Barbazul
¿Una historia sobre un sádico que asesina mujeres en su castillo puede ser un cuento para niños? Yo tengo mis dudas...
Ésta es mi versión sobre el sádico cuento de Perrault. Es un reto para mí escribir algo en esta categoría y agradeceré cualquier comentario. Un saludo.
Anne y Griselda eran muy parecidas físicamente e igualmente hermosas con sus cabellos rubios como el Sol del mediodía y sus jóvenes y atractivas figuras. Las dos hermanas eran la mayor alegría y orgullo para sus padres, unos pobres campesinos que trabajaban unas tierras que no les pertenecían sino que habían de pagar por ellas pesadas rentas al conde Barbazul, señor de casi toda la comarca.
Desde luego no era Barbazul el nombre del rico señor sino un mote que le concedieran sus sirvientes por sus barbas oscuras, tan negras que tenían un brillo azul tan extraño y perturbador como él mismo. Sin embargo, muchos decían que esto no era, ni mucho menos, lo más inquietante de nuestro personaje sino que afirmaban que era un hombre lujurioso y cruel; y aun iban más lejos y susurraban historias de muchachas raptadas y sadismo y violencia... historias a las que no se sabía qué crédito dar y que, desde luego, no debían contarse en voz demasiado alta si no se quería atraer la ira de aquel hombre terrible y violento.
Quiso el destino que el tal conde Barbazul llegase en una cacería, gran afición suya, a la granja de Anne y Griselda, y habiéndose hecho demasiado tarde para volver al castillo sin ser sorprendido por la noche, pidiese alojamiento en la humilde vivienda. Desde luego el campesino le ofreció cobijo y su señor fue atendido con todas las comodidades que podían darle. Lo que sin duda agradó al conde fue la presencia de sus bellas hijas, tanto que comentó al campesino que le haría muy feliz concediéndole la mano de una de ellas. El conde habíase casado en varias ocasiones pero estaba de nuevo soltero desde que su mujer muriera en extrañas circunstancias.
Al padre no le agradaba esto y no sabía cómo negarse sin provocar la ira de su señor, pero el astuto conde, que sabía muy bien lo que pensaba el campesino, podía ser muy convincente y le ofreció la propiedad plena de sus tierras y aun algunas más. Ahora el buen hombre dudaba y fue a preguntar a sus hijas acerca de si les gustaría ser la esposa del conde.
Jamás me casaría con un hombre como él. Es un hombre cruel al que no puedo amar; sólo hay que ver sus ojos fríos. Ninguna de sus mujeres han tenido buen final y no creo que esto sea una casualidad. Antes preferiría casarme con un lobo hambriento afirmó Anne rotunda. Estaba firmemente enamorada de uno de los mozos del pueblo y el conde le desagradaba profundamente.
Pues yo, querida Anne, estoy cansada de esta vida humilde y no me importaría ser la mujer de un rico conde y que todos me respetaran respondió, en cambio, su hermana.
¡No lo dirás en serio, Griselda! ¡Sólo te espera la desdicha con un hombre así!
La desdicha es lo que les espera irremediablemente a los pobres, y yo estoy muy cansada de serlo.
De esta forma, a la mañana siguiente el campesino pudo decir al conde que su hija Griselda aceptaría encantada ser su esposa y que a él le honraría mucho tenerle como yerno.
- Bien, bien... Tu Griselda es una muchacha muy hermosa y si es igualmente virtuosa será muy feliz conmigo y por mucho tiempo. Como imagino que querrás venir presentable a la boda, ten este regalo y el conde soltó una bolsa llena de monedas de oro que llevaba en el cinto sobre la mesa. El padre se deshizo en agradecimientos mientras apretujaba las monedas entre sus callosos dedos.
Y así Griselda se casó con el conde Barbazul y se convirtió en la condesa Griselda. En la noche de bodas descubrió que era un hombre fogoso pero en absoluto lujurioso o cruel, como le advirtiera su hermana. A la mañana siguiente él le entregó un manojo con las llaves del castillo. Todas las puertas estaban abiertas para ella salvo a la que correspondía una reluciente llave de oro. Ésa era su única limitación y el conde insistió mucho en advertirle que jamás la abriese o le disgustaría mucho...
