Beatriz (6)

Una historia real.

VI

Hablamos durante nueve o diez minutos. Lo único reseñable fue que dijo que el jueves quería que fuese por fin con ella a Alcalá de Henares, aunque no pudiese conducir. En ese momento suponía que no me iba a apetecer nada hacerlo.

—Esa es la mujer a la que más he querido en mi vida —Contesté a la pregunta de Beatriz nada más colgar—. A la que no sé si todavía quiero. La que, desde luego, me impide querer a ninguna otra. Pero esa es una historia demasiado larga.

—¿Era ella? —Dijo señalando el teléfono.

—Ni por asomo. Era otra amiga.

—¡Madre mía qué solicitado está el «producto»!

—Nada de eso. Eso es una sociedad de servicios mutuos.

—Ya me imagino que clase de «servicios». Esa historia también me la contarás, pero primero la de la mujer de la foto.

—Se llama Lola. Y ya te he dicho que es demasiado larga y complicada.

—Pero yo quiero saberla.

—Nos haría falta mucho más de un día para completarla.

—¿No quieres hablar de ella?

—No es eso. Es que es realmente largo.

—Tenemos tiempo. Tenemos mucho tiempo... Si tú quieres concedérmelo.

—Supongo que te irás enterando de los detalles en nuestras futuras conversaciones. De momento confórmate con lo que te he dicho.

—No sé si eres un genio o eres diabólico. Seguramente eres un genio diabólico. ¿Comprendes que eso, dejado así, es suficiente para que cualquier mujer ponga sus cinco sentidos en desbancarla de tu pensamiento?

—Comprendo que eso, por experiencias no demasiado gratificantes para los demás, es suficiente para desilusionar a cualquier mujer.

—No para quien, como yo, esté segura de que no hay en el mundo una mujer mejor que ella.

—Los «valores» de cada cual son totalmente subjetivos para los otros.

—Creo que no ha sido aposta, pero la has fastidiado. Ya no voy a descansar hasta que no sea una foto mía la que cuelgue de ahí.

—Beatriz, por favor. Vamos a sellar un pacto de amistad. ¿Quieres? Y la amistad es complementaria, no excluyente, con otros sentimientos. Quiero poder contarte todo lo que se me ocurra, y lo que me ocurra.

—De acuerdo. Pero un pacto se sella con un beso.

Pasó su brazo sobre mis hombros y rozó mis labios con los suyos.

—Creo que te estás comprometiendo a mucho —Dije.

—Creo que tú más que yo.

—Esto es una presunción inaguantable, pero voy a decirlo: por favor, no te enamores de mí.

—Si tengo que prometer algo sólo prometo que, en cualquier caso, tú nunca te enterarías. ¡Y deja de mirarme las piernas!

Fue genial su método de «aligerar« el ambiente.

—¡Chiquilla. Es que uno no es de corcho!

—Entonces será mejor que no larguemos a comer. ¡No quiero tener que abofetearte!

—Mejor, porque terminarías por tener que hacerlo. Tú estás vestida, pero yo no.

—¿Y tengo que mirar para otro lado?

—Me temo que «todavía» sí.

—Entonces yo me subo a por el bolso mientras te vistes. Y vamos a hacer las cosas «bien»: Te espero en Zaina, o como se llame ahora, ¿digamos en quince minutos?

—De acuerdo. Esto tiene todo el sabor de una aventura prohibida.

—Tiene un sabor delicioso —Volvió a rozarme los labios—. Hasta ahora.

Se marchó y yo empecé a vestirme. No sabía qué pensar de todo aquello. Me agradaba la idea de tener una amiga, una confidente. Como Abril, pero de carne y hueso. Algo como lo que hubiese podido ser Rosa, pero mucho más próxima. Pero, como pasaba con aquella, también me gustaba una barbaridad físicamente. Y no sabía hasta que punto ambas cosas eran compatibles.

Enseguida estuve vestido y listo, pero no quería salir de casa hasta que no la oyese bajar a ella. Lo hizo poco después y, al salir, golpeó mi puerta como una señal de aviso, aunque sin detenerse, pues escuché su taconeo dirigiéndose a la puerta del portal. Esperé todavía unos minutos antes de salir a mi vez.