Beatriz (7)

Una historia real

VII

Cuando entré en la cafetería vi que se había puesto una especie de gabardina larga hasta los pies; pese a las temperaturas primaverales que estamos disfrutando en este mes de febrero, no es cosa de salir a la calle sin abrigo alguno; que la hacían todavía más sexy, si cabe, al mostrar su corta falda por la abertura delantera. No pude evitar decirme que la niña estaba que reventaba de buena.

—De calle también estás muy guapo —Me dijo cuando llegué a su lado.

—Y vestido de centurión romano, ya ni te cuento. ¿Quieres tomar algo?

—Sí. Un vermú mientras decides dónde comemos.

Pedí el vermú y un vino blanco para mí y dije:

—Eso ya lo tengo decidido. Vamos a comer muy cerca de aquí, pero en un sitio que no conoce apenas nadie del barrio.

—¿Dónde?

—En un restaurante que hay al final de María Teresa.

—¿Y eso dónde está?

No me había acordado que era nueva en el barrio.

—Esa es la calle de detrás de ésta. Haciala Avenidade América.

—¿Y está bien el sitio?

—Sí. Sobre todo es muy «escondido» a pesar de estar a dos pasos de casa. Lo único que a lo mejor te resulta un poco caro.

—Eso no importa. Un día es un día.

Terminamos las bebidas y echamos a andar “Cartagena” arriba. Ella caminaba cogida estrechamente de mi brazo. Giramos por “María Teresa” y descendimos hasta el restaurante, que está muy cerca del viejo paso del Canal De Isabel II.

—¡Pero esto está pegado a nuestra casa! —Exclamó al llegar.

—Ya te lo había dicho. Pero, ¿a que no lo conocías?

—Ni idea tenía de que estaba esto aquí.

—Pues como tú, el noventa por ciento del barrio.

Pese a eso el local estaba bastante concurrido, aunque no tuvimos ninguna dificultad en que nos diesen una mesa en un lugar de lo más discreto.

—Me gusta —Comentó mirando alrededor mientras se sentaba tras quitarse la gabardina—. No sé, pero presiento que siempre me va a gustar todo lo que provenga de ti.

Cuando el camarero nos trajo las cartas, siguió:

—Tanto me lo parece que te voy a dejar elegir a ti para los dos.

—¿Sin darme ninguna pista de lo que te gusta?

—No. Adivina.

Hice la comanda de la comida y el vino sin que ella hiciese comentario alguno sobre si le parecía bien o no.

—Bueno —Dijo cuando tuvo la copa de vino en la mano—. Háblame de ella.

—¿De quién?

—De la mujer de la fotografía.

—Se llama Lola. Pero creo que con uno de los dos que esté obsesionado hay bastante.

—¿Y tú todavía lo estás?

—En cierto modo.

—¿Cuánto tiempo hace que la conoces?

—En mayo hará cinco años. Pero hace más de dos que no sé prácticamente nada de ella. Y más de cuatro que lo nuestro terminó de manera más o menos «oficial». Aunque en el 96 hubo una especie de intento fallido de reanudación.

—Es mucho tiempo. He visto la foto, claro. Es guapa, pero tampoco nada fuera de lo común. ¿Qué tiene para que sigas «colgado»?

—No lo sé. Y tampoco he dicho que siga «colgado».

—Que estás obsesionado. Llámalo hache.

—Lo que pretendía decir es que no te obsesiones tú ahora con ella. No creo que merezca la pena.

—¿No merece la pena? ¿Con su foto presidiendo tu lugar de trabajo?

—Quien «preside» es Abril.

—Bueno, pero ella está, como poco, de adjunta a la presidencia. ¿Era muy buena en la cama?

—Era la mejor. Pero no creo que sea ese el motivo únicamente.

—Te voy a perdonar porque no sabes cómo soy yo en esos «menesteres». ¿Cuántas ha habido después de Lola?

—No sé. Seis o siete. ¿Pero qué pasa? ¿Que aquí sólo me «confieso» yo?

—Aparte de que mis «confesiones» no tienen el menor interés, ya llegará mi turno. Hoy te toca a ti.

—Tengo la impresión de que me lleva «tocando» a mí desde el primer día.

—No te quejes. Tú eres la estrella; por cierto, esto está buenísimo. Así que seis o siete. ¡Si tiene que tener algo muy especial para que no haya podido «desbancarla» ninguna de ellas!

