Beatriz (11)
Una historia real
-XI-
El miércoles a las nueve y media de la mañana me despertó el teléfono. Antes incluso de mirar la pantalla supe que era ella.
—¿Te he despertado?
—Sí, pero no importa. ¿Has dormido bien?
—¿Te hace mucho trastorno subirte a desayunar conmigo? —Preguntó sin contestar.
—No, si me das media hora para lavarme un poco la cara.
—Venga. Yo me doy una ducha mientras tanto.
Me levanté y me dirigí al baño. Por un momento pensé que aquello estaba siendo un poco demasiado, pero luego comprendí que era la «efervescencia» de los primeros momentos. La inquietud de cuando algo está naciendo, aunque sea una amistad.
Dejé pasar la media hora; aunque había tardado menos en lavarme y afeitarme; antes de subir. Procuré no escuchar ningún ruido en la escalera para hacerlo. Llamé a la puerta con los nudillos. Pareció que estaba esperando tras ella, pues abrió de inmediato. Iba «vestida» sólo con un corto albornoz de baño, y tenía el pelo todavía húmedo, no sé si sin peinar pues lo tiene muy corto y siempre como revuelto.
—Yo sí tengo timbre —Me dijo cuando me dejó pasar.
—Pero a mí no me gustan.
—Ven.
Pasamos a la cocina. No creo que la recordase de mi infancia, pero ahora era amplia y funcional. Una mesa rectangular con un banco a cada lado largo a modo de sillas ocupaba uno de los laterales. Sobre ella había dos servicios de café y una jarra con zumo de naranja.
—Siéntate mientras preparo el café y las tostadas. ¿Te gustan las tostadas?
—No suelo comer nada cuando me levanto. Pero sí, me gustan.
—El zumo es de bote. Ponte si quieres.
—Te espero. ¿Puedo fumar?
—No comes cuando te levantas pero sí fumas. ¿No?
—Este sería ya el segundo.
Me puso un cenicero delante que había sacado de no sé dónde.
—Enciéndeme uno a mí, por favor.
—Es negro, y si no estás acostumbrada a estas horas...
Del bolsillo del albornoz sacó un paquete de “Marlboro” que también dejó ante mí sobre la mesa.
—Uno de estos —Ni siquiera me había besado en la mejilla cuando había llegado. Ahora, al dejar el tabaco, se inclinó sobre mí y me rozó los labios con los suyos—. Buenos días, que estamos empezando a perder las buenas costumbres.
—Buenos días. Es cierto, pero es que a estas horas yo suelo andar como un zombi hasta que me «sacude» el segundo café.
—Claro, es muy temprano para ti.
—A veces sí y a veces no. Mis horarios son bastante anárquicos.
—¡Umm! Yo de mayor quiero ser como tú.
—Bien, ¿y a qué ha sido debida esta invitación?
—No me apetecía desayunar sola hoy; es como lo hago todos los días menos los fines de semana. Es que no veía el momento de volver a verte.
—Beatriz, no te enamores.
—¡Presuntuoso! Me gustas un poquito, sí, pero tampoco te pienses que... ¡Me gustas una «hartá», que narices»! Pero tranquilo, no te tienes que enamorar de mí.
—He dicho que no te enamores tú. Yo ya sé meter la pata solito.
—Yo también, y lo hago de maravilla. Pero si lo haces todo como escribes, enamorarse de ti es una obligación.
—Escribir es de lo peor que hago.
—¡Y que sea modesto el que no tenga más remedio! Ya está esto —Puso el humeante café y un cestillo con tostadas en el centro de la mesa y vino a sentarse a mi lado—. ¿Te sirvo?
—Por favor.
Mientras desayunábamos puso su mano sobre la mía en un gesto rebosante de ternura.
—Cada faceta que voy descubriendo de ti es todavía mejor que la anterior. Tus poemas te estrujan directamente el corazón, te lavan el cerebro y te coagulan la sangre en las venas. No sé las veces que los he leído y cada vez me emocionan más. ¿Tendré alguna vez la suerte de que me escribas a mí algo así?
—Eso sí que no lo sé ni yo mismo. No los escribo, se me «escapan» de alguna parte cuando a ellos les da la gana.
—Ya no voy a volver a llamarte Cervantes, ni Machado, ni nada por el estilo. Eres tú y sólo tú derramándote a borbotones en cada verso. No tiene mérito alguno. Eso sólo puede hacerlo quien tiene un don divino que le ha sido otorgado. Si no, no es posible expresar tanto en unas pocas líneas y con semejante belleza.
—Venga, vamos a dejar las «flores» a un lado o nos las acabaremos comiendo con el café.
—Me vas a dejar más cosas. ¿Verdad?
—¡Claro! A un crítico tan benevolente lo que quiera.
—Quiero algo de lo que publicas. De lo que te da de comer.
—Eso... no creo que te gustase.
—¿Es demasiado técnico?
—Digamos que es demasiado «especializado».
—No importa. Es el estilo en la prosa lo que me interesa, no el contenido que a lo mejor no entiendo. Por cierto, ¿cuál es el contenido?
—¿Tengo que decirlo?
—No tienes que contestar a nada que no quieras. Pero cuanto más misterio le eches al asunto, más ganas voy a tener de enterarme y más te voy a dar la lata.
—Es que esa es una de mis grandes frustraciones. Y sólo me gusta airear mis méritos.
