Begoña, Desnuda y Desesperada - 1ª Parte
Una madre joven se expone a toda clase de humillaciones y peligros para tratar de encontrar a su hija, secuestrada por unos traficantes de mujeres. Para empezar, tiene que hacer de stripper...
BEGOÑA, DESNUDA Y DESESPERADA - 1ª PARTE
Por Alcagrx
I
Al salir a escena los focos me deslumbraron por completo, pero lo que no hicieron fue tapar el griterío. En aquel antro de mala muerte eso era moneda común, pero a partir de que el presentador anunció mi aparición en escena se recrudeció: “Y ahora, con todos vosotros, Begoña! La MILF más caliente de todo Madrid, recién llegada de un gimnasio de niñas pijas para poneros bien cachondos!” . Entre los gritos, los silbidos y el ruido de conversaciones yo casi no podía oír la música, que era algo de saxofón; pero puse mi mejor sonrisa y me acerqué, contoneándome sobre los altísimos zapatos de tacón que me habían dado, hasta aquella barra vertical. Los nervios me estaban devorando, la verdad, casi más que la terrible vergüenza que sentía, pero cuando mis dos manos sujetaron la barra recobré algo de mi aplomo; al fin y al cabo, pensé, será como en las clases de pole dance que hago cada martes en el gimnasio. Solo que con más ruido, más gente mirando y, sobre todo, menos ropa; mejor dicho, sin ninguna en absoluto.
En realidad, en aquel preciso momento aún llevaba algo puesto, pero para el caso era casi peor que nada. En el camerino me habían dado un bikini mínimo, y además demasiado pequeño para mí; la braguita era, en realidad, un cordel que rodeaba mi cintura, con otro que salía de él para meterse por entre mis nalgas y, al pasar frente a mi sexo en su camino de regreso, ensancharse un par de centímetros para taparme la vulva. Suerte, pensé cuando lo vi, que voy completamente depilada; pues en caso de tener algo de vello en el pubis hubiera desbordado, inevitablemente, la escasísima anchura de aquel mínimo retal. Pero lo peor era el top a juego, pues lo formaban unos cordelitos, igual de mínimos que los de la braga, sujetando sendos triángulos de tela de unos cinco centímetros de lado; los cuales, una vez puestos sobre mis grandes pechos, daban justo para taparme los pezones. Y no del todo, pues al tener aquellas dos piezas forma de triángulo equilátero, la mitad superior de cada areola se asomaba irremediablemente.
Pero en realidad daba igual: en cuanto di un par de vueltas en la barra solté el nudo que sujetaba el top a mi espalda, me lo saqué por encima de la cabeza y se lo lancé al público, que lo recibió con más alaridos de satisfacción. “Bego, tranquila; ya estás acostumbrada, que en la playa siempre vas así…”; por más que pensase eso, mientras giraba en la barra, me resultaba imposible ignorar las miradas lúbricas de aquella jauría de babosos. Y cuando, algunos minutos después, llegó el momento de quitarme la parte de abajo, a punto estuve de volver al camerino; pero al final logré reunir suficientes fuerzas como para soltar el nudo que sujetaba aquel finísimo cordel a mi cadera derecha. De inmediato la prenda, por llamarla de algún modo, se deslizó hacia el suelo a lo largo de mi pierna izquierda; así que me limité a esperar a que alcanzase mi tobillo para, dando una patada muy suave para evitar que se enganchara en el zapato, lanzarla también hacia mis espectadores. Los cuales, para entonces, me contemplaban cada vez más atentos, como hipnotizados.
Seguro que suena absurdo, pero una vez liberada de la enorme presión psicológica que me provocaba el tener que desnudarme comencé a bailar más suelta; como si no me diese cuenta de que, al ejecutar mi rutina gimnástica habitual completamente desnuda, enseñaba a aquellos hombres todos y cada uno de los rincones más íntimos de mi cuerpo. Pues los movimientos que yo había aprendido en clase incluían cosas tales como colgarme boca abajo en la barra, sujeta a ella por una pierna pero teniendo la otra separada y totalmente extendida; colgarme a media altura sujeta por los brazos, ya fuera de frente o de espaldas, con las piernas abiertas y extendidas en horizontal; o la que en clase más me gustaba practicar: colgada boca abajo, de espaldas a la barra, separar ambas piernas al máximo e irlas bajando, con la mayor lentitud posible, hasta que mis pies tocaban en el suelo. Y, entre uno y otro movimiento, hacía giros y más giros; con lo que mis pechos, aunque de natural bastante firmes, saltaban en todas direcciones, como si quisieran separarse de mi torso.
De pronto cambió la música. Algo que, para mi gran sorpresa, pude oír perfectamente, pues el griterío parecía haber cesado, y era la señal convenida para que dejase la barra; así que me dejé caer de cuatro patas al suelo y me dispuse, bañada en sudor pero sonriente, a hacer la parte de mi número que en principio más me disgustaba. Pues no era otra que pasearme, en aquella postura, por el borde del escenario, dejando que todos los espectadores que quisieran -y pudieran, pues la zona inmediata a la tarima donde yo estaba se veía muy concurrida- me arrojasen dinero; algo que, por supuesto, ninguno de ellos hacía sin antes manosearme a su plena satisfacción. Así que en los cinco minutos siguientes al menos un centenar de manos, algunas más suaves pero la mayoría muy bruscas, se pasearon por mi cuerpo desnudo; en especial por los lugares que más atraían su atención, que no eran otros que mis pechos, mis nalgas y mi sexo. Y, por supuesto, una auténtica lluvia de billetes de banco cayó sobre mí, y a mi alrededor.
Yo estaba para entonces tan metida en el papel que, de pronto, me di cuenta de que ya no había música, y de que todos aplaudían entusiasmados; al instante comprendí que mi espectáculo había terminado, así que me incorporé, hice muy sonriente una reverencia y, cuando iba ya a retirarme, me di cuenta a tiempo que ninguna profesional lo haría sin primero recoger todo aquel dinero. Así que me puse a ello, “ayudada” por las mismas manos que instantes antes me habían sobado a placer; las cuales, por supuesto, aprovecharon la nueva ocasión para repetir manoseo tanto como pudieron. Y, una vez tuve mis manos llenas de billetes y el escenario estuvo limpio de ellos, me dispuse a volver al camerino; pero cuando bajaba los cuatro escalones de aquella tarima se me acercó el presentador, cogió todo aquel dinero que yo llevaba y me dijo “El jefe quiere verte, ahora!” . No me dio tiempo más que a decirle “Pero he de ir así, en pelotas?” antes de que, a empujones, me llevara hasta una mesa donde cuatro hombres muy sonrientes, y muy bien vestidos, me esperaban. Sentados todos ellos en el lado de la mesa opuesto al del escenario, seguramente para así poder contemplar más cómodamente el espectáculo.
“Señorita Begoña, qué gusto verla! Siéntese, por favor; mis amigos no veían el momento de conocerla a usted. He de admitir que, cuando la conocí, tuve muchas dudas sobre si contratarla; aquí no suelen actuar chicas de mucho más de veinte años. Pero sus referencias eran estupendas, y desde luego me alegro de haberles hecho caso. Estoy realmente impresionado; qué agilidad, qué soltura…; sobre todo, y si usted me lo permite, qué nalgas y qué pechos!” . Reconozco que con sus palabras logró lo que hasta entonces aún no me había sucedido: que yo enrojeciese hasta la raíz del cabello. Allí estaba yo, desnuda salvo por mis zapatos de tacón en aquel local cochambroso, y parada frente a cuatro rijosos que me contemplaban con expresiones lúbricas; por primera vez desde que salí del camerino me di completa cuenta de lo humillante de mi situación, y cuando siguiendo sus instrucciones me senté junto a él, frente a los otros tres mirones, el jefe me la hizo aún más evidente. Pues lo primero que hizo fue separarme las rodillas, para que mi vulva quedase a la vista de todos los otros; y luego se puso a sobar mis senos con auténtica dedicación, como si quisiera ordeñarme.
Mientras me sobaba, sin embargo, una ancha sonrisa iluminó mi cara; pues había identificado a uno de sus amigos, y era justo la persona a la que yo buscaba. Cuando el jefe lo presentó como Manuel, aunque sin decirme sus apellidos, me lo confirmó, pues también el nombre de pila coincidía; así que de inmediato me puse a atraer su atención. No solo haciendo mucho más caso a lo que él decía que a lo que hablaban los otros tres, sino principalmente empleando todo mi arsenal de miradas, sonrisas, gestos y posturas destinados a atraerle. Algo que, enseguida me di cuenta, me era mucho más fácil hacer desnuda; y eso no solo porque, haciendo que se diese perfecta cuenta de la intención del movimiento, me giré ligeramente, de forma que mi vulva pareciese apuntar directamente hacia él. También porque comprobé lo mucho que mis pechos atraían su mirada; así que, cada vez que él decía algo gracioso, yo me reía tirando la cabeza hacia atrás, lo que hacía que mis senos se bamboleasen considerablemente. Pero no podía ser más directa sin levantar sospechas, así que tuve que seguir conversando, allí sentada y completamente desnuda, un buen rato; que debió de ser bastante largo, pues yo soy de muy poco beber y sin embargo dio tiempo a que me sirvieran tres copas.
Pero, finalmente, mi estrategia dio resultado: Manuel Gómez se puso en pie y, alargándome una mano, me dijo “Ya va siendo hora de irse. Le apetece tomar una última copa conmigo, en mi piscina? Con este calor lo mejor es un baño, se lo aseguro…” . Yo hice un mohín como avergonzado, y le contesté “Es que no tengo bañador…” con mi mejor sonrisa; él se limitó a reír con ganas, y sujetando mi mano me llevó así hasta la puerta del local. Justo antes de salir de él se detuvo, y dijo como quitándole importancia “Supongo que, después del extraordinario espectáculo que nos ha ofrecido, no le importará salir desnuda a la calle. A esta hora ya casi no queda nadie, además, y mi chofer nos espera bastante cerca; fíjese qué suerte, yendo así, tan pronto como lleguemos a casa podrá bañarse…” . Yo me reí otra vez echando la cabeza atrás, con lo que aún hice que mis senos se agitasen más de lo que, al estar yo andando, ya hacían; luego llevé su mano a mi cintura y, así agarrada a él, salimos a la calle. Donde hacía bastante más fresco que en el local, por lo que mis pezones enseguida se pusieron duros y tiesos; no solo yo me di cuenta, pues Gómez no apartó ni un instante la vista de ellos en el camino hasta el vehículo.
II
“Mamá, por favor! Si ya casi ni recuerdo la última vez que te vi en la playa con el top puesto… Déjame en paz, de verdad; además, ya tengo dieciocho años, y puedo ir vestida como quiera!” . En momentos como aquel Bea no le veía ninguna ventaja a tener una madre tan joven; en realidad, nunca se la veía. Aunque solo fuese diecinueve años mayor que ella, su madre nunca se comportó como si fuera su hermana mayor, más bien todo lo contrario; y lo que estaba sucediendo entonces era un ejemplo perfecto. Bea había quedado con un amigo para ir a bañarse en su piscina, pues con el calor de los veranos madrileños pocas cosas le apetecían más; bueno, en realidad no era aún un amigo, ya que se habían conocido justo la noche anterior. Pero era un chico guapísimo, que además tenía una piscina en su casa y se había ofrecido a recogerla; ellas dos vivían en un piso pequeño del centro, por supuesto sin piscina, así que aceptó encantada. Y tampoco era que se hubiese vestido de modo indecente, pues sobre la parte de abajo del bañador se había puesto un pareo; que transparentaba un poco, ciertamente, pero no era nada exagerado. Y además, pensó Bea, me lo voy a quitar en cuanto llegue a su piscina; así que tanto da si le adelanto algo de lo que luego va a poder mirar cuánto quiera…
Pero su madre, al salir ella de su habitación, se había fijado en algo que resultaba inocultable: los pechos de Bea, al poder moverse con toda libertad bajo aquel finísimo pareo, revelaban a cualquiera que no se había puesto el sujetador. Y comenzó de inmediato con sus reproches: “Bea, por el amor de Dios, qué van a pensar de ti; pareces una buscona. Ponte el top del bañador, al menos para ir hasta la piscina. Si luego te lo quieres quitar, tú verás; tienes mucha razón en que yo suelo quitármelo, para evitar las dichosas marcas. Pero salir así me parece una exageración. Ya sé que no tienes tanto pecho como yo, no hace falta que me vuelvas a dar la lata con eso; pero aun así tienes el suficiente como para, si lo llevas suelto, ir dando un auténtico espectáculo…” . Mientras su madre hablaba Bea miró por la ventana del salón, y pudo ver que su amigo Ramón -así se llamaba, o al menos eso le había dicho la noche anterior- ya la esperaba abajo, en un bonito descapotable. Así que optó por zanjar la discusión: entró otra vez en la habitación, cogió el top del bañador y salió con él en la mano; tras enseñárselo insistentemente a su madre lo metió dentro del bolso, le dio un beso y le dijo con una sonrisa “Contenta ya, Sor Begoña? Me llevo el arma secreta que protegerá mi decencia, por si me hiciese falta defenderme de miradas rijosas… Anda, me voy, que me están esperando! Y no me cuentes a comer…” .
Solo de llegar al vehículo, parado en doble fila frente al edificio, se dio cuenta de que quizás su madre tenía algo de razón; pues más que andar iba trotando, por las prisas, y vio que Ramón no tenía ojos para otra cosa que el movimiento de sus pechos bajo el pareo. Pero ya era tarde, pues ponerse el top allí en medio hubiese sido aún más escandaloso; así que le dio dos besos en las mejillas, se subió al coche -un Golf descapotable, ya con algunos años- y arrancaron. Cruzaron toda la ciudad siempre en dirección norte, y salieron de la autopista de Burgos en La Moraleja; una vez en la urbanización él condujo hasta la puerta cochera de una enorme mansión, rodeada de un muro altísimo. La abrió con un mando a distancia, y Bea enseguida pudo ver que accedían a un chalet bastante grande, rodeado por muchos metros de jardín bien cuidado; él aparcó justo frente al garaje, y al bajarse tuvo un gesto muy caballeroso: se acercó a la puerta del copiloto, la abrió, y le tomó una mano para ayudarla a bajar. Y, tan pronto como ella se apeó, la llevó de esta misma forma, rodeando el chalet, hasta la piscina.
Una vez allí, y señalando una puerta muy próxima, Ramón le dijo “Si necesitas cambiarte, allí hay un vestidor; aunque me parece que ya vienes lista para el baño, verdad? Por cierto, estamos los dos solos en casa, mi padre no vuelve hasta la noche; así que ponte cómoda y disfruta, yo voy a ver qué hay para que comamos cuando nos venga el hambre” . El comentario le provocó a Bea cierto rubor, aunque él no pudo advertirlo; pues mientras hablaba se había ido alejando hacia el porche de la casa. Así que ella se acercó a una tumbona junto al agua, se quitó el pareo, lo guardó en su bolso y se tumbó boca abajo tras ponerle una toalla encima; y así se quedó, con el tubo de crema solar en la mano, esperando a que Ramón regresase para pedirle que le untase bien la espalda. El chico no tardó mucho; llegó llevando dos bebidas en las manos, muy sonriente: “Espero que te siga gustando el ron con cola tanto como ayer noche…” . Bea le sonrió, y cogió uno de los vasos; al hacerlo se dio cuenta de que, por tener que incorporarse un poco para poder beber, con aquel gesto le enseñaba sus senos, pero no le dio mayor importancia: se limitó a dar un trago del vaso, y a decirle “Está muy rico, gracias! Me puedes untar la crema? No me quiero quemar con este sol…” .
