Ay, dolor... ya me volviste a dar

Me cogí a mi alter ego y el canalla me dejó.

Ay, dolor, ya me volviste a dar.

A mí nunca me han gustado los hombres, ni me gustan. Al contrario, el cuerpo de la mujer me parece la gran obra de la creación. Desde sus formas hasta sus aromas. No hay nada como mamarse una buena vagina hasta la saciedad bien agarrado del culo de la dueña. Pero de un tiempo atrás le daba vueltas al asunto de cogerme a un hombre para ver qué se sentía y fue tal mi obsesión que no sólo lo conseguí sino que también recibí mi merecido y lo peor es que me gustó y ruego por volver a hacerlo. Eso sí, con él y nada más que con él.

Una tarde, encerrado en mi cubículo, en el instituto, donde imparto clases de literatura, esperaba la llegada de una de esas alumnas calentonas para echarnos un buen clavado. Pasada media hora, alguien llamó a la puerta y yo, confiado en que era la alumna necesitada de un punto extra en su calificación final, sin mirar le pedí que entrara. La falta de respuesta me hizo voltear hacia la figura masculina que se presentaba de imprevisto.

La luz en contra no me dejaba ver bien su cara. Tres veces le pregunté qué deseaba y quién era, y en las tres sólo silencio recibí. Ante mi intento por sacarlo de ahí, ya francamente enojado y con el temor de que fuera el novio justiciero de alguna alumna, la sombra dio un paso adelante extendiendo su mano en señal de paz.

A punto estuve de desvanecerme impresionado. Era un cabrón idéntico a mí. La frente, los ojos, la nariz, el mentón, el color de pelo. Todo igual a mí… ¡Guapo el hijo de la chingada! Inclusive las manos eran iguales a las mías. Era como mirarse al espejo si no fuera porque él tendría 10 años menos que yo, es decir 18.

Sin decir una palabra me invitó a sentarme de nuevo en mi sillón. Su expresión afable me tranquilizó y accedí. Él, mientras tanto, como si conociera de siempre aquel despacho, cerró la puerta con el pasador.

Se acercó poniendo su mano derecha sobre mi cabeza acariciándome suavemente. Una extraña sensación de paz me envolvió y sin quererlo me recargué en él abrazado a sus piernas.

No supe cuanto tiempo transcurrió así, el caso es que sin saber cómo ni cuándo mi cabeza estaba posada en su vientre desnudo. Quise reaccionar pero había algo que me lo impedía. Primero fue el olor de su piel que me resultaba familiar y luego las marcas en su vientre plano. ¡En la madre! ¡Así olía yo y esas eran las mismas marcas de mi abdomen! Como si no bastara, el delicioso aroma de su verga también era como el mío.

Al notar mi desasosiego volvió a acariciarme la cabeza sin decir una puta palabra. Y nuevamente yo a tranquilizarme. Ahí fue cuando empecé a pensar en aquel deseo escondido de los últimos días. Pero, y éste ¿Quién coño es? ¿Por qué no dice nada? –pensaba yo.

Y no había necesidad de decir nada. Lo que se me ocurriera a mí ya estaba él adelantándose, como si me leyera el pensamiento. Sin que emitiera palabra alguna, el enigmático visitante, ya completamente en pelotas, me ofreció su verga tiesa en todo su esplendor, que me dejó aún más confundido porque justo en el glande, hacia la izquierda, mostraba una peculiar mancha en forma de medialuna, como la que yo tengo en el mismo sitio y que es rarísima entre millones.

Ese hecho y que el tamaño y la consistencia de su macana fueran idénticos a los míos, me tranquilizó y me excitó al grado de agarrarle el pito y llevármelo a la boca con deleite para darle una buena mamada y lengüetones cariñosos por toda la tranca que me hacían sentir al mismo tiempo un riquísimo placer en la verga a punto de reventar. Era extrañísimo. Si le lamía la punta o se la succionaba, sentía lo mismo en la mía en los mismos sitios. No me importó, al contrario, me apliqué a conciencia. Era como si yo mismo me la chupara. Era mi sueño hecho realidad.

Me intrigaba su habilidad para leerme el pensamiento. Asombrado lo veía hacer obediente todo cuanto se me ocurría. Si se me antojaba que me diera una mamadita de esas, bastaba con pensarlo para que él, muy diligente, se agachara a tocar San Luis Blues sin rechistar y así por el estilo. Luego de un buen rato de sobadas, chupadas y quejidos, me detuve un poco y tomé aire para cogérmelo bien cogido. Y ahí el misterioso jovenzuelo adivinando mis deseos, se volteó y puso sus nalgas a mi entera disposición. Estaba yo impresionado. Sus nalgas eran tan lampiñas como las mías y de idéntica forma y textura. Podría decirse que eran las mías.

Ensalivé un poco el agujero del silencioso joven y empecé a horadarlo. Pero algo extraño sucedía. A medida que lo penetraba sentía en mi propio culo como si alguien me hiciera lo mismo. Inclusive voltee hacia atrás en busca de un tercer invitado. No, no había nadie más. Y seguí dándole al mudo, impulsado por sus gemidos de placer ahora mezclados con los míos que se originaban en mi verga entrando y saliendo de ahí, donde se hace remolino el aire, y también en mi propio culo que sentía de alguna manera mis embates en el hoyo de ese discreto muchachito. Todo era muy rico y extremadamente cachondo.

Aquello era el colmo del placer. No sabía si venirme por el hecho de estar cogiéndome a un hombre o bien orinarme por la presión en mi próstata causada por una verga invisible que me bombeaba. La locura extrema llegó al derramarme dentro de él, pues como lo suponía, al tener yo iguales sensaciones en mi propio culo inmediatamente después de la copiosa venida de ambos, me oriné dentro de él acrecentando así la sensación de calor en mis entrañas. Nuestros gemidos cesaron y caímos exhaustos en un profundo sueño. Al despertar estaba yo solo, vestido y sentado en el sillón donde jugueteamos.

¿Qué fue todo ese episodio de lujuria? ¿Acaso he pasado a ser, como tantos, un macho calado? No lo sé y menos me lo explico.

De lo que si estoy seguro es que el de aquella tarde en mi despacho no fue un encuentro fantasmal, ni nada de otra dimensión. El estado de mi ofendido orgullo y las huellas delatoras lo confirman. En el culo me quedó por unos días, además del dolorcillo natural, un hormigueo sabrosón, y en la punta de la verga un inconfundible olor a caca.