Aventura con Eva

Atraídas por un imán invisible, se tocaron por primera vez.

Aventura con Eva

Entre María y Eva siempre hubo onda. De eso no cabía ninguna duda. Mejor dicho, no les cabía la menor duda. El caso es que pasaba el tiempo y ni una ni otra se animaba a dar ese saltito trascendental que transforma la fantasía en realidad.

María trabajaba en desde hacía tiempo y se había ganado -a fuerza de trabajo duro- su puesto de privilegio en la compañía. No podía ni podría olvidar el día en que la contrataron. Se hacía necesaria una recepcionista-telefonista-secretaria que la asistiera.

El pelmazo que hacía las veces de Jefe de Personal la tomó no por lo que Eva era, sino porque él mismo era un pesado y un baboso.

Debe admitirse que también era comprensible, ya que Eva era capaz, con su sola presencia, de poner cachondo a un misógino. Y cuando el empalagoso de Personal la acompañó hasta el despacho de María para hacer las presentaciones, se mostraba tan almibarado como un adolescente en primavera. Eso se veía a las claras.

-María -dijo, entrando a la oficina sin golpear, como era su costumbre-. Te presento a Eva, que será tu asistente.

María levantó la vista del listado de estadísticas de ventas y la vio ahí, parada al lado del pelma. Toda vestida de negro, con ese aire entre teenager y punk, de jovencita superada. El cabello ensortijado de un brillo intenso y los ojos más vivaces, inteligentes y misteriosos. Todo a la vez.

-Eva -creyó oportuno agregar el pequeño dictador-, ella es María.

-Hola -fue todo lo que dijo ella.

-Hola -fue todo lo que se le ocurrió contestar a María.

Acto seguido, como atraídas por un imán invisible, se tocaron por primera vez. María se levantó de su sillón, dio la vuelta al escritorio y Eva se acercó, ignorando por completo al baboso, que ni siquiera advirtió que las dos iban la una hacia la otra como en cámara lenta, mirándose a los ojos, sonriendo e intuyendo quizás que el destino había decidido cruzar sus caminos.

Se dieron el primer beso. El muy zoquete tenía su atención concentrada en mirar la trasera de Eva, parada, firme, casi insolente, enfundada en jeans negros.

Lo que el muy zoquete no advirtió fue cómo se dieron ese primer beso.

¿Casualidad?

Las casualidades no existen.

¿Nerviosismo?

Ni María ni Eva estaban nerviosas.

Ambas sabíamos lo que estábamos haciendo al dirigir las mejillas y las bocas al lugar indicado. Fue un beso dulce, que juntó las comisuras de los labios de María y Eva en un instante, pero que a María le pareció interminable.

El tipo tampoco reparó en la forma en que Eva apoyó esas hermosas y rotundas tetas que tenía -que tiene-, que apenas se rozaron con las de María, provocando un rápido y muy intenso escalofrío. Una suerte de corriente eléctrica que le erizó la piel igual que cuando un hombre la besaba en ese lugar preciso del cuello, entre el hombro y el mentón.

Cuando se separaron, María sentía toda la bombacha mojada. Así, sin más. Sin aviso previo y sin anestesia. Lo de ellas fue como un rayo.

-Bienvenida -atinó a decir María.

-Nos vamos a llevar bien -aseguró Eva, y le sonrió, con un brillito muy divertido y pícaro de esos ojos con reflejos de miel, como si supiera lo que le estaba pasando a María.

Gatuna.

Esa es la palabra precisa para definir a Eva. Se movía y se comportaba como una gata en celo.

Y el Gran Gilipollas, babeando como un crío se la llevó, ese primer día, para presentarla al resto de los empleados.

Pasaron los dos primeros meses y, tal como Eva misma lo augurase, se llevaban muy bien. Eva era voluntariosa, tenaz, divertida y a tal punto buena compañera que podía llegar hasta la complicidad cuando barruntaba que María se había quedado dormida y la llamaba a casa para despertarla, fingiendo del otro lado del teléfono que María ya estaba en plena labor, en la oficina de algún cliente.

En esos dos primeros meses se cruzaron en el baño de mujeres y un par de veces en la cocina para preparar un café y cuchichear de-esto-y-de-aquello. Pero nada de jueguitos ni roces ni indirectas. Era algo así como si se estuvieran midiendo. Como si aquella primera vez estuviera destinada a terminar ahí. En un lametón por la mitad y un roce, como al descuido.

