Beatriz (9)

Una historia real

IX

Pronto sus labios buscaron de nuevo los míos y su cuerpo se rozaba con el mío con excitada sensualidad. No quiso dejar de bailar durante unos cuantos temas, alternando los besos con algunos tragos a nuestras copas. En un momento preguntó:

—¿Quieres hacerme el amor?

—Sí quiero. Pero no voy a hacerlo.

Se apretó más contra mí y me susurró al oído:

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! Cuídate mucho, debes ser el único ejemplar de tu especie que quede en el mundo.

Temía haberme equivocado de lleno al decir aquello porque lo considerase como un rechazo. Al decirme aquello comprendí que, por el contrario, había acertado plenamente. Lo suyo había sido, más que la expresión de un deseo, un ofrecimiento para «compensar» la excitación que, se daba perfecta cuenta, me estaba provocando. Me lo confirmó ella misma tras un par de temas más al sentarse de nuevo en la cama, arrastrarme a su lado y decir:

—Sé que me comprendes porque tengo la sensación de que compartimos la misma sensibilidad. Deseo ardientemente hacer el amor contigo, pero ahora mismo no estoy segura de que no sea, en parte, por efecto del alcohol, lo agradable de la comida, lo romántico de la música, el inefable placer de tu compañía, lo atractivo que eres, lo maravilloso de tus besos, y lo cachonda que estoy. Todo eso sería, desde luego, suficiente para justificar que nos acostásemos. Pero no sé si estoy preparada para eso. No para follar contigo, que lo estoy, sino para engañar «más» a Jorge hoy. Te has dado cuenta y me has «liberado» del compromiso. Desde luego si hubieses dicho que sí ahora mismo estaría entre tus brazos. Hoy prefiero «conformarme» con la excitación en sí.

—No necesitabas todo ese discurso. Lo conocía antes de pronunciarlo.

—¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero! —Apuró el vaso de un trago y dijo—: Ponme otro, por favor. Creo que hoy estoy atisbando lo que es el paraíso.

Fui a llenar de nuevo los vasos.

—Y ahora me vas a dejar que termine con esto. Si es que quieres llevártelo antes de Navidad.

Empecé a imprimir el fichero.

—No te olvides de apuntarme tu número de teléfono.

Cuando terminó la impresión anoté el número solicitado en una de las hojas.

—Encima de la mesa te lo dejo para que te lo lleves al marcharte.

—Gracias. ¿Puedo besarte otra vez?

—¿Tienes que pedir permiso para eso? Tú verás lo que eres capaz de «resistir». A mí me tendrás que atar las manos a la espalda.

Volvimos a besarnos durante un rato. De repente se separó y dijo:

—Bien. Acabo de descubrir lo que soy «capaz de resistir», y es hasta aquí mismo. De forma que, si no te importa, voy a marcharme ahora. De lo contrario terminaré violándote, lo quieras o no.

—Creo que es una decisión acertada, por mucho que lo lamente.

—¿Me quedo? Pero si me quedo me haces el amor.

—No. Te marchas con la conciencia tranquila.

—¿Con la conciencia tranquila? ¡Y un cuerno! Ya le estoy engañando, así que llevarlo un poco más adelante no supondría mucho mayor «pecado».

—Beatriz, te deseo con todo mi cuerpo. Pero por encima de todo no quiero perder tu amistad.

—Ni yo. Me marcho. No con la conciencia tranquila, sino con rabia por no haberte conocido antes. ¡Qué pérdida de tiempo! —Luego riéndose—: Y «chorreando» hasta por las pestañas.

Se había puesto los zapatos mientras decía eso, salió hacia la puerta cogiendo la gabardina y las hojas impresas.

—¡Por favor, que esto no cambie nada entre nosotros! ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Me besó de nuevo y salió exclamando:

—¡Malditos, o mejor benditos, huevos y viernes!

Sentí que subía las escaleras «escopetada» mientras me quedaba sumido en un mar de incertidumbres.

Eran las siete de la tarde. Me tumbé en la cama tratando de asimilar todo aquello.