Salimos las tres en fila india; la chica más atlética iba primera, y yo la seguía. Y enseguida comprendí las instrucciones que Moha, con el látigo o con las riendas, me daba, pues eran muy sencillas: latigazos, ir más deprisa; tirar de ambas riendas, reducir velocidad -o incluso parar, aunque cuando llegó el momento de hacerlo además de eso me gritó “Sooo!” -, y tirón de una de ellas, desviarse hacia ese lado. Por otra parte, al llevar otro carro delante lo único que yo tenía que hacer era seguirlo, así que incluso sin las riendas me habría apañado para saber qué hacer; y, desde luego, sin necesitar latigazo alguno. Pero pronto me di cuenta de que, durante la jornada e hiciera lo que hiciese, me iba a llevar tantos o más que el día anterior; pues a Moha le encantaba arrearme, e incluso muchas veces lo hacía por puro vicio. Y, dadas nuestras respectivas posiciones, casi todos los golpes eran mucho más dolorosos que la víspera, porque la mayoría caían sobre mis pechos; cada vez que el cordel impactaba en mis pezones, o incluso directamente en los aros que de ellos colgaban, un pinchazo de dolor me recorría todo el cuerpo, y me hacía dar un respingo. Y las veces que logró colar el nudo que coronaba aquel maldito instrumento hasta mi vientre, y golpear con él mi clítoris recién anillado, me sacó más de un aullido de dolor; que también era de indignación, en realidad, porque yo me estaba esforzando tanto como podía.

Pero mis problemas tirando de aquel carro no terminaban en los golpes de fusta; además de eso, tenía que vigilar para no pisar alguna piedra, pues mis pies descalzos sufrían mucho cada vez que lo hacía. Aunque la mayor parte de las zonas que recorrimos tenían un suelo arenoso, pues eran caminos trazados en el desierto, siempre había algún fragmento de roca esperando para lacerarme las plantas de los pies; de hecho, y por más cuidado que puse, al menos media docena de veces pisé una piedra, e incluso pude ver, cuando por fin nos detuvimos, que una de ellas me había hecho una pequeña herida. Con el tiempo, por otro lado, y si bien había dejado de tener frío en menos de un cuarto de hora de esfuerzo, vino otra complicación esperable: el cansancio. La chica que tiraba del primer carro, además de ser muy atlética, debía quizás de tener experiencia en aquello, porque nos llevaba a un ritmo infernal; aunque lo más posible era que no lo hiciese por gusto, sino porque el látigo de su jinete la obligase a golpes. Pero a mí cada vez me costaba más seguirla, y al cabo de quizás un par de horas de esfuerzo empecé a perder la distancia con ella; lo que me supuso una nueva tanda de latigazos, que no hicieron otra cosa que empeorar mi estado físico. No que lograse alcanzarla, claro, porque yo ya no daba más de mí; cuando Moha se convenció de eso, tras mucho azotarme, le gritó algo a su compañero, y poco después nos deteníamos todos.

Lo primero que pude comprobar cuando nos paramos fue que yo no era, sin duda, la peor, porque el carro que venía detrás mío estaba al menos a cien metros de nosotros; será, pensé, que su jinete es menos generoso con la fusta, o que mi compañera tiene menos fuerza física que yo, aunque lo cierto era que parecíamos bastante similares en edad y constitución. Lo segundo fue que, pese que la mañana aún seguía relativamente fresca, las tres estábamos empapadas en sudor, y jadeábamos violentamente; pero eso era algo habitual en estos casos, o al menos así parecía, porque lo único que nuestros jinetes hicieron por nosotras fue darnos agua con una especie de cantimploras. Para lo que, con nuestras embocaduras colocadas, tuvimos que echar la cabeza hacia atrás. Pues ni tan solo se molestaron en desenjaezarnos; allí estuvimos “descansando” de pie las tres durante quince minutos, quizás veinte, hasta que ordenaron reemprender la marcha. Ahora, eso sí, un poco más despacio; algo debieron de hablar los tres chicos durante la pausa, pensé, porque el ritmo del trote al que nos llevaron disminuyó bastante.

Pronto comprendí, sin embargo, la razón de obrar así: el primer tramo rápido había sido para hacernos entrar en calor, pero a partir del segundo ya no resultaba necesario; pues el sol había aparecido, deshaciendo la neblina matinal, y para cuando hicimos la segunda parada ya caía sobre nosotras con verdadera fiereza. Esta vez el descanso fue más completo, pues soltaron nuestros arreos y nos dejaron sentar en el suelo; además de que, como ya debía ser hora de comer, nos dieron pienso además de agua, y nos quitaron las embocaduras para que pudiésemos abrevar de los comederos. Pero, una vez las tres hubimos comido y bebido, sucedió lo que yo, en el fondo, llevaba esperando desde que llegué a aquel lugar: que nos montaron, y en el sentido que tanta gracia le había hecho al hombre que me recibió. Mientras los otros dos hacían lo mismo con sus chicas, Moha se levantó la chilaba, se bajó los pantalones y se sacó un pene de considerables dimensiones, ya semierecto; yo fui de inmediato a chupárselo, pero no me dejó hacerlo más que un minuto, o menos. Enseguida me ordenó tumbarme en el suelo, bien abierta de piernas; él se colocó sobre mí, me penetró y, tras no más de una docena de arreones, eyaculó copiosamente en mi vagina. Lo cierto es que le agradecí muchísimo que aguantase tan poco, porque con sus embestidas me hacía un daño terrible en la herida del prepucio de mi clítoris, al mover la anilla que de allí colgaba. Y, además, su rapidez me permitió disponer de más tiempo para descansar que mis dos compañeras; en especial que la más atlética, a la que su jinete estuvo penetrando durante lo que me parecieron, literalmente, horas.

Por la tarde hicimos otros dos tramos más, y para cuando regresamos a las caballerizas ya caía la tarde, y yo estaba incluso más cansada que el día anterior; había estado trotando durante todo el día por el desierto -aunque en algunos tramos, he de reconocerlo, nos dejaron ir solo al paso- bajo un sol de justicia, y me dolía todo: pies, piernas y brazos por causa del esfuerzo, y el resto del cuerpo por los latigazos recibidos. Y, además de eso, volvía un poco decepcionada, porque pese a la distancia que habríamos cubierto no había podido ver en todo el tiempo no ya algún pueblo, sino siquiera alguna otra persona. Parecía que habíamos seguido una ruta semicircular; algo que había podido deducir por la posición relativa del sol en cada una de las paradas, y como mínimo habríamos hecho unos veinte o veinticinco kilómetros. Así que, haciendo un sencillo cálculo, en el punto más alejado estaríamos a unos ocho kilómetros del lugar de partida. Estaba claro que, si me decidía a huir, no iba a servir de mucho hacerlo en dirección este, pues hacia allí no parecía haber nada; pero era cosa de esperar a nuevos “paseos” para ver si, yendo en otras direcciones, podía tener más suerte y encontrar algo.

Mientras, al igual que el día anterior, Moha me limpiaba a fondo, sujeta por mis manos alzadas de la cadena que colgaba del techo de las caballerizas, yo iba pensando en eso, y en que huir de allí durante la noche parecía algo relativamente fácil. Pues la cadena de la pared sujetaba mi collar solo con un mosquetón, que podría abrir con facilidad; si lograba antes soltar el que unía mis manos, claro, pues cuando, ya limpia, me llevó de vuelta a mi box Moha hizo igual que el día anterior: las juntó a mi espalda usando uno de ellos. Pero las dificultades eran muchas, aún si lograba aflojar los mosquetones: por las noches estaba agotada, hacía un frío terrible para andar por ahí desnuda, no dispondría de agua ni de alimento -pues no podía llevarme de lo que había en mi box, al no tener dónde- y, sobre todo, no sabía en qué dirección ir. De momento y antes de dormirme, hice la prueba con el mosquetón que unía mis manos a la espalda; pero no era de los de simple gancho con muelle, sino los que se cierran con una rosca que lo asegura, y por más esfuerzos que hice no conseguí aflojarla. Sobre todo porque, con las manos atrás y juntas, era muy poca la fuerza que lograba hacer sobre ella; sólo la que lograba aplicar con las puntas de mis dedos. Así que lo dejé correr, y un rato después me quedé profundamente dormida sobre la paja de mi box.