Era un buen marido el conde, un hombre atento y educado, excepto por el hecho de que solía ausentarse con cierta frecuencia. El motivo era su gran afición a la caza y con el tiempo no importó mucho a Griselda, que se sentía como una señora dando órdenes a la numerosa servidumbre del castillo. Era feliz y sólo había algo que le hacía perder el sueño: la misteriosa llave de oro. Se había prometido no abrirla, tan sólo era una estúpida llave, pero tampoco importaba si averiguaba cuál era la puerta... Pasaron pocas semanas antes de que empezara a probar la llave con todas y cada una de las puertas del castillo, pero no abrió ninguna. No se cansó, sin embargo, de la búsqueda y cuando parecía que había probado todas las puertas del castillo, encontró una puerta en un oscuro sótano. Esta vez la llave encajó, y Griselda no resistió a la tentación de abrir...
Pero no había nada interesante allí, sólo una descendente escalera de caracol. Como estuviera muy oscuro, cogió una antorcha que la iluminara mientras bajaba los escalones. Luego atravesó un pasillo, y lo que vio entonces hizo que sus ojos se abrieran de par en par.
Al fondo del pasillo había una joven de espaldas y encadenada a la pared. Estaba de rodillas y su espalda desnuda había sido recorrida más de una vez por el látigo. Corrió hasta ella y quiso levantarla, pero llegaba demasiado tarde porque la desdichada no respiraba ya.
Sentía tanto terror que dejó caer el manojo de llaves al suelo. Al recogerlo, la llave de oro estaba manchada por la sangre de la joven muerta...
Entonces unas voces de mujer le hicieron olvidar la llave:
- ¡Por favor, buena mujer, libéranos!
Miró a su izquierda y advirtió que había una puerta con un pequeño ventanuco con barrotes. Algunas jóvenes le suplicaban ayuda desde dentro de lo que parecía, y era, una celda.
¿Por qué estáis ahí, pobres muchachas?
Mi señora, somos jóvenes como tú, pero ese monstruoso conde nos ha secuestrado y encerrado aquí, y saca de vez en cuando a alguna de nosotras para que veamos cómo la tortura cruelmente. Esa desdichada que has visto es mi prima y nos espera el mismo destino a todas si no nos liberas.
Griselda se sentía conmovida y, desde luego, quería liberar cuanto antes a aquellas pobrecillas, pero ninguna de las llaves abría la celda. Esa llave no estaba en el manojo sino que debía guardarla su esposo con él.
- Lo siento, ahora no puedo abrir la puerta. Pero os prometo que volveré para liberaros les prometió, y se fue, seguida por las lamentaciones y súplicas de las prisioneras.
Lo primero que hizo Griselda fue tratar de eliminar la mancha roja de la llave dorada. Frotó fuertemente y la mancha desapareció, para aparecer de nuevo en pocos segundos. Frotó una segunda, una tercera y muchas más veces y siempre ocurría lo mismo.
Griselda tuvo que hacer grandes esfuerzos para comportarse esa noche con toda naturalidad con su marido, esfuerzos que no sirvieron de nada, porque los fríos ojos del conde eran astutos y detectaban enseguida la mentira.
¿Has visto la habitación prohibida? le preguntó exigente.
Yo no he estado allí... Me ordenaste que no utilizara la llave dorada y no lo he hecho. Créeme, no te engaño.
Cállate y muéstrame la llave le ordenó.
El pánico se apoderó del corazón de Griselda y quiso ocultar el manojo de las llaves, pero el conde agarró su muñeca y la retorció rudamente hasta que, con un lamento, lo soltara. Se inclinó Barbazul para coger el manojo de llaves y cuando lo levantó, Griselda lo vio como nunca lo había visto. Sus ojos brillaban como los de un lobo y su rostro estaba tan enrojecido que se podían distinguir en él las venas.
- ¡Mujer embustera! ¡Has ido sin mi permiso y ahora quieres engañarme! Dime, ¿has visto lo que hay allí?
Ella no dijo nada pero él lo adivinaba todo.
- Leo en tus ojos que lo has visto... como todas mis anteriores esposas. Ahora sabrás qué ocurrió con ellas...
Griselda quiso escapar pero él la agarró con sus brazos fuertes y, después de amordazarla para que no alertase a todo el castillo, la llevó por la fuerza hasta la cámara prohibida.
