Aventuras del Moro (2: Conociendo a Patricia)

El Moro conoce a Patricia, madre de Noelia. La tensión aumenta.

Un coqueto chalé en un barrio lujoso de las afueras... Justamente lo que el Moro se imaginó que una niña pija como Noelia tendría por casa. Patricia se encontraba en el jardín, dándole indicaciones, con tono seco y displicente, a un humilde operario encargado, al parecer, de mantener el orden y la pulcritud de los jardines de la señora. Al verla así, Noelia se sintió renacer. Sí, ella iba, al fin, a reinstaurar el orden natural y a poner las cosas en su lugar.

Sin embargo, hubo a continuación algo que no le gustó. Patricia levantó los ojos hacia el coche que acababa de irrumpir en su casa y, al ver a quien lo manejaba, su rostro se iluminó en una amplia sonrisa. No la sonrisa formal de quien saluda por cortesía ni esa sonrisa burlona y desdeñosa que tanto le conocía y que tan insultante y ofensiva podía ser... No, fue una sonrisa espontánea, de simpatía automática. Y resultaba tanto más sorprendente viniendo de Patricia para quien los amigos de Noelia -al menos aquellos que no provenían de su mismo sector social- eran siempre niñatos sin sesos o vagos inútiles.

  • Hola, cielo... ¿Y quién es este chico tan guapo?

Noelia se quedó atónita. Era la primera vez que escuchaba a su madre soltar un cumplido de esa naturaleza.

  • Vamos -río el Moro, dándole un codazo- ¿no le vas a decir quién es este chico tan guapo?
  • ¡Glup! -(Noelia tragó saliva)- ... Mamá, mi nuevo novio: Patricia, te presento al Moro; Moro, Patricia.
  • ¿"El Moro"? ¿No tienes nombre? - dijo Patricia, procurando adoptar cierta actitud de mamá severa.
  • Bueno, si quieres llámame Abenámar. Ya sabes: "Abenámar, Abenámar, moro de la morería"... - el Moro tenía una voz grave, profunda y con una especie de resonancia o reverberancia natural.

Patricia se rió. Aunque no terminó la carrera, había estudiado literatura y, sin ser una intelectual, gustaba de leer de vez en cuando. Recogió la alusión y se alegró de que su hija estuviera saliendo con un tipo con sesos y que, además, se veía, aun siendo joven, como un tipo hecho y derecho y que sabe lo que quiere. ¿Importaba tanto el nombre? Ahora los jóvenes son así.

  • Pero pasemos, ¿no quieres tomar algo?
  • Huy, pensé que nunca lo ibas a decir -bromeó el Moro-... Ya que lo dices, un tinto de verano, con una zarzamora...
  • ¡Cómo se te ocurre reclamar así, no seas grosero! -dijo, por lo bajo pero lo bastante audible como que su madre pudiese escucharlo, Noelia.
  • Venga, Noelia, no hagas berrinche. O te tendré que castigar y a Patricia también, por demorarse en invitarme a pasar.
  • Pero, ¡¿qué?!
  • Noelia -intervino Patricia- no seas ridícula, tu novio está bromeando. Es muy gracioso y simpático... - Sí, era sólo una broma. Pero eso de "ser castigada" le resultó muy perturbador. Este Moro, ¡qué tipo tan raro! Tan divertido, tan simpático y, a la vez, como tan poco de fiar, tan peligroso... Había que estudiarlo un poco más para ver si convenía que se siguiese viendo con Noelia.
  • ¡Pero... mamá!
  • Basta, Noelia -dijo Patricia. ¿Por qué había puesto del lado del visitante tan espontáneamente? ¿Era sólo cortesía? ¿No era verdad que las bromas del Moro se pasaban un poco?

En fin, los tres estaban ya dentro. La sala de estar de la casa incluía un excelente bar con una buena provisión de vinos, entre los cuales el Moro se paseó a su antojo para decidir con cuál se prepararía su tinto. ¡Y Patricia aceptó tamaña impertinencia sin chistar! Dicho sea de paso, las etiquetas y botellas de vinos, cervezas y licores proporcionaron al intruso inquietante un excelente pie para narrar anécdotas de sus viajes por el mundo. Patricia las escuchaba embobada. Por momentos como hipnotizada, por momentos estallando en risa, cuando se trataba de algo jocoso. Noelia no lo podía creer. ¿Acaso tanto ella como su madre no habían viajado tanto o más que él? ¿Por qué lo escuchaba como una aldeana embobada?

  • Bueno, parece que estoy sobrando... -dijo con amargura.
  • ¡Noelia, por favor no seas grosera!
  • A Noelia lo que le hace falta es un poco de mano dura... -terció el Moro.
  • ¿Tú crees? -dijo Patricia, volteándose, interesadísima, hacia él.
  • ¡Basta, no le comas el coco!
  • Pero, ¿de qué hablas? -dijo Patricia. Esa frase de Noelia le chocó. De repente tomó conciencia de que, realmente, algo extraño parecía estarle pasando.

