Beautiful guilt: La llegada
Cuando un amor no se declara con tiempo, el tiempo puede declararlo por perdido. Chicos, no tan chicos, gays, heteros... Nadie está inmune al ataque del amor. Alugos lo ven venir, otros lo ven irse. Unos pueden compartirlo, mientras otros deben conformarse con sentirlo.
José
Había dos largas filas a ambos lados desde la entrada, serpenteando varias veces hasta cubrir casi toda la estancia. En una estábamos los turistas y en la otra los ciudadanos americanos. Montones de personas conversando se extendían a lo largo y ancho de la habitación, moviéndose en diferentes direcciones conforme avanzaba la fila. Yo miraba en dirección de mi teléfono de vez en cuando, y sentía de nuevo aquél vacío en el estómago que te hace sentir intrigado. Sería aburrido permanecer ahí, y ni siquiera llevaba un libro conmigo.
Me dediqué a ver los letreros con indicaciones, observar el anuncio de seguridad en el televisor de recepción al menos unas veinte veces, buscaba con la mirada alguna anomalía a la cual prestarle atención, e incluso me dispuse a cotillear conversaciones ajenas. Las personas más próximas eran una pareja desgarbada de gorditos que hablaban descaradamente sobre su vida íntima. Segundos después me di cuenta que yo era el único que les prestaba atención y entré en vergüenza por tomarlos a ellos como distracción. Volvía a prestar atención a los anuncios y letreros. Anuncios y letreros. Anuncios, letreros, policía. Letreros, policía, escritorio. Policía, escritorio.
—Hola —soltó el oficial de migración, al otro lado de la cabina. No me había percatado de lo mucho que habían avanzado el tiempo.
—Hola —respondí enseguida, extendiéndole mis documentos casi de inmediato.
— Jou-sé Rivera , salvadorenio, dieciocho anios —giró su cabeza hacia mí, mientras corroboraba los datos.
—José Rivera, sí.
— ¿Cuol es el motivo de su visita?
—Viaje turístico.
—¿Dónde tse hospedará?
—Un amigo. La dirección está escrita al… sí, ahí. Esa es.
—Ok. Todo en orden. Benvenido a Estados Unidos.
—Gracias.
Al pasar el salón, sentí que mis piernas comenzaron a renegar. Estaban hormigueando y tenía la sensación de que ambos pies estaban dormidos. Luché un poco por hacer fuerza, pararme bien y evitar que me doblara un tobillo. La vergüenza de caerme de la nada no sería nada comparado a tener un tobillo dañado el resto de mi estadía en San Francisco. Tenía que caminar y procurar movilizar los pies. Crucé la puerta siguiente a la recepción, sin prestar atención a más nada. Las bandas transportadoras se encontraban en el centro de la estancia contigua. Me costó un poco divisar mi maleta desde donde estaba. Después de recogerla y pasarla por los detectores de drogas y demás, me permitieron retirarme del aeropuerto. El pasillo de salida era enorme para la cantidad de personas que concurrían en ella en ese momento. Eché un vistazo al reloj; era la 1 de la mañana. Seguramente soy de los pocos que gustan de viajar de noche, pensé.
Al salir del pasillo y cruzar una enorme puerta, me encontré con un letrero con mi nombre, en manos de un extraño. Dudé unos segundos en caminar o no hacia él, mientras en mi mente se formaba el recuerdo sobre un joven que desapareció de esa manera. Al primer paso hacia atrás, una chica de cabellos castaños salió disparada con una mueca de felicidad en su rostro. Saltó sobre mí mientras comenzaba a notar quién era, justo a tiempo para sostenerla y no dejarla caer.
—Queen, ¡QUÉ FLACA ESTÁS!
—Por favor —dijo con alegría, mientras hundía su rostro en mi cuello—, sólo llevo una semana desde que tuve la niña. No fue tan natural que digamos; estoy esforzándome por subir al peso adecuado —aseguró, separándose de mí para pararse a un lado.
—Lo sé, discúlpame. Aunque en realidad te vez muy bien. Digo… —corregí, al notar la fingida indignación por parte de mi amiga—, esperaba verte mal. Creí que tendría que ir a tu casa para poder verte. Y mírate. Luces casi igual que una modelo; cara hermosa y cuerpo de fideo.
