Bajo las sombras (1)

LA PERLA. El magazíne clandestino de la Inglaterra victoriana, incesto entre hermanos.

La perla

BAJO LAS SOMBRAS 1,

O divirtiéndose CON LAS BOBAS

El alegre mes de mayo siempre ha sido famoso por la influencia que ejerce sobre los voluptuosos sentidos de los miembros del bello sexo.

Voy a contaros dos o tres pequeños incidentes que me ocurrieron en mayo de 1878, en una ocasión en que fui a visitar a unas primas mías que vivían en Sussex, a las que familiarmente llamaba las bobaliconas, por las diversiones que me brindaron en diversas ocasiones.

La casa de campo de mi tío es una residencia agradable, erigida en una extensa propiedad suya, y rodeada por pequeñas parcelas de tierra de labrantío y pastizales, diseminadas entre matorrales, al través de los cuales pasan umbrosos senderos y avenidas, donde no es probable encontrar a alguien ni en un mes.

No merece la pena que mencione a mis lectores el nombre de la localidad, no sea que les despierte el interés por dedicarse a la caza en aquellos parajes.

Bien; sigamos adelante.

Las primas en cuestión se llamaban Anita, Sofía y Mariquita, además de un varón llamado Paco.

Este era el mayor, y tenía 19 años; sus hermanas contaban, respectivamente, dieciocho, dieciséis y quince años.

El primer día de mi llegada, después del almuerzo, el padre y la madre se entregaron a la siesta en sus respectivos sillones, mientras que nosotros, los jóvenes y las muchachas (yo tenía la misma edad que Paco), dábamos un paseo por el campo.

Dediqué preferentemente mi atención a mi prima Anita, una rubia bien desarrollada, con profundos ojos azules, prominentes labios rojos, y unos abultados senos que me parecieron volcanes de deseos contenidos.

Paco era un muchacho indolente, que gustaba de fumar puros en espera de que sus hermanas, que lo adoraban, se sentaran junto a él para leerle las novelas de actualidad, o confiarle sus secretos de amor.

Esta resultaba una diversión harto insípida para mí, y como no pensaba eternizarme en aquel lugar, le pedí a Anita que, antes de ir a tomar el té, me enseñara los progresos logrados en la campiña, para lo cual le dije previamente a Paco, en tono de chanza.

—Supongo, primo, que te da flojera, y que preferirás que sea tu hermana quien me acompañe.

—Estoy muy cómodo; la palabra flojera es un vocablo feo, Gualterio, pero el hecho es que Sofía me está leyendo un libro muy interesante que no quisiera dejar por ahora —replicó—.

Por otra parte, mi hermanita puede enseñarte tan bien o mejor que yo estos alrededores.

Nunca me fijo en ellos.

—Vamos, Anita —le dije, tomándola de la mano—, Paco está enamorado.

—No, estoy segura de que nunca piensa en otras muchachas que no sean sus hermanas —repuso ella.

—Cuando llegamos a una avenida sombreada, donde ya no podían oímos me sentí más libre para expresarme a gusto.

—Si él no, prima, es seguro que tú sí estarás enamorada.

Puedo leerlo en tus ojos húmedos y en tu agitado seno.

Mi alusión a sus bien moldeados pechos la hizo enrojecer.

Pero le resultó más bien placentera que enojosa, a juzgar por su respuesta:

— ¡Por favor, Gualterio!

¿No te da vergüenza?

En ese momento nos habíamos alejado bastante, así que, tomando a la muchacha entre mis brazos, le besé los rojos labios, y atrayéndola hacia mí, le dije:

—Anita querida, soy tu primo y tu antiguo compañero de juegos, y no he podido abstenerme de besar estos lindos labios, con los que nunca me gasté cumplidos cuando ambos éramos niños.

Ahora, antes de que te deje marchar, vas a confesármelo todo.

—Pero si no tengo nada que confesarte.

— ¿Nunca pensaste en el amor, Anita?

Dímelo viéndome a los ojos; dime si es un sentimiento extraño para ti.

Y deslicé confiadamente mi mano derecha al través de su escote, hasta depositarla sobre uno de sus agitados senos.

Volvió su rostro hacia mi, más colorado que nunca, al tiempo que sus oscuros ojos azules buscaban los míos como para indagar en ellos cuáles eran mis pensamientos.

