Basilia

Basilia abrió un botón de la blusa y vi el principio de su canalillo. Me estaba seduciendo. Mi polla se empezó a poner dura.

Basilia, apodada "La carnicera", tenia 44 años y estaba soltera, era morena, muy alta para los años setenta, entrada en carnes, con buenas tetas, buen culo, con nariz aguileña y labios finos, que en su vida los pintara... Era una mujer que no hacía volver la vista a los hombres, pero tampoco hacía nada para que la volvieran. Ni se preparaba ni gastaba un duro en ropa. Basilia, criaba, mataba y vendía la mejor ternera, el mejor cabrito, el mejor cordero, lo mejor del cerdo, vendía de todo, pero ya se sabe que siempre hay algo que destaca en los productos que alguien vende y lo que más fama tenía de todo lo que vendía eran sus chorizos. No eran cómo los que se compraban en la tienda, eran el doble de largos y el doble de gordos, con uno de estos chorizos y un trozo de pan quedaba harta cualquiera persona adulta.

Yo tenía 16 años y estaba cachas. Estudiaba cuarto de bachiller en el instituto y hacía de todo. Lo mismo pintaba una casa, que partía leña, que hacía recados, el caso era hacer dinero para poder salir los días festivos, y con un recado comienza esta historia. Basilia me diera 100 pesetas y me mandara al mercado a buscar un paquetito en el puesto de la Distraída. No era la primera vez, ya me mandara dos veces más. Y claro, cómo el paquetito, que era del tamaño de una caja de aspirinas, venía siempre muy bien envuelto, nunca supe que era lo que transportaba. La curiosidad es una ramera que no respeta edades, así que de vuelta del mercado, me senté en una roca que había a un lado del camino y con el cuidado de quien anda con huevos, fui abriendo el paquete hasta que dejé la caja al descubierto. Al verla quedé con la boca abierta.¡Eran condones! ¿Quién estaría follando a Basilia? Siempre fui un peliculero, pero no era capaz de ponerle cara al tipo que se la follaba. Desde ese momento mi meta ya fue dar con el amante, mujer no era, a no ser que Basilia tuviera polla. ¿Y si la tenía? Sería una bomba. Olí la aventura. Tenía la presa y no la iba a soltar hasta que la cazase.

Al vivir en una aldea hacíamos las necesidades en un orinal y después por la mañana lo vaciábamos en un lugar del corral hecho con helechos, y con ellos los tapábamos los orines, pero si se quería hacer necesidades mayores había que levantarse e ir a la huerta, por eso si me levantaba de noche a nadie que estuviera despierto le extrañaría, y de noche me levanté, no una sino diez noches seguidas, y las diez fui a la huerta de Basilia, ya que a ella daba la ventana de su dormitorio. Siempre encontraba la habitación con la luz apagada y con las cortinas corridas, pero esa noche estaba la luz encendida y las cortinas sin correr, asomé la cabeza y vi desnuda a Basilia sentada en el borde de la cama. Le estaba metiendo un condón a un chorizo. Se lo metió, llevó el chorizo a la boca y lo chupó. Se echó boca arriba en la cama, dejó el chorizo encima de la cama, cerró los ojos, se cogió las tetas con las manos y empezó a magrearlas. Se iba a hacer una paja. Saqué la polla, empalmada, y la meneé mirando cómo se tocaba. Basilia abrió las piernas, metió entre ellas una mano y se masturbó. Después cogió el chorizo y lo frotó en el coño. Dos dedos de la otra mano pellizcaban los pezones. Acto seguido flexionó las piernas y se metió el chorizo en el coño. No veía cómo lo metía y lo sacaba, pero lo supe porque los movimientos de su brazo eran de meter y sacar. Estaba empalmado cómo un burro y a punto de correrme cuando Basilia miró para la ventana y me vio (sin darme cuenta y para ver mejor me había puesto en medio de la ventana). Se encogió con el chorizo dentro del coño, y cuando quiso levantarse de la cama, para hacerme Dios sabe que, se tambaleó, se le juntaron las piernas por arriba y se le abrieron por abajo, le comenzaron a temblar, y con ellas temblaron sus grandes tetas, se le entornaron los ojos, tapó la boca con una mano, y estiró un brazo intentando apoyarse en algo con la otra, pero nada encontró, se fue encogiendo cómo un acordeón hasta que su culo acabó besando el frío piso de la habitación. Mi culo se apretó y mi polla empezó a vomitar leche cómo si fuera un volcán echando lava. El primer chorro dio contra el cristal y fue bajando lentamente hasta llegar a la madera, el segundo se pegó a la pared y los otros me inundaron la mano.