El Moro se rió.

  • Hablando de comer... Yo tengo un poquito de hambre.
  • ¿De verdad? ¡Pero qué descuidada soy, cariño! ¿Qué te apetece?
  • Bueno, por lo pronto, tú, Patricia, podrías prepararme otro tinto, ya sabes, con el mismo Rioja y otra zarzamora... Tú Noelia, ¿qué tal una picada múltiple, con quesos, aceitunas, encurtidos y mariscos?

Patricia se puso de pie, recogió el vaso del Moro y se dirigió al bar. Le dijo a Noelia:

  • Vamos, Noelia, haz como te dijo.
  • ¡Pero, mamá!
  • "Pero, mamá", nada. Sé buena anfitriona, vamos.

Noelia salió hacia la cocina, dando un portazo. ¡Buena anfitriona! ¡Darle lecciones a ella, como si fuese una chiquilla! Le enseñaría lo que es ser buen anfitriona. Prepararía la mejor picada que ese pordiosero probaría en toda su puta vida.

Patricia, con una pinza, colocaba cubos de hielo en el vaso largo.

  • No sé qué hacer con esta chica...
  • Quizás no sabes imponerte... -dijo el Moro, incorporándose lentamente y avanzando hacia ella.

Patrica servía un excelente Rioja.

  • ¿A qué te refieres?

El Moro avanzó, hasta colocarse junto a ella. Patricia derramó un poco de vino. Sus manos temblaban. Se recuperó, sin embargo, y sirvió la gaseosa sin más contratiempos. Extendió el vaso hacia el Moro.

  • Falta algo, ¿no recuerdas?
  • ¡Glup! -Patricia tragó saliva ruidosamente… Ah, sí, perdón, la zarzamora... Ya la traigo...

Patricia se inclino hacia la pequeña heladera para sacar un tazón con zarzamoras. Al hacerlo, su culo perfecto y redondo se destacó nítidamente.

  • ¡Qué belleza! -musitó el Moro.

Patricia giró sobre sus tazones con el bol en las manos, con esa gracia y feminidad que siempre había tenido. Al salir con tanta elegancia de la posición casi obscena antes adoptada, recuperó parcialmente el control de la situación y de sus propias emociones. El Moro lo sintió. Era ahora o nunca.

  • ¿Qué decías?- dijo Patricia, sonriendo.
  • Decía que quizás no sabes cómo corregir a tu hija. No sabes castigarla, para doblegar su voluntad y hacerte respetar.

Mientras tanto, aquella de quien el Moro hablaba estaba en la cocina, absorta preparando, incluso, canapés de caviar. ¡Seguramente sería la primera y última vez que los probaría! Estaba decidido. Hoy se terminaba su suerte.

Por su parte, Patricia volvió a sentirse amenazada. Aquella recuperación del control comenzaba a desvanecerse como un espejismo. Lo intentó de nuevo, sin embargo.

  • Pero eso suena bastante bárbaro, un poco bestia...
  • Es que, a veces, hay que ser bastante bárbaro y un poco bestia...

Patricia se rió, confundida, ¿hablaba en serio?

-Mira -dijo el Moro-, el proceso de castigo abarca cuatro etapas: Sometimiento, imposición, aceptación y recompensa. Primero, debes castigarle tanto que toda impertinencia sea borrada, debes llenar su atención y su mundo, de modo que sienta que está totalmente a tu merced y que su salvación sólo puede venir de ti. En segundo lugar, debes obligarle a hacer algo, eso es la imposición, a la vez que disminuyes la parte de castigo. A continuación, viene la aceptación. Se trata de cuando ella comienza a disfrutar de ello y ya no lo hace, realmente, obligada, sino por su propia voluntad. Entonces, tú la recompensas haciendo algo que le gusta. ¿Entiendes? - Sí, pero... -¿Qué te parece la teoría? - Suena bien, pero yo no podría... ¿Cómo debería hacer? - Patricia estaba confundidísima.

El Moro sintió endurecerse las ingles. También estaba nervioso, aunque lo disimulara mejor. Tenía la boca seca, a pesar de lo bien que la remojaba, y su corazón palpitaba fuertemente. Ahora se trataba de ir a por todas. Dentro de quince o veinte minutos, a más tardar, estaría tirándose a esa hembraza... O de patitas en la calle.

  • Bueno, te enseño. A ver, dame una bofeteada...
  • ¡¿QUÉ?!  - Esta vez el asombro de Patricia se tradujo en un grito.
  • Que me des una bofetada. Vamos, tu mejor golpe.