Ramón, muy solícito, cogió el tubo, echó un buen chorro de crema en su espalda y comenzó a untársela. Lo hacía despacio y a conciencia, apretando como si le estuviera dando un masaje; al cabo de unos minutos la fuerza de sus manos había logrado excitar a la chica, al menos hasta el punto de hacer que, con frecuencia, se incorporase para beber un sorbo del combinado. Algo que no hacía porque tuviese mucha sed, sino para así enseñarle el pecho; en realidad, lo que Bea buscaba era que él se decidiera a extender el reparto de la crema a sus senos, aprovechando que el movimiento los ponía al alcance de sus manos. Pero, o Ramón no se dio cuenta de la estrategia, o no le apeteció seguirle el juego; pues se limitó a seguir untándole primero la espalda y luego las piernas, sin hacer más incursiones arriesgadas que la de meter un poco sus dedos por debajo de la cinta superior del slip de baño. El cual, por otro lado, era bastante mínimo: dejaba la mayor parte de las nalgas de Bea al aire, y por tanto al alcance de las manos del chico; de hecho lo último que ella notó, antes de quedarse profundamente dormida, fue que Ramón las manoseaba.
Al despertar le dolía la cabeza, y lo primero que pensó fue que habría sufrido un golpe de calor. Pero, al ir recobrando la consciencia, se dio cuenta de que habían pasado muchas más cosas: para empezar, que ya no estaba tumbada junto a la piscina, sino sentada a la sombra, en una silla del porche. Bueno, no sentada exactamente, pues alguien la había atado a ella, y además con las dos piernas sobre los reposabrazos; con lo que, dado que le habían quitado el slip, su sexo había quedado completa y obscenamente expuesto. Y, por último, observando su completa desnudez desde otra silla, colocada justo frente a ella, estaba un hombre de mediana edad al que no había visto nunca; al tal Ramón, desde luego, no se le veía por ninguna parte. Por supuesto Bea comenzó a debatirse en sus ataduras, tratando de librarse de ellas; aunque no logró nada, así que optó por tratar de convencer a aquel hombre de que la liberase. Pero tampoco le fue posible, y no solo porque lo más seguro era que no estuviese dispuesto a hacerlo; fue, sobre todo, porque Bea no logró que saliera de su garganta más que un leve carraspeo.
“No se esfuerce, señorita Beatriz; hasta dentro de un rato no podrá usted hablar. Es uno de los efectos de la droga que ha tomado; pero no se preocupe, que pasará pronto. Mientras tanto, voy a aprovechar para explicarle algunas cosas sobre el futuro que le espera. Ha sido usted elegida para ser una de las chicas a mi servicio; dentro de un rato la llevarán a su puesto de trabajo, y allí le explicarán de qué va la cosa. Pero le puedo adelantar algunos detalles; verá, las putas de mis clubs se niegan a hacer sado. Ya sabe, recibir golpes, azotes, latigazos, toda clase de torturas… Es un fastidio, porque mis clientes son muy imaginativos, créame; y, por más que paguen, siempre acaban por encontrarse con un “Eso no!”. Así que mis socios y yo decidimos solucionar el problema por la vía de, digámoslo así, “reclutar” chicas como se hacía cuando la mili: a la fuerza. Allí donde va a trabajar usted tendrá dos opciones: obedecer, y dejar que mis clientes hagan con su cuerpo -muy bonito, por cierto; me encantan sus pezones- lo que quieran; o desobedecer, con lo que se va a llevar, como se suele decir, más palos que una estera. Y si se niega una segunda vez a cumplir con su tarea, le daremos otra paliza; y después la mandaremos con un amigo mío que tiene burdeles en Asia. Créame que, en cuanto llegase allí, se iba a arrepentir de no haber sido más obediente con nosotros; por lo que sé, ningún día bajan del centenar de clientes por puta. Y esos sí que son imaginativos…” .
Para cuando aquel hombre terminó de hablar Bea estaba muy próxima al ataque de histeria; no sólo se debatía contra sus ligaduras de un modo tan frenético como ímprobo, sino que trataba, sin obtener el más mínimo resultado, de gritar a pleno pulmón pidiendo socorro. Sólo se detuvo para cuando sus tobillos, sus piernas, sus muñecas y su garganta ya no podían más del inútil sufrimiento a que las estaba sometiendo; allí se quedó, espatarrada, sudorosa y jadeante, mirando a aquel hombre con la mayor expresión de desprecio de que era capaz. Que, en realidad, no hacía más que tratar de ocultar su pánico; pues, en el fondo, Bea se daba perfecta cuenta de que las amenazas de aquel desgraciado tenían muchísimas posibilidades de cumplirse. Por no decir todas. El hombre se dio perfecta cuenta de su miedo, obviamente, pues sonrió con condescendencia durante todo el espectáculo; y cuando ella se quedó inmóvil, exhausta por el esfuerzo desplegado, hizo una seña y uno de sus ayudantes, a quien hasta entonces la chica no había podido ver por tenerlo detrás, se acercó a la silla. Llevaba en la mano una jeringuilla; la cual, sin hacer el menor caso a las guturales protestas de Bea, le clavó en el antebrazo. Con lo que ella no tardó más de unos segundos en perder, otra vez, el conocimiento.
III
Aquella noche no logré pegar ojo, esperando a que volviese Bea; de hecho la llamé como diez veces al móvil, pero siempre me salió el mensaje que más me desesperaba: desconectado o fuera de cobertura. Sobre la seis de la mañana decidí que no podía esperar más, y llamé a su padre; Jacinto podía ser muchas cosas, la principal un inútil, pero yo sabía que quería a su hija con locura. Por eso, tan pronto como le expliqué el problema me cayó, cómo no, una gran bronca: “Tú estás loca; cómo la has dejado salir así, y además con un tío al que no conoces de nada!” ; pero, cuando logré que se calmase, llegamos al acuerdo de que, si para el mediodía siguiente aún no sabíamos nada de ella, iríamos a la policía. Aunque no tuve que esperar tanto tiempo para volver a encontrármelo; no eran más que las siete de la mañana cuando sonó el timbre del portero automático, y por supuesto era él. Le abrí porque no tenía más remedio, claro, pero antes de recibirlo me cubrí con la bata más decente de las que tenía en el armario; pues, durante el verano, yo siempre duermo desnuda, y conociendo como era mi exmarido lo mejor era no tentarle.
Enseguida me di cuenta, sin embargo, de que mi objetivo inicial estaba destinado al fracaso. No solo porque Jacinto entró en mi piso, como él mismo me dijo, “como una moto”; estaba muy nervioso, y daba la impresión de haber tomado algún euforizante. Lo peor fue que cometí el error de sentarme a su lado en el sofá, y a los cinco minutos de empezar yo a explicarle lo que sabía de la cita de Bea en la piscina de su amigo, una de sus manos ya se había colado por los pliegues de la bata hasta mis pechos; y poco después la otra fue directa a mi vulva, entre comentarios del tipo “Mira que te gusta estar desnuda! Siempre serás una guarrilla, pero sabes que me encanta que lo seas!” . Así que, como máximo diez minutos después de haber entrado en mi piso, Jacinto ya me había quitado la bata, y estaba taladrándome con su increíble pene; por más que me avergüence reconocerlo, mi exmarido era justo lo que una amiga mía llamaba “una máquina de follar”. Dicho más fino, uno de esos hombres que, más por lo bien que emplean lo que tienen -en el caso de Jacinto, algo la mar de normalito- que por sus grandes dimensiones, nos vuelven locas. Como era mi obligación de mujer separada traté de evitar sus avances con buenas palabras, pero para cuando me penetró me dejé de historias; he de reconocer que durante un rato me llevó, a empujones, a la gloria. Ojalá todos los hombres fuesen tan hábiles! Aunque lo cierto era que la naturaleza compensaba, pues en cualquier otro terreno mi exmarido era un perfecto desastre; precisamente por eso me había separado de él.
Pero cuando llegó el mediodía seguíamos sin saber nada de Bea; y su teléfono seguía apagado o sin cobertura. Así que, finalmente y después de una media docena de orgasmos, logré que Jacinto dejase de sobarme -además de la vez del sofá, y de otra en la cama, aún tuvo fuerzas para penetrarme una tercera en la ducha- y me vestí; aunque un poco a regañadientes él hizo lo mismo, y nos fuimos a comisaría. Pero en cuanto comencé a explicar nuestro problema al agente que nos atendió él nos pidió si, por favor, podríamos ir a la comisaría de Alcobendas, y hablar con la inspectora Morales; allí nos fuimos en el coche de mi exmarido, y enseguida supimos porqué nos habían enviado allí. Pues la inspectora, una mujer de mi edad muy amable, nos explicó que el de Bea era muy similar a otros cuatro casos sucedidos en lo que llevábamos de año; en todos los cuales la historia era la misma: una chica que se va con un joven apuesto al que acaba de conocer, en un descapotable, a bañarse a su piscina de La Moraleja, y de la que nunca más se sabe. Tanto Jacinto como yo estábamos cada vez más asustados; a mí, he de reconocerlo, me dio una especie de ataque de nervios, así que la inspectora llamó a un médico para que me atendiese. Y él, mientras tanto, empezó a dar gritos sin ton ni son, y salió a la calle; según dijo, a telefonear a un amigo suyo que le iba a ayudar a encontrar a Bea.
Cuando nos quedamos las dos solas, y una vez que me hube calmado un poco -el médico me dio una pastilla de algo-, la inspectora bajó la voz y me dijo “Quizás no debería contárselo, pero tenemos un sospechoso. Lo que pasa es que es un hombre con contactos muy arriba, ya me entiende, y sin alguna prueba sólida no podemos ir por él. Manuel Gómez, un empresario de locales de ocio; por llamarlos de un modo discreto. Todo coincide: vive en La Moraleja, en un gran chalé con piscina, y su hijo, aunque se llama igual que él y no Ramón, es un guaperas que va por ahí en un Golf descapotable. Mire, estas son fotos de los dos; les ha visto alguna vez?” . Lo cierto era que ninguno me sonaba de nada, pero al instante se me ocurrió una idea; mirando a los ojos a la inspectora le dije, con cara muy seria, “Me las puedo quedar? Yo no he visto ni al hijo ni al padre, pero las amigas de Bea puede que sí. Si me las deja, haré que todas las miren, a ver qué sale…” . La inspectora tuvo un instante de duda, pero luego asintió: “De acuerdo, pero con una condición: yo no se las he dado, vale? Si el comisario se enterase de que las tiene por mí yo tendría un serio problema. Y tenga, esta es mi tarjeta; si le cuentan algo, por poquito que sea, llámeme” .
Al salir de la comisaría tenía una cosa muy clara: iba a investigar al tal Manuel Gómez por mi cuenta. Bueno, en realidad tenía dos cosas muy claras; la otra la confirmé tan pronto salí a la calle, pues ni Jacinto ni su coche estaban esperándome fuera. A saber dónde habría ido, el muy atolondrado, seguro que estaba dando vueltas por todo Madrid, mirando a ver si veía a su hija. Daba igual, pues yo tenía muchísimo que hacer; lo primero, llamar a una amiga del gimnasio que era periodista, y preguntarle sobre el tal Gómez. Cuando lo hice estuve de suerte, pues me dijo que en algo menos de una hora saldría de la redacción para comer; así que cogí el metro -la parada de la línea 10 estaba a quince minutos de comisaría- y me fui al centro. Cuando llegué al restaurante Mónica ya me estaba esperando, y al contarle lo que había pasado se quedó tan horrorizada como yo; cuando mencioné el nombre de Gómez sonrió, y me dijo “No me extrañaría nada; es un cabrón machista de la peor especie, y además muy amigo de mi editor. Solo he hablado una vez con él, pero me hizo sentir incomodísima; uno de esos tíos que te desnudan con la mirada… Por lo que sé es dueño de un montón de locales nocturnos; averiguaré todo lo que pueda y te llamo, vale? Y no te preocupes tanto, mujer, ya verás como no será más que una chiquillada de Bea. No sé, igual se ha bajado al moro con unos amigos, como hacíamos nosotras años atrás; te acuerdas?” .
No comí nada, claro, me limité a pasear la comida por el plato con el tenedor, mientras rogaba en mi interior a todos los dioses que Mónica tuviese razón. Tampoco me vi capaz de comer nada aquella noche, y menos aún de pegar ojo; había pasado la tarde llamando a las amigas de Bea que conocía, pero ninguna sabía nada, y tampoco identificaron las fotos que les mandé al móvil. Jacinto me llamó a medianoche, pero solo para que le confirmase que seguía sin noticias de Bea; luego me explicó un montón de tonterías que ya ni recuerdo. Cuando al fin se hizo de día me preparé un café, y por hacer algo llamé a la inspectora Morales; estuvo muy amable, teniendo en cuenta la hora que era, aunque no tenía novedades que contar. Pero, sobre el mediodía, me llamó Mónica: “Tengo información sobre Gómez. Todos sus negocios parecen limpios y legales, y tiene amigos mucho más arriba de lo que nos podemos imaginar, pero un colega me ha dicho que es un putero de mucho cuidado. Salvo que esté de viaje, pasa casi todas las noches en el club Flamingo, propiedad de un amigo suyo, un tal Pepe Flórez; es un tugurio de estriptis por Lavapiés, no precisamente el más elegante de Madrid. Eso sí, tiene fama de que allí se puede encontrar de todo: desde drogas y juego hasta armas, pasando por menores; curiosamente, la policía les deja mucho más en paz que a la competencia… Casi seguro que allí le encuentras, vamos; según dicen las malas lenguas, cada noche se lleva alguna chica a casa, y no todas vuelven luego al local… Será que las contrata para sus elegantes clubs, claro!” .
Cuando colgué había trazado un plan: tenía que conseguir un empleo en el Flamingo, e ingeniármelas para que el tal Gómez me llevase a su casa; una vez allí emborracharlo, por ejemplo, o mejor drogarlo, y registrar todo hasta que encontrase alguna pista sobre el paradero de Bea. Empecé por buscar el club en cuestión en internet; como ya me esperaba, en su página web decía que buscaban bailarinas, así que no tuve más que llamar y un caballero muy atento me dio una cita para aquella misma tarde. El lugar era, efectivamente, cualquier cosa menos elegante; un semisótano en un callejón oscuro, con un cartel de neón en la puerta -la silueta de un flamenco en rojo, qué si no- en el que había más segmentos fundidos que iluminados. Serían como las seis de la tarde y la puerta estaba cerrada, pero en cuanto llamé un hombre muy educado abrió y me hizo pasar a la sala; tan pronto estuvimos dentro me miró de abajo arriba, y lo primero que me dijo fue “Señorita… Begoña, verdad? Lo lamento, pero he de decirle que es usted un poco más mayor de lo que yo esperaba; aquí solemos contratar veinteañeras, sabe?” . Como ya suponía que iba a pasar eso, yo venía preparada; con una sonrisa dejé el bolso sobre una mesa, solté las presillas de los tirantes del minivestido que llevaba puesto y lo dejé caer al suelo.