—Nunca pierdes el humor, ¿cierto? —la voz ronca me obligó a girarme sobre sí. Al otro lado de Queen, estaba parado un chico con barba de un día, ojos gastados y fuertes ojeras. Ulises se veía un poco fatal—. La pobre se moría y tú sales con chistes pesados al respecto ¡cabrón!
—No es su culpa —arremetió Queen, para sorpresa nuestra—. No tiene novia desde los 14. Tiene que buscar con qué distraerse.
A las risas de todos se unió una cuarta. El extraño que había sostenido la cartulina con mi nombre abrazaba a Queen por la cadera, en un movimiento empapado de cariño.
—Ah, rayos. ¡Tú debes ser Carlos! —reparé de inmediato, entendiendo qué hacía él ahí después de todo.
—El mismo —rio al tiempo que le extendía la mano—. Espero no haber provocado mala impresión. La cara que pusiste al verme no fue de las más agradables que haya visto.
—Ya. Basta de caras y vamos a comer. Estamos aquí desde hace tres horas y no comemos desde la cena. Mi estómago parece tener dentro a un bebé inquieto.
Sonrieron, y hablando cada quien sobre su vida, salimos del aeropuerto hacia el primer comedor que encontramos abierto. En el camino el coche se había llenado de risas y expresiones de alegría. Las miradas se rotaban entre nosotros conforme contábamos cada uno una pasada embarazosa. Había tal falta de vergüenza entre todos que no se molestaban en compartir cuestiones tales como tener que ir un lugar sin ropa interior con pantalones sin cinturón, por la urgencia del momento. Personalmente, recordé muchos momentos pasados con mis amigos. Griselda era mi amiga desde hacía diez años, cuando mis padres me llevaron a Miami para visitar a la familia; mi abuelo estaba falleciendo, y deseaba ver a todos los nietos antes de partir. La tristeza de yo sentía en su momento fue grande, pero fue ésta la que ayudó a unirnos tan profundamente. Griselda siempre había sido una niña muy alegre, y a mi lado parecía aumentar el filin de su cualidad. Yo comencé a llamarla My laugh Queen desde los doce años, hasta que todos comenzaron a llamarla Queen. Ulises, por otro lado, había sido mi amigo desde que este llevaba pañales, pero no fue hasta que cumplí trece años que ambos nos volvimos realmente íntimos. Compartíamos mucho tiempo juntos, desde campamentos hasta conciertos, películas y comidas. Siempre había un espacio en la vida de uno en donde el otro también podía estar.
Las risas menguaron conforme el coche de detenía en el aparcamiento. Las cuatro puertas se abrieron casi al mismo tiempo, mientras los chicos bajaban cada uno a su ritmo. Queen y Carlos parecían estar agotados pero recuperados, y Ulises parecía estar más dormido que despierto, a pesar de llevar el ánimo alto.
—Va, que no los había presentado formalmente, aunque no creo que sirva ya —sonrió Queen, acercándose a la entrada del comedor—. Éste es Carlos, mi esposo.
—Un gusto —mencioné.
—Igualmente —respondió Carlos.
Entramos al local con mayor velocidad. Ulises pidió lo mismo para los cuatro desde la puerta mientras los otros tres buscaban una butaca vacía. Rápidamente advertí los movimientos a mi derecha, en medio de una pequeña conmoción (habían varias personas saliendo, suponiendo tal vez que habían tenido una cena en grupo); una chica que cumplía a la perfección con los estereotipos sobre una americana. Rubia, ojos azules, delgada y hermosa. Había sonreído con tranquilidad para el momento, aunque yo estaba seguro de que había hecho algo más. Al tiempo que me di cuenta de que coqueteaba con alguien, noté que ella tenía ambos ojos posados en Ulises. Éste sonreía tan solo un poco, con ojos agradables, devolviendo un poco al coqueteo de esta. Sin embargo, hubo algo cortante en su mirada. No era tanto el sueño que parecía sufrir, pero tampoco había mucho a qué atribuirlo.
