Begoña

Los años no habían desmejorado a la adolescente que recordaba. Y por fin, pude cumplir uno de mis sueños...

Se llamaba Begoña y había sido uno de mis sueños eróticos de la adolescencia. Era una mujer que iba mucho por el bar de mis padres, y siempre me había resultado una mujer potente, graciosa y lasciva. Claro que yo solo la había conocido en el entorno del bar.

Así que un buen día, apareció en el despacho con sus hermanas. ¡Vaya tres hembras! A cada cual mejor, pero Begoña me seguía pareciendo la más potente de las tres, aunque me hubiera follado a cualquiera de ellas. Traían un asunto de herencias familiares, y la que llevaba la voz cantante era Rebeca, la mayor de las tres. Begoña, la mediana, quedó en un discreto segundo plano. Mientras las otras dos me explicaban el asunto, de vez en cuando echaba una ojeada al escote de Rebeca, tan cohibida por las paredes del despacho que no parecía la mujer que recordaba. Tenía una tetas perfectas, redonditas, del tamaño adecuado para que rebosaran en la mano sin que parecieran dos ubres. Los hombros rectos, el cuello blanco, labios llenos y unos ojos que entonces miraban, asombrada, los títulos colgados en las paredes.

Rebeca y Marta, las otras dos hermanas, tenían la misma cara bonita, aunque Rebeca ya tenía las arrugas de la edad, y la boca seca de quién se ha llevado bastantes palos en la vida. Marta, la menor, era la única que había cursado estudios universitarios, y se la veía más puesta en los asuntos legales. Iban más discretamernte vestidas, con jerseys de cuello alto y vaqueros, pero me resultaban atractivas, cada una a su modo.

-¿No te acuerdas de él?- preguntó Marta, al final de la entrevista, a su hermana. Begoña me miró, hurgando en sus recuerdos. Yo sonreí.

-La verdad es que tu cara me suena, pero no caigo- repuso Begoña. Asentí y expliqué:

-Del bar de mis padres. Y el traje engaña mucho-. Begoña abrió los ojos, cayendo de repente en el chaval que a veces estaba detrás de la barra mientras ella coqueteaba con unos y con otros. Recordé que era un poco casquivana, le encantaba que los hombres la miraran y la desearan.

-¡Anda, claro! Ya me acuerdo. Pues sí que has cambiado- repuso. Me encogí de hombros. Habrían pasado unos quince años desde entonces. Yo estaba en plena adolescencia, un saco de hormonas a punto de estallar. Ella debía andar por la veintena corta, pero tenía un largo recorrido.

-Érais las dos chicas más guapas del bar- comenté, refiriéndome a Marta y a Begoña. Rebeca nunca fue, y la verdad es que viéndola, había sido una verdadera lástima. Las dos hermanas se rieron, nerviosas.

Me despedí de ellas después de pedirles los teléfonos. Solo para temas profesionales, claro está. Mientras se iban, y mientras valoraba los culos en vaqueros de las tres hermanas, Begoña se volvió, pillándome en plena observación. Cuando la miré a la cara, me guiñó un ojo y sonrió divertida. Compuso la misma expresión lasciva que ya le había visto desde la barra del bar. Aquello prometía.

Dos o tres días después vino al despacho. A traer unos papeles que les había pedido. Venía con vaqueros ajustados y blusa blanca. El tamaño de sus tetas quedaba perfectamente enmarcado por la blusa con un botón de más abierto. No sé si llegué a babear. La hice pasar delante de mí, disfrutando del culo prieto que se meneaba delante de mí. Imaginé su ropa interior negra. Un tanga negro, sin duda. El recuerdo de su guiño me abría las puertas de un incipiente cortejo. Y el recuerdo de una  noche, en el bar, hacía mucho tiempo, me hacía estar a mil.

“Chica mala”, pensaba yo, detrás de la barra del bar, viendo cómo Begoña coqueteaba con unos y con otros. Reía, bebía y disfrutaba de las babas que dejaban caer los clientes del bar. Por entonces, debía tener unos veintipico de años, y tenía un cuerpazo espectacular, a pesar de que le faltaba altura. Begoña lucía una minifalda negra y una camiseta de tirantes, negra también, que apenas llegaba a esconder el sujetador de puntillas. Unas sandalias de esparto y alta plataforma completaban el atuendo.

Se sentó en el banco, justo enfrente de la barra, de tal modo que cada vez que me agachaba para salir de la barra, le veía las bragas si tenía las piernas descruzadas, cosa que, sospechosamente, casi siempre sucedía. Las sombras me impedían ver, pero la imaginación ponía el resto. Imaginaba su ropa interior, negra, a juego con el sujetador. Su coñito depilado, jugoso, casi como los de las revistas, y un poco más maduro de lo que me estaba acostumbrando a catar.

