Bajo las sombras (2)

Continuación incesto entre hermanos.

LA PERLA

Septiembre, 1879

BAJO LAS SOMBRAS, O divirtiéndose CON LAS BOBAS 2

Continuación)

Por la tarde fuimos agradablemente sorprendidos por la llegada de una hermosa joven de unos dieciséis años, que había ido a visitar a las hermanas de Paco.

Se trataba de una compañera de colegio de Sofía, y de Mariquita, que se disponía a pasar una semana entre nosotros.

La señorita Rosa Redquim era una radiante belleza, de la talla de una Venus, de piernas y brazos bien proporcionados, de senos combados, grandes ojos verdes, abundante cabello entre rojizo y dorado, labios rojos como cerezas y dientes blancos como perlas, los que exhibía muy a menudo en encantadoras sonrisas que nunca parecían borrarse de su rostro.

Así era la nueva adquisición del departamento femenino de la casa, y nos complacíamos de antemano con la perspectiva de este nuevo prospecto para nuestro deporte, ya que Paco me había hablado de sus propios escrúpulos en cuanto a tomarse libertades con sus hermanas.

El día siguiente amaneció magnífico y cálido, por lo que me di un paseo por el campo con mi amigo para fumamos un cigarrillo.

El esparcimiento duró alrededor de una hora aproximadamente, hasta el momento en que calculamos que las muchachas irían a tomar un baño en el pequeño lago que había en el parque.

Nos encaminamos seguidamente hacia él; nos aseguramos de estar bien escondidos, y esperamos en completo silencio la llegada de las hermanas y de su amiga.

El lago, como lo he llamado, era en realidad un estanque de no más de cuatro o cinco acres de extensión, con bosques espesos en todos sus márgenes, los que impedían aun a los pescadores aproximarse a las orillas, salvo en un declive cubierto de césped, de no más de veinte a treinta yardas cuadradas de extensión, en el que había una gran cabaña o casa de verano bajo los árboles, donde los bañistas podían desvestirse para caminar luego desde ella hasta el estanque.

El piso de éste descendía lentamente en aquel punto, estaba cubierto de arena fina, y quedaba circundado por barandillas que impedían llegar a los lugares más hondos.

La puerta trasera de la cabaña daba a una estrecha vereda que conducía a la casa a través de densos matorrales, de manera que en cualquier punto a lo largo de la misma quedaba uno al abrigo de ser descubierto.

El interior estaba cómodamente amueblado con bancas y divanes.

Había, además, una alacena bien provista de vinos, galletas y bizcochos durante la temporada de baños.

Paco tenía llave de la cabaña.

Me alzó, y uno después del otro nos subimos a un corpulento sicómoro.

Una vez instalados en él volvimos a prender nuestros cigarrillos en espera de la aventura, con justificada impaciencia.

Al cabo de unos diez minutos de expectativa nos vimos recompensados por el cascabeleo de las risas de las muchachas que se aproximaban.

Oímos abrir la puerta, y luego el ruido del cerrojo que la clausuraba, así como la voz de Anita que decía:

— ¡Ah!

¡Cómo les gustaría a los muchachos vernos desvestirnos y darnos un baño en un día tan adorablemente cálido!

Y en seguida nos llegó la respuesta de Rosa, entre risas.

— No me importaría que me viesen, si yo no lo supiera, queridas.

Tiene su encanto pensar en la excitación que ello les causaría a nuestros queridos muchachos.

Me gustaría que Paco se prendase de mí, puesto que ya casi estoy enamorada de él, y he leído que no hay modo mejor para que una joven pueda excitar al hombre que desea conquistar, que mostrarle todos sus encantos en un momento en el que él cree que la muchacha no se ha dado cuenta de su proximidad.

— Bien; no hay peligro alguno de que nos vean aquí, de manera que soy la primera en estar dispuesta a hacer travesuras.

Quitémonos pronto los vestidos.

Será una delicia echarse al agua — exclamó Sofía.

Pronto se efectuó la operación de desnudarse, salvo en cuanto a camisas, botas y medias.

Evidentemente no tenían prisa por meterse al agua.

— Ahora tenemos que convertir a Rosa en una mujer libre y a examinar todo lo que tiene.

— Dijo Sofía riendo alegremente.

Vamos, muchachas, acuéstenla y quítenle la camisa.

La hermosa muchacha apenas si opuso una resistencia mínima, mientras levantaba juguetonamente las camisas de sus amigas, y exclamó:

—No vais a ver mi coñito sin que os cueste.

Mariquita todavía no tiene pelo en su trampa para moscas.

¡Qué linda y abultada vulva la tuya, Anita!

Creo que habréis usado el dedo de guante con el que hicimos una verguita para Sofía, diciéndole que lo trajera a casa para vosotras.

Pronto estuvo tendida de espaldas sobre la suave hierba, con el rostro encendido por el rubor, dejando expuesto su lindo coño orlado de una suave capa de pelo rojo.

Su hermoso y blanco vientre y sus muslos resplandecían como mármol a la brillante luz del sol.

Las tres hermanas estaban tan ruborizadas como su amiga, pero gustaban de la vista de tanta belleza.

Una tras otra besaron los labios color bermellón de la vulva de su amiga, y luego, volteándola boca abajo, procedieron a golpear con las palmas de sus manos sus blancas nalgas de azucena entre los gritos y risotadas de la víctima.