Sentí un pequeño cosquilleo en el estómago, muy diferente a lo que provoca el hambre. Ulises caminaba hacia la butaca, para reunirse con nosotros (a pesar de no recordar en qué momento me había sentado yo con el resto). Pude ver los músculos a través de su ropa mientras caminaba. Fuertes y tensos. Sus ojos transmitían tranquilidad, una de la que tanto había participado con anterioridad. Los pasos de mi amigo eran tranquilos y armoniosos, movía su cadera un poco según el pie que avanzaba. Sus manos casi no se movían, pero sus hombros llevaban un leve meneo que le había enloquecido desde siempre.
Creí que lo habías superado, José —me dije, sintiendo el pesar de los años que pasé observando con detalle a Ulises. Ahora me suponían una pequeña bofetada.
Con todo y todo, continué observando. Cuidadosamente, desde luego, para mirarle así por largo rato sin que vieran nada raro en la atmósfera. Lo primero que captó mi mirada a la segunda vez que levanté la cabeza fue el cabello de Ulises. Ondulado, castaño oscuro, bastante suave al tacto (recordé). Algunos mechones pequeños le caían por la frente y sobre las orejas, aunque no lo suficiente para llegar a los ojos. Éstos eran de un color café bastante oscuro. Había creído siempre que eran negros, hasta que un buen día el atardecer atravesó sus ojos. Estaba tan cerca que pude ver a la perfección la explosión dentro de su iris; al centro la pupila negra, y alrededor un centenar de delicadas líneas achocolatadas, mezclándose, como en una danza. Noté que el marrón parecía anaranjado en algunas partes, y que se enrojecía más en otras. Así supe que en realidad los ojos de Ulises no eran negros, sino cafés. Su nariz pidió mi atención en ese momento. Era delgada y relativamente larga. Perfecta, después de todo.
La luz dentro del local era suficiente para admirar el color trigueño de la piel de Ulises. Sin ningún pelo en el rostro, sus facciones mexicanas se exaltaban por cada centímetro de piel. El mentón bien proyectado, la barbilla fina y fuerte, sus labios medianos y moldeables… Sonrió al instante, y pude apreciar sus finos dientes antes de darme cuenta de que la sonrisa venía a que me había descubierto viéndolo.
Como era de esperar, tal vez, me sonrojé un poco, pero decidí acertar a reírme en el momento en que Queen y Carlos lo hacían. No había escuchado mucho, pero todo indicaba que se estaban riendo de mí. Con eso podía excusar el rubor de mis mejillas.
—Falta mucho para que egreses, ¿cierto? —la pregunta provenía de Carlos. Sostenía su teléfono con la mano, pero su mirada estaba fija en mí.
—Sí, aunque no tanto, en realidad. Voy a comenzar el Quinto semestre, eso me pone a la mitad de la carrera. O casi.
—¿Qué estudias? Te lo pregunto a ti porque Queen nunca ha podido explicármelo bien. —Carlos sonrió burlón, y recibió un golpe en las costillas por parte de su esposa.
—Ingeniería industrial. No es algo tan tan… pero es una buena carrera.
—Ah, chico. Si yo hubiera podido estudiar lo que sea no me hubiera visto obligado a venir al Norte por una vida mejor. Ahora lo miras bien y dices “Sí, él vive en San Francisco”, pero no siempre es así. Por mí podrías estudiar para plomero y aseguraría que tienes lo necesario para sobrevivir en el mundo —noté que Carlos sonreía comprensivo, y entonces supe a qué se refería Queen cuando me decía por textos y correos que Carlos era un chico sencillo. Él era inmigrante, y conocía en carne propia todo lo que se sufre al comenzar una vida desde cero.
—Sí, por supuesto —respondí, tratando de ocultar la pena en mi expresión.
Queen comenzó a decir algo alegre. Aunque la ignoré involuntariamente al percibir el aroma a las hamburguesas que colocaban sobre la mesa. La chica rubia era quien llevaba la orden, y de nuevo hizo un sutil coqueteo con Ulises. Él le respondió tranquilo nuevamente, aunque le siguió la corriente por unos segundos. La chica reía como tonta mientras el chico le hacía un cumplido.
El cosquilleo volvió a mi estómago, aunque a él se sumó ahora la sensación de tener las tripas vacía. Y de nuevo, la sensación no era por el hambre.
