Azucar

No es tanto un relato como las impresiones de un hombre que ve el transcurrir del tiempo en algo tan trivial como son las erecciones nocturnas :)

Azúcar

Aquella mañana, al despertarme fui consciente de que ya no me acompañaba su presencia. No fue una desaparición brusca, una muerte repentina, más bien había sido un suave deshacerse, pan de azúcar mordido, fuerte y duro al principio sobre la lengua, disolviéndose dulcemente, aristas, cada una de ella manteniendo la consistencia del fragmento original, aunque más redondeadas, suavizadas por el tiempo, fragmentos pulverizados entre los dientes, más y más pequeños, finalmente impalpables, dejando solo su sabor como recuerdo.

Desde que tenía conciencia de mi propia existencia, desde mi primera juventud la recordaba allí, a mi lado en la duermevela del amanecer, cuando lentamente la conciencia va abriendo los sentidos a los ruidos de la casa, al olor del pan tostado y del café, al sol filtrado entre postigos.

Ella aparecía siempre antes de que me diese cuenta, callada, silenciosa. Era mi cuerpo, aún perdido en el sueño, quien primero notaba su presencia, y, suavemente, lentamente, mis sentidos tomaban el relevo, plenamente conscientes ya de su existir. No era molesta, como no son molestas las costumbres, como no es molesto lo ineluctable, simplemente estaba ahí, despreocupada, indiferente a si era incómoda, o inoportuna. A veces, claro, su inoportunidad, o su indiferencia, la llevaba a despertarme a media noche, ansiosa, juvenil. Entonces, en una duermevela cariñosa tenía que jugar con ella y apaciguarla. Otras veces estaba tan dormido cuando venía que solo las trazas de su presencia, descubiertas por la mañana, me hacían recordar su visita.

Mi compañera de sueños, sin duda poco acostumbrada, se sorprendía al principio ante mi aceptación sumisa, mi deliberado desconocimiento de tan intrusiva presencia, interpuesta incluso a veces entre ella y yo. Mis palabras, mis observaciones dirigidas a que, ella también, fingiese ignorarla eran inútiles. Yo sabía que si me levantaba sin hacerle caso, si la olvidaba, desaparecería discretamente y sin rencor, en la seguridad que, a la mañana siguiente, ninguno de los dos íbamos a faltar a nuestra cita. Mi compañera en cambio, sin duda considerándose culpable, o incluso, encantador taumaturgo, creyendo que la visita se debía a su mediación, se sentía obligada a hacerle caso. Entonces el mas inocente inicio, el mas escondido amago de gesto por su parte era suficiente para que yo perdiese el control de la situación, mero observador de unos juegos breves pero intensos.

Aquella mañana me di cuenta, por primera vez, que algunas veces no estaba allí. No la echaba aún de menos, claro, podía llamarla, atraerla, incluso el pensar en ella era suficiente para que acudiese, ansiosa como siempre, como siempre fiel, presente, voluntariosa, y, también, retozona.

Aquella mañana, al despertarme fui consciente de que ya no me acompañaba su presencia.