Azul (V)

Mordí fuertemente su labio inferior para que se alejara de mí. Su reacción fue la menos esperada, tan tranquila.

No dijo nada. A los minutos ya estaba sobre mí besándome los senos. Las dos para ese entonces ya estábamos completamente desnudas. Su cuerpo se sostenía por medio de sus rodillas que estaban al lado de mis caderas, respectivamente, y por sus manos que se recargaban en el colchón. Me dejó de lamer los senos para sentarse en mi abdomen. Sentí su humedad tan clara en mi piel que sólo eso me otorgó un inmenso placer. Levantó su cuerpo un poco pasando su mano derecha por debajo de su vagina y sin pensarlo me penetró con la punta de su dedo medio. Grité y comencé a suspirar fuertemente. Fue un dolor exquisito. Gocé tanto el sólo sentir la punta de su dedo.

6.

Hace una semana que pasó lo de Renata. Iván no lo sabe. De ninguna manera estoy tratando de ocultárselo, creo, sólo que no tengo porqué contarle todo. Él cree que Renata y yo nos hemos hecho amigas. Al inicio le molestó pero después lo digirió y ahora no le molesta vernos juntas porque cree que somos amigas. Igual, pocas son las veces que estamos los tres juntos.

  • Lía, ¿qué somos? – preguntó Renata un día de esa primera semana cuando me iba a dejar a mi salón de clases.

  • ¿De qué? – pregunté disminuyendo mi paso.

  • Nosotras. ¿Nosotras qué somos ahora? – preguntó una vez más mirándome.

  • No sé… – respondí. Sinceramente no lo sabía. En este momento de mi vida no quería a nadie. A nadie que no fuera Camelia. Es cierto que disfruté esplendorosamente la noche con Renata, pero sólo era eso: el disfrute y el placer del sexo. También me gustaban muchas cosas de ella, pero no más.

  • Vaya – dijo Renata en un suspiro.

  • No pienses mal, Renata. Tú me gustas, y mucho, pero no sé. Ahora no estoy lista para estar con alguien. Lo podemos intentar pero sin formalizar nada. ¿Quieres? – dije después de unos minutos de silencio.

Renata no respondió nada. Sólo se colocó delante de mí obligándome a detener el paso y me miró; después me besó. A esas alturas ya estábamos a unos metros de mi salón de clases. El pasillo ya estaba casi vacío. Me separé de ella y besé la punta de su nariz, luego, me despedí de ella.

Y bien, después de ese día he estado saliendo de manera más consecutiva, por no decir diario, con Renata.

Ahora estamos al inicio de la tercera semana y poco he coincidido con Camelia. Contando las dos clases que tenemos juntas. Aún espero que ella me busque, que ella me necesite. A veces la encuentro con Juan abrazándose, besándose o de la mano. Ella ya no me saluda, tampoco me mira.

Hoy lunes, de la misma tercera semana después de lo de Renata, encontré a Camelia dentro de la biblioteca. Me dirigía al área de literatura dramática, y al caminar hacia allá, tropecé con ella en una esquina. Fue – cómo decirlo – un momento extraño.

  • Hola – dijo Camelia a unos centímetros de mi cuerpo.

  • Hola – respondí sintiéndome rara por hablar con ella. Miré sus grandes ojos que son como el paraíso. También miré sus labios, inevitablemente, deseándolos. Quedamos en silencio.

  • ¿Cómo estás? – preguntó.

  • Bien – dije. Di un paso atrás porque sentía que su presencia me inundaba –. ¿Tú?

  • Igual – respondió.

  • Bien…, adiós – dije unos segundos después cuando ninguna tenía más qué decir. Di un paso por fuera para rodearla y no tener que volver a tocarla.

  • No, no, espera - dijo ella elevando levemente la voz. No respondí nada. Me sorprendió su suplica. Giré mi cuerpo y ahora la veía de perfil –. Aún no te vayas – prosiguió volteando el rostro hacia mí, todavía, manteniendo el cuerpo en el mismo sitio.

