Beatriz (5)
Una historia real
V
Me llevó de la mano hasta el dormitorio. Con total naturalidad se sentó sobre la cama, sin hacer, y me arrastró a su lado.
—Como ves —Me disculpé—, la cama y la carne me gustan poco hechas.
—No te disculpes por tonterías —Protestó—. Me entusiasma todo lo tuyo. Tienes la casa muy ordenada y este toque de despreocupación me parece encantador. Ya te he dicho que la casa es como tú. Eres tú reflejándote en ella. Pero esta habitación en concreto, es tu alma. O al menos una gran ventana a ella.
—Es mi «sancta sanctorum», en efecto.
—Cuatro cosas, no más, y desprenden toda una vida. Sólo con traerla aquí podrías ganarte la voluntad de cualquier mujer. Cerrada, penumbrosa, recoleta, misteriosa, pero abierta de par en par para quien quiera y sepa entrar en ella. Por eso no tiene puerta.
—Me gusta la noche, tanto para trabajar como para divertirme, y procuro «reproducir» sus condiciones.
—Tenía que gustarte. Creo que eres el último bohemio auténtico, no mistificado ni para la galería.
—Yo siempre he pensado que soy el último romántico.
—Son cosas casi complementarias. ¿Sabes que me podría enamorar de ti sin darme ni cuenta?
—No puedes. No me conoces. Y por algo será que todas «mis mujeres» me han dejado a mí. Además, te aconsejo que no lo hagas. No soy nada recomendable.
—Eso también lo sé, y es lo que te hace irresistible sin proponértelo. Bien, empieza con las historias que este cuarto encierra.
—¿Como cuál?
—Ahí —Señalaba el ordenador— es donde escribes. ¿Verdad?
—Ahí es donde «vivo» —Contesté—. Ahí trabajo. Ahí me entretengo jugando al ajedrez. Ahí me «realizo» escribiendo lo que me gusta. Ahí me pongo hasta el culo de café y cigarrillos. Ahí escucho mi música.
—¡Oh, por Dios! Eres tan apasionante que se me amontonan los conceptos. Pero de la música quería hablarte, ya te lo dije el otro día.
—Es cierto. Aunque confieso que no sé por qué.
—No sabes, claro está, que nuestro dormitorio está justo encima de éste. Algunas noches escucho tu música, aunque tengo que concentrarme mucho para ello, la pones demasiado baja; últimamente hay un anuncio en televisión con el que me identifico, y he pensado con frecuencia en golpear la pared para que la subas. Y por el día, cuando llegaba a mis oídos que la tenías puesta, me iba al cuarto y me sentaba en la cama en silencio para poder escucharla. Me «chifla» la selección que sueles hacer. Y puedo «adivinar» tu estado de ánimo según lo que pongas. Me identifico con ella y noto un torrente de sensibilidad en cada canción.
—Es como un catalizador para mí.
—Excúsame si parezco poco coherente por saltar de un tema a otro, pero ya te he dicho que se me amontonan los conceptos contigo. ¿Nunca sales por ahí?
—Normalmente nunca «entro», sobre todo por la noche. Pero me has cogido en un período de «reflexión» y hace más de un mes que no salgo.
—¿Dónde sueles ir cuando sales?
—Siempre al mismo sitio: a un piano bar llamado Toni que está en la calle Almirante.
—A un piano bar. ¡Evidente! Eres transparentemente indescifrable. ¿Y que haces allí? ¿Vas a ligar?
—No descarto esa posibilidad, por supuesto. Pero principalmente voy porque allí están mis mejores amigos, los pianistas, y porque me gusta cantar.
—¡No me digas que también cantas!
—Canto porque allí canta todo el mundo. No lo hago bien.
—¿Y ligas mucho?
—Apenas. Ya te lo dije.
—¡Venga cielo! Este es el juego de la verdad. Si no quieres no contestes, pero si lo haces sé sincero.
—Entonces diré que depende de a lo que tú llames mucho.
—Vamos a lo vulgar: ¿Cuántas en el último año?
—Tres.
—Con tres te has acostado. ¿No?
—Sí.
—¿Y cuántas has rechazado?
—Si hay que ser sincero, no lo sé. No sé distinguir muy bien entre lo que es un ofrecimiento y una simple galantería.
—Ya. Bueno, sigamos con las historias. ¿Qué, o de quién, es ese retrato que tienes sobre la mesa? Sabes que te puedes negar a contestar en cuanto quieras.
Le conté lo más esquemáticamente que pude la historia de Abril.
—¡Eres totalmente «flipante»! De eso también quiero leer algo.
—Eso no voy a prometértelo.
—¡Venga! Conmigo no tienes que tener secretos ni reparos. Quiero ser un poco como ella. Mejor, quiero ser su encarnación.
—Sigo sin prometerte nada. También escribiré sobre ti.
—Por supuesto. Eso no me lo enseñes si no quieres.
—Si te puedo enseñar algo, es porque te lo pueda enseñar todo. Si no, no hay caso.
—Acepto el reto.
—Pero no sé si lo acepto yo.
—Bien, dejemos a un lado ese tema. ¿Y esa otra fotografía? —Señalaba a la de Lola.
En ese momento sonó el teléfono. El display me indicaba que era Pepa. No tenía excusa para no contestar, pero recé porque no quisiese venir a «cuidarme», y porque a Beatriz no le diese por hacer algo que denotase su presencia. Ante ella podía hablar con otra, ante Pepa no podía tener a «otra» en la casa.