Bar
Encuentro sexual apasionado en un lugar público...
Nos vimos en un bar y nos deseamos. Él había estado tomando un café con otro chico y, cuando el chico se marchó, permaneció allí, en su mesa, cómodamente sentado, mirándome con la arrogancia del que se sabe atractivo. Yo había quedado con una amiga, que, fiel a su eterna costumbre, llegaba tarde. Clavé mis ojos oscuros en los suyos negros, y de aquella miradas saltaron lenguas de deseo. La tensión sexual se palpaba en el ambiente. Olía a sexo, nuestros cuerpos despedían el aroma de la pasión bestial que nos hace animales.
Deseé reptar, deslizarme por el suelo como una serpiente, llegar hasta él arrastrándome, abrir la cremallera de sus vaqueros desteñidos, y meterme toda su polla en la boca. La imaginaba dura, enorme, tan erecta que pareciera a punto de estallar. También me gustaría que él viniera hacía mí, que introdujera sus dedos en mi escote sin previo aviso, que regalara a mis pezones chiquititos alguna caricia, y que pudiera adivinar que, bajo mi faldita mínima, había un tanga diminuto que se humedecía más y más.
Describir a aquel joven resulta sencillo. Perfecto. Justo como deben ser los hombres que a mí me ponen. Moreno, con rasgos agitanados, piel tostada por el sol, alto, con un cuerpo definido y producto de un buen trabajo en el gimnasio. Yo ignoraba si mi perfil se correspondería con el de las mujeres que a él le hicieran vibrar. Supuse que más o menos. Morenita y delgada, con piernas largas, ojos oblicuos y cintura estrecha, suelo tener éxito entre el público masculino. Así que, como no pasaba nada, y mi deseo crecía, le escribí un mensaje en una servilleta, la levanté y se la mostré.
FÓLLAME, ponía.
Se levantó y se acercó a mi mesa. No, dijo, no voy a follarte, me apetece mucho más lamerte. Si te apetece, levántate y vete al baño, yo te sigo. Te aseguro que no te vas a arrepentir, te gustará mucho más que si te follara.
Me apetecía. Mucho. De modo que casi corrí a los aseos, mi coño estaba absolutamente mojado, notaba como mis jugos íntimos se deslizaban por mi entrepierna, la piel se me erizaba de deseo, sólo podía pensar en la lengua de aquel joven escultural ensalivando mi cuerpo hambriento de él. Derrochaba sed de sus labios, de su lengua, de su boca generosa regalándome lamidas y lametones.
Tardó un minuto en aparecer. No dijo nada. En un segundo se deshizo de mi breve camiseta blanca, y de un sujetador del mismo tono, lleno de encajes y puntillas. Cogió con sus manos grandes cada una de mis tetas, las observó un instante, besó cada pezón tres veces, con lujuria, y comenzó a obsequiarme con la frialdad cálida de su lengua.
Sabía lamer. Serpenteaba por mi canalillo, subía mis pequeñas colinas, se detenía en la cima, lamía, descendía otra vez, y con su boca atrevida lamía los recovecos de mi axila, besaba mi cuello, regalaba lengüetazos a mi abdomen firme, y de nuevo se encaminaba hacia mis pechos, que aguardaban ansiosos las ternuras de sus labios.
Creo, muy a mi pesar, que no me comió mi concha húmeda y palpitante. Antes de desmayarme, extasiada de placer, él se entretenía lamiendo el hueso de mi cadera. Cuando desperté de mi desvanecimiento, él ya no estaba allí. Unas señoras muy estiradas me miraban con gesto de reprobación. Alguien, nunca supe quién, me había puesto la camiseta. Del sujetador, ni rastro.