Bambi y el tigre
Por norma, una mujer no busca un hombre que sea un excelente amante, tampoco un cuerpo escultural, tampoco una impetuosidad desbordante. Sólo quiere un hombre que la haga sentirse especial.
Martha intentó que no pareciese demasiado evidente la emoción que había sentido al ver aparecer en la discoteca al tigre.
Agarró con fuerza el vaso con bebida que sostenía con una mano y apoyó la otra en una columna. Sintió como su corazón se revolucionaba y un ardor intenso la subía del vientre, inflamándola la respiración.
Era carnaval. Y la música atronaba en la discoteca. El disfraz de tigre de aquel monumento era, más que fiel, sugerente, pues se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel. Espalda ancha, hombros abultados y hermosos bíceps. Y, por si fuera poco, un culo soberbio, del que nacían unos muslos gruesos y torneados. Las rayas negras y anaranjadas recorrían el disfraz en un patrón nada casual: convergían en sus divinas nalgas.
Martha se obligó a cerrar la boca y se pasó la lengua por los labios.
—Madre mía, qué ganas de comer me han entrado de repente —jadeó.
Era una lástima que ella hubiese elegido un disfraz de Bambi. Uno de pantera habría sido mejor opción con aquel tigre.
—¿Quién es ese portento, chicas? —gimió a su lado, Sonia, una de las amigas con las que había acudido a la fiesta de disfraces.
Las chicas miraron embobadas al tigre. Con sus gruñidos y jadeos, Martha se dio cuenta que no era la única que estaba hambrienta en la fiesta. Si quería comer aquella noche, debería dejar claro que ella era la única propietaria de la pieza.
—Quietas, quietas —murmuró con voz grave—. Yo lo vi primero. Contentaos con lo que haya por ahí.
—No, claro que no, Martha —protestó Sonia—. Dejemos que sea él quien elija a quién quiere devorar.
Martha sonrió. La idea le parecía perfecta. Todas parecían haber olvidado que el disfraz que ella llevaba era el más atrevido. Y no por lo que llevaba puesto, sino por lo que llevaba pintado. La pequeña máscara que ocultaba su rostro y el tanga que se ceñía a su cintura eran los únicos elementos que cubrían su piel. Una pintura con base de marrón canela y blanco cubría su cuerpo entero y trazas manchadas de negro ayudaban a convertir su figura en un fiel reflejo lúbrico del cervatillo de Disney.
Estaba completamente segura de seducir al tigre con que solo posase su mirada en ella.
La excitación que notó cuando el tigre se volvió hacia ellas y fijó su mirada en su cuerpo superó toda expectativa.
Su máscara ocultaba sus ojos y pómulos, pero el resto de aquella cara era puro deleite para la vista. Nariz recta y fina, mandíbulas cuadradas y potentes, barbilla angulosa y sobresaliente.
Cuando la sonrió, Martha sintió como algo dentro de ella se licuaba y sus piernas dejaban de sostenerla.
Y cuando el tigre se lanzó hacia ella, se sintió desfallecer.
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Yo antes era el Stuart tímido y retraído. Un Stuart que compartía pasillo con la despampanante Martha Stevens, y a la que nunca tuve el valor de expresarla mis sentimientos.
Martha simbolizaba mi mayor deseo. Pero también mi mayor frustración. Considerado desde muy pequeño como un genio, agoté la mayor parte de mi juventud perfeccionando mi técnica con el piano. No solo era considerado uno de los pianistas más prometedores según las críticas tras terminar mis recitales. También era el hombre más solitario y triste de los recitales. Mi familia exigió que toda mi juventud se dedicase a practicar, practicar y practicar. Si el piano fuese un amante, abría cortejado al instrumento desde mi infancia. Pero, demasiado tarde, me di cuenta que, tras la fama y el reconocimiento, estaba muy lejos de alcanzar la felicidad.
Cuando me mudé a aquel lóbrego apartamento, lo primero que exigí que fuese colocado fue mi querida amante de teclas de marfil y ébano.