XVIII

Durante toda una semana seguí con el mismo régimen de vida; un día vueltas y más vueltas al picadero, y al otro excursión arrastrando el carro. Unas excursiones que, por otro lado, nada revelaron de útil para una posible fuga; pues, excepto una que hicimos hacia el sur, las otras dos fueron por una ruta muy parecida a la del primer día. Y la del sur reveló lo mismo que las del este; arena, piedras, sol, montañas y nadie, absolutamente nadie: ni siquiera algún edificio solitario. Y, por supuesto, en ninguna de ellas tropezamos no ya con un oasis, sino siquiera con algún pequeño manantial, o una surgencia de agua. En realidad, el único cambio que sufrió mi rutina fue que, a partir de la segunda vez que me tocó picadero, la pausa de mediodía incluyó una novedad: que Moha la aprovechase para penetrarme. Eso sí, con su habitual falta de control y de habilidad; al final llegué a la conclusión de que, pese a su juventud -o quizás también por eso- tenía problemas de eyaculación precoz. Algo que a mí me venía de perlas, pues casi nunca me dejaba que le hiciese una felación, por miedo a terminar antes de tiempo; y sus penetraciones, aunque muy bruscas por su parte, terminaban como mucho al cabo de un minuto o dos.

Para cuando se cumplió el décimo día desde mi llegada a aquel sitio miserable yo estaba al límite de mis fuerzas; aunque, por otro lado, notaba que estaba más en forma que cuando llegué, sobre todo por cuanto se refería a mis piernas. Pues lograba completar los circuitos sin acabar tan reventada como los primeros días; algo que achaqué, además de al entrenamiento, a que el pienso con que nos alimentaban debía contener, con seguridad, complementos vitamínicos, o nutritivos. Pero yo calculaba que, para entonces, Jacinto ya se habría puesto en contacto con la inspectora Morales, y sabrían donde estaba; aunque era obvio que no me encontraba en España, sino en Marruecos o en Argelia, por lo que mi rescate iba a necesitar, por así decirlo, de más trámites, que requerirían su tiempo. Algo que, por un lado, resultaba un fastidio, pues mi estancia allí no era precisamente agradable; pero que por el otro aumentaba la posibilidad de llegar a saber algo de Bea. Que allí no estaba me parecía algo indiscutible, pues en los diez días no había visto a otras chicas que mis dos compañeras de fatigas; más la que vi el primer día sacando agua del pozo, y otra que, igual de joven y de negra que ella, conformaba junto con la primera la mano de obra esclava del lugar. Así que, en algunas ocasiones, me sorprendí deseando secretamente que, antes de que pudieran rescatarme, mis captores me llevasen de allí a Oriente Medio, a donde fuera que estuviese mi hija.

Lo único parecido a eso que sucedió fue que, la mañana del décimo día, al salir de las caballerizas para ser enjaezada al carro vi que en el patio estaba parado un helicóptero; en uno de cuyos laterales pude ver una camilla como las que se usan para trasladar a los heridos evacuados de urgencia, así que pensé que seguramente sería el mismo que me había llevado allí. Tenía matrícula de Marruecos, pues la que llevaba empezaba por CN, así que me dio además un dato sobre mi posible situación; por el tiempo que había volado en él desde el almacén del que salí, el paisaje de montaña podía ser el del Medio Atlas, en su parte más septentrional. Aunque yo podía estar en suelo marroquí o argelino, pues el sol se ponía cada tarde por detrás de aquellas montañas; que por lo tanto estaban al oeste. Mientras hacíamos la excursión del día no pensé más en ello, pero al regresar a última hora junto con mis dos compañeras el aparato ya no estaba, aunque apreciamos una novedad: a una mujer trotando en el picadero; si bien, desde la distancia a la que estábamos, lo único de ella que apreciaba claramente era que tenía el pelo oscuro, recogido mediante la coleta habitual, que era bastante alta y que tenía unos pechos bastante grandes. Esto último a mí me resultaba evidente, pues incluso desde lejos podía ver cómo, aunque trataba de sujetárselos, saltaban en todas direcciones mientras ella trotaba sin parar.

A la mañana siguiente pudimos verla más de cerca. Cuando salí de las caballerizas, escoltada por Moha, lo primero que vi fue un poste que antes no estaba; era muy ancho, como un árbol grueso, y estaba firmemente plantado en el suelo, alzándose unos dos metros sobre él. De su parte superior salían dos cadenas de no más de medio metro de longitud cada una, rematadas con sendos grilletes de hierro; a los que estaban firmemente sujetas las muñecas de la misma mujer desnuda que, la tarde anterior, habíamos visto trotar en el picadero. Tendría algo menos de treinta años, y tal como yo había podido ver la víspera unos pechos realmente fantásticos; aunque su forma era claramente natural, el tamaño era tal que recordaba a las prótesis que, en ocasiones, se colocan determinadas actrices, sobre todo americanas. El resto de su cuerpo era sin duda esbelto, pero bastante más normal; algo más de metro setenta de estatura, buenas nalgas, piernas bien torneadas y cintura estrecha. La habían ya sometido, sin duda, al tratamiento completo de llegada, pues tenía la marca en su vientre, hecha como la mía en frío -como era aún más reciente, se veía más blanca que la de mi pubis- y las tres anillas atravesando sus pezones y su sexo; con la única diferencia de que, en este último, estaba en la parte alta de uno de sus labios menores, el izquierdo, en vez de en el prepucio del clítoris.

Pero lo que más me llamó la atención fue que, pese a que le habían puesto una gran mordaza, no paraba de decir cosas a gritos; la mayoría eran del todo ininteligibles, pero algo pude entender: cabrones, soltadme, cosas así. Aparte de comprender, por lo que decía, que era española, me sorprendió que tuviera valor suficiente como para hablar, vistas las amenazas que yo recibí a mi llegada; pero enseguida lo entendí. Pues, de otro de aquellos edificios, salió el hombre bien vestido que aquel día me había amenazado, y se dirigió hacia donde, para entonces, estábamos ya todas reunidas; incluso las dos esclavas del servicio, a las que pude ver del otro lado de aquel poste. Cuando llegó a nuestra altura habló en español; algo que prácticamente me confirmó que mis dos compañeras de fatigas lo debían de ser también: “Anoche, cuando esta yegua llegó al centro, yo no estaba; así que quiero creer que no entendió bien lo que los mozos le explicaron: que no podía hablar, porque si lo hacía le cortaríamos la lengua” . Tan pronto hubo dicho eso, la mujer del poste se quedó por completo muda; parecía que, finalmente, había comprendido la regla en cuestión. Él sonrió y continuó hablando: “Como soy persona generosa, voy a perdonarle el castigo que se ha ganado. Me parece, por lo que veo, que ahora sí que ha entendido bien su obligación. Pero es obvio que la ofensa no puede quedar sin sanción; dónde se ha visto que una yegua hable… Así que voy a azotarla hasta arrancarle la piel; pero las demás no penséis que, si habláis, seré tan piadoso. Vosotras ya conocéis la norma; y si la quebrantáis no tendré piedad, eso os lo aseguro” .

Hubiera jurado que, cuando oyó lo de perdonarla, la mujer sonrió. Pero, si fue así, la expresión de su cara cambió a una de horror cuando escuchó lo demás, y sobre todo cuando vio el instrumento con el que aquel hombre iba a hacerle pagar su falta. Pues uno de aquellos chicos que nos hacían de jinetes regresó del edificio principal llevando un látigo, y no se parecía en nada a las fustas que usaban sobre nosotras normalmente: era de grueso cuero marrón, trenzado, parecía muy pesado e, incluso llevándolo enrollado, era fácil deducir que al menos hacía dos metros de longitud. Pero es que, además, su punta estaba dividida en varias colas de un palmo de largo cada una, rematadas por sendos nudos. Una vez lo sujetó por el mango, el hombre lo extendió, para que pudiésemos ver su longitud; a mí me pareció que, una vez en el suelo, eran más tres metros que no dos. Acto seguido dio unos cuantos golpes al aire con él, para que escucháramos el ruido terrible que emitía; era una especie de silbido de tono bastante alto, que terminaba en un fuerte chasquido. Y, una vez que nos hubo atemorizado a todas, y en particular a su víctima, se colocó a la distancia adecuada de la mujer desnuda encadenada a aquel poste; la cual, al haberse abrazado a él para tratar de proteger sus pechos, le ofrecía la espalda, las nalgas y la parte posterior de sus muslos como objetivo. El hombre levantó el brazo con el que sujetaba el látigo, lo llevó hasta detrás de su cabeza, y acto seguido lo lanzó con toda la fuerza de que fue capaz contra la chica.