Basilia, al acabar de correrse, me miró con ojos de loca, le sacó el condón al chorizo y le metió un mordisco que lo tronzó por la mitad. Era una amenaza en toda regla. Me estaba diciendo que me iba a partir la polla de un bocado por haberla espiado. No me iba a acojonar. Levanté mi mamo derecha y mirándola con ojos de lujuria, lamí la leche que había entre mis dedos y el de la palma, diciéndole que yo era más sutil, que si la pillaba le comía el coño. Después, me di media vuelta y me fui.

A la mañana siguiente, cuando yo aún estaba en cama, Basilia llegó a mi casa. Estuvo hablando con mi vieja. De lo que pasara la noche anterior no era, eso lo tenía más que claro... Al desayunar, me dijo mi vieja:

-Tienes que pintarle la casa a Basilia. Llegué a un acuerdo con ella.

Eso era nuevo para mí, le dije:

-Un momento, cuando hago ese trabajo es para mis vicios.

-Y el vicio más grande que tienes es el de comer. El precio que acordamos es que durante seis meses nos dará los sábados seis costilletas de cerdo y los domingos seis filetes de ternera.

En fin, que el sábado siguiente le fui a pintar. Eran las nueve de la mañana cuando llegué a su casa con mi funda blanca, mi brocha, mis pinceles y mi rodillo dentro de un cubo de goma. La puerta estaba abierta. La llamé:

-¡Basilia!

Sin asomarse, me respondió:

-Entra y cierra la puerta.

Entré y dejé la puerta abierta por si tenía que salir corriendo. Fui hasta la cocina, y allí estaba, de pie, frente a la cocinita de hierro con uno de sus chorizos en la mano y sonriendo cómo si la noche anterior no hubiese pasado nada. Echó el chorizo en una sartén con el aceite hirviendo, y me dijo:

-Me gusta desayunar fuerte. El desayuno es la comida mas importante del día. ¿Desayunaste?

En mi casa había caldo para desayunar y yo lo detestaba. A las once era la hora del bocadillo y sabía que en la casa de Basilia, si no salía por patas, de comer no me iba a faltar, lo que no esperaba era que fuese tan pronto. Le dije:

-La verdad es que no.

-¿Quieres que eche en la sartén otro chorizo y un par de huevos?

-Echa.

La cocina era de los mejores, de la aldea. Tenía una cocinita de hierro Hergom, con su puerta central para el horno, y sus pequeñas puertas en el lateral izquierdo para echar la leña, arriba, y para la ceniza, abajo. Los adornos que tenía era una barra dorada en la parte superior y tres tiras doradas en la puerta, y por estos adornos era de las caras. En las paredes tenía azulejos con detalles azules, y en el piso baldosas marrones (eran iguales en todo el piso de la casa). En frente de la cocinita estaba una mesa con cuatro sillas y al lado de ella, pegada a la pared, una alacena de madera de roble. Lo único que desentonaba era un cajón lleno de leña que había debajo de la ventana y un cordel que iba de la chimenea a la pared donde colgaban los chorizos, ya que hasta el canario que había en una jaula junto a la ventana trinaba cómo un ruiseñor, eso sí, mientras hizo ruido el aceite hirviendo con los chorizos y los huevos, que después se quedó mudo.

