Beatriz (4)

Una historia real

IV

Después de la larga charla del domingo, y pese a su repetida intención de volver pronto, suponía que pasaría bastante tiempo antes de que volviese a ver a Beatriz. Después de todo era una mujer casada con las correspondientes obligaciones de todo tipo. Aparte de que yo tenía tantas cosas en la cabeza que tampoco me acordé mucho de ella y su «amenaza».

Por eso cuando el martes, a las once y media de la mañana, llamaron a la puerta, pensé y deseé que fuese el cartero trayéndome el certificado de la concesión del I.M.I.

Pero, al abrir, en la puerta no estaba el cartero, sino Beatriz. La pequeña decepción que esto me produjo se vio compensada de inmediato por la contemplación de la joven. Venía vestida con un delicioso vestido negro, ajustado al cuerpo y con la falda una cuarta por encima de las rodillas. Traía en la mano una botella y dijo con una radiante sonrisa:

—¡Hola Cervantes! Venía a ver si me invitabas a un whisky —Y me puso en la mano la botella mientras me besaba al entrar.

—Desde luego —Dije—. Yo pongo el hielo.

—Y los vasos.

—Y los vasos. Pero, ¿no te parece que es una hora un poco temprana para empezar con el whisky?

—Pues sí. Pero es que me pienso estar todo el día contigo. Vamos, si no tienes que trabajar y no te estropeo ningún plan.

—Trabajar ya trabajaré. Y planes no tenía.

—Pues yo sí. He pensado que, puesto que voy a estar sola hasta por lo menos las doce de la noche, podíamos comer juntos. Es que cada vez se me ocurren más cosas de las que hablar contigo.

—De acuerdo. Pero tampoco es que tenga demasiadas cosas para comer.

—No, yo pensaba comer fuera. Yo te invito a cambio de tu compañía y conversación. Así no tenemos que guisar ninguno de los dos, ni fregar, y tenemos más tiempo para nosotros.

—A mí me parece un plan magnífico. Y acepto tu invitación porque estoy en plena crisis monetaria.

—Aceptas porque si no me enfado. Pero ahora podías darme un café.

—Voy a prepararlo.

—Y yo contigo —En efecto, se vino conmigo a la cocina mientras decía—: Oye, podías dejarme tu número de teléfono para llamarte cuando quiera venir. No vaya a ser que sea inoportuna en algún momento.

—Te lo daré, pero no te preocupes, si eres inoportuna te lo diría.

—Eso espero. O tenemos confianza, o no la tenemos. Y si estás con alguna chica, pues me la presentas. Así conoceré tus gustos en materia de mujeres.

—Para saber eso sólo tienes que mirarte al espejo.

—Muy galante.

—No es galantería. ¡Si no fuese porque puedes ser mi hija!

—¿Qué pasaría?

—Nada. Corramos un tupido velo.

—De todas formas no te fíes. A lo mejor tengo tendencias incestuosas.

—Pero a lo mejor yo no.

—¡Mira el duro!

—Prudente.

—Ya veremos.

Serví el café y nos sentamos en el salón.

—¿Y dónde tienes pensado comer?

—Por aquí cerca... Bueno mejor no tan cerca. Tú decides.

—Creo que estamos pensando los dos lo mismo: Como tú dijiste esta casa es muy propicia a los chismorreos. si te ven entrar aquí y estar tanto tiempo... Ya sabes lo de la mujer del César.

—Las «malas lenguas» no me van a impedir hacer lo que me gusta. De todas formas ya procuro que no me vea nadie entrar. Si me ven salir puedo haber llegado cinco minutos antes.

—¿Y si te llama tu marido por teléfono?

—¡Eso sería un milagro! No lo hace nunca. Estaría en la compra.

—¿Van bien las cosas entre vosotros? No contestes si no quieres.

—¿Por qué no voy a querer? ¿Eres mi amigo, no? Evidentemente no demasiado bien. Y tú te has dado cuenta desde el principio.

—Simplemente me ha parecido que tenías una gran necesidad de comunicación. Y si falta eso en un matrimonio, falta la base. Pero me estoy metiendo en lo que no me importa.

—Claro que te importa. Me falta comunicación, sí. Y muchas otras cosas.

—Comunicación puedo intentar darte, desde luego.

—¿Y otras cosas no?

—Mira Beatriz...

—Café, por ejemplo —Cortó para no entrar en terrenos más escabrosos —Y algo que me has prometido.

—¿Qué?

—Algo tuyo para leer. Lo necesito. Sé que a través de lo que escribes podré conocerte mejor.

—Eso está hecho. Te imprimiré algunos de mis poemas. Más que nada para que no vuelvas a llamarme «Cervantes.»

—Ya decidiré yo eso. Pero quiero saber muchas cosas de ti. Ven —Se levantó del sillón y me tendió la mano para que hiciese lo propio—. El otro día, en el somero vistazo de la casa, vi cosas que, seguro, tienen todas su historia. Quiero saberlas, si me las puedes decir.