El latigazo cruzó la espalda de la infortunada desde su grupa izquierda hasta casi el omóplato derecho, donde fueron a golpear ruidosamente aquellos nudos; y, de no ser por las cadenas que sujetaban sus muñecas, de seguro que hubiese lanzado a la mujer contra el suelo, pues el impacto tuvo una fuerza terrible. De inmediato apareció en su espalda un surco enrojecido, ancho como uno de mis dedos o más, que marcaba el recorrido de la tralla; y la parte alta de su espalda se llenó de marcas redondas, enseguida amoratadas. La mujer soltó un grito inhumano, y comenzó a dar saltos en todas direcciones; aunque los grilletes no le permitían alejarse del poste. Precisamente uno de aquellos saltos descontrolados permitió a su verdugo lanzar el segundo latigazo contra sus pechos; el látigo entró un poco por debajo del sobaco de la mujer, cruzó ambos pechos y fue a terminar en el centro de su espalda. Lo que provocó más contorsiones, más gritos de dolor, …; y, sobre todo, que el bamboleo de sus inmensos pechos se acentuase aún más, con lo que el tercer latigazo volvió a impactar en ellos. Para entonces la mujer, aunque anduviese sumida en una pesadilla de sufrimiento que, de seguro, le nublaba el entendimiento, ya había comprendido que debía tratar de mantener el torso pegado al poste; pero con aquellos golpes le resultaba no muy difícil, sino casi imposible. Lo logró, sin embargo, en los siguientes cinco o seis, que cayeron sobre su espalda y sus nalgas; pero a partir de ahí perdió el control por completo: su cuerpo saltaba en todas direcciones a cada impacto, y pude ver cómo se le escapaba la orina.

El hombre siguió azotándola sin parar, y muchos de los latigazos que le dio a continuación fueron a parar, por las contorsiones frenéticas de la mujer, a la parte frontal de su cuerpo; uno, en particular, golpeó de lleno en uno de sus pezones, y me pareció que le arrancaba, al menos parcialmente, la anilla que allí le habían colocado. Para cuando se detuvo, lo menos la habría azotado una cincuentena de veces, y el cuerpo de aquella mujer estaba surcado de horribles marcas rojas; pero el castigo no había terminado, pues se limitó a pasarle el látigo al chico que se lo había traído. El cual golpeó, metódica y ferozmente, el cuerpo desnudo de aquella desgraciada otras cincuenta veces por lo menos, sin tan solo darle ocasión a descansar un poco. Luego hizo lo mismo el tercer jinete, y finalmente fue Moha quien la azotó; para cuando este terminó la mujer colgaba inconsciente de sus cadenas, y en su cuerpo no se veía un rincón que no hubiera recibido latigazos. De hecho, en algunos de los lugares donde la habían golpeado los nudos se veían gotas de sangre, y en los -muchos- en que se cruzaban aquellos profundos surcos, o donde había recibido varios golpes, la piel se había roto, y sangraba también. He de reconocer que, cuando todo terminó y nos llevaron hacia el picadero, yo estaba horrorizada, o mejor dicho muerta de miedo; y, por las caras de mis dos compañeras, no era la única.

XIX

La madrugada siguiente algo me sacó del profundísimo sueño a que el agotamiento me llevaba cada día; y cuando desperté me llevé una sorpresa, pues tenía enfrente a las dos chicas con las que llevaba días entrenándome. Las dos estaban arrodilladas, y la más atlética de ambas era la que me estaba sacudiendo para que despertase; al hacerlo pude ver que tanto ella como su compañera llevaban libres sus manos, aunque en ambas veía, colgado de uno de los grilletes de sus muñecas, el mosquetón que debería unirlos. La chica, al ver que me desperezaba, dijo en voz muy baja “Hola, yo soy Carmen, ¿y tú?” ; cuando dije mi nombre en un susurro la otra habló: “Yo soy Sonia, y te hemos venido a ver porque pensamos fugarnos de aquí cuanto antes” . Al oírlas pensé que quizás tenían, o sabían, algo que yo desconocía, y que podía facilitar una huida, pero cuando Carmen volvió a hablar vi que no era así: “Ya no podemos más, y lo de ayer ha sido la gota que colma el vaso. ¿Cuánto falta para que la azotada hasta la muerte sea una de nosotras? Y no sé el tuyo, pero el cabrón que cada día me viola a mí me lo hace pasar muy mal; además de tenerla muy grande, el tío aguanta un montón, y lleva mes y medio reventándome. Siento reconocerlo, pero a veces deseo que decidan cambiar de pareja, y que os folle a una de las dos en vez de a mí” . Yo le sonreí, y a continuación les conté mis muy pesimistas conclusiones sobre el tema; y, sobre todo, la existencia de mi chip, así como que esperaba que pronto viniesen a rescatarnos.

Pero eran difíciles de convencer. “Podríamos empezar por registrar los demás edificios, a ver si encontramos algo que nos sea útil” , dijo Sonia; y ante mi objeción de que no sabíamos en cuál de ellos dormían los hombres, sonrió y añadió “Si vamos con cuidado no tienen porqué enterarse; por otra parte yo ya llevo aquí más de un mes, y nunca he oído ladrar a ningún perro. Así que, si no hacemos ruido, podemos investigar un poco” . La idea me provocaba un pánico atroz, pues por nada del mundo hubiese querido que me cortasen algo a poco de ser rescatada, pero como no logré disuadirlas no me quedó más remedio que apuntarme a aquella exploración nocturna que proyectaban. En un minuto me soltaron los dos mosquetones, el de mis grilletes y el del collar, y las tres salimos fuera de las caballerizas. Corría bastante viento y hacía un frío terrible, lo que de inmediato nos puso a las tres la carne de gallina; yo notaba que me castañeteaban los dientes, y mi único -pobre- consuelo fue ver allí, colgada por sus muñecas del poste, a la pobre chica que la tarde anterior habían azotado con tanta saña. Mi impresión, por como la vi, fue que no estaba nada bien; parecía inconsciente y no tiritaba, como si ya no pudiese sentir ni el frío. Pero no la despertamos por miedo a que hiciera ruido, y comenzamos la exploración de los edificios que no conocíamos ya: es decir, todos menos las caballerizas, el principal -este por suponer que los hombres estarían allí- y el dispensario.

El resultado fue descorazonador: nada útil. Casi todas las puertas de los edificios estaban cerradas con llave; y la única que pudimos abrir fue la de una cabaña pequeña en la que dormían profundamente, encadenadas a la pared y tan desnudas y cargadas de cadenas como siempre, las dos esclavas negras. En particular, la puerta del garaje -por la ventana, enrejada, se veía dentro un todoterreno- estaba cerrada con un candado enorme, que sin herramientas era del todo imposible romper. Así que les hice señas para que regresáramos a las caballerizas, pero ellas dos no me hicieron ni caso y se dirigieron hacia el edificio principal; cuya puerta de entrada, cuando la accionaron, se abrió con un ligero chirrido. Entró Carmen, y yo sujeté del brazo a Sonia para que esperase un poco; esta vez sí que me hizo caso, y las dos aguardamos allí en la entrada, muertas de frío, a que regresase nuestra compañera. Quien no tardó más de un minuto; al salir cerró la puerta otra vez con mucho cuidado, y nos hizo señas de que regresásemos a las caballerizas. Donde, una vez dentro, nos explicó lo que había visto: “No hay modo de explorar el edificio sin arriesgar demasiado; uno de estos cabrones está de guardia al final del pasillo de entrada, junto al acceso al salón. Me ha dado un susto de muerte, pues no lo he visto hasta tenerlo casi al lado, pero por suerte estaba dormido en su silla; lo que sucede es que, para ir a cualquier parte, hay que pasar entre él y la pared, y le podría despertar. No me he atrevido, la verdad” . Las dos le dijimos que había hecho bien, y regresamos silenciosamente a nuestros boxes; una vez en él yo volví, no sin alguna dificultad, a reponer los mosquetones que me sujetaban en sus sitios correspondientes, y luego me tumbé en la paja a dormir.

A la mañana siguiente, cuando nos sacaron de las caballerizas, el poste seguía en su sitio pero la chica había desaparecido. Sin embargo, antes de llevarnos a la excursión del día nos dejaron allí quietas un momento, tiritando de frío; al parecer el jefe quería decirnos alguna cosa, pues al cabo de poco salió del edificio principal y vino donde nosotras. No era precisamente una buena noticia: “Dentro de unos días voy a organizar una competición entre vosotras tres; es necesario que os vayáis acostumbrando a competir, pues será vuestra principal función cuando os vayáis de aquí. Haréis una carrera, con la misma clase de premios que recibiréis en el futuro tras cada prueba: la que pierda tendrá el mismo castigo que ayer pudisteis presenciar, la segunda solo cincuenta azotes, y la primera nada en absoluto. Lo cual es, si lo pensáis bien, un premio excelente, visto lo que las otras dos recibirán” . Una vez más se rio de su propia ironía, y concluyó diciéndonos “No os puedo anticipar que día, porque estoy esperando el pronóstico del tiempo. Pues parece que dentro de pocos días habrá tormenta, y no se me ocurre mejor momento para poneros a prueba. Ah! La carrera será tirando de los carros, y consistirá en regresar hasta aquí desde tres puntos determinados, a igual distancia todos ellos, a donde os llevarán vuestros jinetes” . Al acabar su discurso le hizo una seña a Moha, quien me cogió de un brazo y, mientras a mis dos compañeras se las llevaban al picadero, me arrastró así hasta el dispensario, siguiendo al jefe.