Antes de sentarnos a la mesa para desayunar abrió una puerta de la parte de arriba de la alacena y sacó una jarra de dos litros, de la parte de abajo sacó un garrafón y llenó la jarra de vino tinto. No sé si tomasteis alguna vez vino desayunando, si no lo tomasteis, os diré lo que pasa, que se sube a la cabeza una cosa mala. Por más que comas es igual, yo ya había comido el chorizo y mojado pan de mollete en las yemas de los huevos y al tomar el segundo vaso cogí el pedal.

Al verme mareado, me entró. Sabía que alma borracha no miente.

-Tenemos que hablar de lo de ayer noche.

Saqué mi vena conquistadora. La que me sale a estar pedo.

-Hablemos, palomita, hablemos.

A Basilia le entró la risa floja. Al parar de reír, dijo:

-La tajada es más gorda de lo que yo pensaba.

-No estoy tan borracho cómo piensas. ¿No querías hablar de lo de ayer noche?

-Sí. ¿Por qué me espías por las noches? Puedes hablar sin miedo.

Le respondió el valiente que hay dentro de todos los borrachos.

-¿Miedo yo? ¿Qué es eso?

La mujer, que vestía una blusa gris, una falda castaña, y que calzaba unas sandalias, se armó de paciencia.

-Ya veo que no lo tienes. ¿Por qué me espías?

-Quería saber para quien comprabas los condones. Nunca imaginé que fueran para un chorizo -me dio la risa-. Un chorizo. ¡Manda carallo!

Basilia abrió un botón de la blusa y vi el principio de su canalillo. Me estaba seduciendo. Mi polla se empezó a poner dura.

-Hace calor aquí. Debe ser la cocina de hierro.

-No creo -le miré para el canalillo-. Yo también lo tengo y no es por la cocina.

Volvió a lo que estábamos hablando.

-Así que abriste el paquete. ¿Te parece bonito lo que hiciste?

La vista de la puerta del paraíso me hizo creer el puto amo. Me hice el interesante.

-Habida cuenta del resultado, sí.

Fue cómo si le hubiera hablado en chino. Me preguntó:

-¿Habida cuenta de qué?

-Del resultado. Te vi con las manos en la masa. ¡Y qué masa!

-¿Te gustó lo que viste, pájaro?

-Más me gustaría poder gozar de ellas, nena.

A Basilia le gustaba lo que oía, aunque quien hablara fuera el vino.

-Si te triplico la edad, tonto.

-¿Y qué? La fruta madura es a que da mejor zumo.

-Esta fruta madura te podría matar entre sus piernas.

-¿Tú a mí? ¡Anda ya! Te pegaría tres pollazos y te pondría a mirar para Cambados.

-Eso no se lo cree ni la burra del Hermenegildo.

Me levanté, me toqué el paquete, subí el cuello de la funda, y le dije:

-Ponte en pie si tienes coño, bonita.

Tenía. ¡Vaya si tenía! Me preguntó:

-¿Cerraste la puerta?

-No.

-Pues vete a cerrarla, y cierra con llave.

Fui e hice lo que me había dicho. Al volver a la cocina, se levantó. Me puse delante de ella. Me quitaba una cuarta de altura. Cómo no le llegaba a la boca. Le abrí la cremallera lateral de la falda, le quité el corchete y la falda le cayó al suelo de la cocina. Debajo de la falda llevaba una enagua de seda que le daba por encima de las rodillas. Se la quité. Después le bajé sus grandes bragas blancas. Tenía piernas bonitas y peludas. Su coño no era cómo el de las chavalas con las que jugara. Aquel coño era un señor coño. Tenía la raja más grande que mi boca y una mata de pelo negro tan grande cómo la selva del Amazonas, exagero, vale, pero era un coño talla XXL, era un coño de película. Le puse las manos en la cintura, le pasé la lengua por el coño y sentí cómo se estremecía. Me subí a la parra.