—Hola, soy Martha, tu vecina, ¿tocas el piano?
Cuando la vi por primera vez, asomada entre las cajas de mudanza, el corazón me retumbó como timbales. Una orquesta tocó en mi cabeza sonatas.
Su cabello castaño, recogido en una coleta, brillaba lustroso. Ojos azules y mirada risueña. Rostro ovalado y labios carnosos. Sentado en la butaca ante el piano, sentí como el suelo mismo se hundía a mis pies. Cuerpo escandalosamente sinuoso y manos delicadas de finos dedos. Todo en ella me provocaba una desazón indescriptible. Vestía unas mallas que realzaban sus piernas estilizadas y una camiseta holgada de tirantes que mostraba un escote descomunal.
No recuerdo si la respondí pero entró en mi recién adquirido piso y caminó con paso grácil hasta apoyarse sobre el piano.
—Tócame algo —me susurró con el tono más ambiguo que pude soportar.
Y entonces, ocurrió el cataclismo. Mis dedos aporrearon las teclas. Creo que no acerté una sola nota, ni tampoco seguí el ritmo. Ni tan siquiera supe si mis dedos eran míos o los de un carpintero beodo aporreando las teclas con un martillo.
Ni me atreví a mirarla, estaba abochornado.
—Suena bonito.
Su condescendencia avivó mi vergüenza.
Aquel fue el inicio de mi caída. Día tras día, la veía y el corazón me latía igual de rápido. Pero mis palabras se trababan, mi cara enrojecía y era incapaz de actuar coherentemente.
Pero mi disfraz de tigre iba a borrar todo aquello de un solo zarpazo. Tras la máscara, ocultando al Stuart tímido y bobalicón, me sentía renacer. Era una segunda oportunidad de seducir a Martha. Me sentía seguro de mí mismo, me sentía valiente, me sentía rabiosamente provocador.
Y supe que aquella vez sería diferente cuando, caminando hacia ella, Martha correspondió a mi sonrisa con otra aún más bella y libidinosa.
Estaba seguro de aquella noche de Carnaval en la discoteca, la dulce Martha caería en las garras de un feroz tigre.
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Stuart se aproximó a Martha. Tenía una dirección clara, había elegido su presa de entre la manada de mujeres que se lo comían con los ojos.
—No te conozco, creo que no te había visto antes —musitó Martha cuando se detuvo sobre ella.
—Claro que no —agravó la voz Stuart para no ser descubierto.
Martha dejó que sus dedos, incapaces de mantenerse quietos, se posaran sobre uno de los bíceps de Stuart. Aquello no era ningún relleno. Era músculo auténtico, pura fuerza bruta. Y sólo para ella, tal y como parecía indicar el atrevido gesto de Stuart al acariciarla el pelo.
Se había recogido el cabello en un complicado moño por el que asomaban, juguetonas, dos crestas a ambos lados para simular las orejas de un cervatillo. A Stuart le fascinaba aquel despliegue de originalidad. Mucho más que aquel cuerpo desnudo, apenas cubierto de pintura corporal. Un aroma a flores salvajes emanaba del cuello de Martha y creyó enloquecer.
—¿Resulto apetecible, tigre?
Stuart sintió como desfallecía cuando Martha hinchó su pecho, elevando sus senos. Las sombras que delataron sus pezones inflamados pintados le hicieron bizquear.
—Eres delic… delic… deliciosa —tartamudeó.
Martha arrugó el ceño. Qué extraño, por un momento, aquel titubeo encantador la había recordado a su vecino de piso.
Stuart era un encanto. Se sentía especial a su lado y cada día, cuando se cruzaban, se divertía al ver su turbación. Además, era sumamente tímido. Poseía el encanto de la inaccesibilidad, pues Stuart era demasiado para ella. Por las noches oía el sonido de su piano. Era, sin duda, magia la que hacía brotar del instrumento con sus dedos. Suaves melodías que acariciaban su piel. Pero ella era una camarera sin futuro, encerrada en un mundo sin posibilidades, encadenada a la mediocridad. Stuart era sensible y galante. Tanto que a veces la dolía estar cerca de él.