Pese a que el tal Flórez debía de haber visto de todo, noté en su cara que le había sorprendido; más que nada porque, para completar el cuadro, yo no llevaba bragas ni sujetador bajo el vestido. Así que me quedé desnuda por completo, sin llevar puesta ninguna cosa más que mis zapatos de tacón y mi mejor sonrisa. “Seguro que la gran mayoría de sus “veinteañeras” no tiene este cuerpo, verdad? Sobre todo unas tetas como las mías; toque, toque, que no muerdo; ya verá lo duras que las tengo…” . Para cuando le solté esa ordinariez ya no sé quién de los dos estaba más sorprendido por mi desvergüenza, si él o yo; pero el hombre se repuso pronto, e hizo lo que yo le decía. Bueno, bastante más; durante los siguientes diez minutos se dedicó a manosear mi cuerpo a fondo, sin dejar rincón alguno por repasar, hasta el punto de que me hizo algo de daño en la vulva cuando, tras hacerme poner un pie sobre una silla, decidió examinar cómo de firmes eran mis labios. Pero logré no perder la sonrisa, y sobre todo no ruborizarme en todo el rato; y, para cuando se dio por satisfecho con su inspección, yo ya tenía un nuevo empleo. Eso sí, no demasiado bien pagado: “Empezamos a las diez de la noche, un poco antes la espero; cada vez que venga son cincuenta euros fijos, más lo que les saque a los clientes. Bailando, ¿eh?; que no quiero problemas con la policía. Aunque si al acabar la noche se larga con alguno, eso ya es cosa suya. Por cierto, de las propinas que le tiren el cincuenta por ciento es para la casa; la ropa de baile se la damos aquí, no hace falta que traiga nada” .
IV
Despertó algo mareada, y lo primero que notó fue que estaba dentro de algo oscuro que se movía; enseguida comprendió que era el maletero de un vehículo tipo todoterreno, pues algo de luz se filtraba a su interior. Y al tratar de hablar, o de moverse, descubrió otras tres cosas más: seguía completamente desnuda, le habían esposado las manos detrás, y en la boca llevaba una gran mordaza, que la llenaba hasta el punto de no permitir siquiera que moviese un poco la lengua. Durante un buen rato el viaje fue relativamente tranquilo; de vez en cuando algún bache, pero la sensación que tenía era que circulaban por una buena carretera, o incluso por una autopista. Pero, al cabo de unas horas, la cosa cambió por completo, pues el vehículo redujo la velocidad y se metió por lo que parecía un camino en bastante mal estado. Y no sólo por el polvo que iba levantando, que incluso penetraba algo dentro del maletero; sobre todo por los constantes baches, curvas, frenazos y acelerones, que mandaban el cuerpo desnudo y maniatado de Bea de lado a lado, golpeándolo contra las paredes laterales y el portón.
Tras lo que le pareció mucho rato, tal vez otra hora, el todoterreno se detuvo; pudo oír el ruido de una puerta y, al poco, alguien abrió el maletero donde ella viajaba. Era de aquellos que tienen dos partes, una de las cuales se extiende horizontalmente al abrirlo, como prolongando su superficie de carga; algo que quien lo abrió aprovechó para, tirando de uno de los brazos y de una pierna de la chica, arrastrarla hasta el borde y dejarla caer al suelo. Bea no podía ver casi nada, pues lucía un sol tremendo que, después de tanto rato allí dentro, por el momento la deslumbraba; y además las manos esposadas a la espalda le impedían protegerse, así que al caer al suelo -que era de tierra, no de asfalto o cemento- se hizo daño en un pecho y en un hombro. Allí se quedó, gimiendo, hasta que una mano la cogió otra vez de un brazo y la puso en pie; para entonces sus ojos ya se habían acostumbrado un poco más a aquella luz tan intensa, y pudo ver que estaba frente a lo que parecía un gran cortijo. La casa principal era muy grande, y a un lado se veía un edificio con aspecto de caballerizas, así como otros más de menor tamaño; en cualquier otra dirección en que mirase sólo veía colinas onduladas, cubiertas de olivos.
Una voz de hombre la sacó de golpe de sus elucubraciones: “Buenos días, señorita Beatriz, bienvenida. Soy Juan, el capataz del cortijo. Imagino que el patrón ya le habrá contado a qué nos dedicamos aquí; además de a recoger la aceituna, claro” . Cuando Bea se dio la vuelta se encontró frente a un hombre de mediana edad, bajo y enjuto, que contemplaba con interés su desnudez; llevaba una escopeta al hombro, y vestía como un campesino: pantalones de tela basta, como de saco, una blusa sucia con las mangas arremangadas y una boina en la cabeza. “De momento, y una vez que la hayamos procesado, a eso precisamente se va usted a dedicar, pues justo ahora empieza el buen tiempo para recogerlas; aún hace mucho calor, pero ya están a punto. Y una vez que la hayamos puesto en el catálogo ya solo es cosa de esperar a que alguien se interese por sus servicios. Entretanto, una sola advertencia: obedezca usted sin chistar, sea lo que sea lo que le mandemos. Esta tarde podrá ver lo que les pasa a las que no obedecen, y le aseguro que se le van a quitar las ganas para siempre…” . Al acabar su discurso le hizo gesto de que fuese tras él, y se dirigió a uno de los edificios pequeños al lado del que parecía las caballerizas; Bea le siguió, y una vez dentro se encontró en una especie de gabinete fotográfico, en el que la esperaba otro hombre de similar aspecto.
Lo primero que hicieron los dos fue quitarle las esposas y la mordaza; algo que, sobre todo lo segundo, ella les agradeció muchísimo pero en su fuero interno, pues tenía la boca seca y dolorida, y los brazos igual o peor. Una vez libre el segundo hombre le indicó un lavabo que había en la pared, y le dijo “Ahí puede usted arreglarse; le vamos a hacer las fotografías para el catálogo, así que lávese y péinese bien” . Ella se acercó de inmediato, y además de lavarse la cara, beber agua y refrescarse el cuerpo se peinó un poco; cuando acabó, el fotógrafo la colocó en una especie de escenario, rodeada de potentes focos, y comenzó a indicarle poses mientras disparaba su cámara. Al principio más o menos corrientes, pero luego cada vez más obscenas: tumbada en el suelo con las piernas bien abiertas, rectas o formando una letra M mayúscula; de pie pero inclinada -primero hacia delante y luego hacia atrás- y con ambos pies bien separados; con el torso hacia delante y las manos levantando los pechos, … Finalmente le hizo varios primeros planos de todas las partes de su cuerpo, y cuando terminó le dijo al capataz que él estaba listo.
Antes de salir de aquel edificio Juan volvió a esposarle las muñecas, pero esta vez por delante; y además sacó de un cajón otro juego de esposas, algo más grandes y separadas por una cadena de más de medio metro, que le colocó en los tobillos. “Con estas puede andar sin dificultad, ya lo verá, pero no correr. Así le evitamos malas ideas; aunque le advierto que el lugar habitado más próximo está a unos veinte kilómetros, o más. Y no sabe en qué dirección; además de que mucho antes de que llegase allí la habríamos atrapado, así que ni lo intente. Y ahora sígame, por favor” . Al salir del pequeño edificio Bea tenía unas ganas locas de orinar, así que le pidió que por favor me llevase al baño; pero el capataz se rio: “No sea tan fina; aquí mean ustedes como los animales, en el suelo. Y no tarde, que tenemos cosas que hacer” . Comprendió que no le quedaba otro remedio que aliviarse allí mismo, y además frente a él, mientras la miraba muy sonriente; así que se puso en cuclillas y un poco de lado, para dificultarle la vista de su sexo, y se dejó ir procurando que el chorro no cayese sobre la cadena que unía sus tobillos. Cuando acabó, y volvió a incorporarse, notaba sus mejillas a punto de estallar; nunca en su vida se había ruborizado tan intensamente, y no sabía que aún le faltaba soportar la peor humillación. Pues el capataz sacó de un bolsillo un pañuelo gris, bastante sucio, le ordenó que separase las piernas lo que la cadena permitía y, con toda parsimonia, secó bien el sexo de Bea con aquel paño improvisado.
No tuvieron que andar mucho hasta llegar a otro de aquellos pequeños edificios, cuya función como botiquín o dispensario le quedó clara solo de entrar en él; olía a desinfectante, y tenía todos los aparatos habituales en una consulta médica: armarios llenos de frascos, una mesa plana y alargada, como una camilla, un sillón de dentista y otro de ginecólogo. El capataz la mandó tumbarse sobre la camilla boca arriba, y se fue a buscar a otro hombre con el que al poco regresó; llevaba puesta una bata blanca, y sometió a la chica a un chequeo médico completo. Al acabar le inyectó algo que no se molestó en explicarle, y finalmente procedió, con unas pinzas y una lupa, a arrancarle del cuerpo los escasísimos pelos que pudo encontrar. Pues Bea siempre iba completamente depilada de cuello para abajo, y pocos días antes se había sometido a una sesión de láser; así que no fueron más de diez o doce los pelos que el hombre le encontró, principalmente en los labios de su vulva, en los pezones y en la hendidura entre las nalgas. Al arrancarlos le hizo algo de daño, pero cada vez ella se limitó a gemir un poco sin decir una palabra, por temor a los castigos que el capataz le había anunciado.
De allí la llevó hacia la parte trasera de la casa principal, donde una puerta daba directamente a las cocinas. En las cuales, entre el cocinero y sus ayudantes, trabajaban cuatro hombres; aunque a ninguno sorprendió la entrada de una mujer desnuda y encadenada. Uno de los segundos de cocina le indicó que se sentase en una larga mesa, y en cuanto lo hizo le sirvió un gran vaso con agua y un plato de estofado; lo cierto era que estaba muy bueno, y como Bea tenía bastante hambre se lo comió muy deprisa. Luego le alcanzaron una fuente con fruta, de la que se sirvió, y cuando acabó el hombre le ordenó que les ayudara a limpiar los cacharros; la chica se puso a hacerlo, pues como el capataz se había marchado y la había dejado allí sola con ellos, pensó que lo mejor era obedecerles. Una vez aquellos trastos limpios los cuatro hombres se marcharon, dejándola allí sola; pero antes de irse el cocinero jefe le señaló un cubo y una bayeta, y le dijo “Friéguelo todo a fondo, que quede limpio como una patena; como luego no lo encuentre a mi gusto se va a acordar de mí, se lo aseguro!” . Ni que decir tiene que Bea se puso a ello de inmediato; para cuando estaba acabando de fregar, por supuesto a cuatro patas en el suelo, se abrió la puerta que daba al exterior, y pudo ver que era Juan quien venía a buscarla.
“Deje eso y venga, quiero que presencie el castigo de Marisa. Le servirá para comprender lo que le espera si se atreve a desobedecer” . Ella le siguió fuera de la cocina, y en la dirección opuesta a los edificios; anduvieron unos cinco o diez minutos alejándose de ellos hasta que llegaron al principio de los olivares. En uno de los primeros olivos, un árbol enorme que se veía muy anciano, colgaba por sus muñecas y de una de las ramas más gruesas la figura de una chica; no era mucho mayor que Bea y tenía un cuerpo alargado y muy esbelto, con pechos pequeños, nalgas prietas y piernas interminables. Al verles llegar comenzó a suplicarle al capataz, realmente asustada: “Juan, por favor, por lo que tú más quieras! Hazme lo que te parezca, pero no me azotes con eso! Te prometo que nunca más desobedeceré, te lo juro!” . Al oír sus palabras Bea se dio cuenta de que, a su lado y de la misma rama, colgaba un látigo de aspecto terrorífico: de cuero negro y trenzado, parecía muy pesado y mediría, al menos, más del doble que la chica. Pues colgaba de su parte central allí al lado de ella, y sus extremos alcanzaban el suelo más que de sobra. El capataz indicó a Bea que se quedase allí de pie, a unos diez metros de Marisa; luego se acercó a su víctima, cogió el látigo de la rama y solo le dijo “Es tu última oportunidad, y lo sabes; así que no te quejes, que de no ser por mi estarías ya en un burdel de Asia. Cállate, pues, y recibe lo que mereces” .
El primer latigazo lanzó el cuerpo de la chica como si quisiera arrancarla de la rama del árbol, y fue seguido de inmediato por los alaridos de dolor de ella. Le dejó una horrible marca en su cuerpo, de la anchura de un dedo, que empezaba en la cadera y se enroscaba alrededor de su vientre, cruzándolo justo a la altura del pubis; apareció casi de inmediato, y para cuando la alcanzó el segundo latigazo ya era de un rojo intenso, con algunas gotas de sangre en los lugares donde la piel se había roto. El azote que vino a continuación cruzó sus pechos, haciéndolos saltar en todas direcciones; la punta del látigo vino a incrustarse en el centro de la espalda de Marisa, y entonces Bea se dio cuenta de que, en su extremo, el látigo tenía unas pequeñas colas rematadas por unos triángulos brillantes, que parecían de metal. Juan siguió pegando golpes con una fuerza que, dada su magra complexión, resultaba incluso sorprendente; los latigazos siguieron cayendo sobre la espalda, las nalgas, los muslos, el pecho y el vientre de aquella pobre chica, hasta que todo su cuerpo quedó literalmente cubierto de gruesas estrías, algunas de las cuales ya empezaban a verse amoratadas. Para cuando el capataz se detuvo Marisa ya ni gritaba; su cuerpo desnudo seguía sacudiéndose a cada golpe, con unos espasmos que daban la impresión de que lo atravesaba una corriente eléctrica, pero ella solo gemía, y parecía semiinconsciente.
Cuando Bea ya creía que todo había terminado Juan se giró hacia ella y, mirándola con expresión de enajenado, le dijo “Levante los brazos al cielo; voy a darle un solo golpe, para que comprenda mejor lo que está sufriendo Marisa ahora mismo” . Un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de la chica, pero ante el riesgo de pasar a ocupar el sitio de aquella pobre levantó los brazos como le habían ordenado; y casi al instante recibió el latigazo. Lo primero que sintió fue como si alguien le hubiese dado una patada en el trasero, pero enseguida el dolor se trasladó hacia su vientre, y luego a su grupa; la fuerza del impacto la tiró al suelo, a unos metros de donde lo había recibido, y para cuando cayó ya estaba aullando a pleno pulmón. Ya que después del terrible dolor derivado del golpe vino lo peor: una sensación de escozor intolerable que le rodeaba el cuerpo, y que cada vez era más intensa. Y, cuando logró ponerse en pie, entre llantos e hipidos, pudo ver el resultado sobre su piel; una línea roja ancha de más de un centímetro, y casi igual de profunda, que le cruzaba el vientre, e iba a perderse por ambos lados hacia sus nalgas y su espalda. En muchos lugares presentaba pequeñas gotas de sangre, allí donde la piel se había roto; y, si la tocaba, el dolor le hacía ver les estrellas.
Mientras se iban de allí, el capataz le comentó “El castigo habitual para la desobediencia son entre sesenta y cien latigazos, según lo grave de la falta; así que ya puede hacerse una idea. Y luego pasar la noche ahí colgada, sin alivio alguno; pues a usted le daré una pomada que le reducirá el escozor, pero Marisa no la tendrá hasta por la mañana” . Bea casi estaba más asustada que dolorida, pese a que ya solo con el movimiento al andar aquella larga cicatriz le dolía una barbaridad; así que no dijo nada, y le siguió en silencio hasta el gran edificio distinto del principal. Al entrar se dio cuenta de que aquello no eran, en realidad, unas caballerizas, sino una especie de prisión: pues había un pasillo de punta a punta, con celdas a ambos lados. Juan la hizo entrar en una de ellas, un espacio de poco más de tres por dos metros en el que había un catre con un fino colchón encima, un orinal y una pequeña ventana, a la suficiente altura como para que fuese imposible ver el exterior por ella. Y, antes de salir y cerrar la pesada puerta de madera, le entregó un pequeño tarro de pomada que sacó de un bolsillo, y le dijo “Mañana empezará a trabajar. Dentro de un rato le traerán la cena; descanse, que va a necesitar de todas sus fuerzas. Verá que le espera un trabajo muy duro; pero siempre será mejor que atender a un cliente, eso se lo garantizo” .
