Azul (IX)
Ella me sonrió y en ese momento sentí que estaba pérdida por esta mujer. De su cara bonita y frágil.
En el camino de regreso me solté a llorar. Aparqué el carro a la orilla de la carretera y lloré más contra el volante. Sólo sintiendo la mano de Iván acariciarme la espalda.
- Lía, tranquila –decía Iván.
Después de no sé cuánto tiempo de estar llorando me despegué del volante y me limpié las lágrimas con las manos; luego cerré los ojos y me recargué en el asiento.
Gracias Iván. Gracias por estar conmigo –le dije sinceramente, ahora, mirándolo.
No importa –respondió sonriendo–. ¿Te puedo preguntar algo?
Depende qué sea.
¿Disfrutas del exhibicionismo? –preguntó y yo me sentí confundida– Ya sabes, mostrar tu cuerpo y sentir placer –rió.
Ya sé lo que significa. ¿Por qué lo preguntas?
Porque yo y todos los demás ya te conocemos de cuerpo completo y tú no pareces ni un poco… No sé.
Estúpido –me reí. Realmente su ‘’razonamiento’’ me hizo caer en cuenta que, era cierto, todos ellos ya me habían visto desnuda.
Entonces, ¿sí lo disfrutas? –insistió. Sólo provocó una mayor risa en mí, haciéndome olvidar todo lo que esto había provocado.
Me sequé el resto de lágrimas que aún acudían a mis ojos y arranqué la camioneta riendo.
- Pues... no –respondí–. Pero no me molesta ni me incomoda que todos me hayan visto desnuda.
El resto del camino continuamos platicando y de manera obligada tuve que contarle a Iván todo el asunto de Camelia y Juan desde el inicio. Hasta que llegó el tema de Renata. Lo evité como pude y después Iván comenzó a dormitar sin llegar a dormir totalmente.
Hablar con Iván sobre todo esto me alivió. Logré suprimir mucho del sufrimiento y el arrepentimiento que tenía.
Llegamos a la ciudad ya avanzada la noche. Habríamos hecho menos horas si no nos hubiéramos detenido tantas veces a admirar los bellos paisajes que recorríamos.
Dejé a Iván en su casa y antes de despedirnos le pedí que no me buscara. Que me dejara tranquila el resto de las vacaciones y si alguien preguntaba por mí, les dijera lo mismo.
¿Y Camelia? –dijo antes de descender de la camioneta– Si ella pregunta por ti, ¿qué le digo?
No lo hará, lo sé. Pero si acaso llegara a hacerlo –pensé–, aconséjale que no me busque. Ponte de su lado o qué sé yo, pero dile que lo mejor es que no me busque más. Si eso llega a pasar, por favor dile eso.
De nuevo nos despedimos y un poco después llegué a mi casa. Había tres automóviles en la entrada de la casa por lo que tuve que estacionarme un poco más allá. Bajé mi equipaje y de mala gana caminé a la casa. El portón estaba abierto así que sin más crucé el jardín y llegué a la puerta de la casa. Saqué las llaves y abrí. En la sala estaba mi mamá con mi papá y dos señores más.
Me sorprendió ver a mi papá; hace tiempo que no regresaba a casa.
En cuanto mi mamá me vio aparecer, se puso de pie a mi encuentro y me abrazó.
Hija, ya regresaste. ¿Cómo estás? ¿Cómo te fue? –preguntó después de soltarme.
Bien, me fue bien. ¿Y tú, cómo estuviste?
Igual, hija.
Hola papá –dije caminando hacia él y extendiéndole la mano.
Hola, Lía –tomó mi mano–. Ellos son Joaquín y Marcos –también les di la mano–. Estamos hablando de negocios, por favor retírate a tu habitación.
Hasta luego –dije después de unos segundos. Tomé mi equipaje y subí a mi habitación. Ya ni siquiera miré a mi mamá. La actitud de mi padre sólo venía a incomodarme y molestarme más de lo que ya estaba.
Él casi nunca está en casa, y cuando está, no tiene otra manera más fría de ser conmigo. No busco cariño, ni protección, ni nada relacionado con él, pero sencillamente me enfurece.
En mi habitación me cambié de ropa y me metí a la cama. Revisé el celular y tenía siete llamadas perdidas y diez mensajes. Preferí no revisarlo y lo apagué.
Desperté al día siguiente cuando ya era más del medio día. Con trabajo me levanté de la cama y me di un baño. Después bajé a la sala no encontrándome con nadie. Fui a la cocina a prepararme algo de almorzar y había una nota de mi mamá informándome que había salido con mi papá a una reunión y regresaba por la tarde.
Decidí salir a caminar y unas diez cuadras más adelante encontré un salón donde impartían todo tipo de clases de baile. Un salón que jamás había visto.