Ulises
No era muy necesario prestar atención a los demás para entender que tenía que reírme. Sin importar cuando deseaba largarme a dormir, necesitaba guardar la compostura lo suficiente como para ser agradable. Estoy feliz de tener a José con nosotros, desde luego, pero me encontraba ya con el cansancio hasta la coronilla.
Después de haber comido y reído con la boca llena, los cuatro nos devolvimos al automóvil. A estas alturas comenzaba a sentir el frío bien calado dentro de la chaqueta. Me volteaba a ver a José de vez en cuando. El pobre andaba sin abrigo.
Había notado un poco la forma en que me miró cuando la camarera entregó la orden. Pensé en dejarlo así y cortar el rollo que quería montar la chica. Ya la había visto en más ocasiones, tanto que creo que comenzaba a saber por dónde vivía yo. Eso y que ya tenía mi número telefónico en sus contactos. De todas formas, me pareció un poco gracioso seguirle la corriente. José parecía querer lanzarle algo con sus ojos. Algo lo suficientemente potente como para tumbarla.
—Aún se me hace raro eso de cómo se conocieron ustedes —anunció Carlos, después de que en el comedor le diera una repasada histórica sobre José, Queen y yo.
—¿Qué es lo que te extraña? —preguntó José, pareciendo más afectado por la risa que por otra cosa.
—Tú tienes dieciocho años —comenzó, dirigiéndose a José expresamente—. Recién cumplidos. Ulises tiene veintitrés y Queen tiene veinte. Se conocieron en viajes hechos por sus padres. A excepción de Uli y tú, que se conocían por amistad de familia. Pero igual, de no haber sido por el dinero que se movía ahí seguro no se conocerían —Queen resolló que eso no tenía nada de raro ni malo. Pero Carlo fue a hablar de nuevo—. No sé, siento que Dios tiene sus manos metidas en esta amistad de ustedes…
Casi tan pronto como Carlos termino de hablar, los tres reventamos en carcajadas. No eran de burla, pero sí anunciaban a todas luces sobre lo que pensábamos sobre el pensamiento de Carlos. Éste último se limitó a mirar al coche y dirigirse ahí mientras los otros reían naturalmente en suaves ecos y murmullos.
—Todavía tiene mucho de latino —dijo Queen. Aunque no sé si eso sería un insulto, Carlos reaccionó como si lo fuera. No dijo nada, después de todo, pero su mirada cambio un poco. Intentó disimular en vano que su esposa había tocado una parte delicada de su personalidad.
Salimos con el coche, a las afueras del aeropuerto. Éste se encontraba al sur de la bahía. Yo vivía en un apartamento pequeño en San Bruno, Carlos y Queen vivían en una casa en Campbell. Todos dentro del área metropolitana, pero con distancias considerable entre uno y otro. Para esta visita de José, sin embargo, habíamos pensado que debía de quedarse en mi casa, puesto que ahora, con la bebé, Queen no podría tenerlo para que durmiera con ellos.
—Hemos pensado que sería mejor si te quedaras en mi casa —dije con suavidad, girando mi cabeza hacia José—. Sofía está haciendo estragos con el sueño de este par… no sería bueno que lo haga contigo. Si quieres vemos a la niña mañana, así duermes un poco hoy.
José sonrió con suavidad. Sus ojos se veían cansados a estas alturas. Era de suponer que tendría mucho sueño después de un vuelo de seis horas. Conozco a José muy bien. Sé que se pasó el viaje viendo las películas del servicio multimedia.
—De acuerdo. De todas formas no creo que aguante a llegar despierto a Campbell.
Sonreí ante su ánimo, aunque supe que ya estaba agotándose. Debía tener mucho sueño y cansancio para que eso suceda. Mañana le haría pasar un buen día. No lo despertaría temprano para que descanse lo necesario. Lo suficiente. Luego podríamos ir a cualquier lugar. Aunque claro, ya le dije que lo llevaría a ver a Sofía primero. Tendría que cumplirle ese detalle antes.