Una vez allí, el mismo hombre con bata que me las había hecho revisó el estado de mis tres perforaciones, una vez que me tuvo sentada en el sillón de ginecólogo y convenientemente abierta de piernas; lo que hizo tomándose tanto tiempo como quiso para sobar mis pechos y mi sexo, y mientras les hacía comentarios a los otros dos hombres que, por supuesto, yo no entendí. Pero me parecía que hablaban precisamente de mis anillas, pues el jefe las tocó también varias veces, y Moha les hizo alguna explicación que, por sus gestos, se refería sin duda a sus actos sexuales conmigo. Aunque a mí, más allá de lo humillante de mi postura antes los tres hombres, la cosa no me preocupaba demasiado, pues las tres anillas cada vez me molestaban menos; de hecho, empezaba a entender el comentario que el hombre de la bata me había hecho después de ponerme la que perforaba el prepucio de mi clítoris. Pues, una vez que la inflamación hubo desparecido, el constante roce del metal en el órgano hacía que a menudo me notase mojada allí abajo, e incluso me excitaba más de una vez, y sin motivo aparente; en alguna ocasión, mientras trotaba llevando el carro o en el picadero, había tenido una sensación muy parecida a la que sentía cuando iniciaba un orgasmo. Pero ellos no me preguntaron nada, y al cabo de un buen rato Moha me hizo bajar del sillón y me llevó a hacer la ruta habitual con las otras dos; como siempre durante el resto del día y con las escasas pausas de costumbre, de las que la de mediodía incluyó la consabida ración de sexo.

Aquella noche, sin embargo, Moha hizo algo que me sorprendió: cuando me llevó al box, después de lavarme, en vez de sujetarme las muñecas detrás con un mosquetón lo hizo con un candado; y utilizó otro para sujetar mi collar a la cadena de la pared. Tal vez era casualidad, pero podía obedecer también a otra causa: que, cuando volví a colocar en su sitio los dos mosquetones, no los hubiera apretado lo bastante. Porque no los había soltado yo, sino Carmen y Sonia, uno cada una; como pudieron hacerlo usando las dos manos, y en una postura cómoda, seguramente lograron desenroscarlos aunque estuviesen muy fuertemente apretados. Y Moha, al soltarme por la mañana, los debió de notar más sueltos, por lo que sospechó que yo los habría cuando menos manipulado; tendría, pues, que ir en adelante con más cuidado con él, pues no era tan bobo como me había parecido hasta entonces. Además, debió de contarles a sus dos compañeros la sospecha que alimentaba, porque durante aquella noche ni Carmen ni Sonia se acercaron por mi box; seguramente porque estaban, como lo estaba yo, sujetas con candados que les impedían soltarse de la pared, o liberar sus manos.

El día siguiente amaneció como todos los anteriores: frío y neblinoso, pero sin otra posible señal de que se acercase una tormenta que la ausencia de viento; de hecho, yo no tenía idea de qué significaba tal ausencia desde un punto de vista meteorológico, pero mi cuerpo desnudo sin duda la agradeció, pues hacía más tolerable el frío. Lo que tuve claro muy pronto fue que íbamos a repetir paseo, aunque no habría carrera aquel día; pues una vez que nos tuvieron enjaezadas salimos a hacer la ruta habitual tirando de los carros, hacia el este. Todo fue como de costumbre, igual de agotador y de doloroso -a lo mejor era cosa mía, pero tenía la sensación de que Moha cada vez me pegaba con aquella fusta con más frecuencia- hasta la pausa para la comida; en la que después de comer, como siempre, llegó el momento de que nuestros jinetes nos montaran. Moha acabó el primero, también como era costumbre, y el chico que penetraba a Sonia tampoco se alargó demasiado más, quizás un par de minutos o tres; pero el jinete de Carmen hizo lo habitual en él: taladrarle el sexo con auténtica rabia durante muchísimos minutos, empujando con tanta fuerza que al hacerlo la arrastraba por el suelo, magullándole la espalda. Para cuando por fin eyaculó estarían, como poco, a tres metros de donde la había penetrado inicialmente, y la pobre Carmen lloraba sentada en el suelo; mientras trataba de tocarse con los dedos las heridas que tenía en su espalda y en sus nalgas, consecuencia de la abrasión provocada por la arena.

El chico, arrullado por las exclamaciones de júbilo de sus dos colegas, que sin duda jaleaban su vigor, se había quedado tumbado boca abajo junto a Carmen; sonriente, jadeando por el esfuerzo, y con los ojos cerrados. Por lo que nada pudo hacer cuando la chica alargó las manos hacia una piedra de considerable tamaño que tenía justo a su lado, la levantó y le golpeó con ella, tan fuerte como pudo, en la cabeza. Los otros cuatro oímos perfectamente el ruido seco del impacto, y el grito que dio el chico recibirlo, y nos quedamos inmóviles, aturdidos por la impresión; el primero en reaccionar fue el jinete de Sonia, quien hizo ademán de incorporarse. Pero mi compañera, tumbada junto a él, lo sujetó por ambas piernas y le impidió ponerse en pie; el chico se giró y comenzó a soltar las manos de Sonia con las suyas, lo que aprovechó Carmen para acercarse hasta él con la misma piedra que acababa de usar, aún entre sus manos, y descargarla sobre su cabeza con igual o mayor decisión. Cayó desplomado, y se quedó en el suelo, tumbado boca abajo, gimiendo de modo lastimero; yo aún no había salido de mi estupefacción, y contemplaba todo como si estuviese viendo una película, pero Moha, tumbado junto a mí, sí que reaccionó: se levantó como impulsado por un resorte, y… ¡salió corriendo en dirección hacia el oeste, tan deprisa como sus piernas se lo permitían!

XX

Entonces sí que actué; me levanté, fui hacia el carro, sobre cuyo asiento habían dejado una mochila en la que iban el agua y las provisiones, la cogí y dije a mis compañeras “Rápido, vámonos, antes de que se recuperen!” . Lo que no parecía que fuese a suceder de inmediato, ciertamente, pues ninguno de los dos había empezado a levantarse; y, por la fuerza de los golpes, una vez que lo hiciesen aún tardarían un buen rato en despejarse, pues como mínimo iban a estar muy mareados. Pero Carmen tenía otra idea; mirando a Sonia con la cara desencajada, le dijo “Tú con el tuyo haz lo que quieras, pero yo a este cabrón lo mato!” . Por suerte pudimos sujetarla entre las dos, porque ya se lanzaba a rematar a su jinete, aprovechando que seguía teniendo en las manos la piedra con la que los había golpeado a ambos; al final Sonia la logró convencer para que desistiera diciéndole “Lo de antes ha sido en defensa propia, para poder escapar; pero si ahora le hundes el cráneo, aprovechando que está indefenso, sería un asesinato. Y tú no eres una asesina, de eso estoy segura” . Carmen, que para entonces volvía a estar llorando -imagino que de rabia, o quizás por la tensión- acabó por tirar la piedra al suelo, justo al lado del chico; aunque acto seguido, y hasta que nos la llevamos de allí a rastras, comenzó a darle patadas en el costado con su pie descalzo, mientras lo insultaba: “Cabrón, desgraciado, espero que algún día te den por culo con la misma mala leche con la que tú me follabas!” .

Como no parecía inmutarse con los golpes, y el otro seguía inmóvil y gimiendo con un hilo de voz, deduje que los dos tenían para rato. Así que me cargué a la espalda la mochila, y eché a andar hacia el este; porque pensé que, dado que estaríamos alejados de la base al menos ocho kilómetros en aquella dirección, todo eso que tendríamos ya recorrido. Además de que así íbamos alejándonos de las montañas del Atlas, y por tanto íbamos hacia la frontera de Argelia, en la que seguro que habría, al menos, controles militares; si mis estimaciones sobre nuestra situación eran correctas, obviamente, pero en nuestra situación pocas opciones más teníamos. Hacia el oeste imposible ir, pues volveríamos al lugar de origen; hacia el sur ya habíamos visto que no había nada, y el norte era una absoluta incógnita, aunque seguro que ocho kilómetros más lejana, como mínimo. Mis compañeras estuvieron de acuerdo, y caminamos en dirección este las tres o cuatro horas siguientes, alejándonos a toda prisa de los dos heridos; hasta llegar a unas rocas donde nos paramos a descansar. Aunque el sol ya no estaba tan alto el calor era terrible, y hacía que nuestros cuerpos desnudos estuviesen, además de agotados, cubiertos de sudor; pero al final logramos encontrar una cavidad en las rocas que quedaba resguardada, a la sombra.