Las jóvenes prisioneras se estremecieron de horror viendo que su verdugo llegaba con una nueva víctima y que ésta no era otra que la mujer que tratara de liberarlas antes. Barbazul la traía arrastras y sin importarle sus chillidos. Luego la llevó hasta el muro, soltó los grilletes que sujetaban el cuerpo frío de la víctima anterior y lo echó a un lado para encadenar a Griselda en su lugar. Luego con un cuchillo de caza rasgó su vestido hasta dejarla completamente desnuda.
Griselda gemía y pedía clemencia pero a él le eran indiferentes sus gemidos. Lo que sí atraía su atención era su cuerpo, porque podía admirar sus hombros bien formados y su espalda perfecta, que terminaba en un culo redondo y delicioso, y sus hermosos muslos y tobillos. Le parecía ahora más adorable que nunca y, si bien se sentía furioso por la traición, al mismo tiempo se sentía encantado por el placer que le esperaba. No había ningún remordimiento porque ella lo había buscado: no le gustaban las mujeres curiosas y entrometidas que no respetaban sus "aficiones".
- ¡Por favor, dejadme ir! ¡Devolvedme a mi padre y no contaré nada! suplicó ella, ya sin la mordaza.
Barbazul fue a un arcón de madera que había en la celda y extrajo una vara de fresno, dura y flexible, que servía muy bien para comenzar sus juegos.
- ¡Os lo ruego! ¡Tened piedad...! Ahhh
Un golpe firme en las nalgas sirvió para que, por fin, callase. Siguieron más golpes en las nalgas y Griselda ya no hablaba sino que gemía a cada nuevo varazo. No se había apagado un lamento y él volvía a golpearla porque oírlos le excitaba sobremanera, como también le excitaban los lamentos de sus prisioneras que apenas podían soportar ver lo que hacía con aquella mujer.
Estaba admirado por la firmeza de sus nalgas y disfrutaba enrojeciendo la tierna blancura de su culo. Tampoco dejó de comprobar la firmeza de sus caderas y sus muslos, y aunque habíase acostado con ella, realmente era ahora cuando podía gozar de la hermosura de su carne joven. La excitación de azotar a una mujer era el mejor preludio para fornicar con una mujer y aunque el conde sintió ya la molestía de su verga apretando y pidiendo salir bajo sus calzones, quería tomarse aquello con paciencia.
Mientras esto ocurría, Anne llegaba al castillo para visitar, como hacía a menudo, a su hermana. Siempre la recibía pero esta vez el mayordomo, que era de los pocos que conocían los gustos de su señor y el único que sabía muy bien dónde estaba Griselda, le dijo que no podía hablar con ella en ese momento. Anne insistió y quiso saber qué le ocurría pero él se limitó a despedirla educadamente. La perspicaz joven sospechó que algo extraño ocurría allí y decidió hacer algo.
Sin duda, se habría estremecido Anne oyendo los lamentos de su hermana Griselda. Ahora se lamentaba y el conde no la azotaba ya, cansado de ese juego. Había amoratado a placer sus nalgas y su espalda. Era el momento de cambiar por un entretenimiento más contundente y fue al arcón para sacar un látigo, un instrumento mucho más eficaz para prolongar los lamentos de la víctima que ha probado previamente con la vara.
Golpeó primero al suelo para que ella oyese el silbido del látigo al rasgar el aire y también a modo de calentamiento: no quería fallar uno solo de los latigazos. Luego miró esa espalda tan blanca y delicada, morada ahora en las zonas castigadas con la vara, con el ojo experto del sádico, y reteniéndola en su mente porque él la iba a cambiar...
Un contundente latigazo la marcó de arriba abajo y ella se estremeció toda de dolor, ya no gimiendo sino aullando. Siguieron más latigazos igualmente perfectos y ella sufría cada uno más que el anterior mientras él se sentía feliz y reía como un energúmeno. Cuando vio su espalda ensangrentada se detuvo y con el mango del látigo fue acariciándola en las heridas, notando con placer el rojo furioso de la sangre sobre la blanca piel.