-¿Tiemblas, pequeña?

-Tiemblo, machote.

Le di un repaso con mi lengua en los labios hasta que fui a por su clítoris. Basilia recibió mi lengua en él con un gemido. Seguí lamiendo, y cuando ya tenía el coño chorreado, me preguntó:

-¿Te gusta tu leche?

Lamí su clítoris, despacito, de abajo arriba, y después le pregunté:

-¿Estuviste pensando en lo que hice por la ventana?

Volví a lamer su clítoris.

-Sí, cada vez que recuerdo tu lengua lamiendo la leche me caliento.

Ya me monté la película.

-¿Te metiste otra vez el chorizo pensando que eras tú la que lamías mi mano?

Seguí lamiendo. No me respondió a la pregunta. Me volvió a preguntar:

-¿Te gusta tu leche?

Le di una lamida en el coño de abajo arriba con la lengua plana, me tragué los jugos, y le respondí:

-Me gusta más el sabor de tu coño.

-¿A qué sabe la leche de un hombre?

-Mama mi polla y lo sabrás.

Basilia me cogió por los pelos, me levantó y me metió un morreo que me dejó sin aliento, después me abrió la cremallera de la funda y vio que no llevaba ropa interior y que estaba empalmado. Se puso en cuclillas y me la mamó. No sabía mamar, pero la metí en la boca hasta los huevos y después decía cosas cómo:

-¡Que sabroso estás, carallo, qué sabroso estas!

Tardé casi diez minutos en correrme en su boca. Si la oyerais gemir cuando la tragó espesa y caliente, os quedaríais para allá. Parecía que estaba bebiendo un néctar celestial.

Cuando acabo de tragar, se puso en pie y acabando de desnudarse, me dijo:

-Estoy ta cachonda que si me metes un dedo en el coño ya me corro.

Me acababa de decir que se lo metiera. Le metí tres dedos y la masturbé al tiempo que le comía las tetas, unas tetas grandes, con grandes areolas y enormes pezones, decaídas y blandas, pero me parecieron deliciosas... No me había mentido. No pasaran ni tres minutos cuando comenzó a temblar, su gran coño apretó mis dedos y se corrió en ellos cómo una perra.

Al acabar me dijo:

-Eres un fiera.

Me seguía sintiendo el puto amo.

-Lo soy, y aquí me tienes para hacer lo que quieras, preciosa.

Basilia cogió en la alacena un condón y en un cordel que iba de la chimenea a la pared, cogió uno de sus famosos chorizos. Habló el macho:

-¿Para que quieres eso si tienes mi polla?

Me dio la vuelta, me empotró contra la pared, me frotó el chorizo en el ojete, y me dijo:

-¡Te voy a romper el culo, canijo!

Aquello no pintaba bien. Le dije:

-¡Quieta parada, maricona!

No quedó quieta, era mucha mujer de Dios. Siguió frotando. Movía el chorizo alrededor del ojete y me besaba y lamía el cuello y la mejilla. Sentí cómo me entraba un poquito. Tenía la cara empotrada en la pared, y cómo no me podía librar de ella ya estaba viendo que me quedaba sin virgo en el culo, mas, afortunadamente, no fue así. Me dejó libre, le metió un mordisco al chorizo por la parte que estuviera jugando con mi ojete, lo masticó y lo comió. Después le puso el condón, apoyó la espalda en la barra dorada que tenía delante la cocina, y con el chorizo a su espalda, abrió las piernas, y me dijo:

-¿Te anduvo el culo para dentro y para fuera?

Mentí cómo un bellaco.

-No, sabía que estabas de broma.

-No te creo. Véngate, rompe mi coño.

El susto que me había metido me despejó un poco la cabeza. Era mi turno, le lamí y le follé el coño con la lengua. Basilia, metiendo el chorizo en el culo, me dijo:

-¡Qué gusto, machote, qué gusto me estás dando!