Mas en lugar de contestar con palabras a esta muda interrogación, la besé apasionadamente, sorbiendo la fragancia de su dulce aliento, mientras ella temblaba de emoción.

Estaba iniciándose el crepúsculo.

Mis manos acariciaron la blanca y firme carne de su hermoso pecho, abriéndose camino poco a poco hacia los palpitantes globos que se levantaban más abajo.

Finalmente susurré:

— ¡Qué hermoso y adorable busto has desarrollado desde que te vi por última vez, querida Anita!

No debe importarte lo que haga tu primo, recordando con cuanta franqueza nos tratábamos.

Además ¿qué mal hay en ello?

Ella parecía inflamada de pasión.

Fue como si un estremecimiento de emoción recorriera nuestros cuerpos, y durante un breve lapso ella permaneció ausente de todo entre mis brazos, con una mano caída sobre mi muslo.

Priapo estaba listo para poner manos a la obra, pero de repente ella se levantó y dijo:

—Nunca debimos detenernos aquí.

Sigamos caminando, o sospecharán algo.

—¿Cuándo podremos estar a solas de nuevo, querida?

Tenemos que ponernos de acuerdo sobre ello antes de regresar

—sugerí rápidamente.

Fue imposible retenerla en la banca donde nos habíamos sentado, pero cuando reanudamos la marcha me dijo en todo meditabundo:

—Mañana por la mañana tenemos que dar un paseo antes del almuerzo.

Paco estará en cama, y mis hermanas cuidarán de la casa esta semana.

A mí me corresponde ocuparme de las tartas y pasteles la semana próxima.

Le di otro abrazo y otro beso, y le dije:

— ¡Será una verdadera delicia!

¡Qué muchacha tan linda y previsora eres, Anita!

—Recuerde, señor, cómo debe comportarse mañana.

No debe besarme tanto, o no volveré a sacarle para dar un segundo paseo.

Hemos llegado a casa.

El día siguiente amaneció cálido y agradable.

Tan pronto como terminó el desayuno salimos a dar el paseo, no sin que antes nos recordara su papá que teníamos que regresar a tiempo para el almuerzo.

Poco a poco llevé la conversación con mi prima a terreno cada vez más escabroso, lo que hacía que el rojo de la vergüenza le subiera al rostro en oleadas.

—Te has convertido en un muchacho muy mal educado, Gualterio, desde la última vez que estuviste aquí.

No puedo dejar de ruborizarme ni un momento ante la forma en que te conduces —exclamó ella al fin.

—Anita querida —repliqué—.

¿Qué puede haber más agradable que conversar divertidamente con lindas muchachas sobre la belleza de sus piernas y sus senos, y de cosas por el estilo?

¡Cómo me gustaría ver tus adorables pantorrillas en este momento, sobre todo después de las miradas que eché a tus divinos tobillos!

Al tiempo que lo decía, me tendí bajo la sombra de un árbol próximo al prado, arrastrando tras de mí a la muchacha, no obstante cierta resistencia de su parte, hasta hacer que se sentara sobre el césped, a mi lado.

Entonces la besé con pasión, y le murmuré:

— ¡Oh, Anita!

¿Qué habrá que valga más la pena de vivirse que las delicias del amor?

Sus labios se juntaron con los míos en apretado beso, pero de repente se deshizo del abrazo, bajó la vista, y al parecer profundamente confundida, balbuceó:

— ¿De qué se trata?

¿Qué quieres decir, Gualterio?

— ¡Por Dios, querida primita!

¿Es posible que seas tan inocente?

Tienta aquí el dardo del amor, del todo impaciente por entrar en la húmeda gruta que se encuentra entre tus piernas —susurré, colocando su mano sobre mi verga, a la que había libertado de pronto de la prisión de mi bragueta—. Juzgando por tus suspiros, y la manera como lo agarras con tu mano, ¿es posible, querida, que no sepas para qué sirve?

Su rostro se había vuelto escarlata desde las mismas raíces del cabello; su mano se mantenía asida a mi instrumento, en tanto que sus ojos parecían aterrorizados con la súbita aparición de don Juan Miembro.

Aprovechándome de la contusión que le quitaba el habla, deslicé mi mano bajo sus ropas y pronto me posesioné de su monte de Venus.