—¿Qué pasa? ¿Que escribes novelas del oeste, o rosas, por entregas?
—Algo así.
—Eso no puede hacerlo todo el mundo. Y menos vivir de ello. No es una frustración, es un mérito. Pero ya no se escriben novelas de esas.
—Como quieres ser mi amiga, te voy a dar la oportunidad de que te arrepientas y te lo voy a decir. Escribo relatos más o menos largos para publicaciones... eróticas. Vamos, para revistas pornográficas.
—¡Aivá que «guay»! ¡Pues ahora sí que quiero leerlos!
—Pero yo no quiero que descubras mi «lado oscuro».
—Pues me compraré todas esas revistas hasta que de con algo tuyo.
—Nunca lo sabrías. Esas cosas no se firman.
—Seguro que me daría cuenta a pesar de eso. Pero no me vas a obligar a que piensen que soy una obsesa sexual por comprar todo el estock de esas revistas. ¿Verdad?
—Te dejaré otro tipo de cuentos. Para «ver» mi prosa también valen.
—Esos también. Y el diario. ¡Lo quiero todo! ¿Sabes que el escribir porno te convierte en más interesante todavía? ¡¿Es que puedes abarcar todas las facetas de la vida?!
—Eso lo hago para comer; no demasiado, no creas; aunque en principio me gustaría si no fuese tanto y tan repetitivo. Y nunca he escrito teatro.
—¡Menos mal! Si no, en vez de creerme que eres la mano derecha de Dios pensaría que tú le habías «inventado» a Él.
Estaba tan tentadora con aquel albornoz tan corto que, contraviniendo mis propias normas, dejé que mi mano descansase sobre una de sus rodillas. No hizo el menor gesto de rechazo. Sólo cuando la moví ligeramente en un remedo de caricia, me abrazó por el cuello y me besó largamente en la boca.
—Si quieres te enseño como ha quedado la casa, puesto que tú la conocías de antes, y luego te dejo que hagas tu vida normal, al menos por hoy. No quiero resultar pesada o empalagosa.
—De acuerdo. Pero no creas que tengo muchos recuerdos de ella. Yo era un chaval en aquel entonces.
Me cogió de la mano y me «paseó» por la casa. La casa es amplia; mucho más que la mía; y resultaba acogedora, aunque un tanto impersonal. Pero ni me acordaba de ella ni le presté ninguna atención. Me estaban empezando a «marear» sus hermosos muslos y el acompasado movimiento de su trasero al andar. Por eso, cuando llegamos al dormitorio; cae, efectivamente, justo encima del mío; volví a encararla y fui yo quien buscó su boca. Respondió a la caricia con pasión.
Mientras nos besábamos introduje mi mano por la abertura del albornoz y me apoderé de uno de sus senos, firme, turgente, con el pezón erecto y con el volumen justo.
Separándose de mí se abrió por completo el albornoz permitiéndome ver su cuerpo desnudo a excepción de unas minúsculas bragas tipo tanga.
—José Luis —Dijo al tiempo que hacía el gesto—. Si me tocas pierdo el control y me vuelvo loca de deseo. Si quieres tomarme, aquí me tienes. Estoy deseando tenerte entre mis piernas. Pero si quieres «complacerme» de otro modo, dame un poco más de tiempo. ¡Por favor, di que no!
—Digo que sí. Y perdóname, yo también he perdido el control por un momento.
—Sabes que vas a terminar acostándote conmigo, ¿verdad? Yo estoy segura e impaciente por que pase. Pero no sé, lo veo de otro modo. Lo veo sobre todo en tu casa, que me entusiasma. ¿No te enfadas mucho?
—No puedo enfadarme, no tengo motivos. Sobre todo cuando me estás ofreciendo la posibilidad de inmediato. Ya te he dicho que he perdido la cabeza, pero ya la he «recuperado». Será cuando tú quieras y como tú quieras. Ni siquiera tiene que «ser» necesariamente.
—Tiene que pasar. Sé que no podría vivir sin esa experiencia contigo. Pero no nos impongamos plazos.
—Ni plazos ni obligaciones. Ya te lo he dicho.
—¿Cómo se puede ser tan endemoniadamente encantador? —Volvió a besarme sin haberse tapado nada—. Venga, márchate. Tan cerca eres una tentación irresistible por más de cinco minutos. Tienes que ocuparte de tus asuntos, y yo de los míos. No sé si podré pensar en algo que no seas tú, pero no podemos hacer dejación de nuestras obligaciones.
—Me bajo. Ya sabes dónde estoy para lo que quieras y cuando quieras.
—¡Jo! ¡No me digas eso que me bajo contigo! Quiero «dejarte en paz» hoy. Espero tener la fuerza de voluntad suficiente para aguantar sin verte.
Me acompañó hasta la puerta sin preocuparse en absoluto de ocultar sus deliciosas formas. Allí nos besamos de nuevo antes de bajarme para mi casa.
Comprendí que estaba saltándome una de mis reglas más firmes: no enrollarme para nada en absoluto con una mujer casada. Rosa había estado a punto de hacerme «caer». Beatriz lo iba a conseguir a nada que se lo propusiese.
Anduve haciendo cosas sin poder concentrarme en ninguna. Incluso dormí un poco después del mediodía y mis sueños fueron eróticos, no podía ser de otra forma, aunque no fue ella la «protagonista».