Beatriz (3)

Una historia real

iii

Las últimas frases habían sido cambiadas en voz un poco alta para escucharnos estando yo ya en la cocina preparando la bebida.

—Me encanta ver a un hombre desenvolverse en las labores domésticas —Escuché su voz justo a mis espaldas. Volví la cabeza y la vi apoyada en la pared detrás de mí—. ¿Te molesta que te haya «seguido»?

—Por supuesto que no. Aunque supongo que tu «aviesa» intención será encontrar fallos en mi «desenvolvimiento», como no los tengo...

—¡Seguro que sí! Es broma. ¿Me enseñas la casa mientras sale ese brebaje?

—Me temo que «la casa» ya la has visto entera. No es como la tuya. Es más bien una «guarida» para el lobo.

—¿El lobo eres tú?

—¿Quién si no?

—¿Tan peligroso eres, o te crees?

—La peligrosidad del lobo es una leyenda, excepto tal vez para alguna oveja incauta. Yo, concretamente, soy un alma de la caridad.

—Bueno, eso también permíteme que lo dude. ¿Es que conoces mi casa?

—La conocía hace tiempo. Yo nací y crecí aquí, y en aquellos tiempos los vecinos nos llevábamos todos muy bien y las casas eran, prácticamente, «comunes.» Desde luego no desde que habéis hecho la reforma.

—¿Y cómo sabes eso?

—Porque no me habéis dejado dormir en una buena temporada con los ruidos de la obra. Ven de todas formas. Te enseñaré lo poco que hay que ver. Esto es, naturalmente, la cocina. A la derecha está el aseo, que más vale que ni lo mires por aquello de los fallos.

Le enseñé lo poco que hay que enseñar aquí y volvimos a por el café para llevarlo al salón.

—Me parece que es muy agradable la casa. Se refleja tu personalidad en ella.

—No conoces mi personalidad.

—Pero la intuyo —Nos habíamos sentado y yo había servido las tazas—. Por cierto, que eso de que no te hemos dejado dormir... No hemos hecho ruidos por la noche. De hecho ni estábamos aquí por las noches.

—Ya. Pero es que yo suelo dormir de día.

—¡Ah! Que trabajas de noche.

—Trabajo cuando quiero, o cuando puedo. Pero sí, prefiero hacerlo de noche.

—¿Prefieres? ¿A qué te dedicas?

—Escribo alguna cosilla.

—¡¿Eres escritor?! ¿Entonces es que trabajas aquí mismo, claro?

—Más o menos. Cuando trabajo lo hago aquí, sí.

—¿Y qué escribes? ¿Has publicado algo? Supongo, claro, si vives de eso.

—Escribo muchas cosas. Lo que me gusta es la poesía.

—¡Un poeta! ¡Lo sabía! «Das» toda la imagen. ¿Pero eso da para comer?

—No. Eso se publica poco y se vende menos.

—¿Entonces de qué vives?

—Podría decirse que del cuento.

—¿Escribes también cuentos? ¿Para niños?

—Desde luego, ninguno es para niños.

—¡Que «pasada» tener un vecino escritor! Dime alguno de tus libros y contribuiré a tu economía comprándolo.

—No creo que quieras comprar lo que publico.

—¡Que sí! ¡Me encanta la poesía y las cosas poéticas!

—Pero es que no es eso lo que puedes encontrar mío en el «mercado.»

—¿Entonces qué?

—Digamos que mis publicaciones se circunscriben a revistas especializadas. Colaboraciones.

—¿Especializadas en qué?

—Me parece que ya está bien de hablar de mí. De ti misma no has dicho ni pío.

—Ya veo que no quieres decírmelo. Pero te aseguro que terminaré leyendo algo tuyo.

—Eso es fácil. Tengo por aquí mucho material que puedo dejarte. Pero háblame de ti.

—Te tomo la palabra, que conste. Es que de mí hay poco que decir. Mi vida no es tan interesante como, intuyo, debe ser la tuya.

—No creas. Pero sigue. O empieza.

—Ya sabes que me llamo Beatriz, que tengo treinta años; es cierto y gracias por la gentileza de antes; y que vivo encima de ti. Nos vinimos a vivir aquí porque el piso era de una tía carnal mía; seguramente la vecina que tú conocías y que, por circunstancias, no puede vivir en él. Y ya conoces el «chollo» de estos alquileres.