No obstante las contracciones nerviosas de sus muslos, mi índice dióse a tentar su virginal clítoris.

— ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh!

No, Gualterio...

¿Qué estás haciendo?

—Es el amor, querida.

Abre un poquito tus muslos, y verás qué placer voy a darte con mi dedo —le murmuré de nuevo, cubriéndola otra vez con lujuriosos besos, en los que introducía la aterciopelada punta de mi lengua entre sus labios.

— ¡Oh! ¡Oh!

¡Me lastimarás! —suspiraba, más bien que hablaba, mientras sus piernas cesaban un poco en sus contracciones espasmódicas.

Mis labios seguían pegados a los suyos, y nuestros otros brazos, que habían quedado sueltos, se aferraban ahora fuertemente a nuestras cinturas, con una de sus manos asida a mi verga y los dedos de una de las mías ocupados en su clítoris y su cono.

El único ruido perceptible era el rumor de nuestros suspiros, mezclado con el de nuestros besos, hasta que sentí que su raja era inundada por una descarga caliente y cremosa, al propio tiempo que, por inducción, mi propio jugo se vertía sobre su mano y su vestido.

No tardamos en recobrar en parte nuestra compostura, y entonces le expliqué que el éxtasis que acababa de experimentar no era más que un ligero anticipo del placer que podía proporcionarle con la inserción de mi miembro en su cono.

Mi persuasiva elocuencia y lo vehemente de sus deseos vencieron rápidamente todos los escrúpulos y el miedo de la doncella.

Entonces, para evitar que sus vestidos se estropearan, o que las rodillas de mis pantalones se mancharan con el verde del césped, la convencí de que se pusiera de pie junto a la cerca, y me permitiera entrar por detrás.

Escondió el rostro entre sus manos sobre la barandilla superior de la barrera, y procedí a levantar sus ropas lentamente.

¡Qué maravillas quedaron a la vista!

Mi verga recobró en el acto su rigidez a la vista de sus deliciosas posaderas, cuya belleza realzaba la blancura de sus calzones.

Cuando las abrí y dejé expuesta la carne, pude ver los labios de su prominente cono, deliciosamente emplumado, así como sus adorables piernas, unos lindos calzones, medias y botas, es decir, un conjunto que al describirlo provoca un engruesamiento del señor Príapo bajo mis calzoncillos.

Era la vista más deliciosa que quepa imaginar.

Me arrodillé y besé sus nalgas, su rendija, y todo aquello que mi lengua podía alcanzar.

Todo era mío.

Me levanté y me dispuse a tomar posesión del sitio del amor, cuando ¡ay de mí! un grito escapó de la garganta de Anita, sus ropas se vinieron abajo, y todos mis preparativos se desbarataron en un instante.

Un toro había aparecido de repente al otro lado de la valla, asustando a mi amada al aplicarle en la frente su fría y húmeda nariz.

Aún ahora me estremezco al recordar aquella escena.

Anita estaba a punto de desmayarse, cuando gritó:

—¡Gualterio!

¡Gualterio!

¡Sálvame de esta horrible bestia!

La consolé y tranquilicé lo mejor que pude, y como quiera que estábamos a salvo al otro lado de la valla, unos cuantos besos amorosos bastaron para ello.

Proseguirnos nuestro paseo, y pronto descubrí un lugar umbrío y favorable.

Le dije:

—Vamos, querida Anita; sentémonos para recuperarnos del susto que vino a interrumpirnos.

Estoy seguro de que todavía te sientes agitada.

Además, tengo que poseerte para compensarme el rudo chasco que me llevé.

Pareció darse cuenta de que había llegado su hora.

Oleadas de rubor afluyeron a su lindo rostro, y clavó su mirada en el suelo, permitiéndome que la llevara sobre una cima musgosa, donde nos dejamos caer uno al lado del otro, con nuestros labios pegados en ardiente abrazo.

—¡Anita! ¡Oh, Anita! '—murmuré—.

¡Dame la punta de tu lengua, amorcito!

Me concedió su aterciopelado extremo sin dudarlo un momento, dejando al propio tiempo escapar lo que parecía ser un profundo suspiro de deleite anticipado, y abandonándose a cualquier deseo de mi parte.

Tenia una de mis manos debajo de su cabeza, y con la otra le quité a ella el sombrero y el mío propio, besándola a placer y saboreando a discreción su deliciosa lengua.

