Bajar al infierno
A pesar de mi condición de monja no pude evitar caer en el pecado de la carne.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
- Padre, necesito el perdón de Nuestro Señor.
- Alabado Sea, eternamente. Él siempre perdona, hija mía, recuerda su Divina Misericordia
- La Virgen de los Desamparados me ha abandonado en la desdicha.
- Dime, hija, ¿Cuál es tu desazón y tu dolor?
- Padre, no sé como explicarlo, es muy difícil.
- La mejor manera de hacerlo es expresándolo a través de tu corazón, que sea él quién hable por ti, resultará mucho más sencillo. Inténtalo.
- Es que Me confieso de haber pecado contra el sexto mandamiento.
- Pero hija mía, ¿El sexto? No puede ser.
- Sí, padre, ya sé que puede resultarle algo extraño, pero he pecado y además de pensamiento de obra.
- Pero, eres una monja de clausura y eso eso no no puede ser.
- No sé lo que me ha ocurrido. He cometido el pecado de la carne. Estoy necesitada del perdón de Dios. Me siento desamparada.
- Eres muy joven, aun no has salido del claustro, ¿como has podido pecar en eso?
- No, padre, no ha sido con otra persona. He pecado con mi propio cuerpo.
- No te entiendo.
- Pues, es que me resulta tan trabajoso de revelar, tan vergonzoso y tan doloroso...
- Dios te escucha, hija mía.
- Verá, creo que todo empezó en la biblioteca. Sor Piedad me recomendó la lectura de la historia del arte. ¿Lo recuerda?
- Sí, y ¿Qué tiene que ver el arte en todo esto?
- Padre, como sabe, vine a este convento desde pequeñita.
- Si, recuerdo el día que las hermanas te acogieron bajo su abrigo y protección. Eras una criatura
- Desde niña me encantó la lectura y devoré casi todos los libros que había en la biblioteca.
- Es cierto, fuiste una lectora ávida y sé que eres una fiel seguidora de Santa Teresa y su obra.
- Sí, los libros religiosos y las enseñanzas de Jesús siempre me cautivaron, además de otros libros históricos. Hasta que descubrí el arte.
- ¿El arte? Sigo sin entender.
- Nunca hasta ahora había visto un cuerpo desnudo.
- Pero hija ¿Ahora sí?
- Pues como le decía, padre, entre otros de los muchos libros que me recomendó Sor Piedad, había uno que me llamó poderosamente la atención: La obra de Miguel Ángel.
- Es una buena elección, un gran maestro, especialmente en arte religioso.
- Pues bien, todo me pareció fascinante, desde su historia biográfica hasta su propia obra, que es maravillosa y con la que quedé perturbada con cada una de las reproducciones fotográficas que iba descubriendo en ese desdichado libro.
- Pero sigo sin comprender
- Cuando llegué a su obra escultórica, quedé completamente hechizada por un embrujo del que todavía no me siento redimida, como una fuerza sobrenatural y despiadada que se apoderó de mí. Creo que fue el mismísimo demonio quién me llamó a su lado.
- Pero hija, por el amor de Dios, me conmueves. Explícame, no comprendo nada, confía en la voz del Señor y relátame con todo detalle lo que te ha sucedido.
- Pues verá padre, hubo varias esculturas y pinturas que me gustaron, pero al llegar a su arte con cuerpos de hombres desnudos me sentí completamente prendida, extraña y no sé como decirlo
- Exprésate sin temor.
- Excitada, padre, muy excitada. Aquellas imágenes me condujeron al pecado.
- Son obras muy bellas, pero es simplemente arte.
- Pues eso fue lo que me transformó. Esa figura perfecta. Nunca antes había visto un cuerpo desnudo de un hombre y ese era tan bello, tan poderoso
- ¿Pero qué viste que tanto te transfiguró?
- Sencillamente la desnudez, la armonía de un cuerpo musculoso de un hombre, observarlo y sentirlo. Unos brazos poderosos, un pecho fornido, muslos imponentes, unos genitales tan bellos Mi mente empezó a pensar en ideas libidinosas, llevándome fuera de mí, como si fuera otra persona.