—Desde luego para mí lo tiene. O lo tenía.

—Lo tiene, no te engañes, o no pretendas engañarme a mí.

—Bueno, supongo que se me pasará alguna vez.

—Y si no, aquí tienes mi hombro para llorar.

Había puesto su mano sobre la mía al decir aquello, y me pareció que lo estaba diciendo completamente en serio.

—Gracias, pero hace tiempo ya que dejé de llorar por ella. Lo malo es que tampoco he vuelto a llorar por nadie más.

Comió en silencio durante un buen rato, como si estuviese meditando a fondo su próxima pregunta.

—¿Has hecho algún intento de volver con ella?

—Pocos. Y supongo que de forma inadecuada. El caso es que no han dado resultado. O me lo parece a mí.

—¿Te lo parece? ¡Uy, uy, uy! ¡Qué me «huelo» que eso no está nada claro! Ya me contarás lo ocurrido. Pero voy a dejar el tema por el momento. No quiero darte la comida.

—Pues empieza a contar de ti. ¿Qué sucede, por ejemplo, con tu matrimonio?

—Es la historia de siempre. Aunque no me casé demasiado joven, sí era demasiado inexperta. Y las cosas no son del color que una espera que sean.

—¿Por qué no tenéis hijos?

—Eso es parte de la historia. Jorge no quiere ni oír hablar de niños hasta que no mejore su nivel económico y social, por lo que tomo anticonceptivos desde que nos casamos. Para que te ubiques mejor, te diré que yo sí tengo, por herencia, posibilidades económicas suficientes. Pero él no quiere ni mencionar ese dinero, excepto para cosas mías personales, y eso siempre que no considera que le correspondería pagarlas a él. Como ves tiene una mentalidad totalmente machista y un orgullo muy mal entendido.

—¿Ese es el problema? ¿Tú sí quieres hijos?

—No inexcusablemente. Y sobre todo no porque crea que eso solucionaría nada en nuestra relación. Es sólo una pieza del puzzle.

—Dime otras. Por supuesto no tengo que decirte que tú también te puedes negar a contestar cuando lo estimes oportuno.

—No pienso hacer eso. Me inspiras confianza. Y, por otra parte, creo que estaba deseando tener a alguien a quien poder contarle estas cosas. Aunque te puedes imaginar que son las mismas de siempre. Son un sinfín de cosas pequeñas, o no tan pequeñas, que al final terminan haciendo una grande. No me permite, por ejemplo, trabajar. Ni siquiera hacer alguna actividad que me aparte un poco de las rutinarias tareas domésticas. Ha conseguido distanciarme; no de forma impositiva, pero sí efectiva; de mis antiguas amistades. Y, sin embargo, él no duda, en los pocos momentos que el trabajo le deja, en salir con sus amigos dejándome a mí sola y aburrida en casa. No, no me siento, ciertamente, muy «realizada».

—¿En el terreno sexual las cosas funcionan mejor?

—No tengo elementos de comparación, pero no creo que vayan muy bien tampoco. El amor se hace siempre a dictados de su voluntad y a su manera. Un dato que me dice que no siempre debe ser así, es que experimento, con demasiada frecuencia, más placer cuando me masturbo que cuando follo con él. Eso me lleva a la masturbación con, tal vez, excesiva frecuencia.

—Se me ocurren otro montón de preguntas. Pero tal vez sean demasiado íntimas para formularlas ahora.

—Puedes preguntar lo que quieras.

—Prefiero esperar a que nuestra amistad se consolide.

—Como quieras. Yo, sin embargo, no pienso cortarme un pelo. ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo?

—No llevo la cuenta, pero creo que, entre unas cosas y otras, cerca de tres meses.

—¿Y no te «aprieta» la necesidad?

—Siento, de vez en cuando, la añoranza de un cuerpo de mujer entre mis brazos, pero no es acuciante todavía. Yo también conozco el «arte» de la masturbación.

—Ya, pero... Para mí es necesaria y gratificante. Pero supongo que tú, en cuanto movieses un dedo, podrías satisfacer esas «añoranzas».

—No creas. No con quien quisiera. Y si a eso vamos, tú también podrías hacerlo.

