Azotada por su cumpleaños
Sin piedad alguna, y mientras yo le susurraba "para, por piedad, para", mi amante multiplicaba sobre mis nalgas un diluvio de golpes que me provocaban un escozor atroz.
Hace cuatro días, le di un disgusto a mi amante querido.
Ocurrió en la cena, de noche con un semblante sombrío hablando a media voz, con aire lejano.
Entre él, mi hija y yo, la conversación tenía un aire de pesadez.
Luego pusimos una película de Ozores, y noté que él se relajaba; me acarició los muslos y las nalgas amparándose en la oscuridad, y la sonrisa volvió a su cara.
Y tan feliz pensé qué poco hacía falta cuando se es mujer para hacer de un hombre lo que una quiere. ¡Ilusa de mí! Cuando mi hija se acostó me enseñó un catálogo sobre su trabajo y hablamos un rato de ello. Yo no presentía nada cuando se levantó para ir a la entrada.
Volvió moviendo los brazos, se recostó en la cama. El dolor casi insoportable, me ponía al borde del estallido de lágrimas.
Sin piedad alguna, y mientras yo le susurraba "para, por piedad, para", mi amante multiplicaba sobre mis nalgas un diluvio de golpes que me provocaban un escozor atroz.
Al cabo de treinta o cuarenta golpes, estaba rota interiormente: humillada de muerte, humillada por no haber podido doblegar o embaucar a mi amante, sintiendo inútil todo mi poder, humillada al sentir que merecía este castigo. Me tragaba mis lágrimas, lloraba con muecas casi silenciosas, tenía en mí como una fuerza rebelde que se apagaba por la vergüenza que sentía.
Mi amante se reía de forma diabólica, de mi abatimiento y mi vergüenza. El dolor era tan fuerte en una de mis nalgas que cada vez que me pasaba la mano cruelmente por ella, como si fuese una "caricia", yo daba unos enromes saltos de dolor.
Luego me ordenó abrir al máximo los muslos y para completar mi humillación, me metió los dedos en el coño, el cual para su suerte se lo encontró bien mojado.
Me ordenó que le acariciase su polla y así hicimos el hermano con una loca ternura.
Para completar mi castigo debí escribir en 48 horas, la confesión de mi vergüenza. Ya fuese por falta de tiempo o por rebeldía infantil, el caso es que no lo hice.
Por tanto me gané ayer un complemento: 20 golpes bien fuertes con un látigo tejano de dos grandes colas muy largas y otros 20 con una pala de ping pong aplicados con vigor.
Sólo debía recibir los 20 golpes del látigo, pero me gané los golpes de la paleta porque me negué a bajarme yo misma las bragas. Como iba a cumplir 42 años, mi amante se dio cuenta de que para mi cumpleaños, me podía gratificar cada una de las nalgas con un buen latigazo silencioso de esos que tanto miedo me daba, látigo que ha reservado desde entonces para sus azotainas de castigo.
Me atizó los dos golpes provocando en mí un aullido sobrehumano, y menos mal que me permitió saltar por toda la habitación y frotarme mi dolorido culo. ¡42 golpes, yo llevaba la cuenta! Me mandó de rodillas cara a la pared, con el culo al aire y las bragas bajadas hasta medio muslo, con una pequeña camiseta que me tapaba las tetas libres de cualquier sujetador.
Acercándose a mí por detrás, mi amante me remangó la camiseta y me colocó unas pinzas en las tetas para oírme gritar un poco más.
Así hicimos el amor de nuevo.
Como ese sábado por la mañana era el día de mi cumpleaños, cogió un taburete, me acostó en sus rodillas y me dio una azotaina con las manos; él sabe que me encantan esas azotainas.
Si yo no hubiese escrito la confesión de todas estas humillaciones, me habría dado 84 golpes - pero me parece que lo mejor es no tentar más al diablo, y obedecer.