Beatriz (8)

Una historia real

VIII

Salimos del restaurante sin que yo tuviese ni idea del camino que tomaríamos. En cuanto estuvimos en la puerta me rodeó la cintura con su brazo e hizo que yo hiciese lo propio mientras apoyaba la cabeza en mi hombro.

En tan «agradables» condiciones la marcha fue, inevitablemente, muy lenta.

Caminamos hacia la avenida de América para bajar por ella camino del Parque de las Avenidas. La mano que rodeaba mi cintura no permanecía estática, sino que se movía en ligeras caricias. En mitad del puente dela M-30ocurrió: me hizo detenerme, se puso frente a mí y me besó en la boca. Fue un beso intenso, pero tímido. Poco después seguimos caminando sin hacer comentario alguno.

Pero la rueda había empezado a dar vueltas y ya era difícil detenerla. Cada vez en intervalos más cortos nos deteníamos de nuevo para repetir la caricia, que fue perdiendo timidez y ganando sensualidad. Yo no lo buscaba, pero tampoco estaba dispuesto a negarme. Sentí que, inevitablemente, crecía mi excitación. Y ella también se dio cuenta. Sin entrar en el grado de la suya propia. Tal vez por eso detuvo las caricias cuando llegamos a zonas más transitadas.

Caminamos en silencio, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Sólo casi llegando de nuevo a casa dijo:

—Los dos sabíamos que esto tenía que pasar. ¿Verdad?

—Supongo que sí. Pero no ha pasado nada. Al menos nada «irreparable».

—A mí me ha resultado delicioso. Y ese es el problema: que sé que voy a querer repetirlo pero...

—Pero no quieres pasar de ahí. No te preocupes. Puede ser tan inocente como nuestras conversaciones.

—No lo sé. He sentido tu reacción, y he notado la mía propia.

—Eso no lo puedo evitar, pero sí controlarlo.

—¿Sabes lo que te digo? Desde que te vi el primer día sabía que sería inevitable si volvía a verte, pero no voy a comerme el «tarro» con eso. Como no quieres trabajar estando yo, esta tarde vamos a emborracharnos juntos. Y te advierto que a mí me falta ya poco.

—Con tal que puedas subir luego las escaleras.

—Y si no puedo me subes tú en brazos.

—Y te «deposito» en los amorosos brazos de tu marido. Eso suponiendo que yo esté mejor.

Nada más entrar en mi casa se quitó los zapatos y se tumbó en mi cama.

—¿Puedo? —Preguntó cuando ya lo había hecho.

—Estás en tu casa. ¿Quieres ahora un whisky?

—Sí. Con mucho hielo y sin agua.

Fui a preparar las bebidas. Cuando volví con ellas tenía en las manos la foto de Lola y la miraba atentamente.

—¡Sí que es guapa la condenada! ¿Que edad tiene?

—El veinte de marzo hace cincuenta, creo.

—¡Es una desvergonzada! ¡No se puede tener esa figura a los cincuenta años!

—Bueno, ahí tenía cuarenta y cinco.

—Es lo mismo. Me sigue dando envidia... por muchas cosas. Desde luego, supo elegir muy bien la foto que te dio.

—La elegí yo de entre las ciento que le hice aquel verano.

—¿Estuviste en la playa con ella?

—Sí. Pero eso pertenece a la «larga historia» que no te voy a contar, de momento.

Deposité los vasos en la mesilla de noche e intenté sentarme en la silla del ordenador.

—¿Vas a trabajar?

—No.

—Entonces siéntate aquí conmigo.

Lo hice en el borde de la cama. Me dio la fotografía diciendo:

—Toma. «Cuélgala» de nuevo. No quiero tenerla entre nosotros, es demasiada competencia.

—Lo serías tú para ella en todo caso —Dije mientras la devolvía a su sitio.

—Eso está por demostrar.

Cogí mi bebida y la alcé para brindar. Ella se incorporó sobre un codo e hizo chocar su vaso contra el mío. Después de beber un sorbo me quitó el vaso de la mano, lo volvió a dejar en la mesilla junto con el suyo, y cogiéndome de la camisa me tumbó sobre ella para besarme en la boca mientras me abrazaba fuertemente. Correspondí a la caricia con todo ardor, pero intentando que fuesen sólo las bocas las que interviniesen en ella.

—¡Joder tío. Encima sabes besar!

—Voy a poner un poco de música. ¿Me dejas?

No parecía tener intención de soltarme. Las curvas de su cuerpo se apretaban contra el mío. Sus muslos estaban casi por completo al descubierto. Y yo no sabía si sería capaz de resistir aquel conjunto de cosas.

—Sí. Tengo curiosidad por ver lo que eliges.

No «elegí.» Cogí una cinta al azar y la puse en la pletina sin mirarla siquiera. cuando empezó a sonar me di cuenta que era el «famoso» "Superitaliano", del que todas «mis mujeres» han querido una copia.

Lanzó una exclamación cuando reconoció el primer tema diciendo:

—¡Esto no es normal! ¡Hasta tu música me entusiasma!

Temía que si volvía a sentarme junto a ella reanudase los besos con las imprevisibles consecuencias que eso podría acarrear, por lo que dije:

—Voy a prepararte algo de lo que quieres leer.

—¡Sí, por favor!

Hice una pequeña selección de poemas y los pasé a un fichero para imprimirlos todos seguidos. Cuando empezó a sonar "Yo caminaré" exclamó:

—¡Oh! ¡Esto tengo que bailarlo contigo! ¿Quieres?

—Desde luego.

Saltó de la cama y se abrazó a mí empezando a moverse al ritmo de la música. Sin zapatos era un par de centímetros más baja que yo, por lo que su cabeza encajaba perfectamente entre mi cuello y hombro.