Lo primero que hicimos las tres fue quitarnos las “colas de caballo” de nuestros traseros; algo que, al menos a mí, me causó un dolor penetrante, como siempre, al extraer el consolador. Pero, luego, una infinita sensación de comodidad, después de tantos días con aquel ancho objeto metido en mi recto casi las veinticuatro horas del día. Y a continuación nos pusimos a inspeccionar la mochila. Lo más útil que contenía eran las tres cantimploras de agua, llenas hasta algo más de la mitad, y un bote con aquel pienso que nos daban; lo demás de poco o nada nos servía: cigarrillos, una lata de tabaco de pipa, un grueso látigo de cuero, muy bien enrollado -al sacarlo de la mochila tuve un escalofrío-, papel de fumar y… ¡varias revistas pornográficas! Lo cierto fue que a las tres, al descubrirlas, nos dio la risa; como dijo Carmen, viendo que eran de BDSM, “¿será que no tenían bastante con nosotras, o es que buscaban nuevas ideas para atormentarnos?” . Sin embargo, a la lata de tabaco sí que le encontramos una utilidad: nos sirvió para excavar un agujero en la arena, en el que enterramos todo lo que no íbamos a llevarnos; colas de caballo incluidas, por supuesto.

Mientras descansábamos allí, me di cuenta de que habíamos cometido dos errores: uno, no coger la ropa de aquellos desgraciados, aunque a lo mejor se hubiesen reanimado al notar que los desnudábamos. Y, por otro lado, las chilabas que llevaban eran no ya sucias, sino asquerosas; cualquiera se ponía aquello por encima… Pero al menos hubieran protegido nuestros cuerpos del sol; o mejor dicho dos de ellos, porque solo habríamos obtenido dos chilabas… En fin, ya no tenía sentido darle vueltas, aunque lo que sí nos hubiese podido servir eran sus sandalias; si no eran demasiado grandes para nuestros pies, claro, y además solo hubiésemos tenido, otra vez, para dos de nosotras. Mejor no pensar tampoco en ello, vamos. El otro error era más grave, y no veía cómo evitarlo: íbamos dejando, sobre la arena de aquel desierto, el inconfundible rastro de tres pares de pies descalzos, de tallas que solo podían ser de mujer. Con el tiempo el viento lo iría borrando, sin duda, pero si nuestra persecución empezaba pronto sería una pista muy fácil de seguir. Cuando se lo dije a mis compañeras se asustaron un poco, pero al final encontramos una solución sencilla, aunque resultase fatigosa: arrancamos un arbusto seco que asomaba entre aquellas rocas y, al reemprender la marcha, lo hicimos en fila india; la que cerraba la fila, al principio Sonia, arrastraba detrás suyo el arbusto como una escoba, pasándolo sobre las huellas para difuminarlas.

Seguimos caminando hasta que se hizo de noche, y entonces hicimos otra parada. Aunque habíamos ido haciendo turnos cada hora más o menos, una con la mochila, otra arrastrando el arbusto y la tercera descansando, para entonces estábamos absolutamente reventadas; así que comimos un poco del pienso, y bebimos sendos tragos de agua. Como no habíamos visto ni oído a nadie hasta entonces, resolvimos descansar unas horas y luego continuar, para no quedarnos heladas con el frío de la madrugada. Yo hice la primera guardia, y he de confesar que por primera vez en mucho tiempo me masturbé hasta el orgasmo; entre el roce de la anilla en mi clítoris, la belleza de aquel paisaje, el hecho de estar desnuda allí, en medio de la noche estrellada… No pude evitar tocarme, al principio con bastante suavidad y luego frotando cada vez más intensamente mi clítoris; para cuando introduje dos dedos en mi vagina la tenía encharcada con mis secreciones, y cuando empecé a moverlos arriba y abajo fui incapaz de silenciar mis gemidos de placer. En pocos minutos me alcanzó un orgasmo fenomenal, intenso y prolongado, que puso todo mi cuerpo tenso como una cuerda de violín; al recuperar el sentido vi que Sonia estaba frente a mí, sonriendo. Me azoré un poco, pero ella apoyó una mano en mi muslo y me dijo “Yo he hecho lo mismo hace pocos minutos, antes de venir a relevarte. Será la sensación de estar libres por fin… No soy lesbiana, pero si quieres el próximo orgasmo lo podemos buscar juntas” .

Me despertó Carmen, supongo que cuando acabó su turno de guardia, y de inmediato nos pusimos las tres en marcha. Antes de salir volvimos a comer un poco del pienso, y bebimos agua, aunque muy poca; según Carmen calculó, a aquel ritmo de consumo teníamos para un par de días más. Durante las primeras dos horas de marcha todo fue bien; nos orientábamos por la posición de la luna, y seguíamos avanzando -o eso pensábamos- hacia el este. Pero un poco antes de amanecer se levantó un viento bastante fuerte, y el aire cada vez era más frío; pronto desaparecieron las estrellas y la luna del cielo, y para cuando la claridad del día asomó estaba completamente tapado. Y, en menos de una hora, se oyeron unos truenos y comenzó a llover con fuerza; parecía una típica tempestad de fin de verano en el Levante español, intensísima. Aparte de calarnos hasta los huesos, aprovechamos para beber agua y llenar tanto como pudimos las cantimploras; en aquel momento echamos de menos las revistas de aquellos desgraciados, que lógicamente habíamos dejado con el látigo y el tabaco en la primera parada, pues nos podrían haber servido como embudos para canalizar el agua hacia las bocas de las cantimploras. Sin ellas tuvimos que hacerlo con nuestras manos; un proceso lento, fatigoso y de muy poco provecho, aunque logramos subir el nivel de los tres recipientes hasta cerca de los dos tercios.

Tan súbitamente como había empezado el diluvio se terminó, al cabo de  poco más de media hora; dejando el suelo embarrado, y cubierto de pequeños charcos. Cuando paró enseguida salió el sol, y reemprendimos la marcha; con la seguridad, ahora sí, de que nuestras huellas habrían desaparecido del todo. Al cabo de no más de dos horas de andar hicimos la primera pausa, y ya hacía bastante calor; para cuando paramos otra vez, con la intención de comer, el sol nos estaba despellejando vivas, ya no se veían charcos en ningún sitio y el suelo empezaba a endurecerse otra vez bajo las plantas de nuestros pies. Esta vez encontramos unas rocas donde protegernos a la sombra, y comprobamos los estragos que aquel sol había hecho en nuestros cuerpos desnudos; aunque el día anterior, antes de emprender la marcha, nuestros jinetes nos habían embadurnado a las tres a fondo con crema solar, el diluvio había arrastrado la poca que nos quedase sobre la piel. Y la verdad era que estábamos rojas como langostinos, además de tener la piel ardiendo; a mí, solo de apoyar un dedo sobre ella me dolía. Así que decidimos aprovechar que nuestros perseguidores andarían perdidos, sin huellas que seguir, y quedarnos allí hasta que el sol descendiese en el horizonte. Aprovechando el rato para, por turnos, dormir un poco a cubierto de los rayos solares.

Faltaba quizás una hora, o dos, para el ocaso cuando emprendimos de nuevo la marcha. Y caminamos otros dos períodos de dos o tres horas, más o menos, antes de que el cansancio nos obligase a dormir de nuevo. Esta vez tuvo que ser al raso, en mitad del desierto, pues en plena noche no veíamos rocas por ninguna parte; volvía a estar algo nublado, no había casi estrellas y la luz de luna era muy escasa. Así que nos tumbamos las tres en aquel suelo, juntando nuestros cuerpos desnudos tanto como pudimos, y colocamos la mochila en el lado por el que venía el viento; pues, aunque mínima, era la única protección de que disponíamos. Al poco las tres tiritábamos de frío, pero el cansancio era tal que, al menos en mi caso, no tardé en quedarme dormida. Desperté al cabo de no sé cuánto tiempo, muerta de frío y soñando con una carretera; pero no era un sueño, porque una vez despierta volví a oír, en el infinito silencio del desierto, el inconfundible ruido del motor de un vehículo. Y, al darme la vuelta hacia el origen de aquel ruido pude ver, algunos kilómetros más al este, la luz de unos potentes faros. Me invadió una enorme alegría, pero no quise despertar a mis compañeras, que descansaban profundamente; me acurruqué otra vez junto a Carmen, a cuya espalda había dormido pegada, y así esperé a que amaneciese.