—Tengo hambre —gimió el acariciando con sus labios el cuello de Martha.
El contacto hizo que ella olvidara a su compañero de piso y se concentrara en el Adonis que tenía encima. Esos maravillosos labios la estaban elevando su temperatura hasta sentir sofocos. Y la salvaje fragancia a almizcle que procedía del tigre creyó hacerla hervir la sangre.
—¿No habrá persecución? —jadeó Martha. Cogió de la cintura al tigre y, acercando su vientre contra el suyo, creyó morirse al notar la enorme erección presionándola.
—No, pues ya te he atrapado, gacela. Ahora solo queda disfrutar del placer de la carne.
Y Stuart posó los labios sobre los de Martha. Las lenguas se entrelazaron y las salivas recorrieron el canal creado con rapidez. El ansia impulsaba a las dos bocas a mordisquear los labios ajenos con frenesí. Sus cuerpos se apretaron y Martha rodeó el cuello de Stuart. Jadeaba sin control, absorta en el húmedo beso, frotándose contra el torso del tigre. Stuart descendió sus manos hasta el culo de Martha y hundió sus garras en la mullida carne. Apretaba a Martha contra su dolorosa erección y disfrutaba sintiendo como ella, no solo lo aceptaba, sino que lo forzaba. Cuando ella imprimió un tórrido meneo de caderas contra su pelvis, Stuart dudó seriamente de poder aguantar más tiempo sin someterla allí mismo, delante de todos. Sus pezones le arañaban la piel y la entrepierna de Martha parecía haberse convertido en un volcán a punto de explotar.
Martha sintió como sus muslos se humedecían. Se notaba tan empapada que, ante la indecisión del tigre, fue ella misma quien se apartó bruscamente de él. Le miró mientras sentía su boca entera clamando volver a la acción.
Lo cogió de la mano y tiró de él hacia el guardarropa de la discoteca.
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Cerré la puerta de una patada y le lancé sobre la pared alfombrada de abrigos. Estaba sedienta, estaba hambrienta y desesperaba por abalanzarme sobre él. Pero decidí que jugar un poco con aquel tigre, que se había vuelto dócil gatito entre mis dedos, aumentaría más la tensión.
—No creas que te va a resultar tan fácil comerme, mi tigre —ronroneé, contoneándome para él.
Mi desconocido felino se reclinó sobre la mullida capa de abrigos y se sentó sobre una pila de bolsos. Abrió sus piernas y su recio falo destacó como el palo de una escoba. Me encantaba tenerle tan desesperado. Yo también quería sentarme sobre él y cabalgar su divina montura. Pero la espera no haría sino aumentar el deseo de lo que llegaría.
Bailando el más lúbrico de mis contoneos, me giré para mostrarle mi trasero.
—Minino precioso, ¿qué vas a hacerme? —gemí. Deslicé mis dedos dentro de la tira del tanga y fui bajándolo.
De espaldas a él, sus jadeos sonaban furiosos. Mis jugos desbordaban mis pliegues. El tigre gruñía y rugía. El tanga cayó a mis pies y, al instante, sentí el extremo ardor de su aliento entre mis nalgas. Incapaz de contenerse, el tigre me sujetaba de la cintura.
Chillé emocionada. Su lengua accedió a los recovecos de mi sexo encharcado. Su máscara presionaba contra mis caderas mientras su cara se hundía entre mis carnes.
Me aparté no sin dificultad. No iba a permitir que fuese tan fácil. Ni para él ni para mí.
Se quedó embobado viendo mi vello púbico recortado. Sonreí ante aquella muestra de ingenuidad. Era fantástico lidiar con una bestia enorme como aquella, sabiendo lo salvaje que podría llegar a ser. Y amaestrarla con sólo mostrar mi coqueto pubis. Pero si creía haber amansado al tigre, estaba equivocada.