Ingresé y en una primera sala había un escritorio con una mujer, la recepcionista o secretaria –no sé– que me miró con sus pequeños ojos y sonrió.
Bienvenida, ¿en qué puedo ayudarle?
Buenas tardes, buscó información para clase de… –miré rápidamente un anuncio que estaba detrás de ella, en donde tenían las clases que se daban– tango.
La mujer me dio los informes necesarios. Dijo que mañana lunes se abrirían nuevos grupos y también me dio los horarios. Pregunté si por ser vacaciones de fin de año no cerraban o se modificaban las clases y dijo que no. Que esto de abrir nuevos grupos cada inicio de semana se debía a la poca concurrencia de gente y que en un corto plazo nos iban anexando con los que ya llevaban más tiempo.
Me decidí que entraría para despejar mi mente de todos estos problemas que me embarcaban.
Al salir del lugar, a unos diez pasos, vi venir una mujer que estaba buena. En todo el sentido de la palabra Buena.
Tenía el cabello castaño y rizado; piel de oro; su cintura era pequeña y curvilínea; sus senos redonditos y de un buen tamaño.
Traía el cabello suelto y toda su larga cabellera la traía acomodada de un lado.
La miré obligándola a mirarme también y sus ojos me observaron. Me caló con la mirada. Tenía una mirada fuerte e intensa. Pasó por mi lado y regresé la cabeza para mirarle, vulgarmente, las nalgas. No lo pude evitar. Vi que entró al salón de baile y pensé en que quizá la volvería ver.
Llegué a mi casa y aún no regresaba mi mamá. Me preparé algo de cenar, aunque aún era literalmente temprano, y fui a la sala a mirar televisión. Después me aburrí y subí a mi habitación. Tomé un libro de poesía y comencé a leer a López Velarde. También me aburrí después de unos minutos y busqué mi Tablet que estaba en el cajón de mi buró. Vi que tenía poca batería y de todas maneras ingresé a mi cuenta de Facebook.
Tenía varias notificaciones, mensajes y unas cuantas solicitudes de amistad. Miré las solicitudes y entre ellas estaba Renata. No sé desde cuándo me había mandado la solicitud pero de todas formas la rechacé. Hace meses que no checaba Facebook y no pensaba aceptarla ahora. También rechacé las demás solicitudes. Miré los mensajes y después las notificaciones. Ya me había olvidado de cómo usar esta cosa.
Habían subido las fotos de Costa Esmeralda. Miré una por una hasta detenerme en una donde Camelia está sentada sobre mis piernas en la arena de la playa. Miré quién fue el imbécil que subió las fotos y había sido Rubén. Pasaron varias fotos y ya no me encontré ninguna más de ese tipo. Ni del tipo Camelia y Juan.
En las fotos etiquetadas busqué la etiqueta con el nombre de Camelia y no me aparecía ninguna. Supuse que me había eliminado.
Se anunció un diez por ciento de batería y mejor lo dejé de nuevo en el cajón. Nunca había sido de ocupar estas cosas.
A la mañana siguiente mi mamá me fue a despertar con un beso. Bajamos a desayunar y de nuevo noté que ya no estaba mi papá. Mejor ni pregunté y le comenté sobre las clases de baile. Mientras le decía esto, a mi mente vino la cara del profesor Leo. De nuevo había olvidado el trabajo de la edición. Terminé de desayunar, me cambié de ropa y salí a correr al rededor de la manzana. Tenía la necesidad de sentir la libertad en mi cuerpo.
Al regresar a mi casa subí a mi habitación, y sin saber por dónde comenzar, inicié el proyecto.
Horas después salí de casa y fui al banco a depositar el dinero en efectivo para la inscripción de las clases de tango. Después me fui para el salón y le entregué mi comprobante de pago a la secretaria o recepcionista.
Había elegido el turno de la tarde-noche por lo que ya sólo esperé un poco para que iniciara la clase. Veía a otros salir del ascensor, supongo, finalizando sus respectivas clases.
La mujer me hizo señas que me acercara y fui hacia ella. Dijo que ya podía subir, me indicó en qué piso sería mi clase. Le di las gracias y tomé las escaleras. Sólo tenía que subir poco, era en el segundo piso.
Al llegar ya estaba el maestro y otras cinco personas. Diez minutos más y llegaron más personas. En el salón ya éramos más de quince. Me sentí satisfecha cuando vi entrar a la chica de ayer. La de piel de oro y mirada salvaje. Esta vez no la miré y mejor puse atención a lo que decía el maestro de baile.
Pasó la primera clase y ésta fue casi completamente de pura teoría.
La segunda clase, que fue al siguiente día, comenzamos a bailar. Me tocó de pareja a un tipo llamado Roberto.