XXI

Tan pronto como apareció el sol en el horizonte las desperté a las dos, y cuando les expliqué mi descubrimiento de la noche anterior se les pasó el frío de golpe. Nos pusimos en pie, cogimos la mochila y echamos a andar hacia el sol naciente con renovados bríos; y, en algo más de una hora, llegamos a una carretera asfaltada. Como no pasaba nadie, ni se veía ninguna localidad en una u otra dirección, decidimos andar hacia el norte; más que nada porque, si yo no me equivocaba, hacia el sur iríamos directos hacia el Sáhara. En pocos minutos divisamos un hito kilométrico, que me confirmó que estábamos en Marruecos; pues era muy parecido al de las carreteras francesas, blanco con su parte superior pintada en rojo. En la parte blanca ponía N17, luego se veía una inscripción en árabe, y debajo el número 41; por lo que dedujimos que estábamos en la nacional 17, y a 41 kilómetros de algún sitio; mucha distancia para caminarla, pero confiábamos en que algún vehículo pasaría y nos llevaría. Así que echamos a andar siguiendo el asfalto, dirección norte, y al cabo de lo que debía de ser otro kilómetro encontramos un nuevo hito, esta vez en el lado contrario de la carretera; la inscripción de este estaba en árabe y en alfabeto latino, en el que decía “Tendrara”, y la distancia eran 70 kilómetros, así que seguimos hacia el norte. Porque, además, ése era el nombre del lugar donde, a mi llegada, el jefe me había dicho que estaba el “centro de adiestramiento”.

Acabábamos de dejar atrás el hito cuando vimos que un camión venía hacia nosotras. Conforme se fue acercando vimos que era un vehículo muy antiguo, con la caja cerrada por listones de madera, como si fuera un aprisco de ganado, y sin techo; y cuando llegó a nuestra altura vimos que transportaba unas cabras. El conductor, al vernos, paró en seco, y nos miró con unos ojos como platos; era un chico de veintipocos años, vestido con una chilaba, y sin duda debía ser la primera vez que se encontraba, en medio de aquel desierto, con tres chicas completamente desnudas. Balbuceó algo en lengua árabe, que por supuesto no entendimos, y él tampoco entendió lo que Sonia le dijo, me pareció que en francés; pero abrió la puerta del copiloto y nos hizo señas de que subiéramos. Lo hicimos encantadas, aunque una vez las tres allí dentro con él casi no había espacio para moverse; Sonia, que fue la primera en subir, estaba casi sentada sobre el chico, que ponía cara de alucinado. Además de que, una vez arrancó, no dejaba de mirar todo el rato hacia nuestros cuerpos desnudos; pese a que era una carretera muy recta, en más de una ocasión estuvimos a punto de salirnos de ella, pues prácticamente nunca miraba hacia delante. Suerte que Sonia sí lo hacía, y cuando era necesario movía el volante lo suficiente como para evitar un accidente.

Tardamos más de una hora en llegar a Tendrara; una población bastante grande, incluso con un mercado, que cruzamos de punta a punta. Pues nuestro chófer iba directo al puesto de policía, lo que resultaba lógico en su situación; aunque lo que hizo al llegar allí ya no lo fue tanto: cuando se detuvo frente a un pequeño edificio, en cuya puerta ponía “Gendarmerie Royale”, nos hizo señas de que nos quedásemos quietas y se apeó. Entró, salió al poco rato con dos hombres de uniforme, que enseguida nos miraron con cara de estupefacción -y eso que, de momento, sólo veían nuestros pechos- y entonces nos hizo gesto de que nos bajásemos. Las tres lo hicimos, y nos quedamos allí delante de los tres hombres, muy sonrientes y sin más prendas que los grilletes y collares que no nos habíamos podido aún quitar; entonces el chico del camión sacó de su bolsillo un móvil, se lo entregó a uno de los gendarmes, y vino a situarse entre nosotras, posando mientras el agente hacía fotografías. Tras lo que recogió su teléfono móvil, subió al vehículo y se marchó a toda velocidad, seguramente a contárselo a sus amigos.

Mientras el camión se marchaba Sonia se dirigió a los gendarmes en francés, y pude ver que entablaba conversación con uno de ellos; aunque de poco pareció servir, pues no tardaron ni dos minutos en llevarnos hacia dentro del edificio y, cruzando una especie de cochambrosa oficina, bajarnos por una escalera al sótano, donde nos encerraron a las tres en una lóbrega mazmorra que sólo tenía, en el pasillo frente a las celdas, unas rendijas de ventilación junto al techo, que daban al exterior. Sin, para mi sorpresa, habernos dado siquiera unas mantas para taparnos; aunque lo cierto era que en aquel lugar no había nadie más que ellos dos, y ambos ya habían tenido ocasión sobrada de contemplar nuestra desnudez a su más completa satisfacción. Sonia, en cuanto se fueron, nos explicó “Aunque el hombre no hablaba demasiado bien el francés, me ha quedado muy claro que no le sorprendía demasiado nuestra aparición, desnudas y con grilletes. No os quiero asustar, pero podría ser que los cabrones que nos tenían prisioneras tengan comprada a la policía; en este país no sería nada raro. Y, si es así, estamos perdidas, porque los avisarán y vendrán a buscarnos; prefiero no imaginar qué nos van a hacer una vez que volvamos al campamento” . Una posibilidad que, evidentemente, nos sumió en la más absoluta desesperación; pues nuestros jinetes querrían venganza, y su jefe era un sádico de la peor especie.

Un rato después, el gendarme que hablaba francés bajó con una libreta para tomar nuestros datos; y yo aproveché que le daba los míos para, a través de la traducción que hizo Sonia, explicarle mi situación exagerando tanto como pude. Sin decirle nada de mi chip, le expliqué que la policía española sabía que yo estaba allí, y me estaba buscando; le pedí que lo comprobase, y le advertí que, si no me entregaba pronto a las autoridades españolas, iba a tener un serio problema con sus jefes. Y lo mismo si no entregaba a mis compañeras, pues yo advertiría a la policía española de su presencia allí. El hombre tomó nota de todo, incluso pidiendo aclaraciones alguna vez a Sonia, quien se las veía y deseaba para que el gendarme lo entendiese todo bien, y luego se marchó otra vez arriba, a la oficina. En las siguientes horas no sucedió nada, más allá de las frecuentes visitas del otro gendarme al sótano; lo que hacía, al final me convencí, puramente para poder disfrutar de las vistas que nuestros cuerpos desnudos le ofrecían. Pero una vez se hizo de noche, lo que pudimos comprobar por el oscurecimiento de la claraboya, nos bajaron entre los dos la cena -una especie de sopa de sémola- y una bacinilla, y ya no regresaron más.

La celda no tenía mueble alguno, únicamente unas alfombras en el suelo sobre las que, una vez cenadas, nos tumbamos a dormir. Yo me tumbé en un extremo, y al cabo de un poco comencé a oír unos gemidos que, sin duda, eran de excitación; al incorporarme pude ver que Sonia estaba lamiendo la vulva de Carmen, a quien arrancaba aquellos gemidos. Las dos, al ver que las miraba, me sonrieron, e hicieron gesto de que me uniese a ellas; yo hice que no con la cabeza, sonriéndoles también, pero poco a poco noté que la excitación que la anilla de mi clítoris me provocaba iba aumentando al verlas así. Y, cuando Carmen llevó una de sus manos a mi sexo y comenzó a acariciarlo, mi única reacción fue separar las piernas para facilitarle el acceso; lo que hice mientras no podía evitar que una de las mías buscara el sexo de Sonia, y comenzase a acariciarlo también. En pocos minutos las tres gemíamos de placer, y yo al menos estaba al borde del orgasmo; pero no pude llegar a él. Pues de pronto se encendieron las luces de aquel sótano, hasta entonces iluminado solo por la de emergencia, y las tres pudimos ver, justo frente a los barrotes de la celda, al gendarme que no hablaba francés; nos increpaba en árabe, muy excitado, y al poco se fue arriba a buscar a su compañero, gritándole por el camino.