Al ser más bajo que ella tenía su vagina a tiro para clavarle la polla, y se la metí de una estocada. "Zaaaaassssss". Cabían dos o tres pollas como la mía atadas con un cordel... Al llegar la polla al fondo debía arrastrar cantidad de jugos, ya que se sentía: "Chofffff, chofffff, chofffff, chofffff..." Poco después sus piernas volvían a temblar, sus tetas tenían vida propia entre mis manos, su coño comenzó a abrirse y cerrarse, y se corrió cómo una cerda.

Basilia, después de correrse, me dijo:

-Se me puso un punto en la espalda. ¿Me das unas friegas?

Eso nunca me lo habían pedido.

-¿Friegas de que?

-De caña blanca, ¿de qué va a ser?

La caña blanca era aguardiente y sí, se usaba en las aldeas para las friegas, para el dolor de muelas... Y para coger tal borrachera que quien la cogía caminaba para atrás cómo los cangrejos.

-¿Aquí?

-No, en mi cama.

Basilia quería seguir follando y yo seguía empalmado, así que le dije:

-Tú mandas.

Se dio cuenta al momento.

-¿Ya te pasó el pedal?

-Casi.

La habitación de Basilia era de lo mas normal. Tendría unos cuatro metros por cuatro, en los que había una cama con la cabecera y la parte de atrás de roble y un armario y dos mesitas de noche del mismo material, un crucifijo encima de la cabecera de la cama, unas cortinas de flores en la ventana y una alfombra pequeña al lado de la cama.

Basilia entró en la habitación con una botella de aguardiente en la mano. A morro, le echo un buen trago. La bebía cómo si fuera agua. Me dijo:

-¿Un trago antes de quitarme el punto?

Se lo eché, uno pequeño. Nuca tal cosa hiciera. ¡Qué petardazo cogí! Se fuera macho man después de los efectos del vino y apareció el chulo putas.

-Échate, cordera, échate que vas a saber lo que es bueno.

Basilia se echó boca abajo sobre en la cama. Me olvidé de que tenía que darle friegas. Le separé las piernas, le levanté el culo y le lamí el coño, el periné y el ojete. Basilia, me dijo:

-Ya me pasó el punto.

Paré, y le dije:

-Uyuyuyuy. Me parece que eres una zorra de mucho carallo.

-Puta, soy una puta, picha brava.

Me puse en plan Bogart.

-¡A mí no me des cera que te rompo el culo!

-¡Rompe, maricón!

-¡Ni me insultes, cabrona!

La nalgueé con tanta fuerza que me dolieron las manos.

-¡¡¡Plassssss, plasssss, plasssss, plasss...!!!

A Basilia le iba la marcha. Se puso a cuatro patas y me insultó:

-¡Chupa pollas, maricón de playa!

Le clavé la polla en el culo de un golpe de riñón.

-¡Toma y disfruta, puta!

Entrara cómo si nada, apretada, sí, pero cómo en un coño poco follado. Se cachondeó de mí.

-¡¿Me metiste algo en el culo, enano cabrón?!

Le di duro, pero duro de verdad, y cuanto más duro le daba más me insultaba.

... ¡Violador de cabras, medio metro, come mierda...!

De repente, se calló, levantó el culo, y de nuevo temblando y gimiendo se corrió cómo una loba en celo. Esta vez los jugos de su corrida hicieron una charca sobre la sábana blanca. Nada más acabar se puso boca arriba, y me dijo:

-Eres un máquina, aunque no sé si serías capaz a hacer una cosa.

-Yo hago lo que sea, pequeña.

Retar a un chaval borracho que se cree un mil hombres es jugar con fuego, Basilia lo sabía y se aprovechó al decir:

-¿A qué no eres capaz a hacerme correr con tu lengua?

Con voz chulesca, le dije:

-¿Cuántas veces dijiste que te querías correr?

-Tu dale, que si eso...

Ese día no pinté, Basilia tenía otras prioridades.

Quique.