V
He de reconocer que, cuando el chófer abrió la puerta y me introduje en el vehículo de Gómez, solté un suspiro de alivio. Y no por si alguien me hubiera podido ver desnuda en la calle; pues acababa de exhibirme así, con absoluta desvergüenza, ante medio centenar de hombres en el Flamingo, así que algún otro mirón más no tendría mayor importancia. Y, por más que se endureciesen mis pezones, aquel fresco nocturno hasta resultaba agradable. Pero lo que yo temía era otra cosa: la súbita aparición de la policía, por ejemplo, algo que de seguro hubiese significado el final de mi aventura. Nada de eso sucedió, sin embargo, y el vehículo arrancó sin más contratiempos; salvo la incomodidad derivada de que el cuero del asiento trasero era demasiado frío para mis nalgas y mis muslos desnudos. Y, claro, que desde el mismo momento en que Gómez subió al coche y se sentó a mi lado, sus manos no pararon de explorar ávidamente mis pechos y mi sexo. Yo, sin embargo, ya contaba con que hiciese eso, e incluso separé las piernas para facilitarle la exploración de mi cuerpo; mi mayor preocupación en aquel momento no era ésa, sino pensar qué podría hacer para lograr que perdiese el conocimiento. Pues yo había venido preparada para anestesiarlo, ya que llevaba en mi bolso un bote de pastillas para dormir; pero, al haberme sacado del club de aquel modo, no ya solo desnuda sino sin siquiera poder recoger mis cosas, Gómez me había privado de la que era mi principal arma.
Circulamos un buen rato, saliendo de la ciudad hacia el norte, y una vez en la carretera de Burgos tomamos la salida de La Moraleja; allí fuimos por varias calles hasta llegar frente a una puerta cochera, que alcanzamos después de circular un rato junto a un largo y alto muro. La puerta se abrió, supongo que por el efecto de un mando a distancia, y entramos a un cuidado jardín, que recorrimos hasta llegar frente a un chalet moderno, enorme. Allí se detuvo el vehículo, y el chófer se bajó y abrió mi puerta; al apearme, con cuidado para no tropezar con los altos tacones que llevaba, pude ver que mi vestido y mi bolso viajaban en el asiento del copiloto. El conductor me sonrió, y dijo “No se apure, señorita; dejaré sus cosas en el baño principal, por si las necesitara usted” ; y yo le devolví la sonrisa con una intensidad que le sorprendió. Poco sabía él el problema que me había solucionado… Aunque no era cosa de entretenerme mucho con eso, pues Gómez ya me estaba requiriendo, impaciente, para que le acompañase; pero como aquel suelo de gravilla me estaba haciendo sufrir una barbaridad sobre mis altos tacones, le dije que esperara un momento y, sujetándome en el chófer, me quité los zapatos y se los di también a él. Para, ahora ya desnuda del todo, seguir a mi “conquista” hasta la piscina, rodeando la impresionante casa.
En cuanto la vi me tiré de cabeza; al menos aquí, pensé, me libro por un tiempo de que me soben sus asquerosas manos. Buceé, chapoteé, nadé, … Durante unos minutos olvidé a mi anfitrión, quien además parecía haberme dejado allí sola, pero pronto lo vi regresar; al parecer había ido a cambiarse, pues iba en bata. Cuando le vi casi me dio la risa, porque era una bata con el conejo de Playboy bordado en el bolsillo del pecho; ¿Se creería de veras aquel desgraciado que era una especie de Hugh Hefner? El caso es que tuve que volver a meter la cabeza en el agua, para que no se diese cuenta de que me reía, y cuando la volví a sacar él estaba sentado junto a la piscina, diciéndome “Ven aquí!” de forma insistente. Además de apearme del usted, ahora me daba órdenes… Pero, como yo tenía mi objetivo muy claro, le obedecí: saqué mi desnudez del agua, usando la escalera de obra que había en un extremo de la piscina, y caminé del modo más provocativo posible hasta llegar donde él estaba sentado. Al hacerlo iba sacudiendo el cuerpo, y en especial mi pelo, con lo que proyectaba gotas de agua en todas direcciones; estoy segura de que la imagen de mi cuerpo desnudo y empapado le resultó muy erótica. Tan pronto como estuve frente a él abrió su bata, mostrándome un pene de buen tamaño pese a estar aún en reposo; como resultaba obvio lo que quería que yo hiciese no hice preguntas: me arrodillé frente a su sillón, tomé sus testículos con una mano y su pene con la otra, lo introduje en mi boca y comencé a chupar y lamer hasta que logré que alcanzase una formidable erección.
Supongo que sería porque se notaba a punto, pero de pronto me detuvo y me dijo “Siéntate encima” ; yo tuve un instante de duda, pero enseguida pensé que si le decía que se pusiese un preservativo igual me echaba de su casa. Así que hice de tripas corazón y me incorporé, separé las piernas y me empalé en su miembro, de forma que mis pechos quedasen justo frente a su cara. Solo de empezar a cabalgarlo noté que colocaba sus dos manos en mis nalgas, y las apretaba con cierta fuerza; me hizo un poco de daño, pero menos del que sentí cuando me mordió un pezón. Yo subía y bajaba en su miembro cada vez más deprisa, con el propósito de hacer que acabara cuanto antes, y de pronto noté un pinchazo en mi pezón derecho; estaba claro que su intención era la de hacerme sufrir, aunque sin causarme ninguna lesión, pues al oírme gemir puso una sonrisa de satisfacción. Al poco me mordió en el izquierdo, incluso con un poco más de intensidad; para entonces yo ya saltaba literalmente sobre su pene, con tanta fuerza y a tanta velocidad que incluso me estaba excitando un poco. Con lo que él no tardó mucho más en correrse; de pronto noté como sus manos apretaban mis nalgas aún con más violencia y, poco después, como su semen llenaba mi vagina.
Cuando recuperó una respiración normal me apartó de su miembro con cierta brusquedad, levantándome por mis nalgas, que seguía estrujando; en cuanto me separé de su regazo me ordenó “Límpiala!” y yo, tras volverme a arrodillar, le hice lo que nunca había hecho con ninguna de mis parejas: usar mi lengua, y mi entera boca, para eliminar de su pene todo rastro de semen, o de mis propios fluidos. Que también los había; pues, aunque no había logrado un orgasmo, lo cierto era que con tanto frotamiento yo algo me había excitado. Y, mientras le limpiaba y supongo que complacido por el servicio, me hizo una inesperada oferta de trabajo: “Sabes, ahora mismo el puesto de perrita de la casa está vacante; si te interesa es tuyo. El sueldo es bueno, mil euros diarios, y las condiciones muy sencillas: hacer todo lo que yo te diga, de inmediato y sin chistar. Te advierto que no es un empleo fácil, pues además de follar vas a tener que soportar muchas otras cosas; por ejemplo, ser castigada cuando te portes mal. Pues a mí me encanta castigar a mis perritas… A veces lo hago hasta sin motivo, sabes? Y hay otro inconveniente: el empleo se acaba el día que yo lo diga; aunque todas las anteriores, que han sido muy obedientes, han tenido un regalo de despedida. Por eso no te preocupes. ¿Qué, te interesa el trabajo?” . He de reconocer que me pilló por sorpresa, pero era una oferta que iba a facilitar mucho mi objetivo; así que me aguanté las enormes ganas que tenía de llamarle gilipollas engreído: separando un momento mi boca de su pene, sonreí y le contesté “Guau, guau!” .
Al poco consideró que ya le había limpiado bastante, y me dijo “Entra al salón, y tráeme la caja que verás sobre la mesa” . Yo hice lo que me decía, y tan pronto entré al chalet la vi: tenía la tapa transparente, y dentro había un collar de perro bastante alto, quizás cuatro o cinco centímetros, hecho en cuero repujado; llevaba incrustada una chapa metálica en blanco, y he de reconocer que era bastante bonito. Cuando regresé junto a la piscina él me hizo arrodillar otra vez frente a su sillón -se había cerrado la bata durante mi breve ausencia- y, tomando el collar de la caja, me lo puso alrededor del cuello; tras hacerlo me soltó otro de sus fatuos discursos: “Mientras lleves puesto este collar serás mi perrita, y actuarás siempre como tal. Por ejemplo, no debes hablar nunca sin mi previo permiso; si lo haces serás castigada. Y permanecerás siempre desnuda; las perritas no llevan ropa, estén donde estén. Alguna pregunta?” . Yo hice que no con la cabeza, y entonces él sacó de la misma caja unos papeles en lo que yo no me había fijado, diciéndome que los firmase; el encabezamiento decía “Contrato voluntario de servicios sexuales como esclava”, así que no me hizo falta leerlo para imaginar de qué iba aquello. Pero, por si acaso, le eché un vistazo: decía más o menos lo que él me había explicado, pero además algo que omitió en su discurso: que yo me sometía por mi propia voluntad, y que en cuanto quisiera podía abandonar mi estatus de “perrita”, con solo decirle que renunciaba. Qué listo, pensé…
Cuando le pedí un bolígrafo para firmar me sorprendió, pues me alargó dos cosas: un bolígrafo y un pintalabios. Yo me quedé mirándole, y entonces me dijo “Necesito que pongas tu firma y tu número de DNI, por razones legales. Pero me gusta que mis perritas firmen con el coño; resulta más adecuado a tu nuevo estatus…” . He de reconocer que logró ruborizarme, pero haciendo un esfuerzo cogí el pintalabios y lo pasé por mis labios mayores, mientras él me miraba con atención; luego puse el papel en una esquina de la mesa y me senté sobre él, de forma que mi vulva le dejara su marca al carmín. Y, de paso, algunos restos de su semen, pues hacía rato que me resbalaba incluso por los muslos. Cuando me incorporé firmé justo al lado, anotando mi número de DNI debajo; en cuanto acabé él echó a andar hacia el interior del chalet, llevando el papel, y yo le seguí hasta lo que parecía el dormitorio principal. Una vez allí me indicó una alfombrilla de noche, y me dijo “Tu dormirás aquí, a mi lado. Por cierto, mañana iremos a que graben tu nombre en el collar; con las prisas no me ha dado tiempo” . Yo me acurruqué sobre aquella alfombra peluda mientras él iba al baño; cuando salió, vistiendo un pijama que una vez más imitaba los de Hugh Hefner, se metió en la cama, apagó la luz y en unos diez minutos ya roncaba como un bendito.
Cuando me convencí de que dormía profundamente me levanté y fui al baño; sobre todo para limpiarme, pues Gómez había eyaculado tal cantidad de semen en mi vagina que yo llevaba ya rato notando mis muslos empapados. Y, además, tenía los labios de mi vulva llenos de carmín. Lo hice, además, con la puerta entreabierta y la luz encendida; así comprobé, al salir, que tenía un sueño profundo, pues ni se había enterado. Luego inicié la exploración de la casa, para saber dónde debería concentrar mi búsqueda; el suyo era un chalet enorme, de planta casi única -en el piso de arriba solo había un gran salón, en el que incluso cabía una mesa de billar, y un baño- en la que, para lo que a mí me interesaba, enseguida encontré dónde debería concentrar mis esfuerzos: el despacho. Una estancia, con una de sus paredes convertida en biblioteca, en la que había además una gran mesa de escritorio. Revisé sus cajones, que no tenían llave, pero no encontré nada de interés, y encendí el ordenador que había justo al lado de la mesa, pero sin éxito; requería una contraseña que obviamente yo no conocía, así que lo volví a apagar. Luego fui levantando los cuadros de las paredes, y al segundo encontré lo que buscaba: una caja fuerte empotrada, más bien pequeña y de las que solo precisan de una combinación. Que tampoco tenía, claro; así que lo dejé todo como estaba y me volví a mi alfombrilla junto a la cama de Gómez, donde acurruqué mi desnudez y me dispuse a dormir. Mi último pensamiento antes de eso fue que debía completar mi tarea en un mes como máximo; pues tan pronto como me contrataron en el Flamingo llamé a mi empresa y empecé las vacaciones de verano, y un mes era justo el tiempo que tenía antes de volver a reincorporarme al trabajo.
VI
La despertó el ruido de una puerta al abrirse; poco después se abrió la de su celda, y un hombre de aspecto y vestimenta similares al capataz le hizo señal de que saliera. Bea había logrado dormir bastante rato, una vez que halló una postura en la que la cicatriz del latigazo no le dolía tanto; y la pomada sin duda había hecho su trabajo, pues aunque amoratada la herida tenían mejor aspecto. Pero, al incorporarse en el catre, sintió un pinchazo de dolor que le recorrió todo el cuerpo; al notarlo pensó en lo que supondría recibir sesenta latigazos como aquel -o cien!- y al dolor le siguieron escalofríos de pánico. Así que obedeció a aquel hombre lo más deprisa que pudo, y salió al pasillo; allí lo primero que pudo ver fue que, frente a otras tantas puertas, había seis mujeres más. Entre las que, como era de esperar, no se encontraba Marisa; la pobre seguiría colgada de aquel olivo. Al observar a sus compañeras de encierro Bea se dio cuenta de que Marisa y ella eran las más jóvenes; al menos dos de aquellas mujeres tenían más de treinta años seguro, e incluso una parecía de la edad de su madre, y las otras cuatro estarían en la veintena larga. Todas ellas, sin embargo, tenían unas caras y unos cuerpos francamente bonitos, aunque había diversidad de estaturas y corpulencias; lo único común a todas las prisioneras eran la absoluta desnudez, y las esposas en muñecas y tobillos. Y algunas marcas de latigazos en el cuerpo; aunque en ninguna las vio tan anchas y profundas como la única de su vientre.
La voz del capataz la apartó de sus pensamientos: “Señorita Beatriz, como usted acaba de llegar le he de recordar una regla: no pueden hablar ni una palabra, ni siquiera entre ustedes, sin nuestro permiso. Y ahora siga a las demás, por favor, y haga lo que ellas” . En cuanto Juan terminó de hablar la chica más próxima a la salida echó a andar hacia el exterior, y las demás la siguieron en fila india; Bea fue la penúltima, por la situación de su celda, e hizo lo que le habían ordenado cuando llegó su turno. Haciendo cierto ruido de cadenas salieron del edificio, y fueron en dirección a la parte posterior de la casa principal; una vez allí sus compañeras se desperdigaron por el terreno, y pudo ver que hacían sus necesidades. Bea hizo lo mismo, aunque no consiguió más que orinar algo; mientras se aliviaba se le acercó Juan y le dijo “Lo mejor es que haga ahora de cuerpo, pues luego las lavaremos con la manguera. Allá usted, pero si luego lo hace en el campo tendrá que limpiarse con una piedra, como los pastores…” . Una vez más logró que la chica enrojeciera hasta la raíz del cabello, pero por más que Bea lo intentó le fue imposible defecar; algo que, por lo que vio de las otras, no era la única a quien le pasaba. Mientras tanto dos de los ayudantes del capataz habían conectado un par de mangueras, y de pronto empezaron a rociarlas con agua a presión; estaba bastante fría, y con el fresco de la mañana les provocó más de un escalofrío, pero al menos pudieron lavarse un poco. Y, en cuanto se detuvieron los chorros, Bea hizo igual que las demás: dar saltos y sacudirse hasta que estuvo algo más seca, pues con el cuerpo mojado tenía bastante sensación de frío.