  • ¿Por qué? – dije con un volumen de voz normal.

  • Señoritas, por favor guarden silencio o les voy a pedir que se retiren – intervino una señora de unos cincuenta años, rechoncha, y con una voz tan elevada que los pocos que estaban ahí nos miraron. Había olvidado completamente en qué lugar estaba y lo exigente que es la señora encargada de la biblioteca.

  • Sí, señora. Disculpe – le respondí a la encargada. La señora no respondió y se alejó – ¿Por qué? – pregunté de nuevo acercando mis labios a unos centímetros de su oído.

  • No sé – respondió ella murmurando.

  • ¿Por qué? – repetí una vez más rosando con mis labios su oreja. En ese momento recordé a Renata. La recordé y me alejé de Camelia hasta quedar en la posición inicial. Sus ojos estaban entrecerrados y pensé en lo hermosa que era. Sus pestañas largas y curveadas hacían de su rostro aún más hermoso. Su sola presencia me producía tantas cosas.

  • Quédate. Hablemos – dijo Camelia con voz baja pero serena.

  • ¿Ahora quieres que me quede? – dije seriamente. Me di la vuelta y me alejé de ella.

Estúpida. Estúpida. Qué estúpida era. Me quería quedar con ella. Ella me pidió que me quedara una sola vez y yo estaba dispuesta a ceder. ¿Y lo que yo quería? ¿Dónde estaba lo que yo deseaba? Todavía seguía con Juan y a mí no me dejaba de doler. ¡Puta madre! Los detestaba a ellos dos. Los detestaba por hacerme esto. A él por estar con ella y a ella por quedarse con él. Recordé mis bajos sentimientos y rápidamente caminé hacia la salida de la biblioteca. Ya ni siquiera busqué el libro que necesitaba. Camelia estaba de pie recargada en el tronco de un árbol que está a unos metros de la biblioteca. Me miró y abrió un poco los ojos. Al llegar hasta ella la abracé. La abracé con la fuerza de mi alma. Camelia pasó sus brazos por mi cintura y me apretó más. Le quería pedir que nunca me dejara, que se quedara conmigo, decirle que a mi lado sería feliz, que no se fuera, que me amara, pero no. Sería realmente ridículo de mi parte decirlo. Lentamente me separé de ella y nos miramos.

  • Te quiero – salió de mis labios.

  • Yo también, ¿sabes? – respondió sonriendo de un lado – ¿Sí podemos hablar?

  • Claro – dije sonriendo débilmente –. ¿Ahora?

  • Mejor a la salida. Hoy sales a las 2, ¿no? – preguntó.

  • Un poco antes de las dos. ¿Tú?

  • Después de las tres. ¿Me esperas?

<>  Le hubiese dicho que siempre la esperaría pero sólo le dije que sí. Me dijo en qué salón le tocaba y nos despedimos con un beso en la mejilla.

Cuando nos despedimos eran cerca de las once de la mañana. Corrí a mi siguiente clase que era la de literatura y de todas maneras llegué tarde. Toqué la puerta y abrí. El profesor Leo me regañó y me pidió quedarme al final de la clase. Supongo que estaría molesto porque he faltado mucho las últimas semanas y porque no he continuado con la edición que, ahora que recuerdo, se presentó este fin de semana que pasamos o quizá sea este que viene… No sé. No recuerdo.

  • ¿Qué sucede, profesor? – pregunté de pie frente a su escritorio cuando todos estaban terminando de salir del salón.

  • Qué milagro verte por aquí, Lía. ¿Cuándo fue la última vez que entraste a mi clase? – dijo quitándose sus anteojos.

  • Lo siento profesor, no tengo excusas – dije. Tomé una silla del salón y la coloqué frente al escritorio del profesor.