»Estoy casada desde hace seis años y no tenemos hijos. Terminé Filosofía y letras pero no me sirvió de nada. No trabajo desde que me casé. Mi marido se llama Jorge, tiene un año más que yo, es abogado pero trabaja de pasante en un bufete ajeno...

—¡Eh! ¡Para, para! Que, de momento, no quiero conocer a tu marido; eso vendrá después; sino a ti.

—Poco más hay. «Ejerzo» de ama de casa; de «maruja», vamos; y me paso la mayor parte del día aburrida como una ostra. Aunque ahora que sé que tú estás siempre en casa me temo que voy a darte la «paliza» con relativa frecuencia.

—Por mí encantado. Y no nos menosprecies a las «marujas», que yo también lo soy.

—Como actividad complementaria. No como única obligación.

—Si te sobra tiempo, busca una actividad «complementaria» para ti.

—Eso no es fácil con... Bueno, creo que ya la he encontrado: la de vecina «cargante.»

Había advertido su vacilación y su intento de soslayar algún determinado tema, por lo que dije:

—Perdóname, pero uno no puede siempre sustraerse a ejercer el derecho de «abuelo» que le da la edad y se empeña en dar consejos a quien no se los ha pedido.

—¿Pretendes seguir presumiendo de viejo?

—No claro. Asumiré mi «insultante» juventud.

—Venga. ¿Cuantos años tienes? ¿O es un secreto de estado?

—Debería serlo. Tengo 52, aunque sé que represento 51 y medio.

—No te «echaba» más de cuarenta y dos o cuarenta y tres. De todas formas es una edad perfecta la tuya.

—¿Perfecta para qué?

—Es el punto ideal entre experiencia y vigor.

—Es un bonito concepto. Y me lo voy a creer, gracias.

—¿Y qué hay de ti? Aparte de la edad y tu trabajo.

—Pues también poco más. Estoy separado, que no divorciado, desde hace siete años. Nací en esta misma casa y a ella volví cuando ocurrió tal «evento» para vivir con mi madre hasta que murió, en el 95. Tengo dos hijos ya muy mayores, Chico y chica, a los que no veo desde hace siglos. En el contencioso de la separación tomaron partido por la madre, con toda la razón del mundo. Y como yo soy el malo se distanciaron de mí. Aclarado esto, te diré que es un tema que no me gusta tratar si no es imprescindible. Y se acabó el retrato.

—¡Uy, que va! ¿Cómo llevas tu vida «sentimental»?

—Como diría una antigua canción, en asunto de mujeres: " me defiendo, me defiendo, como gato panza arriba ". Me enamoré otra vez después de separarme, y se me terminó el cupo que tenía asignado en ese aspecto.

—Eso no puedes decirlo nunca. No sabes lo que te deparará el destino a la vuelta de la esquina.

—No puedo decirlo, pero lo digo. E intento que sea así, y lo consigo.

—¡Un decepcionado! Perdona.

—No, si es cierto. Y como del amor trato de apartarme por voluntad propia. Y del sexo me apartan las voluntades ajenas, pues así está el panorama.

—¡Y yo voy y me lo creo! ¡No quisiera yo tener que llevar los libros con la relación de las que habrán pasado por aquí! ¡Menudo trabajo!

—Si ese fuese tu trabajo no estarías parada. Estarías «quieta.»

—¡Venga José Luis! Por cierto, ¿cómo te llamo? ¿Así?

—Como quieras menos Pepe. ¿Y yo a ti?

—Como quieras menos Bety. Como te decía, es muy característico que aquel que menos alardea es el que mejor «funciona.» Aparte de eso, aquí somos pocos vecino, Casi todos muy mayores y, por lo tanto, bastante dados al chismorreo. Ya te he dicho que los he conocido a todos y, naturalmente, han procurado «informarme» de toda la «plantilla.» De ti también.

—¿Y que te han dicho? De todas formas no te creas nada de lo que te digan de mí. Sobre todo si es bueno.

—Me han dicho poco. Estás rodeado de un halo misterioso para todo el mundo; que ha sido lo que me ha movido a tratar de conocerte mejor, dicho sea de paso; pero sí han «tomado nota» de las numerosas visitas femeninas, "la mayoría de las cuales no salían hasta el día siguiente". ¡Y las que no habrán visto!

