Beatriz (1)

Historia real

Beatriz

I

Que estoy viviendo de nuevo aquí es ya del conocimiento de todos los vecinos, aunque siguen un tanto descolocados en lo referente a mis horarios. Por eso me había propuesto hace tiempo abrir la puerta a todo el que llamase. Si por ello surgían algunos problemas, era mejor afrontarlos que volver a vivir escondido. Aparte de que quien llamase no tenía por qué ser necesariamente un vecino.

Pero lo era aquel viernes, a las siete de la tarde, cuando golpearon la puerta. A pesar de que yo no lo supe al principio.

Y no lo supe porque, al abrir, en la puerta vi a una chica, de unos 34 o 35 años, totalmente desconocida para mí.

—Hola —Dijo la joven—. Soy Beatriz, tu vecina del primero.

—Hola. Encantado —Respondí—. ¿Qué se te ofrece?

—¿Está tu mujer?

—Estar, supongo que estará, pero lo que no puedo saber es dónde.

—Bueno, es que verás, no hay ningún otro vecino en la casa a quien recurrir, y me hacen falta un par de huevos para hacer la cena. ¿Tendríais vosotros?

—Pues creo que, de casualidad, pero sí —Efectivamente, media docena de huevos era de lo poco que quedaba en mi nevera—. Pero no te quedes en la puerta, pasa mientras los busco.

Afortunadamente había «adecentado» mínimamente la casa con motivo del reciente traslado de muebles. No estaba de maravilla, pero tampoco parecía una cochiquera.

La chica entró y se quedó pegada a la puerta que yo había cerrado pero sin pasar el cerrojo.

—¿Necesitas más de dos? —Pregunté desde el cuarto de la nevera.

—Bueno, si tuvieses tres. Es para rebozar unas cosas y no sé los que necesitaré.

Decidí darle cuatro de los seis que tenía. Como no sabía dónde ponerlos, lo hice en un bol de los que se usan para cereales o para gazpacho. Cuando se los di dije:

—Perdona mi mala educación. Tú te has presentado pero yo no. Me llamo José Luis. Como te he dicho antes no sé dónde andará mi mujer porque hace cinco años que estoy separado. Y, como te habrás percatado por el estado de la casa, vivo solo.

Juntó sus mejillas a las mías a modo de saludo y dijo:

—No está tan mal. Las he visto peores.

—Gracias. De todas formas estás viendo la «zona noble.»

—Pues muchas gracias, José Luis. Encantada de conocerte. Mañana, en cuanto compre, te los devuelvo.

—No te des prisa para eso.

—Claro que sí. Bastante que me has sacado del apuro.

—Ha sido un acto egoísta. En alguna ocasión necesitaré yo algo de ti.

—Lo que quieras. Ya sabes donde estamos, justo encima de ti.

—De acuerdo.

—Hasta mañana entonces.

Le abrí la puerta y subió escaleras arriba.

Me había resultado agradable poder ayudar a la chica; cosa nada fácil, por otra parte, dada mi situación. Me gusta estar a bien con los vecinos por lo que pueda ocurrir. Y conocer a una de ellas, nueva, joven en este geriátrico, y francamente atractiva, no era lo peor de todo.

Siguiendo uno de esos impulsos que no obedecen a ninguna razón lógica concreta, me puse a hacer una limpieza más general en la casa.