Después llevé una de sus manos a mi verga, que se encontraba ya lista y ardiendo.

Soltando su lengua por un momento, le dije:

—Anda, Anita, toma -entre tus manos el dardo del amor.

Se asió a él nerviosamente, y me dijo por lo bajo:

—Tengo tanto miedo, Gualterio.

Y sin embargo. . . dueño mío, siento la necesidad de probar las dulzuras del amor, de gozar el fruto prohibido, lo necesito... .

¡Me muero por disfrutar tales delicias!

Su voz parecía apenas un murmullo, y entretanto pasaba su mano sobre mi pene, al que de vez en cuando estrujaba.

También la mía estaba atareada buscando bajo sus vestidos, mientras pegaba de nuevo mis labios a los suyos, sorbiéndole la lengua, hasta que sentí que un estremecimiento la recorría de pies a cabeza por efecto de la emoción.

Mi mano, que se había posado sobre el monte de los éxtasis, se vio profusamente inundada por su caliente y viscosa emisión.

— ¡Amor mío!

¡Vida mía!

¡Tengo que besarte ahí, y de gustar el néctar del amor!

—exclamé, para estampar luego mis labios contra los suyos, e invertir después la posición a fin de hundir mi cara entre sus acogedores muslos.

Lamí su sabrosa emisión con gran deleite, en los propios labios del estrecho conito.

Luego mi lengua se abrió paso más adentro hasta cosquillear su sensible clítoris, y desperté en ella un deseo irrefrenable de goces mayores.

Retorcía sus piernas sobre mi cabeza, apretando ésta entre sus rollizos muslos, en un éxtasis de placer.

Humedecí mi dedo en su melosa vagina, y pude luego introducirlo fácilmente entre los pliegues de su hermoso orificio posterior, sin dejar de cosquillear con mi lengua su pequeño y rígido clítoris.

Me di a trabajar con tanta destreza que, presa de un furioso acceso de deseo, se agarró a mi verga para llevársela a la boca, para lo cual me había dispuesto yo en forma tal de poder facilitar la operación.

Lamió con su lengua la purpurea cabeza de mi verga, y también pude sentir la delicia del mordisqueo de sus dientes de perla.

Fue la culminación del disfrute erótico.

Se vino otra vez en abundancia, al tiempo que chupaba ávidamente hasta la última gota de la esperma expelida como por un volcán por mi excitada verga.

Semidesmayados ambos por la violencia de nuestras emociones, nos quedamos exhaustos por unos momentos, hasta que sentí que ella reanudaba la succión de mi máquina de amor.

El efecto fue eléctrico; de inmediato se enderezó tan firme como siempre.

—Ahora, querida, viene el verdadero encuentro amoroso — exclamé.

Cambiando de postura, aparté sus muslos temblorosos de manera que pudiera quedar arrodillado entre ellos.

Apoyé mis rodillas sobre las faldas de ella, a fin de evitar que se mancharan con el tinte de la yerba.

Ella yacía ante mí como en deliciosa invitación, su hermoso rostro colorado por la vergüenza, los párpados caídos, orlados por largas pestañas negras, los labios ligeramente abiertos y los finamente desarrollados, firmes y regordetes globos de sus senos agitados por un estado de indescriptible excitación.

Era arrebatador.

Loco de lujuria, no pude resistir por más tiempo la tentación de consumar el acto.

Me era imposible contenerme.

¡Pobre doncellez!

¡Ay! ¡Pobre de su virginidad!

Lancé mi verga al asalto, tocando con la cabeza del mismo exactamente en medio de los labios de su vagina.

Un estremecimiento de deleite pareció sacudir el cuerpo de ella al sentir el contacto con mi arma, se abrieron sus ojos y murmuró, con una suave y adorable sonrisa:

—Sé que me va a doler, pero, Gualterio, querido Gualterio, muéstrate al mismo tiempo inflexible y cuidadoso.

He de tenerlo dentro, aunque me mate.

Pasó sus brazos en torno a mi cuello, atrajo mis labios hacia los suyos, introdujo su lengua entre mis labios, en pleno abandono de amor, y se alzó sobre sus nalgas para recibir mi ataque.