Al menos eso era lo que María creía.

Nada más lejos.

Eva había empezado en primavera, cuando todavía algunos días eran frescos. Con la llegada del calor, en un día de principios de verano, María apareció en el trabajo con una de esas minifaldas que provocan infartos que le venían de perillas para hacer perder la razón a los clientes.

Cuando esa mañana María se acercó al escritorio de Eva para saludarla, ¡zas! Otra vez una mirada profunda, cargada de inquietantes presagios.

-¡Oye! ¡Vaya con el atuendo! -exclamó Eva al verla entrar.

-¿Qué tiene de malo? -respondió María, desafiante.

-¿De malo? María, ¿qué dices? ¡Qué linda te va esa mini! -respondió Eva y cuando María se inclinó para darle el besito de los buenos días, otra vez sus labios se rozaron por el lado de la comisura, y un poco más también.

Y Eva fue más allá todavía: apoyó una de sus manos en la cola de María y la acarició de una manera muy especial. La palma sobre la tela, pero uno de sus dedos rozando la piel de su muslo, por la parte de atrás.

Otra vez el golpe de corriente recorriendo el cuerpo de María. Otra vez la bombacha mojada. Otra vez la cola de un ratón saliéndole por la oreja. ¡Menuda tía!

Porque lo que Eva no sabía era que durante esos dos meses y algo, desde que se vieron la cara por primera vez, ella era el sujeto de sus más perturbadoras fantasías secretas. Los ratones de María con Eva se alimentaban un poquito más todos los días y crecían, sanos y fuertes, transformándose casi en una obsesión.

En más de una oportunidad, la imaginación de María la llevaba a pensar en cómo sería chupar aquellas soberbias tetas; qué sentiría si ella la besara en la boca con sus labios carnosos y frescos; de qué color sería el vello de su pubis...

Volvió a la realidad y le sostuvo la mirada. Eva no bajó la suya ni retiró la mano. Hasta podría jurarse que prolongó la caricia, como si el dedo que rozó el muslo estuviese buscando la entrepierna.

-Gracias -contestó María, consciente de que se había ruborizado como una adolescente-. Tú también eres muy linda -se atrevió un poco más.

Y se encerró en su despacho, sabiendo de antemano que le iba a resultar muy difícil concentrarme en el trabajo.

Fueron las circunstancias las que le permitieron tomar coraje e ir directamente al grano un agobiante día de ese mismo mes, antes de salir de vacaciones.

Eva había ido a trabajar con una minifalda y una blusa muy suelta, sin mangas, negra y muy escotada. María también se había puesto una mini y una remera, y era consciente que cuando usaba mini no sólo hacía perder la cordura a sus clientes sino también a su jefe que, aunque quería, no podía levantar los ojos que se le iban de su cintura para abajo.

Hacía calor, eran más de las tres de la tarde y María estaba en la oficina del mandamás, conversando intrascendencias, cuando apareció Eva con un e-mail en la mano. Cuando pasó a su lado dejó una estela de perfume. Al dejar la hoja sobre el escritorio María pudo entrever el nacimiento de sus tetas por el costado del escote.

Al darse la vuelta quedó enfrentada a María y entonces vio la mancha blanca en la blusita negra, resaltando como una mancha de talco en un tapete de billar.

-A ver... ¿qué tienes aquí? -la detuvo, y con una uña de su dedo índice empezó a rascar esa manchita blanca que estaba ubicada justo ahí, donde el seno se hace más curvo y pleno, donde se adivinaba la protuberancia del pezón.

-¡Oh, no! ¡Ha sido con el condenado líquido corrector! -contestó Eva y la tomó la mano, como si tratara de ayudarme a rascar la manchita.

Y a tocarle el pezón.

El mandamás se quedó de una pieza. Y debió haberle dado un súbito e inesperado ataque de calor, pese al aire acondicionado, porque había enrojecido como un tomate y transpiraba. Se veía a las claras que el pobre no podía aguantar semejante juego sin ponerse al borde del ataque cardíaco. Se removió en su sillón y cuando debía estar al borde de la desesperación, se animó a preguntar:

-¡Eh!... ¿Qué hacéis? ¿Estáis de guasa?

María y Eva cruzaron una mirada divertida y ese fue el momento de la revelación.