  • ¿Tampoco tienes excusas para tu falta de madurez en cuanto a la publicación que fue hace dos semanas? – preguntó con un tono molesto. Y claro que estaba en todo su derecho – No te presioné para que trabajaras porque creí que por ti sola lo harías. Te conseguí a alguien que te iba a ayudar en el trabajo de la edición para que sintieras menos la presión y jamás te dignaste en volverla a buscar. Tenía toda mi confianza en ti, Lía.

  • Lo lamento, profesor. No sé qué pueda hacer para remediarlo – dije.

  • ¿No sabes de qué manera? Pedí una prorroga a la editorial de cuatro meses más. Ya estamos por finalizar el semestre. Tienes las vacaciones de fin de año más aparte unos meses más. Tú te vas a encargar de buscar a la alumna del profesor Arturo, ¿recuerdas que te la presenté? – asentí. Realmente no la recordaba – Se llama Jessenia Blanco. Búscala. No sé cómo le hagas pero búscala y solicita una vez más su ayuda.

  • De acuerdo, profesor. Gracias – dije colocándome de pie.

  • Y no veas esto como un castigo, Lía. No olvides que fuiste tú quien me pidió este proyecto.

  • Sí, no lo he olvidado. Hasta luego profesor – tomé mis cosas y salí del salón.

Fui a mi siguiente y última clase. Él tenía razón: qué falta de responsabilidad y madurez. Cómo buscaría a aquella chica que ni siquiera la recordaba y de la que ya había olvidado el nombre… ¿Blanco? ¿Se llama Blanco?

Terminó mi última clase y fui al salón en donde tenía clase Camelia. Saqué un libro para entretenerme y me senté a un lado de la puerta del salón. No sé cuánto tiempo pasó pero me cansé de leer y cerré el libro dejándolo sobre mis piernas. Me recosté sobre el suelo y cerré los ojos. El libro cayó entre mis piernas pero ya no hice nada. Recordé la vez de la fiesta cuando besé a Camelia. Recordé sus suaves labios y sonreí. Me deslindé de cualquier ruido exterior hasta que sentí un peso sobre mí. Era Renata que se había sentado sobre mi pelvis.

  • ¿Qué haces aquí? – preguntó sonriendo.

  • Nada. ¿Tú qué haces aquí? – pregunté – Tú no tomas clases aquí. Esta no es tu facultad.

  • Vine a ver a un amigo – respondió tomando mis manos y entrecruzando sus dedos con los míos.

  • Qué bien – dije sin darle importancia. Sólo pensaba en Camelia y en que ella estaba tan cerca.

  • Te notas seria – dijo ella.

  • No, para nada. Sólo tuve ciertas dificultades con un profesor por un trabajo – comenté.

  • Oh, qué mal – respondió Renata. Se comenzó a mover sobre mí de adelante para atrás con una sonrisa divertida.

  • No hagas eso.

  • ¿Por qué? – preguntó llevando mis manos sobre mi cabeza y sosteniéndolas con ligera fuerza. Acercó su rostro al mío – ¿Te excitas?

  • No es lugar.

  • Eso no te importa. Además, no hay nadie en este pasillo – dijo eso y pegó sus labios completamente a los míos. Me dejé llevar y la comencé a besar también. Escuché voces y abrí los ojos, personas del salón posterior al de Camelia ya estaban saliendo y pasaban a nuestro lado. Renata me besaba sin soltarme de las manos. Mordí fuertemente su labio inferior para que se alejara de mí. Su reacción fue la menos esperada, tan tranquila.

  • Gracias – dije cuando se separó de mí.

  • Ya entiendo – dijo sin todavía liberarme las manos –, quieres que te suelte.

  • Sí, Renata. Te dije que este no es el lugar – respondí.

  • Tranquila, amor – dijo soltándome. Se tocó el labio y estaba rojo con un poco de sangre. Apretó los ojos – Auch, me dolió – dijo riendo tristemente.