Coloqué una de mis manos bajo sus nalgas, mientras con la otra encaminaba mi miembro directamente contra el objetivo; después empujé fuerte, y conseguí adentrar poco más de dos centímetros, hasta chocar contra el himen.

Lanzó un gemido de dolor, pero sus ojos se clavaron en los míos, con una mirada de aliento.

—Pon tus piernas sobre mi espalda, querida —murmuré, soltando su lengua el tiempo necesario para decirlo.

Sus adorables piernas me rodearon el dorso con un espasmódico frenesí de determinación de sufrir lo peor.

Di un rudo empujón, al mismo tiempo que sus nalgas avanzaban para juntarse conmigo, y la hazaña quedó consumada.

El rey Príapo había derribado todos los obstáculos para delicia nuestra.

Ella dejó escapar un grito sofocado de dolor, y yo vibré con la posesión de sus recónditos encantos.

— ¡Amor mío, ámame!

Mi animosa Anita.

¡Con cuánta entereza soportas el dolor!

Descansemos unos instantes y después nos lanzaremos a las delicias del amor —exclamé sin dejar de cubrir de besos su rostro, su frente, sus ojos y sus labios, loco de alegría al ver consumada la victoria con tanta facilidad.

De pronto sentí la estrecha vaina de su vagina contraerse al derredor de mi verga de la manera más deliciosa.

Este reto era demasiado para mi impetuoso corcel.

Lanzó un comedido empujón.

Por el espasmo de dolor que pasó por su lindo rostro pude advertir que todavía resultaba doloroso para ella.

Así que, conteniendo mi ardor, trabajé con cuidado.

No pude evitar, empero, loco de lujuria, venirme copiosamente, e inundé su vientre de delicioso néctar de amor.

Apenas habían pasado unos momentos cuando la sentí estremecerse debajo de mí con voluptuoso ardor, y como quiera que entonces la vagina estaba bien lubricada, iniciamos el delicioso combate del coito.

Se olvidó del dolor; las partes heridas, aliviadas entonces por el fluido del semen, sólo experimentaban el goce de la deliciosa fricción amorosa.

Ella se debatía materialmente en eyaculaciones, con gran goce de parte de mi verga, que entraba y salía impulsada por todo mi vigor varonil.

Me vine tres o cuatro veces en un delirio de voluptuosidad, hasta que, vencido por su ímpetu, tuve que rogarle que moderara sus impulsos a fin de no lastimarse con goces excesivos.

— ¡Oh!

¿Es posible que se lastime uno con tales delicias? —suspiró.

Después, al ver que retiraba mi claudicante instrumento de su coño todavía ansioso, sonrió con cierto aire sarcástico, para añadir, ruborizada:

—Perdona mi rudeza, querido Gualterio, pero me temo que, a fin de cuentas, tú eres el más lastimado.

Mira cómo has sangrado.

— ¡Ah, adorable tontita!

— Repuse mientras la besaba con ardor—.

Esta es tu propia sangre virginal.

Permíteme que la seque.

Apliqué suavemente mi pañuelo en su prominente vulva, y luego hice lo propio con mi verga.

—Esta prenda, querida Anita, la conservaré como un tesoro que constituye la prueba de tu amor virginal, tan deliciosamente entregado a mí en este día.

Al decir esto mostraba a su mirada escrutadora el ensangrentado pañuelo.

Nos levantamos de nuestro mullido lecho de hierba, y nos ayudamos mutuamente a borrar todo rastro del encuentro amoroso que acabábamos de sostener.

Seguidamente reanudamos nuestro paseo, el que aproveché para ilustrar a la encantadora muchacha sobre todas las artes amorosas.

—¿Tú crees que tus hermanas — inquirí—, o el mismo Paco, tienen la menor idea de lo que son los goces del amor?

—Creo que se entregarían a ellos tan ardientemente como lo hice yo, si fueran iniciadas en ellos —replicó—.

Con frecuencia le he oído decir a Paco, cuando nos besa, que lo hacemos sentir que se abrasa.

Y luego, ruborizándose intensamente cuando su mirada se cruzó con lamía, añadió:

— ¡Ah, querido Gualterio!

Me temo que nos juzgarás como demasiado groseras, pero cuando por la noche nos vamos a acostar, mis hermanas y yo comparamos a menudo nuestros encantos, y nos gastamos bromas sobre los cada vez más numerosos rizos de mi hendidura, la de Sofía y la del lampiño gatito de Mariquita.