Una vez que las consideraron lo bastante secas -algo que, obviamente, comprobaron a base de magrearlas tanto como les vino en gana- las hicieron entrar en la cocina; allí les esperaba, sobre la misma mesa larga en la que el día antes había comido Bea, el desayuno. Que era bastante apetitoso: zumos, pastas, embutido, quesos, … Lo cierto era que en aquel cortijo se comía bien, así que la chica se sirvió un poco de todo; y les dieron el suficiente tiempo para comérselo, pues Bea acabó incluso cinco minutos antes de que les ordenaran levantarse. Salieron de la cocina otra vez en fila india, escoltadas por Juan y sus dos ayudantes, y anduvieron como una media hora internándose entre los olivares; hasta que llegaron a una zona en la que, por los aperos que había, era fácil comprender que estaban recogiendo la aceituna. Allí el capataz le explicó a Bea la tarea que les aguardaba: “Ve usted ese árbol que tiene una red debajo, en el suelo? Coja de aquí una vara y golpee sus ramas, para hacer caer las olivas. Una vez que vea que han caído, recoge la red con ellas, la lleva al carro y vuelca en él su contenido. Y al siguiente olivo: extiende la red debajo, y vuelta a empezar. Trabaje con ganas, y sin perder el tiempo; si se distrae nosotros le recordaremos su obligación, puede estar segura…” . Esto último lo dijo mientras con la mano tocaba el látigo que llevaba enroscado al cinto; era mucho más corto que el que había empleado para azotar a Marisa, pero sin duda tenía un aspecto igual de aterrador.
Para cuando terminó su primer olivo Bea estaba literalmente agotada; nunca hubiese pensado que aquello fuese tan duro. Le dolían las manos y los brazos de sacudir el árbol, y las piernas y los riñones de tanto agacharse a recoger, trasladar y vaciar la red; pero, ante la amenaza del látigo, siguió sin detenerse a un segundo olivo, y luego empezó el tercero. Para entonces tuvo la fortuna de un pequeño descanso, pues le tocó su turno de ser untada con crema solar; ya había visto que Juan las iba llamando una por una, y cuando se acercó le hizo lo mismo que a las demás: llenó sus dos manos de crema y le untó el cuerpo con todo detalle, si dejar rincón por visitar. De hecho, y de no haber sido por su temor al látigo, Bea hubiera hecho algún comentario irónico, pues estaba segura de que su vulva no necesitaba tanta crema; tampoco la hendidura de sus nalgas, un lugar donde el sol entraba muy poco. Pero a él eso le era por completo igual; lo menos se estuvo quince minutos untándole de arriba abajo: espalda, pechos, nalgas, vientre, muslos, … Lo cierto era que, aunque muy humillante, la actividad no dejaba de ser un rato de descanso; Bea tuvo que reconocerse a sí misma que, cuando Juan le dio un sombrero de paja y le dijo que podía volver al trabajo, tuvo cierta decepción. Pero, claro, se puso a ello en cuerpo y alma; y lo hizo al gusto de aquellos hombres, porque no recibió ningún latigazo, e incluso un par de veces le acercaron el cántaro de agua fresca. Del que, como es fácil comprender, hizo generoso uso.
No todas, sin embargo, tuvieron tanta suerte; una de las veinteañeras, una chica rubia, alta y delgada, de aspecto frágil y pechos puntiagudos, recibió un buen número de latigazos. Trabajaba en un olivo a muy poca distancia de Bea, y el vigilante que la supervisaba parecía haberla tomado con ella; pues no parecía hacerlo peor, o más despacio, y sin embargo cada vez que el hombre pasaba por allí le arreaba un azote. Desde luego no parecían latigazos tan salvajes como los que recibió Marisa, o como el único de Bea, pero dejaban unas marcas rojas bastante aparentes, y cuando los recibía la chica aullaba de dolor, contorsionándose con auténtica desesperación; incluso en una ocasión en que el látigo alcanzó sus pechos cayó al suelo, llorando y gimiendo, y al levantarse masculló algo que Bea no comprendió. Pero que, por supuesto, le supuso otro azote, esta vez en la espalda, y una amenaza de aquel hombre: “Si vuelves a abrir la boca te colgaré boca abajo de un olivo y te moleré el coño a latigazos, zorra! Y trabaja más vivo; o te lo moleré igual, aunque no hayas hablado” . A Bea le pareció evidente que, por algún motivo, el vigilante le tenía manía; pues en todo el tiempo hasta la pausa para comer sólo le vio dar un latigazo a otra chica, y fue hasta cierto punto lógico: la que lo recibió se había quedado como traspuesta, seguramente por el cansancio, y llevaba un rato mirando el árbol donde trabajaba sin moverse.
Cuando, por fin, llegó la pausa de la comida Bea estaba agotada, y por las caras de las demás mujeres no era la única; además, a aquella hora hacía un calor infernal, pues el sol caía en vertical sobre sus cuerpos desnudos, así que todas estaban empapadas en sudor. Pero la comida, una vez más, fue muy buena, y lo mejor de todo fue que al acabar las dejaron reposar; lo que Bea se dispuso a hacer tumbada a la sombra de un olivo. Un error por su parte, porque la venció el cansancio y se durmió; la despertó un dolor terrible en su sexo, y al abrir los ojos se dio cuenta de que acababa de recibir un latigazo justo entre las piernas, que al dormirse le habían quedado entreabiertas. Se levantó a toda prisa, antes de que aquel hombre -era el mismo que disfrutaba azotando a la rubia- volviese a golpearla, pero no llegó a tiempo: el segundo latigazo la alcanzó en la parte trasera de los muslos, y le hizo casi más daño que el primero, seguramente por estar ya despierta del todo. Antes de que la golpeara una tercera vez, sin embargo, Bea ya tenía la vara en sus manos, y aunque gruesas lágrimas corrían por sus mejillas -pues el escozor causado por los latigazos era terrible- estaba golpeando con ella el árbol bajo el cual se había dormido; que era el mismo que justo había empezado a varear cuando llegó la pausa para comer.
Trabajaron bastantes horas más, pues para cuando el capataz mandó parar el sol empezaba a caer hacia el horizonte; serían las seis o las siete de la tarde, y en el camino de regreso al cortijo el único pensamiento de Bea era que, pese a estar en muy buena forma, no podría soportar aquel régimen de vida demasiado tiempo. Le quedaban ya muy pocas fuerzas, pero no tenía más remedio que resistir, pues recordaba las palabras que Juan había dicho a Marisa antes de azotarla; al parecer, de allí sólo se salía para ir a un burdel en Asia… Al llegar, y antes de cenar, las rociaron otra vez con las mangueras; esta vez sí que lo agradecieron todas, hasta el punto de que el agua fresca logró sacarles alguna sonrisa de felicidad. Además, un poco antes de que las remojasen Bea había logrado ir de vientre, acuclillada en un rincón; aunque no vio que nadie la mirase, para ella fue una humillación terrible, pero al menos luego pudo limpiarse bien con el agua a presión. Una vez secas les dieron de cenar, y al acabar las llevaron a las celdas, aunque por el camino los vigilantes separaron a dos de las chicas y se las llevaron hacia el cortijo; Bea supuso que las pobres iban a ser la diversión de aquella noche para los trabajadores, y comprendió que un día u otro le tocaría serlo a ella. Pero no aquella vez, gracias a Dios; así que, tan pronto como se tumbó sobre el colchón, se quedó profundamente dormida.
VII
Enseguida comprendí que ser la “perrita” de Gómez iba a ser, sobre todo, un trabajo muy humillante. Primero, porque a su casa venían bastantes personas, sobre todo para reuniones de negocios con él, y mi obligación era hacer de anfitriona; desnuda y llevando un collar de perro al cuello, resulta fácil comprender lo difícil que era hacer la tarea sin sufrir ataques de vergüenza. Aunque he de decir que mis antecesoras, que de seguro habrían sido unas cuantas, me habían facilitado bastante la cosa; pues más o menos todos los visitantes de aquella casa ya esperaban ser atendidos, al llegar, por una mujer desnuda y complaciente. Y cuando digo “atendidos” y “complaciente” me refiero literalmente: uno de mis primeros visitantes aprovechó que Gómez le hacía esperar para ordenarme, como si eso fuese lo más normal del mundo, que le hiciese una felación; y otros dos, muy trajeados, se empeñaron en que me masturbase frente a ellos hasta el orgasmo, espatarrada sobre el sofá y usando como consoladores un par de puros habanos que, acto seguido, se fumaron muy contentos. Ni que decir tiene que obedecí en todo, aunque los primeros días no podía evitar, cuando hacía esa clase de cosas, que un fuerte rubor me invadiese; algo que, por otro lado, incluso parecía gustar a las visitas.
Pero lo peor eran las frecuentes salidas. La primera, justo a la mañana siguiente, pues como Gómez ya me había dicho era necesario grabar con mi nombre el collar que llevaba. Cuando despertó se limitó a darme un golpe con el pie, y yo le seguí dócilmente al comedor, donde desayunamos bajo la atenta mirada de un criado; luego él subió a su habitación, a arreglarse, no sin antes decirle al criado que me lavase. El hombre me hizo seña de seguirle y me llevó cruzando la cocina al patio trasero, donde primero me regó con una manguera; luego me enjabonó con una esponja bastante dura y con todo detalle, durante cinco o diez minutos y mientras yo, siguiendo sus instrucciones, mantenía mis dos brazos estirados hacia el cielo. Tras lo que me aclaró usando la misma manguera, me secó con una gran toalla y enganchó una correa de perro a mi collar, en la argolla que tenía en la parte delantera; tirando de la cual me llevó hasta un todoterreno aparcado frente a la casa, cuyo maletero abrió. Dentro había una gran jaula para perros, y antes de ordenarme que entrase en ella comprobó, pasando su mano por todo mi cuerpo -en particular por mi sexo, y por la hendidura entre mis nalgas- que yo estuviese bien seca; luego me hizo subir, y cerró jaula y maletero.
Gómez llegó una media hora más tarde, y ni siquiera me miró, ni dijo nada; se montó en el vehículo, arrancó, y condujo durante un buen rato hasta lo que parecía un polígono industrial en las afueras de Alcobendas. Allí nos detuvimos frente a una nave pequeña, en cuya fachada se leía que era una metalistería; al abrir maletero y jaula cogió la correa, y dio un tirón de ella que por poco no me tira al suelo. Pero logré adelantar un pie y evitarlo; aunque, obviamente, al hacerlo abrí mis piernas por completo, y exhibí obscenamente mi vulva a los dos hombres que, llevando un mono azul, habían salido a recibir a Gómez. Aunque ninguno hizo otra cosa que mirar en silencio, mientras él me llevaba al interior de la nave tirando de la correa; como tampoco hicieron nada los muchos empleados con los que, de camino a la oficina, nos cruzamos, los cuales se limitaron a admirar en silencio mi desnudez. Una vez dentro, Gómez se sentó en una butaca, me quitó el collar y se lo entregó al hombre que allí estaba, diciéndole que debía poner en él “Begoña”; y luego me dijo a mí que me acurrucase a sus pies mientras esperábamos. Así estuvimos como un cuarto de hora, tras lo que regresó aquel hombre llevando mi collar; antes de ponérmelo Gómez me enseñó mi nombre en él, y una vez colocado me llevó de nuevo, tirando de la correa y cruzando otra vez la concurrida nave, hasta su vehículo.
De allí nos fuimos a sus oficinas, en el centro de Madrid. Por el camino yo iba pensando que no era posible que aquel hombre fuese a exhibirme así, completamente desnuda, en pleno centro de la ciudad; no tanto por vergüenza, aunque también, sino sobre todo porque temía que la policía fuese a intervenir. Pero su vehículo entró directamente al aparcamiento subterráneo de un edificio de oficinas, y cuando me sacó del maletero me llevó -tirando de la correa, claro- hasta un ascensor en el que, después de meter una pequeña llave, pulsó el botón del ático; subimos directos hasta allí, sin hacer ninguna parada, y al llegar salimos al rellano de una gran oficina, decorada con mucha elegancia. Cruzamos varias mesas ocupadas por gente trabajando, que me miraron pero no hicieron comentario alguno, y llegamos a su antedespacho; lo supe porque en la puerta ponía “Presidencia”. Al entrar allí fuimos recibidos por una señorita muy sonriente, vestida con una minifalda y una blusa demasiado escotada, que permitía ver claramente que no llevaba sujetador; por la mirada que me dirigió pensé que, o bien ya había ocupado antes mi puesto, o bien deseaba ocuparlo algún día. Pero se limitó a decir “Buenos días, señor Gómez” y a abrirnos la puerta del despacho, para dejarnos pasar; una vez que nosotros dos entramos cerró, quedándose fuera, y Gómez me dijo, señalando una gran cama de perro junto a su mesa: “Ése es tu sitio” . Así que allí me fui, y una vez me acurruqué me quedé quieta, esperando sus instrucciones.
No llegaron en toda la mañana, durante la que sin embargo estuvo muy ocupado: muchas llamadas de teléfono, decenas de visitantes, y innumerables entradas y salidas de la chica minifaldera, para atender toda clase de asuntos. Para mí resultaba sorprendente, pues nadie parecía darse cuenta de que en el suelo del despacho, junto a la mesa, había una mujer desnuda que lo estaba contemplando todo. Y oyéndolo todo también, por cierto; parecía como si todos aceptaran que yo era una perrita, no una mujer de carne y hueso en cueros. A la hora de comer la secretaria me entró un cuenco con comida, una especie de guiso, y otro con agua, y a Gómez una bandeja cuyo contenido exacto no pude ver; él siguió trabajando frenéticamente mientras mordisqueaba aquello que le hubiesen traído, y hasta las cinco y media de la tarde -había un reloj en una repisa- no consideró concluida la jornada laboral. Para entonces yo tenía unas terribles ganas de orinar, pero no me atrevía a hablarle; fue él quien, antes de marchar de allí, me dijo “Si quieres pasa al baño antes de irnos, no me vayas a ensuciar el coche” .
Lo hice al instante, y al salir me encontré con la secretaria minifaldera, que me esperaba con mi correa en la mano; mientras la sujetaba al collar me confirmó mi primera impresión sobre ella: “Don Manuel me ha dicho que te baje al coche; él ha ido un momento a un recado. Qué suerte tienes, chica! Ojalá algún día se fije en mí… Por cierto, si cuando se canse de ti te pregunta por alguna candidata para sustituirte, háblale de mí, por favor; me llamo Maribel. Aunque, claro, qué te va a preguntar; tú a cobrar, a callar y a poner el culo…” . Aunque por el camino le intenté explicar que aquello no era ninguna bicoca, pues era muy humillante, y le puse algunos ejemplos, cuando me preguntó qué cobraba, y se lo dije, puso auténtica cara de pasmo; estoy segura de que, si en aquel preciso momento le hubiese ofrecido cambiarle mi collar por su ropa, lo hubiese hecho sin dudar ni un instante. Otra cosa, claro, es lo que Gómez hubiese dicho luego; así que nos limitamos a seguir cada una en nuestro papel, y me depositó en la jaula del maletero sin más conversación. Allí me quedé lo que me parecieron horas, hasta que Gómez apareció con el ascensor, montó en el vehículo y nos fuimos hacia su casa; una vez llegamos el criado salió a recibirnos, abrió el maletero y me sacó de él. Pero Gómez no se apeó, ni me dijo nada; volvió a arrancar y se marchó de allí, seguramente a cenar y luego al Flamingo, como cada noche.
Durante algo más de una semana no hice otra cosa que acompañarle a la oficina a trabajar, o hacer de anfitriona -lo que, por supuesto, también incluía estar acostada a sus pies- cuando recibía visitas, también de trabajo, en casa; eso sí, cada noche, cuando regresaba del Flamingo, sacaba provecho de sus mil euros y me penetraba, pero siempre del modo más convencional: o como el primer día, sentada sobre él, o en la postura del misionero, y en alguna ocasión puntual como los perros, desde detrás, pero de estas pocas. Y tampoco era de los que duran demasiado, pues a los pocos minutos eyaculaba; por otro lado, sus iniciales amenazas de “castigarme” no habían pasado, de momento, de algún azote ocasional dado con la mano en mi trasero. Al final, llegué a la conclusión de que le gustaba tener una “perrita” sobre todo por la sensación de poderío, incluso sexual, que llevar a una mujer desnuda sujeta de una correa de perro le proporcionaba. Pero tantas horas de aburrimiento por mi parte al final dieron resultado, pues un día, mientras trabajaba en su despacho de la casa, sin darse cuenta habló solo; le oí decir “Joder, otra vez a cambiarla!” al arrancar el ordenador, y poco después vi como anotaba algo en un papel que guardó en el cajón central de su escritorio.
