Beatriz. Una casa en la playa.
La niña que guardaba en mis recuerdos se entrega al sexo más animal y salvaje.
Beatriz tenía dieciocho años cuando todo pasó. Algo que jamás pensé que podría pasarme. No soy un hombre atractivo, ni lo fui especialmente durante mi juventud. En aquel entonces tenía yo veinticuatro años y había ido a pasar unos días a casa de mi madrina, una mujer que había superado la cincuentena y que no había podido tener hijos. Se había retirado a su casa de la playa a pasar allí los meses de calor, y no era extraño que me invitase a pasar unos días con ella durante el verano.
Lo que sí fue sorprendente fue encontrar allí a su sobrina Beatriz, que como ya he dicho por entonces tenía dieciséis años. Era el rostro de la inocencia. Su cabello rubio oscuro, lacio y liso que caía amablemente sobre los hombros, su boca rojiza y sus ojos ligeramente achinados. Su cuerpo era casi perfecto. El pecho pequeño, la cadera justa con las curvas apropiadas. Sus piernas bien moldeadas, su cintura pequeña y ligera. Y su culo, un culo glorioso con las proporciones ideales, y que desde el momento en que reparé en él me hizo obsesionarme con la idea de hacerlo mío.
Nos saludamos, hacía tiempo que no nos veíamos y ella había cambiado mucho. El recuerdo que guardaba en mi memoria era el de una niña. Ahora tenía ante mis ojos a una mujer joven y hermosa, abriéndose a la vida.
El tiempo acompañaba en aquella temporada, y no tardamos en prepararnos para pasar la mañana en la playa. Me vestí con mi bañador y mi camiseta. Bea se había puesto un vestidito de lino blanco. Estaba preciosa. Llegamos a la playa y ante mí se despojó de su vestido y me mostró el obsceno espectáculo de su cuerpo en bikini. Era un bikini negro, que tapaba únicamente lo necesario e imprescindible. Sus muslos firmes aparecieron ante mí como una visión celestial. Lo que podía verse de sus nalgas tersas y duras era suficiente para provocarme una tremenda excitación. Me sentía mal ante mí mismo por reconocerlo, pero cada vez deseaba más a aquella chica de sólo dieciséis años. Hubiera dado lo que fuera por hacerle el amor allí mismo y quitarle para siempre lo que de inocencia pudiese quedarle.
Afortunadamente el agua fría del mar consiguió mitigar mi erección y hacerme pasar inadvertido ante esa diosa que me robaba el entendimiento. El tiempo pasó y volvimos a casa para comer. Después de comer ella se retiró a dormir la siesta mientras mi madrina y yo charlábamos. Luego subí al piso superior con intención de dormir también un poco, y al pasar por delante de la puerta entreabierta de su dormitorio pude verla tumbada en la cama. Respiraba muy despacio, de forma lenta y regular, tapada por una camiseta y con la parte inferior del bikini al descubierto. Pude ver con detenimiento sus sensuales curvas, sus muslos firmes y sus pies descalzos
Traté de pensar en otra cosa. Fui a mi cuarto, pero no pude quitármela de la cabeza. Tomé una determinación: en los próximos días habría de ser mía. Mi sexo tenía que introducirse en el suyo, mi verga debía verse rodeada de su calor, de su humedad.
Llegó la hora de la cena, durante la que mantuvimos una animada conversación y, al terminar, salimos al jardín para sentarnos un rato en el banco y disfrutar de aquel cielo despejado en el que se asomaban millones de estrellas. Mi madrina no tardó en retirarse a dormir, y Bea y yo nos quedamos fuera. Solos.
Era mi momento. Hablábamos tranquilamente. Reíamos. Mi mano se posó en su muslo, en su rodilla. Me acerqué a ella con intención de rozar mis labios con los suyos. Fue un momento de delirio. Pensé que me rechazaría pero no lo hizo. Nuestras bocas se encontraron en la calidez de aquella noche. Su lengua húmeda y caliente jugó con la mía y nos fundimos. Yo creía morir. Nos besamos como si no fuéramos a vernos nunca más. La cosa iba tomando consistencia y nuestras manos ya exploraban el cuerpo del otro. Mi mano acariciaba su piel, las suyas buscaban mi espalda.
No recuerdo quién decidió por el otro, pero en un momento me encontré subiendo las escaleras. Sin decir nada acordamos con la mirada que lo mejor era subir al dormitorio de la buhardilla. Allí, junto a la cama, se quitó su ropa hasta quedar cubierta por un diminuto tanga negro. Se me ofrecía sin reservas. Me desnudé, se tumbó en la cama bocabajo, ofreciéndome el espectáculo de sus nalgas casi desnudas. Dejando el miedo fuera de la ecuación, aparté el hilo de su tanga y dejé al descubierto su ano. Acerqué a él la boca y lo lamí con ansia. Aquel culo de nalgas duras y ano rosáceo estaba por fin bajo mi total control. Lamía su agujero cubierto de un fino vello como si mi vida fuera a extinguirse en aquel mismo momento y ella ahogaba gemidos suaves contra la almohada.