Por entre los matorrales nos llegó el eco de los manotazos y de las risas, y casi nos imaginábamos ser testigos presénciales de los juegos de aquellas auténticas ninfas.

Por fin se le permitió levantarse hasta quedar arrodillada, y entonces cada una de las tres hermanas le ofreció su coño para que lo besara.

Mariquita fue la última, y Rosa, agarrándola firmemente por las nalgas, exclamó:

— ¡Ah, ah!

¡Puesto que me trataste tan rudamente tengo que chupar esta joya lampiña!

Diciendo esto pegó sus labios a la fisura y casi escondió su rostro a la vista de las presentes, como si quisiera devorar todos aquellos encantos de Mariquita.

La joven, encendida por el deseo, colocó su mano sobre la cabeza de Rosa como para que no se apartara, mientras Anita y Sofía, arrodilladas junto a su amiga, comenzaron a acariciarle el coño, los pechos y todo cuanto podían cosquillear o manosear.

Esta incitante escena duró cinco o seis minutos, hasta que, finalmente cayeron todas en confuso montón sobre la hierba, llenándose de besos y de caricias, presas de loca excitación.

Había llegado nuestro momento.

Cada uno de nosotros se había provisto de una vara, y armados con ellas irrumpimos como caídos del cielo entre las sorprendidas muchachas, que gritaban de miedo y escondían sus encendidos rostros entre sus manos.

Estaban demasiado atónitas y alarmadas para levantarse, pero no tardamos en volverlas a la realidad y convencerlas de cuál era la situación.

— ¡Qué vergüenza!

¡Qué ideas tan lascivas las vuestras!

¡Azótalas, Paco!

— Grité, dejando una señal en sus nalgas con cada uno de los golpes que descargaba con mi vara.

— ¿Quién hubiera podido pensarlo, Gualterio?

Tenemos que sacarles estas ideas de la cabeza a zurriagazos

— contestó él, secundándome en la golpiza con latigazos interrumpidos.

Ellas gritaban de dolor y de vergüenza; se pusieron de pie de un brinco y comenzaron a correr por el césped; no había escapatoria.

Las agarramos por los bordes de sus camisas, las que les levantamos para poder golpearlas más a gusto.

Por fin nos detuvimos, casi sin aliento, y mientras recobrábamos nuestras exhaustas fuerzas Anita se volvió hacia mí para decir:

— Vamos, muchachas.

Desgarremos ahora sus vestidos.

De esta manera quedarán tan avergonzados como nosotras, y se avendrán a guardar nuestro secreto.

Las otras la ayudaron, y nosotros opusimos una resistencia tan débil, que bien pronto quedamos en el mismo estado en que las habíamos sorprendido a ellas, con lo que las hicimos enrojecer de vergüenza al contemplar nuestras rampantes máquinas de amor.

Paco tomó a la señorita Redquim por la cintura y emprendió el camino de la casa de verano, seguido por sus hermanas y por mí.

Llegados allí sacamos los vinos y comestibles de la alacena, nos sentamos con una muchacha en cada una de nuestras rodillas (Rosa y Mariquita en las de mi amigo, y Anita y Sofía en las mías) y les obsequiamos varias copas de champagne a cada una, tras de las cuales pareció que habían perdido el sentido del pudor.

Pudimos sentir cómo sus cuerpos vibraban de emoción cuando se reclinaban sobre nosotros, mientras nuestras manos buscaban por debajo de vestidos y camisas todos los lugares prohibidos.

Cada una de nuestras respectivas vergas estaba sometida a las caricias de dos delicadas manos.

Dos deliciosos brazos rodeaban nuestro torso, y una cara estaba pegada a cada una de nuestras mejillas.

Teníamos dos pares de labios para besar, y dos pares de húmedos y brillantes ojos para devolvernos nuestras ardientes miradas.

Nada tiene de extraño, pues, que inundáramos sus manos con chorros de semen, ni que sintiéramos sus emisiones derramarse sobre nuestros ocupados dedos.

Excitado por el vino, y loco de lujuria y de deseo de gozar por entero aquellas queridas muchachas, abrí bien las piernas de Sofía, y cayendo de rodillas ante ella, chupé su coño virginal hasta que se vino de nuevo en pleno éxtasis, mientras mi querida Anita hacía lo mismo conmigo, sorbiendo hasta la última gota del semen derramado por mi verga.

Por su parte, Paco, siguiendo mi ejemplo, había conseguido que Rosa entregara a su lasciva lengua hasta los más escondidos rincones de su virginidad, arrancándole grititos de deleite, y estrujando la cabeza de él contra su monte de Venus cuando llegó la crisis.

Entretanto Mariquita no cesaba de besar el vientre de su hermano, masturbándolo al mismo tiempo, lo que provocó su eyaculación también.

Cuando nos recobramos algo de este excitante pos de troís, todo encogimiento pudoroso había desaparecido entre nosotros.

Prometimos entregarnos de nuevo a nuestros placeres al día siguiente, y por el momento nos contentamos con bañarnos todos juntos.

Finalmente regresamos al hogar, temerosos de que se sospechara algo malo de las muchachas si tardaban todavía mucho en volver.

(Continuará).