—¡Pues vaya fama que tengo entre los vecinos!

—¡Ideal para atraer la atención de una mujer! El misterio resulta «tentador». Y una siempre piensa aquello de que " algo tendrá el agua cuando la bendicen ".

—Pues ya ves que, de misterio, nada. Y has podido comprobar por ti misma que el «agua» es de borrajas.

—El misterio sigue ahí, más cuanto más lo airees (no sé si queriendo o sin querer lo has mantenido con la ambigüedad en cuanto a tus escritos). En cuanto a lo otro... Ya no tengo que preguntarme qué tendrá el agua, lo he visto.

—¿Y cual es tu juicio? Si es muy negativo dime una mentira piadosa.

—¡Eres encantador e inteligente! Sabes defender muy bien tu «territorio.» Ahora, diga lo que diga, siempre puede ser esa «mentira piadosa.» Pues no me importa, porque voy a decir la verdad. Tienes un atractivo indefinible, pero irresistible. Eres bastante guapo, pero no es eso sólo. Es una especie de carisma que te rodea, que está en tu casa, en tu manera de hablar, de comportarte. Es tu «amable distanciamiento». «Respiras» bohemia auténtica sin pretenderlo; porque no lo pretendes resulta auténtica. Repito: no quiero tener que llevar la lista de tus conquistas.

—¡Vaya! ¡Para una «primera impresión» me has hecho engordar seis Kilos!

—Para nada. Eres perfectamente consciente de tu «magnetismo» sin que nadie te lo diga. Y lo exhibes sin presunción. ¡Otro de tus encantos!

—Me abrumas. ¿Acaso te he «conquistado» a ti?

—De momento has conseguido que me enganche a tu «chepa» como una rémora. Y no te va a ser fácil librarte de mí. ¡Hay tantas cosas que descubrir de ti! Sí, me está conquistando tu personalidad. Me encantaría ser tu amiga.

—Hasta ahí puedo llegar y ofrecer.

—¡Además de los huevos! Es más que suficiente.

Eran ya casi las diez de la noche. El tiempo se me había pasado deprisa, pero me dio por pensar qué haría el marido de Beatriz arriba mientras ella estaba de cháchara conmigo. Me lo aclaró ella misma al decir:

—Seguiría hablando contigo durante horas, pero Jorge debe estar al llegar; se ha marchado al fútbol, es una de sus «pasiones»; y tengo que tener la cena lista cuando vuelva. Así que tendré que subirme.

—Desde luego. Quiero que seas mi amiga, pero no a costa de crearme un enemigo en él.

—Cualquier día que esté; no es fácil; subes a tomar café y os conocéis. Por descontado que puedes subir aunque no esté. Por cierto, ¿eres abstemio?

—¡Nada más lejos queLa Coruña! Precisamente porque no lo soy no me gusta tener alcohol en casa.

—Tampoco creo que seas de los que ceden fácilmente a las «tentaciones». Pero eso ya lo averiguaré, porque vuelvo a amenazarte con visitarte con más frecuencia de la que pudieras desear. Me quedan un millón de cosas que comentar contigo.

—Voy por orden: No sé resistirme a las tentaciones, depende de cuáles sean éstas. No sabes con que frecuencia puedo desear que me «visites». Y no sé que más comentarios puedo suscitarte.

—Todo se andará. Pero, ¿qué me dices, por ejemplo, de la música?

—¿Qué música?

—Eso es ya tema del próximo «encuentro.» Tengo que marcharme.

—Para mi desgracia.

—Para la mía. Ha sido la tarde más agradable que he pasado en mucho tiempo. volveré.

—Cuando quieras.

—¡No me des «facilidades»! ¿Te ayudo a recoger esto?

—Si, venga. Luego yo subo a ayudarte a hacer la cena. ¡Largo de aquí!

Se levantó y me besó en las mejillas. Cuando le abría la puerta dijo:

—¡Gracias. He encontrado el «vecino ideal»!

—¡Lo que cunden cuatro huevos!

—Adiós Jose.

Subió las escaleras a saltos.

Me quedé pensando que, indudablemente, a la chica le faltaba comunicación en su entorno. ¡¿A quién no?! Y que las relaciones con el marido no eran un camino de rosas, aunque eso fue sólo una impresión.