Pasó más o menos una media hora o cuarentaicinco minutos hasta que pasamos la gasolinera cerca de casa. Carlos estacionó el coche al frente de la verja metálica que separaba la casa de la calle. Afuera, la oscuridad se extendía en todas direcciones, alejándose de los faroles de la calle. Hacía un frío considerable como para que José bajara con la ropa que llevaba; unos jeans sintéticos y una camiseta tan fina que si se mojase seguro que vería la piel al otro lado. De todas formas, pensé, esa idea no estaba nada mal.
Tal como había supuesto, José fue abriendo los ojos cuando abrí la puerta de mi lado. Me bajé para ir al suyo y poder despertarlo. Porque al fin de cuentas, siempre se había dormido en el camino. Tomé su maleta de la parte trasera del coche y me dirigí a su puerta para llamarlo y ayudarle. Su piel olivácea se erizó al contacto con el viento. Sus labios palidecieron un poco cuando su pie tropezó con algo (el coche mismo, supongo) y caía de bruces contra mi pecho. Fue un poco doloroso. Su mentón dio de lleno contra el pectoral izquierdo.
—Eh, tranquilo —le tomé de los hombros para que recuperara una posición adecuada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Queen, conociendo las crisis que solía tener José de pequeño.
—No es una crisis. No las tiene desde hace tres años.
—Tengo un problema en las piernas. Me caí en un caballete, ¿recuerdas? —la voz de José se teñía de cansancio. Conforme acababa su explicación, más se notaba el sueño en sus palabras.
—Bueno. Te llevaremos a un médico si no mejora. Ya llevas seis meses con eso, no puede ser que sea permanente.
—De acuerdo —sus pies tocaron tierra después de despertarse bien. Sus manos se pasaron por su cara, despejándola del sueño. Sé que no podría recordar mucho o nada de su época de lactancia, pero estoy seguro de que hacía igual que como hacía de bebé —. Quiero dormir. Así que vamos. Gracias, chicos. Mañana llego a ver a la pequeña.
—Que descanses —se escuchó, al tiempo que cerraba la puerta del vehículo.
—Tienes que estar muy cansado para que te fueras a caer de un coche —le miré con el ceño fruncido—. ¿Te duelen las piernas o algo?
—No. Solo es que pierdo la sensibilidad de vez en cuando. Ahorita que estaba sentado y me dormí fue porque puse las piernas en una posición poco adecuada. Se me durmieron y cuando iba a bajar no pude hacer fuerza con ellas. Por eso me fui de cara.
—Ah, entiendo.
Caminaba despacio, atravesando la acera. Noté que al subirla tomó mi hombro e hizo fuerza hacia abajo.
—Falta poco. Tranquilo —giré mi rostro para verlo mejor, y sus ojos me devolvieron una mirada serena.
Entramos a la casa en nada, y fui corriendo a poner la calefacción del cuarto. Iba a dejar a José durmiendo ahí y me iba a ir a dormir al sofá. Si tenía frío, me iría a meter a la cama con él. De todas formas, ya hemos dormido juntos. Le dejé en la habitación con la calefacción aumentando. Bajé para preparar un té.
Subí con una taza en cada mano, entré empujando la puerta con el hombro derecho, puesto que estaba entre abierta. Al ver la imagen que se creaba al otro lado de la cama me hormigueó todo el cuerpo. Sobre todo la entrepierna. José estaba sin pantalones, se había puesto una camisa de tirantes, con la que solía entrenar en los salones del colegio. Recuerdo haber ido a traerlo un par de ocasiones; siempre llevaba puesto una camisa parecida y unos shorts muy pequeños para cubrir sus piernas. El oficio de gimnasta le daba un cuerpo espectacular. Y en ese momento podía ver los resultados de los años en los que ya no pude verle ir a prácticas. Su torso se observaba duro desde abajo; el tronco aumentaba de anchura conforme subía hasta llegar a un pecho lleno de músculo trabajado. Los brazos se tensaban conforme hacía fuerza; estaba haciendo un ejercicio de estiramiento, llevando sus brazos por detrás para alcanzar uno de sus pies, estirándose para formar un circulo con sus piernas y brazos por detrás de su espalda.