—No es lo mismo. Por mucho que nos pese siguen existiendo los convencionalismos sociales y los atavismos educacionales. Yo; aparte de esa misma «selectividad» de que has hablado, soy una mujer casada. Tú eres libre y no tienes que dar cuentas a nadie. Ni siquiera a la sociedad, que te aplaudiría.

—Siempre he preferido la calidad a la cantidad. Aunque me he equivocado montones de veces. No tengo prisa y no quiero volver a equivocarme, en la medida de lo posible.

—Dime cómo es tu mujer ideal. Quiero decir, simplemente, la mujer con la que te acostarías. Nada de idealizaciones.

—Ya has visto su foto.

—He visto a una persona dentro de un cuerpo. ¿La mujer que te llevase a la cama tendría que ajustarse también a esos patrones físicos?

—No necesariamente, pero tendría que andar muy cerca. Mira, todo eso de que el físico no importa está muy bien... para enamorarse y después de haber quemado otras etapas. Por lo menos yo, para acostarme con alguien, tiene que satisfacer mínimamente mis propios cánones de belleza física.

—Descríbeme esos cánones.

—Es un molde bastante amplio. Quiero decir que tiene capacidad para albergar muchos tipos de mujer. Pero, simplemente, mírate a un espejo.

—¿Yo cumplo los requisitos? ¿Conmigo sí te acostarías?

—Tú representas el límite superior de los requisitos. No me hace falta tanto, normalmente.

—¡Cómo sabes halagar a una mujer! ¿Siempre das con la frase justa para eso?

—La mejor estrategia suele ser siempre la verdad.

—Gracias por la parte que me toca. Pero pienso que, con tu cortesía, no dirás siempre la verdad a las mujeres.

—Siempre. Aunque no necesariamente «toda» la verdad. Cada mujer, cada persona, tiene siempre algún rasgo que poder destacar y alabar sin faltar a la verdad. Mentir en ese terreno, aunque «quede bien», siempre suele dejarle a uno con el culo al aire. ¿Qué opinas, por ejemplo, de aquel, o aquella, que no sabiendo que otra cosa decir, te suelta nada más conocerte que eres muy inteligente? A mí me suele dar risa.

—Pero eso es porque tú eres «muy inteligente».

—¡Ya! ¡Y tú estás como un «tren»!

Nos reímos alegremente ante semejantes frases. Ya estábamos por los segundos platos y Beatriz comentó:

—Me temo que no tengo forma humana de «escaparme» de ti. Tus «redes» son demasiado extensas para los simples pececillos mortales. Todo lo que has pedido está exquisito; incluido el vino, que me está poniendo muy «contenta». Dime, ¿Hay algo que no hagas bien?

—Un amplio catálogo de cosas. Pero, sinceramente, procuro no hacerlas, al menos en «público». La vanidad es uno de mis grandes defectos.

—Sospecho que en tu caso no es vanidad, sino justa autovaloración.

—¿Ves? ¡Me hincho como un pavo ante estas cosas!

—Ya lo veo, por eso te las digo. ¿Me permites escoger yo el postre?

—Siempre que no sea algo demasiado afrodisíaco.

—¡Pues me has fastidiado la intención!

Entre lo que ofertaban en la carta eligió un suflé flambeado y dos copas de “Armagnac”. Supongo que querría demostrar que podía valerse perfectamente por sí sola en cuestiones de gastronomía.

—Me siento feliz —Dijo—. Contigo siempre me siento feliz. No podía imaginar que tenía tan «buenos momentos» tan cerca de mi casa.

—El sentimiento es mutuo, te lo aseguro.

—¿Sabes lo que me gustaría mucho?

—Tú dirás.

—Que ahora, cuando volvamos a tu casa, hicieses como si yo no estuviese y te pusieses a trabajar. Me encantaría verte en tu «salsa».

—No podré sustraerme a tu presencia.

—No molestaría nada.

—Pero yo sabría que estás ahí. Hasta mi trabajo necesita un mínimo de concentración.

—Como quieras. Pero no querría hacer que te retrasases en tus deberes.

—No te preocupes por eso.

Mientras le traían la cuenta que había solicitado preguntó:

—¿Te apetece dar un paseo antes de volver? El día está precioso.

—Desde luego. Pero los «paisajes» por aquí no son demasiado bucólicos que digamos.

—Yo el «paisaje» lo llevo dentro.

—Yo lo llevaré al lado.

—¡Oh! ¿Cómo no voy a quererte?