Jugueteamos dándonos palmadas, y haciéndonos también travesuras que, a veces, me hacen sentir una especie de febril excitación que antes no acababa de entender.

Pero gracias a ti, amor mío, ahora puedo arrojarlo todo por la borda.

Me gustaría que pudieras espiarnos, querido.

—Tal vez ello sea factible.

Tú sabes que mi cuarto está junto al vuestro.

La otra noche pude oír perfectamente vuestros juegos y vuestras risas.

—Sé muy bien la algazara que armamos.

¡Estábamos tan divertidas!

—replicó ella—.

Era que Mariquita trataba de hacerme rizos en mi coñito.

¿Y cómo vas a componértelas para ello, querido?

Viendo que estaba completamente dispuesta a secundar mis planes de diversión, nos consultamos mutuamente, y al' fin di con una idea que podía muy bien ponerse en práctica.

Se trataba de sondear primero a Paco, de abrirle los ojos sobre los misterios del amor, y luego, tan pronto como los hubiere entendido, sorprenderíamos a las tres muchachas desnudas en el baño y así, completamente desnudas, les daríamos de palmadas en las nalgas, y entonces Anita alentaría a sus hermanas a despojarnos a nosotros de las ropas, y así podríamos entregarnos a toda clase de juegos amorosos.

Anita quedó encantada con la idea, y le prometí comenzar a trabajar con Paco el día siguiente, o tal vez aquella, misma noche, si se me presentaba la oportunidad.

Regresamos a la casa.

Las mejillas de Anita, encendidas, aportaban un hermoso toque de salud a su rostro, y su madre observó que el paseo le había sentado muy bien, bien lejos de sospechar que su hija, como nuestra madre Eva, había probado aquella mañana el fruto prohibido, lo que le había proporcionado nuevos conocimientos y nuevos alicientes para vivir.

Después del almuerzo invité a Paco a que me acompañara a fumar un cigarrillo en mi habitación, a lo que accedió de inmediato.

Tan pronto como hube cerrado la puerta tras de nosotros, le dije:

—Oye, viejo.

¿Tú nunca has leído Fanny Hill, un lindo libro que habla de amor y de placer?

—Un libro pornográfico, supongo.

No, Gualterio, pero si acaso lo tienes me encantaría echarle un vistazo —repuso, animados los ojos por el centelleo de la curiosidad.

—Aquí está, muchacho; espero no te excite demasiado.

Puedes ojearlo mientras yo leo el Times —le dije, sacándolo de mi neceser para depositarlo en sus ansiosas manos.

Se sentó cerca de mí en un cómodo sillón, y lo estuve observando estrechamente mientras volvía las páginas y devoraba con los ojos las hermosas láminas.

Su verga se endureció bajo sus calzones hasta envararse embravecida.

— ¡Ah, ja, ja, mi viejo!

Pensé que te iba a abrir los ojos —le dije, dejando caer mi mano sobre su verga—.

¡Por Dios, Paco, cómo te ha crecido esta cosa desde que, hace ya mucho, jugábamos juntos en la cama¡

Cerraré la puerta y compararemos nuestros miembros.

Creo que el mío es casi tan grande como el tuyo.

Nada dijo, pero pude darme cuenta de que el libro le había provocado gran excitación.

Después de cerrar la puerta me apoyé en su hombro, e hice algunas observaciones a medida que iba pasando las láminas.

Al fin el libro se le cayó de las manos, y su mirada se posó fijamente en mis pantalones, los que parecía que iban a reventar.

—Tú eres tan malo como yo, Gualterio —dijo riendo—.

Vamos a ver quién está mejor dotado.

Extrajo su rígida y henchida verga, y luego, alargando sus manos hacia mí, hizo lo propio con la mía para contemplarla.

Nos frotamos de manera que nos produjo un éxtasis de deleite, y terminamos despojándonos de nuestros vestidos, para subirnos después a la cama y friccionarnos entre nuestros muslos.

Nos vinimos arrobadoramente, y tras de retozar largo rato se avino a entrar en mi plan, y a darnos gusto con las muchachas tan pronto como tuviéramos oportunidad para ello.

Desde luego, me callé por completo lo que había ocurrido entre Anita y yo.

(Continuará).