- ¿Qué sentiste, hija?
- Todo mi cuerpo se convulsionó, como si hubiera recibido un golpe de calor. Mis músculos fueron experimentando oscuras sensaciones; mi pelo se erizaba, mis piernas temblaban, mi cara ardía, mi cuerpo por entero sudaba incesantemente.
- Pero ¿Qué era lo que te producía ese cambio en el comportamiento?
- No lo sé padre, pero cada vez que mis ojos retornaban a la fotografía de esa escultura, mi mente me traicionaba figurando que ese hombre se presentaba físicamente en mi celda, desnudo y que se aproximaba hasta mi cama.
- ¡Dios Santo!
- Imaginaba como se acercaba hacia mí, lentamente, acariciaba mi cara y sonriendo me invitaba a despojarme del hábito.
- ¿Qué hacías mientras imaginabas todo eso?
- Pues padre es que me avergüenzo.
- Continúa pecadora, libera tu alma.
- Yo me quitaba físicamente el hábito, como si realmente fuera la figura de ese hombre desnudo quien lo hacía. Notar que mis propias manos eran las suyas y sentir su calor con mi calor. Percibir como mis ropas se deslizaban por mi cuerpo hasta caer al suelo mientras él me admiraba desnuda.
- ¡Madre de Dios!
- En mi mente incontrolada yo no podía rechazar ese acercamiento ni tampoco imaginar que ese hombre se abrazara a mí. Nuestros cuerpos desnudos se unían, convirtiéndose en uno solo. Podía percibir su piel, su calor de una forma inusitada, sintiendo un placer ignorado por mí hasta entonces.
- ¿Y que ocurrió después?
- Pues imité también las imágenes de mi mente, trasladándolas a la realidad. Por un momento intenté borrar de mi pensamiento todo aquello que me torturaba de placer, pero la propia imagen volvía una y otra vez, sin dejarme razonar. Entonces mis manos tomaron vida propia, inconscientemente.
- ¿De que modo hija mía?
- Pero padre
- No te abochornes hija, cuéntalo y el Señor podrá dispensarte el perdón.
- Yo imaginaba que aquellas manos me acariciaban realmente, que se paseaban por todo mi cuerpo desde mi cara hasta mis piernas, creyendo que mis propios dedos eran los de aquel hombre tan hermoso y divino. Me tumbé en la cama cerrando los ojos permitiendo que ese imaginario mortal desnudo se acostara sobre mi cuerpo igualmente desnudo.
- ¿Qué más, qué más..?
- Esas manos portentosas rozaban mis pechos, arañaban mi vientre, acariciaban mi abdomen
- Continúa.
- Dejándome llevar por esos dedos, descubrí que pellizcando mis pezones obtenía mayor placer y eso me hacía temblar elevando mi temperatura y mi respiración con mayor intensidad. Mi pecho subía y bajaba en el esfuerzo por obtener un respiro y mis manos, completamente poseídas, acariciaban y pellizcaban los pezones que se endurecían como nunca.
- ¿Y después? ¿qué más?
- Mis manos llegaron a mis caderas, creyendo en mi sueño que eran las manos de aquel hombre las que las abrazaban pausadamente. Luego me separaba los muslos y continuaban haciendo lo mismo por su cara interna. Era tan placentero y tan glorioso sentir esas caricias, padre
- ¿En que pensabas hija?
- En nada. Mi mente solo estaba dedicada a recibir el placer intenso e inconmensurable que me regalaban unas manos portadoras de goces carnales. No meditaba sobre mi pecado, ni tan siquiera un asomo de arrepentimiento, simplemente me dejaba llevar.
- Bien, continúa tu relato.
- Mis manos seguían acariciando mis piernas y poco a poco se fueron acercando hasta mis ingles, allí descubrí lo dilatada que estaba mi
- Sí, sí, ¿Tu qué..?
- Mi vagina. Jamás la había acariciado como entonces. La forjaban dulcemente la yema de mis dedos. Nunca antes había sentido tanto placer palpando esos prominentes labios con unas manos que no parecían pertenecerme. Mis dedos se volvían locos, prisioneros de una posesión diabólica.
