Beatriz (2)

Una historia real

II

Por no sé qué asociación de ideas, a la mañana siguiente, al levantarme, me duché, me afeité y me cambié el chándal con el que suelo estar en casa, por otro limpio.

En definitiva, toda una «puesta en escena» en honor de no sabía bien quién. O no quería confesármelo. Me justificaba a mí mismo diciendo que, daba lo mismo quién fuese. Si había posibilidad de que alguien viniese a casa, las más elementales normas de urbanidad «obligaban» a hacer aquellas cosas.

Tuve que confesarme a mí mismo que me sentí un tanto decepcionado cuando transcurrió la jornada y Beatriz no bajó a devolverme el «préstamo.»

No obstante, al día siguiente volví a repetir el «ritual.» E incluso le di un nuevo repaso de escoba y fregona a la casa. Pensé que, si no para otra cosa, la posibilidad de que se presentase en cualquier momento me iba a obligar, en beneficio propio, a mantener una cierta limpieza.

Fue a las seis de la tarde de ese domingo cuando volvieron a golpear la puerta. Era ella.

Si en la ocasión anterior me había parecido atractiva, en esta parecía haberse propuesto «epatar.» Y lo había conseguido. Llevaba un pantalón vaquero, elástico, ajustado a sus curvas como una segunda piel. Y una de esas camisetas con finos tirantes, que dejan al descubierto el estómago, aparte de los hombros y los brazos, naturalmente. Su pelo, cobrizo, muy corto y con un estudiado desorden que le prestaban un aire juvenil, pícaro y encantador.

—¡Hola Jose Luis! Soy yo —Dijo alegremente cuando abrí.

—Hola. Gracias por avisarme. Si no lo hubieses hecho podía haber pensado que eras una aparición celestial.

—¡Ummm! Eres muy amable. ¿Puedo pasar?

—¡Claro! Perdona. Me has impresionado tanto que he olvidado mi urbanidad por un momento.

—¡Venga tío! ¡Me vas a ruborizar! —Dijo entrando—. ¿Por qué no funciona tu timbre?

—Me molestan los ruidos inesperados. Como la puerta es gruesa, por muy fuerte que la golpeen el ruido es siempre apagado y no estridente. De todas formas lo pondré cuando encuentre alguno que suene con las notas del vals de las olas, pongamos por ejemplo.

—Vengo a devolverte tus huevos. Ayer no pude hacerlo porque no estuve en casa en todo el día.

—Ya estaba yo apunto de mandarte a la policía por el incumplimiento.

—Mira, lo que te dejan hay que devolverlo cuanto antes, si quieres que vuelvan a sacarte del apuro cuando lo necesites de nuevo.

—Sobre todo si uno va a quedarse sin comer hasta que no tenga esos huevos. Pues te advierto que si yo te pido algo alguna vez no pienso ser tan «rápido» en devolverlo.

Sacó los huevos, junto con el recipiente en que se los había dado, de una bolsa de plástico que traía en la mano y los puso sobre la mesa del salón.

—¿Puedo sentarme? —Preguntó señalando los sillones.

—¡Santo cielos! ¡¿Dónde ha ido a parar mi educación?! Te lo ruego.

Aunque la verdad es que me había sorprendido un tanto su pregunta. No tenía ni idea de que quisiese quedarse más que el tiempo indispensable para hacer la «devolución.» Ni por qué. Pero esto me lo aclaró de inmediato.

—Es que me gustaría charlar un rato contigo. Conocerte; conocernos; un poco. Eres el único vecino con una edad «decente» de la casa; aunque ya los conozco a todos; y me gustaría que nuestra relación fuese cordial.

—Supongo que con tu «indecente» juventud, todos te pareceremos, incluido yo, unos auténticos «diplodocus».

—No creas. Ya tengo treinta años. Y tú no creo que me saques más de diez.

—Para que me crea lo de los treinta años me tendrás que enseñar la partida de nacimiento. No puedes pasar de los veintidós. En cuanto a lo otro, por vanidad personal, debería darlo por bueno. Pero «te saco» muchos más. De cualquier forma eso ya forma parte del «conocernos mejor.» ¿Puedo ofrecerte un café? Me temo que es el único «bebestible» que tengo en casa.

—Sí. Me viene bien.

—Pues voy a prepararlo.

—¿Sabes? —Preguntó con una sonrisa que quiso ser escéptica.

—¡Qué remedio! Cuando se vive solo hay que aprender a hacer muchas cosas.

—Tú parece que te «manejas» bien.

—Cubro mis necesidades.