Se bajó las mallas del disfraz y un miembro fibroso y erecto surgió de entre sus muslos. Madre del amor hermoso, ¿todo aquello era suyo? Ahora la embobada era yo. Y pagué caro mi error: antes de darme cuenta me había tumbado en el suelo.
Su impetuosidad arrambló con todo. Su boca desperdigó besos y lametones por mi cara. Un intenso calor provenía de su piel y el olor de nuestros sexos preparados me mareó. La espiral de sabores y gemidos, de olores y magreos me hizo perder la razón. Enganché las piernas a su cintura y, embriagada, busqué su palo.
Si su boca me devoraba, sus manos me sumían en la desesperación. Jamás sentí unos dedos tan hábiles sobre mis pechos. Parecían tocar mi carne como si yo misma fuese un… un piano. La similitud me hizo recordar a Stuart. Mi dulce vecinito. Ojalá fuesen sus dedos los que amasaban mi carne y sus labios los que degustasen el sabor de mis pezones. Pero la añoranza me duró poco.
Su miembro entró en mi gruta con fuerza arrolladora. Gruñí dolorida ante tal alarde de cruda fogosidad. Gemí sintiendo como si metal hirviendo llenase mi sexo. Mis jadeos le sirvieron como señal de inicio de sus acometidas. Afiancé mis uñas sobre sus duras nalgas y mordí su cuello con la esperanza de resistir la violencia de sus embestidas. Pero el desconocido honraba su disfraz imprimiendo un ritmo brutal, feroz. Solo era capaz de chillar extasiada. Nadie me había llevado antes hasta cotas tan extremas de placer.
No sabía si aquel desconocido era tan ardiente a causa de mí o de la situación pero era innegable su poderío físico. Bañados en sudor, mil y un placeres se derramaban por mi vientre y mi cabeza era incapaz de soportar tal cantidad.
El orgasmo me sacudió como un pelele. Grité extenuada y cuando el placer me abandonó entre descargas eléctricas, el suyo me catapultó de nuevo hacia el éxtasis. Jamás había experimentado dos orgasmos simultáneos. El placer era tan absoluto que el universo entero pareció concentrarse en mi cabeza y explotar de repente.
Agotada tras experimentar el placer más supremo, me sorprendió la actitud del tigre: me abrazó y buscó mis labios para besarme con ternura. Aquello era un polvo ocasional. Tras el placer, no estábamos obligados a mostrarnos afecto. Entrelazó sus piernas con las mías y acarició mi rostro.
—Te amo, Martha.
Mi corazón volvió a latir desbocado. Reconocí su voz sin dudarlo.
Quité la máscara al tigre y un Stuart exhausto me sonrió.
Me aparté de él enfurecida.
—¡Stuart!
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En la penumbra de mi casa, sentado en la butaca del piano, posé las manos sobre las teclas. Un acorde fúnebre sonó débil, hastiado.
Intentaba impedir que las lágrimas cayesen por mi rostro pero era inútil. Todavía me dolía el tortazo que Martha me lanzó al descubrirme. Pero, más que el golpe, sus palabras me dolían con más fuerza.
—¡Estás loco, Stuart!
No la entendí. Me froté la mejilla golpeada sin comprenderla. Buscó su abrigo entre los cientos que abarrotaban el guardarropa. Su cuerpo desnudo temblaba y la pintura corporal se había corrido con el sudor. Su imaginativo moño se había deshecho y su cabello caía en cascada sobre su espalda y hombros.
—El disfraz me ayuda a ser la persona que quieres —protesté.
—El disfraz te convierte en otro Stuart —replicó ella entre sollozos—. Un Stuart que no conozco; un Stuart salvaje, primitivo.
Agarré su muñeca cuando se cruzó conmigo al salir del guardarropa. Su gabardina la cubría por completo y se había subido el cuello para ocultar parte de su rostro.