Aquella misma noche, una vez que me cercioré, por sus ronquidos, de que dormía como un bendito -ya llegó cansado, pues me penetró colocándome sobre él, para que hiciese yo todo el trabajo- me levanté de mi alfombrilla junto a su cama y fui al despacho. No sin antes limpiar con cuidado, en el baño, los restos de semen que bajaban por mis muslos, pues no quería dejar un rastro delator. Cuando abrí el cajón central de la mesa me llevé un susto, pues estaba lleno de papeles de diferentes tamaños, pero por fortuna Gómez no era muy hábil ocultando las cosas: no tardé en encontrar un papel, entre aquel montón, en el que había escrito “F……o” seguido de una serie de números tachados, desde el “1” hasta el “11”; y luego un “12” que era el único número sin tachar. Así que encendí el ordenador, y tan pronto como me pidió la contraseña escribí “Flamingo12”; el aparato parpadeó, y luego arrancó con un “Hola Manolo” en la pantalla de inicio. Junto con la foto de una mujer desnuda y espatarrada como fondo de escritorio, que parecía haber sido tomada sobre la mesa de aquel mismo despacho. Alguna de sus “perritas” anteriores, seguro…
La mayor parte del contenido era pornografía, tanto bajada de la red como de su propia cosecha -en un archivo, por ejemplo, había una grabación de vídeo en la que la misma mujer del fondo de escritorio recibía un montón de correazos junto a la piscina- pero de pronto, al abrir una carpeta de fotos, uno de los iconos llamó mi atención; di un respingo, y al ampliarla confirmé que era una foto de Bea: estaba desnuda y muy abierta de piernas, retratada contra un fondo de estudio. La siguientes fotos también eran de ella, incluidos algunos primeros planos de partes de su cuerpo; la carpeta que las contenía estaba dentro de otra en la que había media docena o más de archivos similares, todos ellos con fotos de chicas desnudas, bajo el título “Catálogo actualizado del Cortijo”. El resto de los documentos del ordenador eran, principalmente, archivos Excel, de cuentas, y un montón de cartas en Word; pero el repaso de los archivos de fotos y de películas me había llevado ya muchísimo tiempo, y si Gómez se despertaba -casi cada noche lo hacía al menos una vez, para ir al baño- se daría cuenta de mi ausencia. Así que apagué la máquina, y volví sigilosamente a tumbar mi desnudez sobre la alfombrilla de noche; hice bien, pues aun no había logrado dormirme cuando le oí hacer, por el otro lado de la cama, su habitual excursión nocturna al baño.
VIII
Vinieron a buscarla en la madrugada. Bea estaba tan profundamente dormida que ni siquiera oyó como abrían la puerta de su celda; después de casi dos semanas trabajando de sol a sol en los olivares, cuando se tumbaba en el catre más que dormirse se desvanecía, de tanto como era el cansancio con el que llegaba. Así que hasta que uno de aquellos hombres la despertó, azotándole con una mano el trasero mientras con la otra pellizcaba uno de sus pezones, no se enteró de nada; pero en cuanto recuperó la consciencia se dio cuenta de que aquello no podía ser nada bueno. Los dos hombres que habían venido por ella no le dieron opción: en cuanto despertó cada uno la cogió de un brazo, y así la sacaron de la celda y del edificio. Aún era noche cerrada, y la temperatura era muy baja; Bea lo notó enseguida, al estar desnuda y recién despierta, y no paró de temblar ni siquiera cuando, tras rodearlo, llegaron a una escalera por la que accedieron a sus sótanos. Aunque al bajar allí su temblor ya era más por miedo que por frío, pues aquella enorme sala parecía una mazmorra medieval; por todas partes se veían instrumentos de tortura, y junto a ellos la esperaba un hombre vestido a la usanza de los verdugos de aquel tiempo: con unas calzas hasta debajo de las rodillas, pero desnudo de cintura para arriba, y llevando una capucha que ocultaba su cara.
Los dos hombres que la habían traído la llevaron a un mesa rectangular muy grande y, después de quitarle las esposas de las muñecas y los tobillos, la tumbaron boca arriba sobre la tabla; para de inmediato volver a sujetar sus pies a las dos esquinas bajas de la mesa, usando unas correas y de forma que las piernas le quedasen abiertas y muy separadas, permitiendo un fácil acceso a su sexo. Acto seguido le ataron las muñecas con sendas cuerdas, y Bea pudo ver que ambas terminaban en una especie de torno, colocado en el extremo de la mesa situado detrás de su cabeza; torno que, tan pronto como estuvo bien sujeta, comenzó a funcionar. Ello produjo el efecto de ir tensando aquellas cuerdas, y con ellas sus extremidades; lo que, al principio, le produjo una mera incomodidad, pero conforme iban tirando más, y sus brazos y piernas estaban cada vez más tirantes, un dolor creciente, que llegó a hacerse insoportable. Sin hacer el menor caso a sus gritos, cada vez mayores, el hombre encapuchado que maniobraba el torno fue aumentando la tensión en sus extremidades, hasta que escuchó como las articulaciones de Bea empezaban a crujir; ahí se detuvo, se quitó el calzón que llevaba y se subió a la mesa.
Aunque el terrible dolor que sentía en todo el cuerpo no le permitía estar muy atenta a lo que sucedía, Bea vio que el hombre tenía un miembro bastante grande, y en plena erección; lo siguiente que notó fue como la penetraba de un fuerte empujón, y acto seguido como se movía, atrás y adelante, violentando su vagina. Y provocando al hacerlo que el dolor en sus articulaciones fuese aún mayor, pues los bruscos movimientos del hombre hacían que el cuerpo de la chica también se moviese, tirando con ello aún más de las ligaduras que lo mantenían en tensión. Bea aullaba de dolor, y tenía la permanente sensación de que, en cualquier momento, uno de aquellos tirones iba a hacer que un brazo, o una pierna, le fuesen arrancados del cuerpo; aunque eso no llegó a suceder, y unos minutos después el hombre, con un gruñido, eyaculó en su interior, tras lo que se retiró de encima de ella. Pero no por eso aflojó la tensión de sus ligaduras; las dejó como estaban, y se limitó a volver a ponerse los pantalones e ir hasta un mueble adosado a una de las paredes del sótano, de donde regresó llevando un aparato que enseñó a la chica.
Bea enseguida comprendió qué le iba a hacer con aquello, y comenzó a suplicarle que no lo hiciera. Pues aquel aparato era una tenaza como las que se usan para taladrar el cuero, por ejemplo para hacer agujeros en un cinturón; en uno de los lados de su quijada tenía un punzón de metal afilado, de dos o tres milímetros de diámetro, y en el otro una especie de muesca donde, al cerrar las tenazas, quedaba encajado. El hombre, sin hacer caso alguno a sus súplicas, comenzó a estimular el pezón derecho de la chica con dos de sus dedos, y cuando lo consideró suficientemente erecto colocó las tenazas con el punzón apoyado contra uno de sus lados, y luego las cerró despacio. Primero casi sin hacer presión; pero después, progresivamente, hasta apretar con toda la fuerza de que era capaz. El alarido de Bea, cuando finalmente el punzón atravesó la sensible carne de su pecho, fue auténticamente salvaje, y a punto estuvo de arrancarse alguna extremidad con las convulsiones que lo acompañaron; pero aquel hombre siguió a lo suyo como si no la oyera: una vez taladrado el pezón abrió la tenaza, la desenganchó, y limpió con un trapo la sangre, y los restos de piel y carne, que se habían quedado adheridos a ella, así como la sangre de su pecho. Luego dejó el trapo, colocó en el agujero que atravesaba el pezón de la chica una corta barrita metálica, en cuyos extremos atornilló dos pequeñas bolas del mismo metal; y, acto seguido, cogió otra vez aquellas tenazas, y repitió todo el proceso en el pezón izquierdo de Bea.
Para cuando sus dos pezones estuvieron taladrados y anillados Bea casi había perdido la voz de tanto gritar; su cuerpo estaba cubierto de sudor, tenso como una cuerda de violín, y el dolor la tenía constantemente al borde mismo del desmayo. Algo que a su torturador debió de resultarle muy atrayente, pues se quitó el calzón, subió a la mesa y la penetró de nuevo; para desgracia de Bea esta vez no estaba tan excitado como en la primera ocasión, y estuvo bastantes minutos cabalgándola hasta que logró eyacular. Empujando además con mucho mayor brío, casi con desesperación, pues le estaba costando más alcanzar el orgasmo; algo que, al estar tumbado encima de la chica, provocaba que con el pecho frotase los pezones recién perforados, lo que causaba a Bea un sufrimiento adicional. Pero finalmente logró correrse; un minuto después se levantó de la mesa, se vistió, y se marchó del sótano, apagando la luz al salir. Dejando allí a Bea sola con su dolor; como ya no le quedaban fuerzas, ni voz para gritar, se limitaba a llorar quedamente, mientras esperaba a que alguien viniera, si no a liberarla, al menos a aflojar un poco la enorme tensión a que sus extremidades estaban sometidas.
Tuvo que esperar un buen rato, más de una hora; y cuando se abrió la puerta quien encendió la luz fue el mismo encapuchado que la había estado torturando antes. Bea comenzó a temblar, pues la sola visión de aquella figura encapuchada le provocaba terror, pero cuando el hombre se quitó otra vez el calzón y se subió a la mesa comprendió que, de momento, lo único que iba a hacerle era penetrarla de nuevo. Algo que, obviamente, le supuso a la chica más sufrimiento, pues el hombre aún tuvo que hacer más esfuerzos para llegar al orgasmo de los que había hecho la segunda vez; de hecho, en uno de sus tremendos embates logró dislocar el hombro izquierdo de Bea, provocándole a su víctima un espasmo de dolor mayor de lo que ella nunca había sentido. Pero finalmente el hombre logró una tercera eyaculación; cuando se repuso bajó de la mesa, y le habló por primera vez desde que había empezado a atormentarla: “La próxima vez que te visite te voy a taladrar el clítoris, y los labios de la vulva. Pero no te preocupes: como soy muy considerado, ese día haremos el amor por detrás, pues seguro que tendrás el sexo bastante dolorido” . Él mismo se rio de su propia broma, con una risita breve y entrecortada, y luego se despidió de la chica diciéndole: “Hasta entonces, princesa. Ah! Para que no te olvides de mí tan fácilmente he pedido a tus guardianes que te dejen así una horita más; me encantaría estar aquí cuando aflojen tus ligaduras, para poder oír tus chillidos de dolor. Pero tengo prisa; la próxima vez será, te lo prometo…” .
Cuando una hora más tarde los mismos dos guardianes que la habían llevado al sótano acudieron a liberarla, Bea creía que había pasado mucho más tiempo; pues el dolor, sobre todo en el hombro dislocado, era sencillamente insoportable. Y, cuando comenzaron a aflojar las cuerdas que mantenían su cuerpo desnudo en tensión, se recrudeció aún más; de nada sirvió que uno de los hombres, quizás apiadándose de ella, le advirtiese de que lo peor venía entonces. Pero el momento más doloroso fue cuando el otro guardia, una vez aflojadas las cuerdas y tras poner una mano fuertemente sobre su hombro, le recolocó el brazo; fue tan intenso el calambre que le recorrió todo el cuerpo que a Bea se le escapó la orina, sin darse siquiera cuenta de ello. Además, aunque ya libre de sus ataduras y con las articulaciones en su sitio, Bea fue totalmente incapaz de moverse; allí quedó sobre la mesa, en un charco de orina, sudorosa y jadeante, mientras los dos hombres volvían a colocarle las esposas en sus muñecas y en sus tobillos. A la vista de su estado renunciaron a tratar de ponerla en pie, pues era evidente que no se sostendría; uno de ellos, sin hacer caso a los lamentos de la chica, la incorporó hasta que quedó sentada sobre la mesa, y luego se la echó sobre un hombro como si fuera un fardo. Y, de esa guisa, la llevó de vuelta a su celda, donde la depositó sobre el catre; en todo el camino hasta allí Bea no paró de sollozar, y de gemir de dolor, pues cualquier movimiento, por pequeño que fuera, le provocaba un terrible sufrimiento.
IX
Comprobar los demás documentos del ordenador de Gómez me llevó toda una semana de incursiones nocturnas, pues nunca dedicaba más de un par de horas a ello, por temor a ser sorprendida. Pero conforme avanzaba mi búsqueda cada vez me sentía más desanimada; dejando de lado las fotos de chicas, y la pornografía, todo lo demás no parecía de interés alguno para mí: cartas comerciales, cuentas, contratos, … Todo corriente. Sin embargo, cuando ya casi estaba terminando mi revisión tropecé con otro contrato en el que aparecían su lugar y fecha de nacimiento, y de pronto me asaltó una idea: y si Gómez, con su escasa habilidad para las contraseñas, empleaba en su caja fuerte esa fecha precisamente? No perdía nada por probar, así que fui hasta la caja y lo intenté: 17 izquierda, 11 derecha, 59 izquierda. Nada. Volví a probar empezando por girar la rueda a la derecha, y tampoco; pero, cuando lo intenté añadiendo el 19 al año, 17-11-19-59, al primer intento sonó un chasquido. Un escalofrío recorrió mi desnudez de arriba abajo, y tuve que reprimir un grito de alegría; pues la manecilla de la puerta giró con suavidad, y la caja se abrió.
Su contenido, sin embargo, me provocó cierta decepción: además de un buen montón de dinero -cerca de un cuarto de millón de euros- y de una pistola solo había varios relojes caros, mi contrato de esclavitud y la copia simple de una escritura notarial, metida en uno de aquellos sobres alargados en los que las notarías las entregan a veces. Al sacarla del sobre me llevé una sorpresa: era la compraventa, en favor de una sociedad panameña, de unos terrenos rústicos en la provincia de Ciudad Real, situados en un municipio -Almodóvar del Campo- colindante con la de Córdoba. El nombre de Gómez no aparecía por ninguna parte, aunque era evidente que aquello estaría relacionado con él; pues en caso contrario no tendría en su poder la escritura, y menos aún guardada en el lugar supuestamente más seguro de toda la casa. Pero cuando comencé a leerla con detalle otro escalofrío recorrió mi cuerpo, hasta el punto de que noté que mis pezones se ponían tiesos como escarpias: la descripción de la finca, de no sé cuántas hectáreas de terreno, incluía un “cortijo con sus edificios anexos”. Ya que las fotos de Bea desnuda, así como de otras chicas, estaban en un archivo del ordenador de Gómez titulado “Catálogo del Cortijo”, o algo parecido; en aquel momento no lo recordaba exactamente, pero sí que la palabra “Cortijo” figuraba en el nombre, eso seguro.