Griselda apenas se tenía en pié y sus piernas temblaban. Otro latigazo cargó contra sus espaldas y no pudo sostenerse y se dejó caer. Pero las cadenas no eran tan largas como para que pudiera ponerse de rodillas sobre el suelo, sino que sentía un terrible dolor en las muñecas mientras colgaba su cuerpo. Ese dolor la obligó a levantarse y entonces Barbazul la derribó con otro latigazo. Después de cada latigazo ella caía y colgaba de aquellos grilletes hasta que se incorporaba de nuevo y el juego se repetía.
El conde estaba disfrutando enormemente con aquello, hasta que, al cabo de algunos minutos, vio que no se incorporaba. Entonces la golpeó con el mango del látigo en el culo y volvió a levantarse pero cuando de nuevo cayó estremecida por el doloroso látigo, ni siquiera esos golpes en las nalgas la animaron a levantarse. Su espalda era ahora un mosaico de líneas rojas y el rojo chillón contrastaba con la blancura de la piel.
El conde descubrió al fin su pene y agarró el culo de su víctima para desahogar su excitación. Desde luego no tuvo compasión a la hora de penetrarla de forma tan indigna como violenta, pero ella apenas sí sintió dolor físico después de lo sufrido. Lo que sí sintió fue una terrible humillación, en cierta forma aún más insufrible. Era tanta la excitación del conde que no tardo en correrse entre las piernas de la pobre Griselda. Luego se incorporó tranquilamente.
- Realmente me he divertido contigo. Siento tanto que me hayas obligado a esto dijo el muy cínico con una sonrisa. Pero no te preocupes, esto no va a durar mucho más.
El conde observó su cuerpo y la transformación que había sufrido. La miró meditabundo, porque pronto aquel cuerpo no volvería a levantarse del suelo. Dio un latigazo al suelo e inspiró profundamente y suspiró, preparándose para el final. Entonces los latigazos se sucederían sin tregua y con fuerza y rapidez hasta que fuera viudo...
Un murmullo de voces y de violentos ruidos distrajo su atención. ¿Qué sucedía en el castillo? Bufó de fastidio porque ése era su momento final y nadie podía arrebatárselo. Era mejor disfrutarlo y ya haría después las averiguaciones...
¡Señor, están atacando el castillo! vociferó su asustado mayordomo, que entró a toda prisa ante la mirada enojada de su señor.
¡Es que no sabes que nadie puede interrumpirme cuando estoy divirtiéndome! le dijo furioso el conde y descargando un latigazo sobre él.
Su servidor evitó el golpe como pudo y siguió hablando:
Bien lo sé, mi señor. Pero la loca de tu cuñada vino con un numeroso grupo de aldeanos y exigiendo entrar. Son muchos y lo han conseguido; y ahora os están buscando.
¡Maldición! exclamó el conde.
Pero ya era tarde, y conde y mayordomo oyeron como violentaban la puerta y un murmullo de voces furiosas se acercaba. Por fin llegaron a la macabra estancia y la hermana de Griselda los encabezaba. Gritó cuando reconoció a su hermana encadenada y entonces miró a Barbazul furiosa como un perro de presa.
- ¡Miserable rata inmunda! ¡Pagarás por esto! le dijo y rápidamente Anne asió una espada con la que le derribó, dándole un tajo en el brazo. Ya en el suelo lo remató clavándosela repetidas veces y sin que nadie se atreviese a negarle su justa venganza de hermana.
Después de la furia inicial, Anne sintió que le llegaban las lágrimas a los ojos mientras liberaba a su hermana. Temía lo peor pero, aunque muy debilitada, respiraba todavía. Dando gracias al creador, algunos aldeanos levantaron a Griselda y se la llevaron.
Afortunadamente, Griselda se restableció de sus heridas, si bien algunas marcas siempre quedaron. Su hermana y su marido, se había casado Anne con el muchacho del que estaba enamorada, le dieron todos los cuidados posibles y ella se quedó a vivir con ellos, pues nunca jamás quiso volver a casarse.
En cuanto al conde Barbazul su cuerpo fue arrojado a un pozo seco, pero no fue olvidado ahora que toda su monstruosidad había salido a la luz. Durante mucho tiempo las madres asustarían a sus hijas con los relatos de un hombre sanguinario y real como la vida misma. Luego los cuentacuentos los oyeron y tuvieron otra historia que contar.