—No tenía otra opción. El Stuart que conoces jamás se habría atrevido a disfrazarse así para ti.
La mirada que Martha me dirigió, heló mi sangre.
—Exacto —murmuró—. El Stuart que conozco nunca lo habría hecho.
Mis dedos recorrían las teclas del piano sin presionarlas.
No sé qué era más triste. Si haber poseído a Martha, con la seguridad de que nunca podría repetirlo o haberla causado una pena tan profunda que la hizo regresar a casa de inmediato. Deslicé las yemas de los dedos por las teclas y luego las uñas. Había hecho daño a Martha, de eso sí estaba seguro. Y eso sí que era lo más triste.
Tenía que disculparme. Debía llamar a su puerta y expresarla mi arrepentimiento.
Me levanté y caminé hacia la puerta. Solo esperaba que el engaño no la hubiese puesto tan furiosa que rechazase mis disculpas. Me conformaba con que volviese a ser mi vecina risueña, mi vecina hermosa, mi vecina inaccesible.
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La puerta se abrió después de que Stuart llamase varias veces. De hecho, pensaba volver a su casa cuando Martha la abrió.
—¿Qué quieres, Stuart? ¿Reírte más de mí?
El hombre se metió las manos en los bolsillos del pantalón y negó con la cabeza.
—Vengo a pe… pe… pedirte perdón.
Martha se apoyó con fuerza en el marco de la puerta al escuchar el familiar tartamudeo de Stuart.
—¿Por qué hiciste eso, Stuart? ¿Por qué quisiste ser otra persona?
Stuart bajó la mirada y contempló la bata que cubría el cuerpo de Martha. Incluso esa prenda gruesa y holgada vestía su cuerpo con belleza arrebatadora.
—Porque te amo, Martha. Desde el primer día que te conocí. Y sé que el Stuart que tienes de vecino solo te produce indiferencia. Quería ser el hombre del que, algún día, te pudieses enamorar.
Martha notó como sus piernas temblaban. Arrugó el mentón y no permitió que las lágrimas desbordasen de sus ojos.
—¿Qué te hace pensar que el Stuart que tengo de vecino no es el hombre de mis sueños?
Stuart la miró sorprendido. Martha continuó:
—Quiero que el Stuart verdadero me enamore. No quiero una estupenda polla pegada a un estupendo cuerpo. Quiero a mi tímido Stuart.
—Pero ese Stuart tardaría siglos en acercarse a ti.
Martha suspiró y cerró la puerta.
—Le estaré esperando siglos si hace falta.
Stuart quedó solo en el descansillo. Se volvió hacia la puerta entreabierta de su piso y el miedo se apoderó del él al ver la lúgubre penumbra que surgía de dentro.
Llamó de nuevo al timbre de Martha.
—¿Qué ocurre ahora, Stuart? —contestó ella tras la puerta.
Stuart tragó saliva.
—Mar… Martha, tengo miedo.
—¿Miedo de qué, Stuart?
—Miedo a quedarme solo.
El silencio se apoderó de nuevo del descansillo mientras Stuart alternaba su mirada entre la puerta de Martha y la suya.
La puerta se abrió y Martha apareció con los brazos cruzados.
—Mi plan es una pizza, televisión y una botella de tequila. ¿Tú que me ofreces, Stuart?
—Sé to… tocar el piano.
—¿Me tocarías algo, Stuart? —ronroneó Martha con tono insinuante.
La cara de Stuart se convirtió en un sol radiante al captar los dos sentidos de la sugerente petición. Pero apagó al instante su gesto al percatarse del ceño fruncido de Martha.
—Va… vale —contestó vacilante.
—Genial —contestó risueña Martha, dando palmas.
Mientras seguía a Stuart hacia su casa, preguntó en voz baja:
—¿El tigre está enjaulado?
Stuart murmuró con una sonrisa:
—No. El tigre acecha, a la espera del momento oportuno.
Ginés Linares