Se dio la vuelta y le arrebaté la braguita. La pequeña mata de vello en su monte de venus quedó al descubierto y me lancé de nuevo con éxtasis a deslizar mi lengua por su sexo aún por explorar. Sus piernas abiertas facilitaban la labor, mi lengua recorría aquel manantial de néctar y al acariciar por primera vez su clítoris pude notar como se erizaba su piel sin poder reprimir un escalofrío acompañado de un hondo suspiro. Poco duró el recorrido de mi lengua por su selva virgen, pues en seguida me tomó por la cabeza y me hizo tumbarme bocarriba. Ella se situó sobre mi verga, y cogiéndola con una mano se la embocó en la entrada de su húmedo coño. Fue sentándose lentamente sobre mí, mientras cerraba los ojos y se mordía el labio inferior. Noté claramente cada milímetro que me introducía en ella. Estaba realmente muy mojada y entró con facilidad. Una vez que estuvo dentro por completo, empezó a moverse. Lo probó todo. De arriba abajo, de adelante atrás, en círculos, haciendo sentadillas Sabía que podría morirme feliz en aquel momento, teniéndola sobre mi polla cabalgando como un animal. Se contoneaba de un modo tan arrebatadoramente excitante que creía que acabaría todo allí mismo. Me encantaba ver sus muslos firmes, sentir sus nalgas en mis manos, apretarlas como si fueran a desaparecer. Tocar sus senos rosados con los dedos mientras su sexo me brindaba aquel calor, aquel placer.
De pronto hizo algo que terminó de descolocarme y de volverme loco. Se inclinó hacia delante y me susurró algo al oído. Al principio pensé que se trataba de una alucinación, pero pronto me di cuenta de la realidad de su petición. Sus palabras fueron claras. «Méteme un dedo en el culo». No podía creerlo, pero era impensable decepcionar a aquella diosa adolescente que quería en su primera experiencia conocer los límites del sexo. Le llevé mi dedo a la boca. Lo chupó y lo lamió como si fuera un chupa-chups y se lo metí por el culo enérgicamente. Tuvo entonces que hacer grandes esfuerzos para no gritar. Gemía ahogadamente mientras mi dedo se internaba en su cloaca. Aumentó el ritmo de sus movimientos. Le gustaba sentirse invadida por todas partes al mismo tiempo. Estuvimos así unos minutos que se tornaron eternos, hasta que volvió a acercarse a mi oído y susurró nuevamente. «Tu polla. Saca el dedo y mete la polla». Sus deseos eran órdenes. Le saqué el dedo del culo y sin pensarlo se lo volví a meter en la boca. Lo chupó sin miramientos. Entonces ella misma se sacó mi polla del coño y se la puso en la entrada de su cueva trasera. Se fue sentando poco a poco y muy lentamente, casi a cámara lenta, mi polla se perdió en su jugoso recto. Dios santo, aquello no podía estar pasándome. Era como meter la polla en un tarro de mermelada caliente. Suave y apretado, su intestino me envolvía la verga fuertemente, haciéndome prisionero de aquel culo que había deseado desde que lo vi en la playa. Era una sensación indescriptible y no la hubiera cambiado por nada, pero llego el momento en que quise tomar el control de la situación.
Hice que Bea detuviese aquella cabalgada salvaje y que se tumbara bocabajo en la cama. Luego me tumbé sobre su espalda y volví a penetrar su ano y a alojarme en su recto. Ella había dejado ya por imposible el reprimir sus instintos más elementales y gritaba con desesperación ahogando contra la almohada aquel remolino de desenfreno irracional. Su mano se había deslizado bajo su vientre y se estimulaba el clítoris de forma casi violenta, agonizante, deseosa de provocarse la última oleada de placer y terminar con aquella locura. Casi se follaba el coño con sus propios dedos mientras mi polla entraba y salía repetidamente de su culo hasta que por fin estalló.
Se corrió de una forma brutal. Se retorció sobre la cama como si estuviera fuera de sí, su cuerpo se tensó un momento mientras contenía la respiración y en un último gemido se desplomó sobre la cama. En ese mismo instante mi orgasmo me hizo lanzar mi esperma dentro de su recto, ahora repleto, dejándome completamente extasiado y haciéndome caer sobre el cuerpo de Bea.
La vida dio muchos giros, y el destino hizo que Bea y yo nos enlazáramos en la más salvaje unión física aquella semana, y que al despedirnos no nos volviéramos a ver en mucho tiempo. Cuando nos reencontramos las cosas habían cambiado, pero en eso, amigos, prefiero no pensar.