- ¿Qué hacías con ellos?
- Los movía de arriba abajo a lo largo de mi abertura y eso estimulaba a que el placer fuera más intenso. Era prisionera de un embrujo. Mis anhelantes jadeos se acrecentaban como si estuviera agotada. Me sentía dichosa y feliz por concebir aquella nueva experiencia, de algo que no me permitía escapar, huir de aquel infierno Un dedo se introdujo dentro de mí con suma facilidad, como si se hubiera clavado en tibia mantequilla. Aquello provocó que lanzara un pequeño aullido que salía exultante de mi garganta. Por un momento pensé que me hubieran podido oír, sin embargo ante el total silencio, continué metiendo y sacando mi dedo, extasiada de nuevos goces.
- ¿Cómo lo metías?
- Es que
- No temas mujer, exprésalo sin cobardía.
- Primero metía la punta del dedo, pero luego conseguía hacerlo por completo, hasta hacerlo desaparecer dentro de mi cuerpo. Después lo sacaba lentamente y a continuación aceleraba el ritmo. Cambié a mi dedo corazón para llegar más profundo. Mi visión era confusa, pero veía que aquel hombre
- ¿Qué ?
- Que en lugar de su dedo, yo imaginaba
- ¿Qué? Dime, pecadora.
- Imaginaba que era su pene el que se introducía en mi vagina, padre. Una mano acariciaba mis senos y la otra alternando un dedo y luego otro, vigorosamente se introducía en mi sexo como si ese hombre desnudo me estuviera
- ¿Fornicando?
- Sí, notaba con toda claridad como se iba introduciendo su pene dentro de mi cuerpo. De la misma forma que lo hacen los animales. Era algo muy hermoso, padre, celestial.
- Sigue, sigue
- Luego ya no me conformaba con un dedo y me introducía dos y hasta tres, con mayor velocidad, mayor vehemencia. Al tiempo mi pulgar rozaba la parte alta de mis labios vaginales, hasta que palpé algo prominente y dilatado. Al hacerlo mi cuerpo entró en trance. Todo ese placer que estaba experimentando se multiplicó.
- ¿Cómo, hija?
- La mente se me nubló, todo mi cuerpo se quedó tenso por fuera mientras por dentro corrían ríos de placer. Mezclas de frío y calor abordaban en mí con miles de sensaciones extrañas. Los dedos continuaban moviéndose y por mi boca solo salían gemidos, mientras todo mi ser se desencajaba, llevada al paroxismo del placer hasta dominarme por completo, cayendo en las redes de Satán, que sin duda me arrastró al mismísimo infierno.
- Sigue.
- No podía reaccionar, no era dueña de mis actos y un escalofrío recorría mi interior, mientras mi respiración se hacía acompasada distinguiendo como mi cuerpo desnudo tumbado sobre mi cama recibía espasmos incontrolados, placeres prohibidos. Solo unos segundos después, tras haber descansado de aquel endiablado y placentero ejercicio me llené de remordimientos y de culpa. Mi pecado había sido inconscientemente llevado por los malos pensamientos, en un pecado mortal e imperdonable, padre
- Mmmmmm mmmmm
- ¿Padre? ¿se encuentra bien?
- Uuuuuuuuuuffff
- ¡Padre! ¿Le ocurre algo?
- No mmmm no nada hija Puedes ir en paz
- ¿Pero padre? ¿La absolución?
- Sí, uffff Ego te absolvo.
- ¿Y la penitencia?
- No ummm, nada hija, no hay penitencia ante algo involuntario.
- ¿Pero ?
- ¿Estás arrepentida?
- Si.
- Pues entonces nada, hija mmmm, nada se puede hacer contra el pecado de la carne, es algo superior a nosotros y que nos domina. Todos quebrantamos la sensata actitud de nuestra condición religiosa sin poder evitarlo. Ten por seguro que ese es nuestro mayor castigo, intentar evitarlo y el remordimiento nuestra mayor penitencia. Que Dios te bendiga, hija mía. Ah y no dudes en contármelo nuevamente si te vuelve a suceder.
- Sí, padre.
Sylke
(9 de Septiembre de 2006)