Como poco más podría averiguar, decidí que lo mejor que podía hacer era transmitir la información que tenía a la inspectora Morales; para que la policía investigara si el cortijo era donde llevaban a las chicas desaparecidas, entre ellas a Bea. No le di más vueltas: busqué en el ordenador el teléfono de la Comisaría de Alcobendas, ya que el número del móvil de ella no lo tenía allí, y llamé desde el mismo aparato que había sobre aquel escritorio. Cuando me contestó el policía de guardia le di un mensaje para la inspectora, acompañado de los datos esenciales: mi presencia en la casa de Gómez, el nombre de la sociedad propietaria y el municipio donde estaba la finca, etcétera. Y luego cerré la caja, apagué el ordenador y regresé a mi alfombrilla al pie de la cama de mi “amo”; pues si me pillaba la cosa podía salirme muy cara. Así que decidí esperar el momento propicio, y entre tanto continuar haciendo mi papel de “perrita”, para no levantar sospechas. Un papel que últimamente se me había puesto aún más cuesta arriba, pues cumpliendo su amenaza Gómez había comenzado a, como él decía, “educarme”: dos días después de que lograse acceder por primera vez a su ordenador me entregó, mientras estábamos comiendo en el porche junto a la piscina, una caja rectangular estrecha y alargada, diciéndome que era un regalo. Y, cuando la abrí, resultó contener una vara de madera clara de casi un metro de largo, y de como un centímetro de diámetro.
“A partir de hoy vas a ser mejor perrita gracias a esta vara. Cada día, cuando yo llegue a casa, me la ofrecerás, y me dirás cuántos golpes quieres y dónde de tu cuerpo. Si me parecen bastantes recibirás los que hayas pedido, y donde tú elijas; pero si considero que te has quedado corta elegiré yo la cifra y el lugar. Empezaremos ahora mismo” . De nada me sirvió suplicarle, arrodillada frente a él, ni insistir en que siempre le había obedecido en todo; Gómez se limitó a reír mientras con un zapato hurgaba en mi sexo, al que mi postura, con las rodillas separadas, le permitía fácil acceso. Cuando vi que no lograría nada me resigné, y le dije “Por favor, Amo; por ser la primera vez no más de media docena, y en mi trasero. Se lo suplico…” ; pero él no contestó nada: se limitó a seguir hurgando con su zapato en mi vulva, y a adelantar las manos hasta mis pechos, que comenzó a sobar. Cuando yo ya temía que me azotaría en uno de esos dos sitios sonrió, y dijo “Te lo voy a conceder, para que veas que soy un amo comprensivo. Pero seis son muy pocos; habrá que darte con toda la rabia de que sea capaz para que te hagan algún efecto. A partir de mañana pídeme más, o ya sabes lo que te espera. Por cierto: no podrás repetir el lugar de tu cuerpo donde recibas los azotes hasta al menos una semana después; así que ve pensando donde querrás que te pegue mañana” .
Cuando acabamos de comer, y una vez que los criados despejaron la mesa, me ordenó tumbarme sobre ella de medio cuerpo, apoyando mis pechos en su superficie; acto seguido me hizo separar las piernas tanto como pude, con lo que mi trasero desnudo quedó perfectamente ofrecido a sus azotes. Y, tan pronto me tuvo así, sin más preámbulo me dio el primer golpe de vara. Al instante sentí un dolor tremendo, que me cruzaba ambas nalgas prácticamente por su centro y que parecía llegar hasta el hueso; di un aullido de dolor y caí al suelo, mientras con ambas manos me frotaba la zona golpeada. Al hacerlo noté perfectamente el profundo surco que la vara había trazado allí, en el cual un insoportable escozor iba sustituyendo al dolor del impacto; mientras me retorcía entre llantos, sumida en un dolor como nunca antes había sentido, oí la voz de Gómez que me decía “Por ser la primera vez lo dejaré pasar, pero debes mantener la posición; si no lo haces el golpe no contará, y tendré que repetirlo” . Tardé aun un poco, pero al final logré incorporarme y volver a mi posición sobre la mesa; pero tan pronto como recibí el segundo golpe de vara -esta vez algo más arriba, ya muy cerca de mi grupa- volví a caer al suelo, dando alaridos y sufriendo espasmos de dolor, mientras le decía entre sollozos e hipidos “No puedo, de verdad que no! Basta, por favor, se lo suplico; no me pegue más, por lo que más quiera!” .
Como era de esperar, no le conmoví en absoluto. Gómez aguardó hasta que mis llantos se calmaron un poco, y luego me dijo “Ya me esperaba que no serías capaz de resistir, pero no te preocupes: te he comprado también unos aparatos en los que sujetarte. Para que veas lo bueno que soy contigo, voy a contar como válidos los primeros dos azotes; pero te faltan cuatro, y los vamos a completar, te lo aseguro” . Tras hacer una seña al interior de la casa, apareció uno de los criados llevando lo que parecía un potro de gimnasia; una vez que lo tuve delante vi que estaba adaptado para sujetarme a él, mediante correas en la base de cada una de sus cuatro patas. El criado, después de indicarme que tumbase mi cuerpo desnudo sobre el potro, boca abajo, sujetó firmemente mis muñecas y mis tobillos con las cuatro correas; y además sujetó mi cintura con otra más ancha que nacía bajo el cuerpo del potro, y que pasando por mi grupa me dejaba aún más inmovilizada. Y, una vez que estuve así, Gómez procedió a darme el tercer golpe de vara, esta vez en la parte baja de las nalgas, donde nacen los muslos. El dolor fue incluso mayor que en los dos anteriores, pues no pude llevar mis manos a la zona que acababa de recibir el golpe, y el escozor posterior insoportable; pero tuve que limitarme a chillar a pleno pulmón, pues nada más podía hacer estando sujeta. Los tres azotes siguientes cayeron sobre mis nalgas en diagonal, cruzando los tres primeros; para cuando Gómez terminó con el castigo yo estaba sudorosa y agotada, muy próxima a perder el conocimiento, y prácticamente me había quedado sin voz de tanto chillar. Algo que, al parecer, a Gómez no le había gustado nada, pues antes de irse me dijo “Mañana vamos a usar una mordaza; aunque los vecinos quedan muy lejos de la casa, tienes que aprender a no ser tan escandalosa …” .
El criado, seguramente siguiendo las instrucciones de Gómez, me dejó allí sujeta un buen rato, al menos una hora; cuando regresó llevaba un bote de crema en la mano, y antes de soltar las correas que me inmovilizaban en el potro se dedicó a sobar un rato mi sexo, totalmente expuesto por causa de la postura en que yo estaba, y luego a reseguir con el ungüento mis heridas. Con lo que, he de reconocerlo, alivió algo el escozor que sentía; aunque, cuando me ayudó a incorporarme, noté que las piernas me fallaban, y necesité de su ayuda para llegar hasta una de las tumbonas junto a la piscina. Donde más que tumbar dejó caer, boca abajo, mi cuerpo desnudo; cuando se marchó vi que me había dejado allí el tarro de crema, y seguí aplicándomela en los surcos de mi trasero. Los cuales, aunque solo podía ver sus extremos, en el lateral de mis nalgas, tenían ya un aspecto muy amoratado, y una anchura igual o mayor que uno de mis dedos; al tocarlos el dolor me hizo ver las estrellas, pero así pude comprobar que las marcas tenían una profundidad casi igual que su anchura, y en algunos puntos habían sangrado un poco.
A partir de aquel maldito día mi relación con Gómez incluyó una ración diaria de azotes con la vara: el segundo día doce en mis muslos, el tercero otros tantos en mi vientre, el cuarto dieciocho en la espalda, … El quinto día, justo el mismo en que por la noche descubriría la escritura del cortijo, me di cuenta de que se me acababan los sitios donde recibir los golpes, y le sugerí dieciocho en las plantas de mis pies; Gómez me miró asombrado, y lo único que me dijo antes de atarme sobre la mesa y comenzar a pegarme fue “Allá tú” . Al primer golpe comprendí porqué, y me juré a misma que nunca más elegiría recibirlos en ese lugar; pues no solo el dolor fue bestial, mucho mayor incluso que el de los azotes en el interior de mis muslos. Además, después me fue imposible ponerme en pie durante un buen rato, y tuve que ir a cuatro patas hasta después de la cena. Y lo peor de todo fue que Gómez, cuando terminó la tanda de dieciocho y sin esperar siquiera a que yo recuperase el aliento, me advirtió “Mañana ya no tienes más excusas. Para completar la primera semana te quedan solo dos sitios: los pechos, y el sexo. Tú me dirás por cual de los dos empezaremos; y por supuesto serán veinticuatro azotes, que ya llevas dos días sin pasar de los dieciocho. Además, tendremos invitados a cenar, así que dejaremos tu castigo para la velada; espero, por tu bien, que les ofrezcas un buen espectáculo” .
X
Bea pasó todo el día siguiente en su celda, prácticamente sin poder moverse; las articulaciones le dolían con cualquier movimiento, y le resultaba del todo imposible ponerse en pie. Y además le dolían los pezones cada vez con más intensidad, pues nadie se había molestado en desinfectar los agujeros que aquel hombre le había taladrado en cada uno de ellos; así que estaban comenzando a infectarse, y el simple roce de sus brazos con ellos -muy difícil de evitar llevando, como era el caso de la chica, las manos esposadas por delante- le provocaba auténticos calambrazos de dolor que le recorrían todo el cuerpo. Los guardias le trajeron el desayuno y la comida, y en ambos casos quien se los trajo se limitó a ayudarla a incorporarse; y, cuando ella se lo pidió, a acercarle el orinal para que se aliviase. Pero el dolor iba a más, y cuando a última hora de la tarde el capataz entró a visitarla, para comprobar cómo se encontraba, Bea se atrevió a pedirle que hiciesen algo para curar sus pechos; Juan se los miró con detalle, los tocó con cuidado -aún así le provocó aullidos de dolor- y luego dijo que, efectivamente, necesitaban atención médica. Llegó al poco de haberse marchado el capataz; el mismo hombre con bata blanca que la había revisado el día de su llegada entró en la celda armado con una hipodérmica, e inyectó algo en los dos pechos de Bea, justo en la base de sus pezones. Para hacer lo cual necesitó la ayuda de dos hombres que la sujetaran con fuerza, pues el dolor que le causaron ambos pinchazos fue tan tremendo que Bea no pudo mantenerse quieta mientras le inyectaban el antibiótico.
Después de cenar ya podía mover algo más brazos y piernas, aunque el hombro que se le había dislocado seguía doliéndole una barbaridad; y cuando, un rato más tarde, el enfermero volvió para inyectarle más antibiótico, logró estarse quieta mientras lo hacía, aunque el dolor hiciera que gruesas lágrimas resbalasen por sus mejillas mientras le ponía las inyecciones. Pero no había duda de que sus pechos estaban ya mejor; hasta tal punto que, más o menos una hora después de las inyecciones, logró quedarse dormida. La despertó el capataz al cabo de lo que le pareció un instante, pero que en realidad había sido casi toda la noche, pues estaba a punto de amanecer; sin decirle otra cosa que “Vamos, vamos, despierte, rápido!” la incorporó hasta que estuvo sentada en el catre, y acto seguido soltó una de sus esposas y llevó los brazos de Bea atrás, para volver a esposarlos allí. La chica dio un alarido de dolor, pues el movimiento fue muy brusco para sus castigadas articulaciones, pero Juan no estaba para delicadezas; tras juntar las muñecas de Bea a la espalda con las esposas, la cargó sobre su hombro y la sacó afuera. Al hacerlo le provocó más gritos de dolor, tanto por los movimientos a que la obligó como porque, en aquella postura, sus pechos iban rozando la espalda del hombre mientras él caminaba; pero Juan siguió andando a toda prisa por el pasillo de las celdas, y una vez en el exterior hasta un camión allí aparcado.
Junto a la trasera de aquel camión les esperaban otros dos hombres, que sin hacer tampoco caso alguno a los desesperados lamentos de Bea la levantaron de la espalda del capataz y la tiraron dentro de la caja del vehículo, abierta pero tapada por una gruesa lona; una vez que el dolor del golpe se fue calmando pudo ver que otras siete mujeres, también desnudas y esposadas como ella, estaban sentadas o tumbadas en su interior. Entre las que figuraba Marisa, la chica que había visto azotar de modo salvaje al poco de llegar al cortijo; la pobre tenía el cuerpo surcado por centenares de estrías, y gimoteaba en un rincón, pero al menos parecía seguir viva. Mientras las miraba oyó que Juan decía en voz alta “No hay tiempo, vamos, vamos! Ya las amordazaréis por el camino; os esperan en el barco, rápido, marcharos ya!”; tras lo que unas manos cerraron el portón de la caja del camión, después de que dos hombres se subieran a ella, y el vehículo arrancó a toda velocidad. Lo que provocó que Bea volviese a gritar de dolor, y no solo una vez sino muchas; pues el camino era muy malo, y los cuerpos desnudos de las chicas iban de un lado al otro allí dentro, golpeándose entre sí y contra las paredes laterales.
Los dos hombres que se habían subido a la caja con ellas, sin hacer el menor caso a sus lamentos, comenzaron a amordazarlas una por una, usando unas grandes mordazas de látex que les llenaban la boca; Bea fue una de las últimas en recibirla, y poco después de que se la pusieran a ella pudo ver como hacían otra ronda, esta vez colocándoles vendas en los ojos. Una vez también cegada Bea trató de concentrarse en lo que oía, pero el traqueteo del vehículo no le permitía oír otra cosa que el motor; así circularon una media hora, hasta que notó que ya iban sobre asfalto, pues los baches cesaron y la velocidad aumentó. Pero siguieron las curvas; al menos tardaron otra hora en alcanzar lo que parecía una autopista, tanto porque aún aumentó más la velocidad del camión, como porque cesaron los bandazos provocados por el hasta entonces sinuoso trazado de la carretera. A partir de ahí le resultó más difícil medir el tiempo, pero al menos circularon de aquella forma rápida el doble de lo que lo habían hecho entre pista y carretera; luego la velocidad disminuyó, hasta el punto de que incluso hicieron algunas paradas hasta la que resultó definitiva.
Cuando el motor del vehículo se detuvo Bea oyó como abrían el portón de la caja, y poco después unas manos la levantaron y la sacaron de allí en volandas; depositándola, por lo que le pareció, en una silla de ruedas. Hacía ya un rato que la venda sobre sus ojos se había aflojado un poco, y le permitía ver por una de sus esquinas; le pareció que estaban rodeados de contenedores, por lo que dedujo que estaban en algún tipo de almacén. Y sin duda al aire libre y cerca del mar, pues corría un aire fresco que olía a agua salada. Pero poco tiempo le dieron para situarse, pues enseguida alguien empujó aquella silla; pudo ver como la acercaban hasta uno de los contenedores, en el que también estaban metiendo a las otras chicas, y como entraban su silla en él, sujetándola a una de las paredes interiores. Hecho lo cual le quitaron la venda de los ojos, y pudo ver que efectivamente estaba dentro de un contenedor en el que no había otra cosa que las ocho mujeres desnudas que habían venido en el camión; ella en una silla de ruedas y las otras siete sujetas a las paredes, por las mismas esposas que les mantenían sus manos aprisionadas. Aunque ahora las cadenas de sus esposas pasaban por detrás de una barra, a modo de pasamanos, que reseguía todo el perímetro interior del contenedor.
Antes de cerrar la puerta, uno de aquellos hombres les dijo “Una vez que hayamos zarpado os dejaremos salir de aquí, pero hasta entonces deberéis permanecer dentro, quietas y en silencio. Dentro de un rato notaréis que el contenedor se mueve; pero no os preocupéis por eso, será porque lo están cargando a bordo. Sobre todo no hagáis ningún ruido, pues no os serviría para escapar; los operarios están sobornados, y no dirán ni harán nada que pueda delatarnos. Pero si os oyen hacer ruido nos avisarán, y cuando estemos en alta mar seréis castigadas; si me indicáis quién lo haya hecho, la tiraremos por la borda. Y, si no me indicáis a la responsable, os azotaremos a todas hasta que lo confeséis; si aun así no nos decís nada, lo echaremos a suertes, y la que pierda irá al agua. Así que a callar, zorras!” . Tras lo que cerró y las dejó allí a oscuras. No tuvieron, sin embargo, que esperar mucho; al cabo de una media hora notaron como unos golpes en el exterior, y poco después la inconfundible sensación de ser levantadas en el aire. Mientras que el contenedor era izado a bordo se balanceó un poco, lo que provocó algunos murmullos apagados entre las mujeres; tanto por el miedo como, sobre todo, porque las mordazas no les permitían más que eso. Pero enseguida volvieron a quedarse quietas, y poco después oyeron el inconfundible sonido de la sirena de un barco; algo que Bea interpretó, correctamente, como que zarpaban con destino desconocido.