Durante toda la tarde siguió así. Descruzaba las piernas cuando salía a recoger vasos y litros, se reía con el tipo que tuviera al lado y me ignoraba olímpicamente. Yo tenía la polla tan dura que temía que se me notara demasiado. Me estaba poniendo caliente como un cazo, pero intuía que no tenía ninguna posibilidad aquella tarde. Era el bar de mis padres, con ellos danzando por aquí y por allá, y ella era una clienta asidua. El caso es que cuando se marchó, cerca de las once de la noche, para seguir de fiesta, me miró de un modo que no supe interpretar. Una saeta de sus ojos negros, entre invitadores y provocadores, que me dejó pensando en hacerme el encontradizo. Total, que acabé por introducirla en mi repertorio mental de hembras a las que me encantaría follar, siendo un recuerdo recurrente en mis noches de adolescencia.

Chica mala, volví a pensar, sentándome enfrente de Begoña. Un rápido vistazo me enseño que sus tetas ya no eran tan firmes como en mi recuerdo. Ese día vestía una blusa blanca, con un botón de más abierto para lucir la piel del cuello y su hermoso escote. El canal entre sus pechos prometía horas felices. Se agachó a un lado para recoger el bolso donde traía los papeles y vi sus melones comprimidos en un sujetador blanco. “Chica mala”. El bulto en mis pantalones se hizo evidente, encontrándome a gusto con mi polla dura a la salud de Begoña.

-Mira-, decía ella, revolviendo entre los papeles. –Esto es lo que nos han dado...-

-Quítate la blusa.- Interrumpí. Me había recostado en mi butaca, valorando la mujer que tenía delante. Begoña me miró sin entender muy bien lo que le había pedido.

-¿Cómo has dicho?- Su tono era de sorpresa, no de enfado. Me lo tomé como una buena señal.

-Que te quites la blusa-, repetí, en un tono suave. No quería que pareciera una orden. –Por favor-, añadí. Begoña se quedó un momento parada, sin saber qué hacer. La vi dudar entre levantarse e irse por donde había venido o acceder a mis peticiones.

-¿Para qué quieres que me la quite?- repuso inocentemente. Aunque Begoña de inocente tenía bien poco.

-Para verte. Después te pediré que te quites los pantalones. Y luego, el sujetador- contesté, pensando más con la polla que con la cabeza. Begoña miró hacia la puerta. Por un segundo, temí que se marchara.

-¿Y si entra alguien?- ¡Bingo! Respuesta equivocada. Si no estuviera dispuesta a aceptar mi juego, se hubiera levantado ofendida. Al preguntar por la privacidad, solo demostraba que ella también quería jugar. Crucé los dedos: -Estamos solos, y nadie se atrevería a molestarme en el despacho-. Apoyé los codos en la mesa, mirando descaradamente el escote de Begoña. –Así que, por favor, quítate la blusa-.

Hubo un momento de duda en su mirada, pero yo sabía que ella también lo quería. Lentamente, desabrochó un botón, luego un segundo y por fín, el tercero. Tenía la piel bronceada, y unas estrías se le veían allí donde la piel se había estirado y encogido tras sus embarazos. Pero seguía teniendo el vientre lo suficientemente liso como para que me apeteciera acariciarlo. Así, con la blusa abierta, se acomodó en la silla. Dejó que la devorara con la mirada. Cruzó las piernas, abriendo la blusa del todo. El sujetador blanco comprimía los pechos de Begoña. Asentí, complacido.

-¿Esto es parte del pago?- preguntó mi cliente, con un tono más zalamero.

-¿Te gustaría que fuera así?- repuse, sabiendo que a muchas clientas prefieren el pago en especie. Ella se encogió de hombros. –Eso me acercaría mucho a la definición de “puto”-, añadí. No pareció molestarla. Es más, yo diría que le divirtió.

-Y ahora, ¿qué?- preguntó Begoña. Me puse en pie, acercándome a ella. Me miraba con una expresión entre la curiosidad y la excitación. Pasé de largo y pasé el pestillo de la puerta. De vuelta, la ayudé a dejar la blusa en el respaldo de la silla. Quedamos frente a frente. Acaricié su barbilla, dejando que la mano volase libre y leve hacia su escote. Noté cómo los pezones reaccionaban a las caricias. Begoña cerró los ojos.

-Quítate los pantalones- ordené, de nuevo suavemente. Una expresión de fastidio acudió a la cara de Begoña.