Cuando el otro bajó tenía cara de indignación, y comenzó a hablarnos muy despacio en francés; Sonia nos fue traduciendo sus palabras: “Ustedes las infieles siempre igual; son unas sucias, unas desvergonzadas. Ni las rameras más vulgares harían lo que hacen ustedes: se pasean desnudas por el país, provocando a nuestros hombres, y en cuanto tienen ocasión ofenden a Dios con actos impuros. Éste es un edificio oficial, les aseguro que van a pagar muy cara esta ofensa a la decencia” . Acto seguido le indicó algo a su compañero, quien volvió a la oficina y regresó con una silla, varias cuerdas y una vara de madera, gruesa de un centímetro o más y de un metro de largo. Tras plantar la silla allí delante nuestro, abrieron la celda y sacaron entre los dos a Carmen, a la que ataron sobre la silla de forma que su trasero quedase bien expuesto: la hicieron doblarse por la cintura sobre el respaldo, desde detrás de él, y luego le ataron los grilletes de muñecas y tobillos a las cuatro patas. Y, una vez que la tuvieron así, el gendarme que hablaba francés cogió la vara y, sin más trámite, la lanzó con todas sus fuerzas contra las nalgas de Carmen. Desde donde yo estaba pude ver como sus dos glúteos se hundían por su centro, por causa de la fuerza de aquel golpe tremendo, y como luego volvían a su posición; algo que hicieron a la vez que mi compañera lanzaba un chillido de dolor que me heló la sangre, mientras trataba de soltarse tirando de sus ataduras.

Al punto apareció, cruzando sus dos nalgas, una ancha estría de color rojo vivo, que poco después se vio acompañada de otras muchas; el hombre le pegaba con auténtica furia, hasta el punto de que, entre su previo discurso y eso, llegué a la conclusión de que debía de ser un fanático religioso. Cuando, tras un par de docenas de golpes, se cansó, le ofreció la vara a su compañero mientras jadeaba, sudoroso; pero el otro le dijo algo, y por los gestos parecía evidente que lo que quería era penetrar a Carmen, y no pegarle varazos. Sin embargo el que hablaba francés fue inflexible en su negativa a eso, y al final el hombre sacudió también unos cuantos varazos en las nalgas de mi compañera; aunque no lo hizo con la energía del otro, pues iba rezongando mientras la golpeaba. Cuando la soltaron de la silla, Carmen lloraba quedamente, y tenía las nalgas cubiertas de estrías enrojecidas, que ya iban virando a violáceas. Acto seguido le tocó el turno a Sonia, a la que el primer gendarme pegó con igual o mayor energía; seguramente debió pensar que, quizás por ser más culta y hablar francés, debía de ser aún más desvergonzada. Y, para cuando el trasero de mi compañera estuvo lo bastante castigado -esta vez el otro ya ni intentó penetrarla, pero como estaba enfadado por la negativa de su colega le pegó con más rabia que a Carmen- la soltaron, y vinieron por mí.

El primer impacto me produjo la sensación de que me habían cortado ambas nalgas por la mitad; noté como la vara llegaba hasta el interior de ellas, casi hasta el hueso, y el impacto me lanzó hacia delante, provocando que la silla se moviese un poco. Pero lo peor fue el espasmo de dolor que me alcanzó de lleno, a las décimas de segundo de recibirlo; recorrió todo mi cuerpo como un calambre, y me hizo dar un aullido desgarrador. No empezaba siquiera a recuperarme del primero, pues al calambre le siguió una terrible sensación de escozor, cuando cayó el segundo golpe; luego otro, y otro, y otro más… Para cuando aquel loco dejó de atizarme yo estaba sudorosa, jadeante e incluso algo mareada; me había quedado sin voz, tenía ganas de vomitar, y el dolor no me dejaba pensar con claridad. Pero aún me faltaba recibir los azotes del otro hombre; cuando este terminó tuvieron que llevarme entre los dos de regreso a la celda, y tumbarme sobre la alfombra, pues yo no podía caminar sola. Allí me quedé descompuesta, tirada boca abajo y llorando amargamente; junto a mis dos compañeras, cuyos traseros podía ver igual de martirizados que, suponía, tenía que estar el mío. Pues no alcanzaba a vérmelo, pero sólo con tocarlo suavemente ya veía las estrellas.

XXII

A la mañana siguiente, sin embargo, recibimos buenas noticias. Hacía poco que había amanecido cuando el gendarme que no hablaba francés nos bajó el desayuno; las tres habíamos logrado finalmente dormirnos, después de mucho llanto y mucho sufrimiento, vencidas por el cansancio, y tuvo que entrar en la celda para sacudirnos. Lo que hizo, por supuesto, poniendo la mano en nuestros pechos, o en el sexo. En cuanto vio que nos despejábamos un poco dejó en el suelo lo que nos había traído, una especie de hogaza de pan plana y un termo con té caliente, y salió; pero no se fue a la oficina, sino que giró la silla sobre la que la víspera nos habían azotado, para colocarla mirando a la celda, y luego se sentó a contemplarnos. Con lo que no sólo disfrutó viendo cómo nuestros cuerpos desnudos se desperezaban y se incorporaban, y luego cómo  desayunábamos, sino también viendo cómo hacíamos nuestras necesidades en la bacina que el día antes nos habían bajado. Pero su disfrute no duró más allá de media hora, como máximo; de pronto se oyeron fuertes voces arriba, como si a alguien le estuvieran soltando una gran bronca, y el hombre subió apresuradamente. Para volver a bajar, muy poco después, con su compañero habitual y un tercer gendarme; a diferencia de los otros dos, que llevaban el uniforme sin galones, este tenía las hombreras de color negro, y llevaba como una mancha amarilla en cada una de ellas. Y, desde luego, mandaba sobre los otros; solo había que ver cómo le trataban, con auténtica pleitesía.

El hombre, de unos cuarenta años y con un gran bigote, se paró frente a la reja de la celda y estuvo contemplándonos un buen rato; cuando ya hubo disfrutado el panorama lo bastante nos habló, en un español bastante correcto: “Así que ustedes son las tres españolas que se perdieron en el desierto… Soy el subteniente Lahjouji, de la Gendarmería Real; me alegro mucho de que mis hombres las encontrasen sanas y salvas” . Antes de que yo pudiese decir nada, Carmen se me adelantó; empezó un discurso indignado en el que aparecían desde el centro donde nos habían tenido secuestradas hasta la paliza que sus hombres nos habían dado la noche anterior, cuyas marcas le mostró -y Sonia y yo las nuestras- mientras hablaba. O que lleváramos allí casi un día entero, y todo aquel tiempo nos hubieran tenido completamente desnudas en la celda. Pero el subteniente ni se inmutó; bueno, un poco sí que lo hizo cuando le mostramos nuestros lacerados traseros, pero me pareció que lo que le alteraba era más la lascivia que no la indignación. “¡Señoras, cálmense ya, por favor! Acabo de darles la versión oficial de lo que les ha sucedido; es la que va a sostener la Gendarmería Real, y por lo tanto también es la mía. Pero como me han caído ustedes bien, les voy a explicar la verdad, o al menos una parte de ella; así, además, aprovecho para disfrutar un rato más mirándolas. Lo que les voy a contar, por supuesto, esoff the record, como se suele decir” .

Exhibiendo una gran sonrisa, continuó: “El centro de entrenamiento de Tendrara es propiedad de gente muy importante; tanto, que ni con galones de coronel les molestaría. Aunque sería más exacto decir que lo era: hace poco mis hombres han estado allí y no hay nada ni nadie, solo unos cuantos edificios abandonados. Si quieren puedo enseñarles el informe oficial. Eso sí, de no ser por Malek, el jefe de este puesto, ahora mismo les hubiéramos llevado en el jeep hasta allí, para que recibieran el castigo que merecen por su osadía. Por cierto, Karim y Talal se recuperarán, aunque casi se los cargan ustedes; los dos estarían encantados de agradecerles sus contusiones cerebrales, y con el látigo más bestia que tengan” . Supongo que para entonces nuestras caras de pasmo debían ser considerables, porque la sonrisa del subteniente pasó a ser una risa franca, hasta alegre; y cuando continuó lo hizo mirándome a mí: “Sí, es divertido, ¿verdad? El gendarme que ayer las azotó es quien las ha salvado. Pues, en vez de pasar sus datos solo a la Gendarmería, los remitió también a Interpol, el muy idiota; y al momento le llamaron desde la central de Lyon. No sé cómo, pero lo sabían todo sobre usted; en algún lugar de la cadena los dueños del centro tendrán un topo, pero es cosa de ellos, ya lo investigarán. El caso es que al pobre Malek le indicaron hasta las coordenadas del centro de entrenamiento con toda exactitud, le dijeron que este asunto se estaba llevando por canales diplomáticos, y le aconsejaron que se comunicase con la embajada española; a la que, le recalcaron, de inmediato iban a advertir. Por suerte, tuvo entonces un breve ataque de sentido común, y me llamó primero a mí” .