XI
Una vez que regresé a tumbarme junto a la cama de Gómez me fue del todo imposible dormir: ¿serviría de algo mi mensaje a la inspectora? Y, sobre todo, ¿qué me esperaba la siguiente noche? Porque tenía el cuerpo marcado, y sobre todo dolorido, por tanto azote; en particular las plantas de los pies, que me mandaban una punzada al cerebro a cada paso que daba. Al final, y para darme ánimos, llegué a la conclusión de que si Morales encontraba a mi hija en el cortijo, antes de la cena vendría a detener a Gómez; lo que a mí me daría dos grandes alegrías: saber que Bea estaba a salvo, y ahorrarme veinticuatro golpes con aquella maldita vara. El día, sin embargo, se desarrolló siguiendo la rutina habitual: desayunamos juntos en el porche, él vestido informal y yo, por supuesto, desnuda, y luego recibimos a un grupo de colaboradores suyos, con los que tenía que hablar de negocios. La reunión duró hasta bien entrada la tarde, e incluyó una comida ligera; yo, evidentemente, les hice durante todo el tiempo de asistente y camarera, con lo que un montón de manos recorrieron a conciencia las marcas de azotes que decoraban mi cuerpo. Y no solo eso, claro está, sino más sitios; uno de los visitantes, por ejemplo, tenía una verdadera obsesión con mis pechos, y cada vez que me acercaba a él aprovechaba para sobármelos a conciencia.
Cuando al fin se marcharon era ya media tarde, y Gómez me dijo “A las ocho vienen mis invitados. Ve a lavarte bien, y maquíllate de fiesta; quiero que les des una buena impresión” . Yo le obedecí, y pasé las siguientes dos horas en el baño: me duché, me lavé el pelo, me peiné bien y me hice la manicura y la pedicura; además, claro está, de seguir tratando con crema reparadora las estrías que los azotes habían dejado en mi trasero, mis muslos y mis nalgas. Y, cuando Gómez vino a ponerse el smoking, también traté las de la espalda; él, muy solícito, se ofreció a untármelas. Estaba poniéndome la única prenda que me permitió, unas sandalias doradas de tacón alto, cuando sonó el timbre de la puerta; cuando oímos ruido de voces en el salón él se puso la chaqueta, me ofreció un brazo y salimos juntos a recibir a las visitas. Eran tres personas; uno de ellos Flórez, el empresario del Flamingo, y los otros dos un caballero al que yo no conocía, de smoking como Flórez, y una señorita joven, alta, delgada, y de busto muy prominente, llevando un minivestido negro que acababa en unas piernas interminables. Los dos hombres me saludaron con grandes sonrisas, besándome la mano, y la chica me dio un par de besos en las mejillas; todos ellos actuaban con gran naturalidad, como si no se hubieran dado cuenta de que yo iba completamente desnuda.
Una vez arrellanados en los sofás los criados nos trajeron el aperitivo, y Flórez me soltó “Ya veo que mi amigo Manolo la trata muy bien; como diría él, justo como usted se merece” . Los tres hombres rieron, aunque observé que la chica permanecía callada, mirándome con curiosidad; y al poco Flórez continuó hablando mientras señalaba al otro hombre: “De hecho, hemos venido porque Julián le ha ofrecido a Paula un puesto como el que usted desempeña, y ella ha pedido conocerla, señorita Begoña, antes de tomar una decisión. Así que, como Manolo me dijo que esta noche recibiría usted un fuerte castigo, hemos pensado que era el día ideal para verla en acción. Pero de momento les dejo que charlen ustedes dos de sus cosas, que nosotros tenemos que hablar de negocios; en la cena seguiremos conversando” . Dicho lo cual los tres se fueron al despacho de Gómez, y yo me quedé a solas con la tal Paula; la cual, como ya me imaginaba, lo primero que me preguntó fue por el dinero. Al decirle yo la cifra de mil euros al día una sonrisa asomó a sus labios, y por más que le expliqué lo humillante, y doloroso, que era ser la “perrita” de Gómez ya no los abandonó. Tanto fue así que se fue animando ella sola, y al cabo de un poco me dijo, mientras se ruborizaba intensamente, “¿Tú crees que…?” ; para, antes incluso de acabar la pregunta, ponerse en pie y, con un grácil gesto, dejar que el vestido que llevaba cayese al suelo.
Viendo la convicción con la que aspiraba al empleo, decidí torturarla un poco: “Chica, así no puedes estar; o te desnudas del todo o sigues vestida, una mujer en bragas es una ordinariez” . Paula se ruborizó aún más, pero metió dos dedos en los laterales del tanga negro que llevaba puesto y lo empujó hasta el suelo, donde quedó junto al vestido. “Mejor; ahora haz como yo, siéntate en el borde mismo del asiento y mantén las rodillas siempre un poco separadas, de forma que exhibas tu sexo abiertamente. Por cierto, cuanto antes te lo depiles mejor; igual a tu amo le da por arrancarte el vello, y es muy doloroso” . A partir de ese momento la conversación ya tomó otro cariz; parecía como si Paula hubiese perdido toda su seguridad al quitarse la ropa, pues no hacía más que reír nerviosamente, y no paraba de mirar hacia la puerta del despacho donde los tres hombres se habían encerrado. Así que antes de que regresasen decidí darle a aquella fulana otra lección; toqué la campanilla para que viniese el criado, y cuando estuvo frente a nosotras le dije, sin darle importancia alguna, “Masturba a la señora hasta que la notes bien mojada, pero sin que se corra” . Paula, que al llegar el criado había cruzado sus piernas mientras con ambos brazos se tapaba los pechos, soltó un pequeño chillido y me miró con cara de espanto; pero yo sonreí y le dije “Cosas muchísimo peores que esta tendrás que hacer, créeme; así que relájate, y déjale trabajar” . Lo menos tardó cinco minutos en separar los brazos de sus senos, y otros tantos, sino más, en descruzar las piernas; para cuando el criado pudo meter la mano entre ellas, y comenzó a acariciarle el sexo, por el color de su cara parecía que Paula iba a sufrir un ataque de apoplejía en cualquier instante.
Pero aguantó, vaya si aguantó; otra cosa no tendría, pero era fácil de excitar, y al poco estaba gimiendo pero de deseo. Así seguía cuando se abrió la puerta del despacho, y los tres hombres regresaron; al ver la escena Gómez les comentó “Ya os dije que Begoña sería una buena influencia” , y los tres se rieron de nuevo. Paula estaba para entonces a punto de un orgasmo, y cuando el criado retiró su mano tuvo un verdadero disgusto; al levantarse del sofá para acompañarnos al comedor vi que había dejado una gran mancha en el asiento, y que los muslos le brillaban con sus propias secreciones. La cena, como de costumbre, fue opípara, y me fijé en que Paula había perdido la mayor parte de la vergüenza que pudiera tener; parecía muy suelta y natural en su desnudez, e incluso permitió, con una ancha sonrisa, que Gómez le sobara descaradamente los pechos en varias ocasiones. Y quizás algún sitio más, pues me di cuenta de que la mano de él iba con frecuencia al regazo de la chica; pero la mesa me impedía ver qué era lo que hacía allá abajo. Cuando acabamos de cenar el criado nos indicó que, siguiendo las instrucciones de Gómez, habían servido el café y los licores en el porche; hacia allí nos fuimos los cinco, llevando él a Paula, que se colgaba de su brazo, bien agarrada por las nalgas.
Al llegar vi que, a pocos metros de la mesa donde estaba el servicio de café, habían instalado aquel maldito potro, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo; Gómez, que se fijó en mi breve temblor, aprovechó para anunciar lo que me esperaba: “Begoña recibirá hoy veinticuatro azotes, en sus pechos o en su sexo. Ella elige dónde. Sin embargo, hoy me siento generoso: en premio por haber sido tan amable con Paula, le repartiré los golpes, doce en cada sitio” . Antes de seguir me miró, y luego dijo “Vamos, si tú quieres; aunque te aseguro que es mucho más doloroso recibir los veinticuatro en el mismo sitio. Por cierto, imagino que no te importa que mis amigos me ayuden en la tarea; ocho cada uno, así no nos cansamos tanto…” . Yo estaba tan nerviosa que no logré decir una palabra; me limité a asentir con la cabeza, levantarme y dirigirme al potro, donde me esperaba el criado. Siguiendo sus indicaciones me tumbé sobre el aparato boca arriba, alargué mis brazos y mis piernas -estas bien separadas, siguiendo sus cuatro patas- y dejé que me atase a él con las correas; esta vez, además de las cuatro en tobillos y muñecas y de la -mucho más ancha- que me sujetaba por la cintura, el criado sujetó también al potro, usando otras cuatro, la parte alta de mis cuatro extremidades. Una vez amarrada, me di cuenta de que mi sexo quedaba perfectamente ofrecido a la vara; lo mismo que mis pechos, aunque en aquella postura resultasen menos prominentes. Sin más preámbulo Gómez tomó la vara, se acercó al potro y me dijo “Si estuviéramos los dos solos te amordazaría, pero estoy seguro de que querrás dar el espectáculo completo. Así que grita cuanto quieras; pero después de cada golpe numéralo, y da las gracias a tu verdugo” . Tras lo que levantó la vara, y la descargó con todas sus fuerzas sobre mi sexo.
Un tremendo calambrazo, que empezaba en mi vulva, sacudió todo mi cuerpo, y me hizo lanzar un aullido digno de un animal en la agonía; era un dolor tremendo, realmente insoportable, parecido a si alguien hubiese aplicado en mi sexo un hierro candente. Mientras trataba inútilmente de librarme de mis ataduras, agitándome con unas convulsiones tan violentas como involuntarias, seguí gritando mi desesperación a los cuatro vientos; para cuando, un par de minutos después, el dolor disminuyó un poco su intensidad, logré decir entre sollozos e hipidos “Uno, gracias Amo” con un hilo de voz. Que fue sin embargo señal suficiente para que Gómez decidiese darme el segundo azote, esta vez cruzando mis dos pechos justo por debajo de los pezones. Pese a mi postura pude ver como los dos se hundían literalmente en mi tórax, para luego salir despedidos en todas direcciones; mientras se agitaban descontrolados un dolor distinto pero no menos intenso, más parecido a una herida en la que se echa sal, volvió a invadir todo mi cuerpo, y comencé una nueva tanda de chillidos histéricos. Esta vez tardé un poco más en recobrar la suficiente presencia de ánimo como para decir “Dos, gracias Amo” ; pero mejor no lo hubiera hecho, porque al instante la vara volvió a caer, con fuerza brutal, sobre mi sexo. Y el golpe afectó, entre otros lugares y de lleno, a mi clítoris; el dolor fue tan terrible que mis convulsiones a punto estuvieron de volcar aquel sólido potro. El propio Gómez lo sujetó con una mano, por temor a que tal cosa sucediera; y lo mismo volvió a hacer cuando, tras escuchar un rato después mi débil “Tres, gracias Amo” , descargó la vara con toda su rabia sobre mis pechos, alcanzando esta vez de lleno ambos pezones.
Para cuando Gómez terminó su tanda de ocho varazos yo estaba casi inconsciente, y sumergida en una auténtica pesadilla de sufrimiento; todo mi cuerpo brillaba, pues estaba cubierto por una fina capa de sudor, y para poder oír mi “Ocho, gracias Amo” él tuvo que acercar su oído a mi boca, porque de tanto gritar yo me había quedado sin voz. El dolor era tan insoportable que incluso me nublaba los sentidos; de hecho, aunque veía mi cuerpo de una sola pieza, estaba íntimamente convencida de que con aquellos golpes brutales lo habrían dividido en varios pedazos. Pero era obvio que no porque yo sufriera iban ellos a detener su diversión; así, pude ver cómo le entregaba la vara a Flórez, y antes de recibir de éste el primer golpe oí que me decía “He estado esperando este momento desde que te quitaste el vestido delante de mí, zorra. Te vas a enterar, desvergonzada; te crees que con este cuerpo lo puedes conseguir todo, pero los putones como tú no merecen otra cosa que palos!” . Desde que aquel salvaje lanzó la vara sobre mi sexo, con toda su rabia y varias veces seguidas, hasta que pude ver justo frente a mí la cara sonriente de la inspectora Morales, no recuerdo nada más de lo que sucedió; solo el detalle de que, cuando alguien me levantó de aquel maldito potro, Paula, que se había vuelto a poner el minivestido negro, me miraba con cara de auténtico horror. Aunque yo estaba completamente mareada me pareció oírle decir, antes de desmayarme, algo sobre lo duro que iba a ser ganarse la vida así.
XII
Algunos días después, la inspectora vino a verme al hospital donde me recuperaba de mis heridas; y, solo de ver su cara, me di cuenta de que no me traía buenas noticias. “En aquel cortijo no había nada; bueno, en realidad sí, un edificio auxiliar en llamas, el más grande de todos, y cuatro o cinco cortijeros intentando apagarlo, o haciendo ver que lo intentaban. Pero ninguna chica; ni rastro de las desaparecidas. Desde luego su hija no estaba, y no encontramos nada que la relacionase con aquel lugar” . Cuando le pregunté qué pasaría con Gómez, la cosa no mejoró en absoluto: “Le detuvimos por violación y lesiones graves, pero su abogado nos aportó ayer el contrato que usted firmó, y varios testigos que sostienen que usted consintió, por dinero, a ser tratada así. De hecho, tenemos los justificantes de los ingresos hechos en su cuenta corriente, de mil euros diarios. Así que poco podremos hacer; seguramente los cargos por violación serán retirados por el fiscal, a la vista del contrato, y las lesiones consentidas tienen muy poca pena. Al no haber deformidad, ni pérdida de un órgano, le impondrán una simple multa, que Gómez pagará sin problemas. Y, por cierto, para la pistola tenía licencia de armas. Lo que sí puede hacer es pedirle una buena indemnización; si se busca un buen abogado, puede que le saque aún más dinero del que ya ha recibido…” .
Cuando vio que yo comenzaba a llorar endulzó un poco su expresión de desprecio, y me dijo “Si me hubiese consultado, la habría disuadido de hacer una estupidez así. Vamos, qué se creía, que por haberla conocido en un club de mala muerteGómez no la vigilaría? La llamada que hizo usted a Comisaría quedó grabada en la centralita telefónica de su casa; y poco después de que usted la hiciese hubo otra llamada, también desde la casa de Gómez, al móvil del capataz del cortijo. Adivine usted qué es lo que en ella le debieron decir al tal Juan…” . Yo cada vez lloraba con más intensidad, pues lo que me estaba diciendo me hacía más daño que cualquier azote con la vara; pero ella siguió: “Créame, déjenos hacer a los profesionales; lo único que usted ha conseguido es que, ahora, resulte aún más difícil infiltrar algún topo en su organización. Si es que algún día lo intentamos; yo, desde luego, haré lo que pueda por evitarlo, pues me parece que sería un suicidio. En fin, descanse y recupérese; la mantendré informada de los progresos que hagamos” . La vi marchar entre lágrimas, y he de admitir que su discurso casi me convenció; aunque en el fondo sabía que, en cuanto saliera de aquel hospital, haría cuanto estuviese en mi mano para poder encontrar a Bea…