-No puedo- respondió, mirándome a los ojos. –Tengo la regla-. ¡Mierda con la señora de rojo! –Pero no te preocupes- añadió, empujándome hacia la butaca. Hizo que me sentara en ella y se arrodilló entre mis piernas. –Puedo hacerte... otras cosas-, sonrió lasciva mientras rozaba la palma de la mano con mi entrepierna. Al llegar al bulto delator, sonrió más aún.

-¿Sabes? Sueño con follarte desde que tenía quince años- confesé, admirando la carita de Begoña. Se mordía los labios mientras seguía disfrutando del contorno de la polla.

-¿Ah, si? No tenía ni idea- repuso ella.

-Imagino que no te acordarás, pero hubo un día que te pasaste la tarde enseñándome las bragas- rememoré aquellos momentos. Parecía que tampoco hoy vería su ropa más íntima.

-No me acuerdo, pero, ¿porqué no me enseñas tu polla?- Encantado por la buena predisposición de Begoña, me bajé la bragueta y saqué mi cachito de carne necesitado de atención. Tenía la longitud aproximada de la cara de Begoña. Hasta yo me quedé sorprendido de lo cachondo que tenía el rabo. -¡Madre mía!- se le escapó. -¡Qué mierda! Me encantaría que me follaras con todo esto!- sentenció acariciando el tallo. Metió la diestra por la bragueta para liberar los huevos, que empezó a masajear. No quitaba ojo del miembro.

-¡Chúpamela!- pedí, echando el culo adelante en el asiento. Begoña abrió la boca. Sus labios rojos engulleron el capullo. Yo sentía su lengua jugueteando con mi frenillo. Su diestra seguía tocando los testículos, y la zurda subía y bajaba por el tallo, pajeándome al tiempo que lamía. Alcé la cabeza y cerré los ojos, disfrutando de la felación. El ritmo de Begoña se incrementó, metiéndose la polla cada vez más. Saqué el miembro de su boca, jadeando.

-Frena o me corro en tu boca- señalé. Ella sonrió y siguió con la paja. Bajé los tirantes del sujetador. Quería disfrutar de sus tetas. Ella me ayudó desabrochándose la prenda, y los senos de Begoña quedaron expuestos. Grandes, pesados, de pezones oscuros rodeados de estrías claras. Algo caídos, quizá, pero todavía lo suficientemente firmes. Golpeé sus tetas con las manos, lo justo para que los pezones reaccionaran.

-¿Hace cuánto que no te comen las tetas?- pregunté lascivo, apretando un pezón. Ella gimió.

-¿De verdad quieres saberlo?- repuso. En realidad no. Igual me llevaba una sorpresa. Solté la teta y, de nuevo, me eché atrás en la butaca. La polla, erguida entre nosotros, parecía buscar un lugar entre sus pechos. Begoña se acercó a mí, moviéndose adelante y atrás, rozando levemente la picha con la piel de las tetas. Las apreté con ambas manos contra la polla.

-¿Te gusta esto, si?-.

-Preferiría abrirte de piernas...-.

-¿Y qué harías luego?- Buena pregunta. –Agarraría todo tu coño con la palma de la mano- repuse. Ella cerró los ojos, supongo que imaginando la escena.

-¿Y no me besarías ahí?- preguntó. A modo de respuesta, frené el vaivén y empujé la cabeza hacia el miembro: -Tal y como tu me la besas ahora-. Rió, pero retomó la mamada donde la había dejado. Ensalivaba bien el tallo, ahora decidida a conseguir su propósito. Yo me asomé para ver su grupa. Por debajo de la esbelta espalda, el borde de unas bragas de color carne asomaba. Unas bragas feas, pero esperaba que la siguiente vez ya luciera una ropa íntima más acorde con mis gustos. Noté el estremecimiento previo a la eyaculación y volví a levantar su cara. La miré a los ojos, luchando por mantener la corrida un poquito más.

-¡Voy a llegar...!- Una expresión de victoria cruzó el rostro de Begoña, que se sacudió mis manos y se metió la polla en la boca, golosa y frenética. No pude evitar la explosión de placer dentro de su garganta. Mirando al cielo y apretando los labios para no gritar, expulsé mi simiente. Notando cómo Begoña aceptaba la corrida en su boca. Un suspiro después, todo había acabado. Begoña seguía masajeando la polla, dura y espásmica, lamiendo los restos de semen que quedaban en ella.

-¿Te ha gustado?

-¿Tú que crees?

-Que la semana que viene tengo que volver-.

-¿Más papeles?

-Una buena polla que me folle.