Las piernas de José siempre habían sido lampiñas. Y en ese momento noté lo cambiado que estaba de grande. Un suave y delicado vello crecía desde la mitad del muslo hasta los tobillos. No eran tan espesos como para llenarlo, pero eran lo suficiente para considerarlo. De todas formas, mi mente aún no lo definía como un chico velludo; el pelo que tenía apenas aumentaba mi deseo por tocarlo.
Emití un sonido de dolor, en reflejo a la quemadura que había ocasionado el té en mi mano. Sin darme cuanta había comenzado a ladear las tazas hasta vaciar la mitad de ellas sobre mi pecho y estómago.
—Lo bueno es que tú eres el adulto —dijo José entre risas. Había dejado su ejercicio, y comenzaba a ponerse un pantalón de pijama sobre sí—. ¿Hay más té en la cocina? Una taza me caería muy bien. Y por lo que veo ya no hay una taza ahí…
—Ya te traeré más —coloqué las tazas en la mesa de noche mientras iba a cambiarme de camisa. El té estaba realmente caliente. Después alcancé una toalla. El té y el dulce me dejarían pegajoso. Era mejor tomar una ducha para quedarme tranquilo—. Por cierto, ¿qué fue eso?
—¿Eso? Fue un joven mayor bañándose con té.
—Me refiero a lo que estabas haciendo…
—Ah, eso. Es parte del tratamiento. Tengo que hacer este tipo de ejercicios y sesiones de estiramiento si quiero ayudar a la recuperación de mi nervio… —su rostro parecía confundido—, no recuerdo cómo se llama. Pero hay un nervio que se dañó en la caída. Los médicos quieren ver si me puedo recuperar sin necesidad de una cirugía —ahora yo puse rostro de confusión. Él lo notó, y puso cara de alarmado—. No es nada serio, lo juro. Pero de cualquier forma, caí de espaldas contra el borde del caballete. Ahí fue donde una vértebra presionó el nervio. Entonces tengo el problema de mis piernas. Creo que es un nervio importante.
—Y eso lo vuelve algo serio —mencioné con cierta emoción en la voz; esa parte de la espalda, la vértebra y el nervio no lo había mencionado. Su mensaje solo decía “Me caí en el entrenamiento. No es nada serio. Igual, no puedo escribirte. Mis padres de llevarán mi teléfono.” Y ahora era lógico. Seguramente le hicieron muchas radiografías para encontrar dónde había repercutido el golpe.
—Estoy caminando ¿cierto? No es nada malo.
—Te tropezaste con el aire ¿cierto? Eso lo vuelve delicado.
—Eres peor que mi madre.
—Y tú peor que cualquier niño de cinco años —el rostro de José se había crispado tan solo un poco—. Sería muy considerado de tu parte si me dijeras exactamente lo que sucede y cuándo sucede. Si el dolor persiste incluso con los medicamentos, me va a importar poco que tus padres se molesten, pero te llevaré a un médico de la ciudad.
—Se, se, se…
Se había volteado conforme yo terminaba de hablar. Para cuando me respondió ya estaba buscando algo entre sus cosas. Estaba agachado, sacando algo de la maleta, dejándome una visión perfecta de sus glúteos al flexionarse en una sentadilla. Mi polla dio un respingo, y supe que tenía que ir a ducharme sino quería una erección nocturna incómoda.
Salí hacia el cuarto de baño, pasando por el pasillo. El apartamento era un poco pequeño; la planta baja de una casa en alquiler. Era lo suficientemente amplia, pero también lo suficientemente corta. Sin embargo, el viaje de la habitación a la ducha me sirvió para recordar.
José no había cambiado casi nada. Cara de niño, apenas salpicada de madurez. Nariz respingada, labios gruesos, cabello negro con el mismo corte de hace años (poco más largo que el estilo militar). Sus ojos marrones expresaban la misma alegría desde hacía mucho. Su rostro se armonizaba en cautivadoras sonrisas, igual que como pasaba en bachillerato. Era un poco más bajo que yo, y eso lo hacía acoplarse a mis abrazos. Su cuerpo había aumentado la musculatura, pero todavía no quitaban la niñez y ternura de José. Eran tan sólo un atleta. Tenía cuerpo de atleta. Tan ardiente como para dejarme empalmado pensando en que salí de la habitación justamente para evitar la erección.