A mí, pese a lo que me dolían las nalgas, me estaban viniendo ganas de gritar de alegría; pero me contuve, y solo le pregunté “¿Qué piensa hacer con nosotras tres, entonces?” . El subteniente se puso más serio, y continuó con su explicación: “Mi tarea consiste en, por así decirlo, minimizar los daños. Dentro de un rato un camión las llevará hasta Melilla, donde las entregaremos a las autoridades españolas. Y, a partir de ahí, se abrirá una investigación; que no servirá, por supuesto, para nada. Los autores de todo lo que les ha sucedido, las marcas en sus vientres, el anillado, los grilletes, los azotes -incluidos esos que decoran sus hermosos traseros- lamentablemente no van a poder ser localizados. Lo único que hemos podido comprobar es que, desde que llegaron a esta comisaría, ustedes han sido tratadas de un modo exquisito; de hecho, las mantas que les entregarán al subir las tienen ustedes desde que entraron en el puesto. ¡Menudo es Malek, un musulmán devotísimo! Nadie podría creer que las ha tenido aquí dentro desnudas…” . Volvió a sonreír, solo de pensarlo, y terminó diciendo “Lo que sí podrían creer los que le conocen es que hubiera azotado a unas desvergonzadas; seguro que su mujer y sus hijas tienen más de una marca como las que les ha dejado a ustedes. Preciosas, por cierto; lamento no haber estado aquí, habría ayudado a dibujárselas. Pero yo soy la persona de mayor rango en la Gendarmería que conoce a Malek, así que mi informe será aprobado sin discusión por los de arriba” .

Cuando, un tiempo después, el tal Malek abrió la puerta de la celda, y nos hizo seña de que saliéramos, mis compañeras y yo le seguimos hasta la oficina; donde, antes de salir afuera, el otro gendarme nos demostró hasta qué punto aquella gente estaba compinchada con nuestros secuestradores. Pues nos quitó, una tras otra, el collar y los cuatro grilletes; algo que por supuesto aprovechó para sobar nuestros cuerpos desnudos, por última vez, tanto como pudo, pero que hizo como sólo alguien que conociese bien aquellos aparatos podría hacer: tomando una aguja fina, sin una sola vacilación la introdujo en unos minúsculos huecos que había en la base de cada uno de sus cierres, y con unos suaves “clic” fueron abriéndose uno tras otro. Una vez quitados todos los grilletes los metió en el cajón de un archivador; y luego, con una suprema expresión de fastidio, nos tiró una manta vieja a cada una. Las cogimos, las desplegamos, nos envolvimos por completo en ellas y luego salimos al exterior; donde nos aguardaba, en vez de un camión como nos habían anunciado, una furgoneta de la Gendarmería. El subteniente, que estaba esperando al lado del vehículo, nos dijo a modo de despedida: “Es una auténtica pena que no haya podido ir a visitarlas cuando estaban allí en el centro; seguro que me hubiese gustado verlas en acción. En fin, buen viaje; y vuelvan cuando quieran, siempre serán bienvenidas: Sobre todo, si vuelven a venir desnudas…” .

XXIII

Tardamos en llegar a Melilla casi cinco horas, pero en el camino no hubo sorpresa alguna. Y, una vez allí, la furgoneta nos depositó en el puesto de Beni Enzar; donde nos esperaba, además de una completa revisión médica -durante la cual me quitaron aquel chip que nos había salvado la vida- y algo de ropa, la inspectora Morales. Esta vez no parecía tan enfadada como en la primera ocasión, cuando tuvo que rescatarme de las garras de Gómez; pero no por eso me libré del sermón: “Comprendo que de nada va a servir que le vuelva a decir que nos deje trabajar a los profesionales. Yo no tengo ninguna, pero puedo entender que una madre haga lo que sea por una hija; si yo me hubiese metido en un lío gordo, fuese o no culpa mía, mi madre hubiese hecho lo que fuera por sacarme. Pero ya es la segunda vez que usted se pone en peligro, y de paso a su hija, para no conseguir nada en absoluto. Mejor dicho, para que quienes la tengan estén cada vez más sobre aviso” . Yo le pregunté qué había pasado con Hristo, y con los que me secuestraron, y me contestó “No hemos detenido al tal Hristo porque no nos serviría de nada; lo que él sabe lo conocemos también nosotros. Además, ustedes confirmarían que actuó para ayudarles. Y sabemos de sobra quiénes son los que hacen desaparecer a esas chicas; quizás no debería decirle esto, pero Interpol tiene en marcha una operación para que caiga toda la banda, aquí y fuera de aquí. A lo mejor entonces sabemos algo de Bea; aunque la verdad es que cada vez me parece más difícil. Perdone mi sinceridad, pero no creo que la encontremos; a estas alturas habrá cambiado de manos varias veces, y eso si sigue viva” .

De allí nos llevó a las tres a la comisaría de Melilla, donde nos tomaron declaración; aunque mis dos compañeras estaban indignadas y exigían que los responsables fuesen detenidos y castigados, sobre todo los dos gendarmes de Tendrara que nos habían vejado y golpeado, yo ya suponía cómo iría aquello. Y la inspectora Morales nos lo confirmó: “Por el momento no tenemos certeza sobre quien las secuestró; aunque ya les digo que estamos tras la pista de la banda que, suponemos, fue la responsable. Cuando sepa algo más concreto las llamaré, pierdan cuidado. En cuanto a los gendarmes, acaba de llegarme el informe de la policía marroquí: ustedes tres aparecieron desnudas, golpeadas, anilladas y engrilletadas, en el camión de un paisano que las recogió así en la N17; el cual las trasladó al puesto de policía de Tendrara, tal como las había encontrado. Se acompaña la copia de su declaración. Allí los agentes a cargo avisaron de inmediato a Interpol y a sus jefes; y mientras les dieron mantas, las alimentaron y las protegieron hasta que, al día siguiente, se pudo montar la operación para su traslado a Melilla. Lo de Interpol es la pura verdad; gracias a esa llamada están ustedes aquí. Y, en cuanto a quién les dejó los traseros así de marcados, o a cuándo les entregaron las mantas, por supuesto que les mandaremos las tres declaraciones de ustedes, y además traducidas al árabe; pero, ¿me pueden decir como probamos que los informes oficiales mienten? O, mejor aún, ¿se creen que la sola palabra de una extranjeras, además infieles, servirá de algo ante un tribunal marroquí? Porque los sucesos de la comisaría pasaron en territorio de Marruecos, no en España; ningún juez de Melilla al que se lo llevásemos iba a mover ni un dedo. Se lo mandarían de inmediato a la justicia marroquí…” .

Me despedí, con muchos besos y abrazos, de Carmen y Sonia, que se marchaban al aeropuerto; prometimos vernos pronto, para conocernos mejor e intercambiar las noticias que tuviésemos. Y, mientras yo terminaba de ponerme el chándal y las zapatillas que me habían dado, la inspectora hizo sus últimas recomendaciones: “Begoña, ¿Puedo pedirle por favor que, al menos hasta que detengamos a la banda de secuestradores de chicas, deje de hacer de James Bond aficionado? Se hará usted un gran favor, nos lo hará a nosotros, y a lo mejor también a Bea… ¿Se acuerda de lo que dicen, que a la tercera va la vencida? De veras que le estoy empezando a coger cariño; es usted mi “madre coraje” favorita, y no quiero encontrarme por ahí, dentro de unos meses, con su cadáver. Por cierto, su marido la está esperando en el Parador; ahora la lleva allí un patrulla. Ande, pórtese bien por un tiempo y no tiente más a su suerte; hágame caso…” . Durante el breve trayecto yo no paraba de pensar en la pobre Bea; dónde la tendrían, qué le harían, … Estaba tan metida en mis cavilaciones que, hasta que me bajé del coche patrulla en la puerta del Parador, no me di cuenta de que Jacinto le había dicho a la inspectora que era mi marido, no mi exmarido; pero en aquel mismo momento él me vio y se abalanzó sobre mí, a abrazarme y a decirme cosas bonitas, y no pude evitar ponerme a llorar como una tonta.

Así seguía cuando entramos juntos en su habitación, y mientras yo me quitaba lo que él llamó “esta ropa tan horrible que te han dado los polis” para darme una larga ducha. Recuerdo que él, muy solícito, se ofreció a ayudarme en la limpieza a fondo de mi cuerpo; no sé qué me dijo exactamente, pero poco después de empezar yo a ducharme noté que estaba justo detrás de mí, bajo el chorro de agua caliente. Enjabonándome la espalda, y luego lo que ya no es la espalda, con muchísimo detalle. Solo caí realmente en la cuenta de lo que estábamos haciendo cuando ya bien secos, y desnudos los dos sobre su cama, oí que Jacinto me decía “Pues no te quedan nada mal estos tres piercings, encuentro que son muy sexy; y la marca de la tripa es una auténtica pasada, aunque habría que enterarse de lo que significa” . Pero para entonces no era ya que me importase, sino que era justo al revés: me apetecía muchísimo. Así que separé un poquito más las piernas, le miré poniendo mi expresión más pícara, y le dije “¿Y no hay nada más de mi cuerpo que encuentres sexy?” .