Dime Robert –dijo.
Te diré Roberto –le respondí.
Ocasionalmente miraba a la chica de rizos y vi que le había tocado con un tipo alto y de cuerpo fornido. Ella lo trataba, en lo que pude observar, de manera indiferente.
Pasó el resto de la semana y noté que con cada pareja que le tocaba a esta chica, a veces mujeres, a veces hombres, era igual de desinteresada. (Esto también me dejaba fuera de su atención.)
A mí no me había tocado con ella. Normalmente las parejas las formábamos con la persona que estuviera a nuestra izquierda y yo nunca había estado a su izquierda, ni ella a la mía.
Al inicio de la segunda semana me tocó con una niña. Para mí era una niña por su cara bonita e inocente, y por su delgado cuerpo. Era de mi estatura y hasta ahora no había reparado en ella.
Hola –me dijo y me sonrió.
Hola –respondí regresándole la sonrisa.
Miré sus ojos y me parecieron muy hermosos. Eran grandes y con pestañas largas –como las de Camelia– y tenían un brillo bonito; sus cejas eran pobladas y castañas; su nariz pequeñita como lo aparentaba su rostro y unos labios no tan gruesos.
El profesor habló y caí en cuenta que la había estado observando detenidamente. Rápidamente aparté la mirada de ella y giré mi cuerpo hacia el frente del salón. El maestro estaba dando instrucciones y tomó a alguien de la clase para mostrarnos cómo seguir cada paso. Cuando el maestro iba terminando de mostrar los primeros pasos, regresé mi mirada hacia la niña, pero mi mirada, antes de llegar a su destino, chocó de nuevo con la de la chica de rizos y mirada salvaje.
La miré manteniéndole la mirada fija y ella hizo lo mismo. Después resbalé la mirada a sus senos, luego a su abdomen y recorrí lentamente sus piernas. Quería sentir ese control. Quería que ella notara que no me intimidaba con su desafiante y grave mirada que mostraba ante todos con indiferencia. Podría describir su mirada de mil maneras, pero no podría decir que habita en ella la timidez y la benevolencia. Mi mirada se perdió en el piso y la regresé a su rostro. De nuevo me encontré con su mirada y así nos quedamos hasta escuchar al profesor aplaudir, y eso indicaba el inicio del baile.
Ella se dio la media vuelta y yo hice lo mismo. Me encontré a la niña mirándome con reserva.
¿Empezamos? –preguntó de igual manera.
¿Cuántos años tienes? –pregunté tomándola de la cintura y tomando el papel del hombre.
Dieciséis –respondió siguiendo el primer paso.
Vaya que estaba pequeña. No es que yo fuera una anciana pero a mi parecer era una niña.
Eres una niña aún –dije sonriéndole con delicadeza.
¿Tú cuántos tienes? –preguntó en defensa.
Diecinueve –respondí–. Pero eres una mujercita. Estás de mi estatura pero tu cara no deja de ser la de una niña.
Tú no te ves de esa edad –dijo iniciando el tercer paso y juntándome a ella–. Te ves como de dieciocho o diecisiete. También debes de ser una niña.
No mientas –respondí riendo–. Sé que me veo de la misma edad que tengo.
Me la quedé mirando de nuevo y me dije que no tenía que reparar tanto en esta niña. Tan bonita, tan delicada y suave. Aún no olvidaba a Camelia y recordar lo que pasó con Renata, sólo me hacía saber que era una mierda de persona con quien sea que tuviera otras intenciones que no fueran de amistad.
Ella me sonrió y en ese momento sentí que estaba pérdida por esta mujer. De su cara bonita y frágil.
¿Cómo te llamas? –hablé, siendo la primera vez que preguntaba por el nombre de alguien.
Nuriel. ¿Tú cómo te llamas?
Cuando era niña conocí a un niño que se llamaba así… –comenté recordando el nombre de ese niño en el preescolar.
¿Me estás diciendo niño? –respondió mostrando su bella sonrisa–. Primero me dices niña y ahora me cambias el sexo. Pero dime, cómo te llamas tú.
Lía –le sonreí.
Terminó la clase y me despedí de Nuriel con un beso en la mejilla. Subí por mis cosas al último piso donde están los casilleros y me encontré a algunos compañeros de la clase y entre ellos, a la castaña de pelo rizado. Le miré el cuerpo y pensé sobre qué otro deporte practicaría. Tomé mis cosas sin mirarla más y me monté al ascensor con los que también ya estaban por bajar. En el último momento subió ella. Presionaron el botón para llegar al primer piso y quedé hombro con hombro con ella.
Llegamos al primer piso y todos se dispersaron. Salí del lugar despidiéndome de lejos de la mujer del escritorio y caminé hacia mi casa.