Debería evitar pensar tanto en ese chaval.
Lo conozco desde que yo tenía cinco años. Hijo de unos amigos muy cercanos de la familia. Él era un bebé, por supuesto, pero conforme crecimos, parecíamos primos o hermanos, más que solo amigos. Sus padres le llevaban a una casa de campo en Dakota del Norte en vacaciones, al igual que los míos me llevaban a pasar los veranos allí. Coincidimos en más de una ocasión. Nos pasábamos dos meses juntos, jugando, conociéndonos, afianzando más lo que llegó a ser una gran amistad. José conversaba conmigo sobre su vida, y yo le compartía mucho de la mía. Él comenzó a ver en mí un hermano mayor, y yo comencé a ver en él un hermano menor.
Sabía que no podía enamorarme de mi hermano menor, de todas formas, y lo hice. No compartíamos sangre, después de todo, pero el sentimiento era palpable. José era un niño inocente, y yo un chico que le imaginaba desnudo cada vez que se hacía una paja.
Eché el agua después de haberme despojado de mis ropas. No me importó esperar a que se calentara, y el frío ardor que provocó el agua contra mis hombros me exaltó lo suficiente como para relajar mis músculos. Comencé con el champú, seguí con el jabón, pero no pude evitar nada. La erección no hizo más que aumentar conforme pasaba las manos sobre mi cuerpo. Restregué cada parte de mi cuerpo, eliminando el jabón que quedaba, hasta terminar con las manos sobre mi pene.
Las imágenes fueron surgiendo de poco en poco, acelerando su ritmo de aparición conforme la cantidad aumentaban. Comencé una paja lenta al tiempo que imaginaba a José sobre una cama, haciendo ejercicios de estiramiento. Contorsionaba su cuerpo al compás de un ritmo desconocido y delicioso que enloquecía mis hormonas. Sentí como si lo tocara. Sentí como si él me tocase. Y entonces se despojó de su camiseta y su short de entrenamiento. Su culo respingado pareció saltar hacia mí. La piel de sus glúteos era suave, fina, delicada. El color claro de sus partes íntimas me excitaba demasiado. Mis manos adquirían más fuerza al frotarse contra mi pene. Iba a acabar en poco tiempo… No había estado consciente de mucho más hasta que imaginé que le tocaba de nuevo. Su voz sonó en mi cabeza tan real que casi me lo creí. Ahí en la ducha, pejeándome en silencio, me pareció escuchar a José pidiéndome que lo penetrase.
No siempre me he considerado un caballero. Incluso en mis sueños y fantasías. Pero cuando escuché a José pedirme que lo penetrase, no pude hacer menos que concederle la petición.
Los chorros de semen salieron casi con dolor. Mis piernas flaquearon un instante, aunque mis manos no podían parar de tocarme. Gracias al cielo no había lanzado un gemido, o podía haber sido incómodo después.
Me sentía un poco sucio. Aunque de todas formas estaba contento. El agua, aún fría, seguía corriendo en surcos sobre mi piel, llevándose todo el sudor con ella. Mi corazón resintió algo en ese momento. Deseé que eso también se pudiera ir con el agua.
Poco después de abrir los ojos, me pregunté si sería pecado intentar algo con el chico de la otra habitación. Y sin saber la respuesta, me aseguré de que pasara lo que pasara, ésa noche no debía dormir con José en la misma cama.
Bien... sé que no lo he hecho bien. Pero cualquier crítica mía no vale tanto como la de ustedes. Les agradecería mucho si me hicieran saber su opinión. Es el primer relato que subo acá, y aunque no es la primera vez escribiendo, siento que hay mucho qué arreglar jajaja. De cualquier forma, espero que me hagan saber sus opiniones. Me gustaría escribir una saga, que no sé de dónde saldrá, pero seguro habrá algo en mi cabeza además de hormoras descontroladas. Algo sacaré para ustedes :)
Les agradece, Max L.
POR CIERTO! Este capítulo está dedicado a Rofacale . Por todas las lágrimas, sonrisas y pajas que has provocado. (No te escribo un mail porque me sentiría muy bien que leyeras este comentario después de haber leído mi relato. Lo sé, soy muy... ñe).