  • Ya bájate – dije tomándola de la cintura e impulsándola hacia arriba. Se colocó de pie y me tendió la mano para ayudarme a mí. Me sentí mal por escucharla reír de esa manera, por hacerla sentir mal. Me acerqué a Renata para verle el labio – Lo siento, ¿te duele mucho? – pregunta obvia pero no sabía qué otra cosa preguntar. Le acaricié la mejilla y antes de que ella respondiera se abrió la puerta del salón.  Automáticamente me alejé de Renata y del salón salió una chica que no conocía; después más personas hasta que salió Camelia. Una sonrisa se le dibujó en el rostro y se acercó a mí. Me abrazó y yo miré los ojos tristes de Renata con la mano aún en el labio. Cerré los ojos y abracé a Camelia recargando mi cara en su hombro. ¿Qué hago? No quería ver esa mirada en Renata. Me entristecía hacerla sentir así. Me separé de Camelia y vi que ahora Renata saludaba a un chico. Miré al piso y mi libro estaba tirado, lo levanté y también tomé mis cosas.

  • Ya me voy, Renata – dije tomándola del hombro para que se girara. Escuché que el chico con el que estaba le preguntaba que qué le había pasado en los labios.

  • Adiós – dijo fríamente sin mirarme completamente.

  • ¿No te despides bien de mí? – pregunté para que me mirara. Ella se giró y vi que la sangre se había embarrado en su labio superior también. Se cubría los labios con la mano como con cierta vergüenza de que notara cómo había quedado – Discúlpame – dije retirando su mano y besándola en la boca. Pasé mi lengua por sus labios hasta que sentí todo el sabor oxidado en mí – Discúlpame – repetí. Atrapé con mis labios su labio lastimado y lo halé dulcemente.

  • ¡Ah! – gimió con un poco de dolor.

  • Lo siento – repetí una vez más y le sonreí –. Adiós.

Camelia en ese momento no dijo nada de lo sucedido. Me ofreció ir a su casa o a algún lugar a conversar tranquilamente. Las dos optamos por su casa y fuimos para allá. Al llegar no estaban sus papás así que nos quedamos en la sala. Nos sentamos en el sillón de tres piezas y ella me ofreció algo de comer o de beber. Hambre no tenía y sólo le pedí un vaso de jugo o agua. Fue a la cocina y regresó con un envase de jugo de naranja y dos vasos. Destapó el cartón del jugo y mientras servía el segundo vaso, habló:

  • ¿Ella es tu novia? – dijo terminando de llenar el vaso.

  • Sí – respondí. Tomé un vaso y bebí de él.

  • Ya te había visto con ella – comentó mirándome.

  • ¿Sí?

  • Sí. Y también recuerdo que dijiste que no te gustaban las mujeres. No te molestes. Sólo me confundió un poco.

  • ¿Y todavía crees que no me gustan las mujeres? – pregunté.

  • No sé. Tú dijiste eso.

  • Después de lo que te hice, ¿creíste que no me gustaban las mujeres? – dije riendo - ¿De verdad? Te dije que me sentía atraída por ti…

  • También dijiste que estabas confundida…

  • No hablemos de eso – intervine cortando este tema. Si seguíamos hablando de esto no era muy probable que solucionáramos algo –. Dime, ¿qué has hecho?

Platicamos por mucho tiempo. A veces me venía a la cabeza la imagen de Renata. Mentí diciendo que Renata sí era mi novia para no dar muchas explicaciones. Y de cierta manera sí estaba saliendo con ella.

  • ¿Y tus papás? – pregunté al ver que comenzaba a oscurecer y no llegaba nadie.

  • No están. Regresan mañana en la noche – dijo recostándose sobre el sillón –. Ven, acuéstate conmigo. Me coloqué detrás de ella y la abracé por la espalda.

  • ¿Y Juan? Platícame de él – dije en su oído.

Habíamos obviado el tema de su novio por hablar de otras tantas miles de cosas.


Ya ni cómo pedir disculpas por el retardo, pero he estado en extremo ocupada. Gracias a aquellos que me leen :)