-¿Nosotras? -le respondió Eva con su mejor y más excitante gesto gatuno-. Nosotras no estamos jugando... -enfatizó la última palabra, para después soltarle la mano a María mientras no dejaba de mirarla a los ojos.

Acto seguido ambas se fueron, y lo dejaron agonizando en su sillón de ejecutivo próspero, en esa tórrida tarde de verano.

-Te espero en el café donde suelo almorzar cuando salgamos -le susurró Eva a María antes de cerrar la puerta del despacho, dejándola de una pieza. A partir de ese momento las palabras fueron totalmente innecesarias.

Eva vivía muy cerca de allí. Es el único recuerdo más o menos preciso que María tendría de aquella agobiante tarde verano. Lo demás a veces le parecería un sueño.

Sabía que en algún momento estuvieron en el bar, hablando de lo mucho que se gustaban, de la forma en que una excitaba a la otra. Sabía que después caminaron hasta el edificio donde Eva tenía su piso. Sabía que subieron en un viejo elevador y que era lento -al menos a María le pareció lento-, porque en el trayecto hasta el cuarto piso el beso que se dieron se hizo interminable.

Eva rebuscó las llaves en su bolso, abrió la puerta y entraron abrazadas, continuando el beso. La cerró con un golpe de caderas y así, pegadas, transpiradas y total y definitivamente calientes, de alguna manera llegaron hasta el baño.

Se sacaron la ropa casi a los tirones y se metieron debajo de la lluvia fría, refregándose la una contra la otra, tetas con tetas, vientre con vientre, muslo con muslo, dejando que el agua las refrescara por afuera, ya que era imposible apagar el fuego que parecía consumirlas por dentro.

María ni siquiera recordaría si se secaron. De pronto estaban tiradas en la cama del dormitorio, acariciándose, recorriéndose con las manos y la boca, descubriendo sus cuerpos con la impaciencia de la primera vez.

Aunque María había tenido un par de experiencias con mujeres, no se podían comparar con ese loco frenesí que le provocaba Eva.

Definitivamente María se entregó a ella. La dejó hacer. Se dejó lamer, besar, adorar y chupar por esos labios carnosos y hábiles que la recorrían sin detenerse, hurgando en lo más profundo de su cuerpo con su lengua rápida y experta.

Juntos, labios y lengua, atraparon su clítoris. Como si Eva conociera sus gustos más secretos, sus placeres más ocultos, empezó a chupar y lamer al mismo tiempo, con una suavidad exasperante y una cadencia cada vez más creciente, hasta que María sintió el inconfundible cosquilleo que baja desde los costados de la cabeza y recorre todo el cuerpo, haciendo temblar el vientre y tensar el torso y curvar las palmas de los pies, anunciando el estallido final del orgasmo.

Cuando María se corrió, sintió que se mojaba toda, como si se hubiese hecho pipí encima. A Eva aquello no pareció importarle, porque siguió allí, lamiendo y besando, tomándose todos sus jugos, obligándola a continuar con el orgasmo y aminorando su intensidad lentamente y con ternura.

María recordaría vagamente haber mordido primero su propia mano y después una almohada para apagar los gritos que debían escucharse en todo el edificio, mientras su otra mano tiraba el pelo húmedo de Eva, como si al mismo tiempo quisiera hundir más su cara entre sus piernas o que la sacara para terminar de una vez con esa incontrolable sensación de estar fuera de uno mismo.

Sólo cuando las convulsiones de su cuerpo se apagaron y el temblor de su vientre se transformó en leve agitación, Eva se incorporó y María pudo observarla en toda su radiante belleza.

La piel blanca. Las tetas erguidas y llenas, salpicadas de pequeñas pecas, la cintura fina, el vientre liso y la mata de vello, escondiendo su sexo perfecto y tan chiquito como el de una adolescente.

Entonces fue el turno de María de dar placer.

La besó en la espalda y bajó hasta sus nalgas paradas. Con suavidad la tendió boca abajo en la cama, separó esos dos montículos perfectos y hurgó con su lengua en su pequeño orificio prohibido... y siguió. María aprendió ese día que el lenguaje de los cuerpos no se estudia, ni se prepara ni se ensaya.

María se dejo llevar por la pasión, y Eva también tuvo su cuota de placer. Y sus gemidos apagados encendieron cada vez más la lujuria de María y sus manos fueron hábiles en la tarea de acariciar, pellizcar, penetrar y frotar. Su lengua fue pluma y trépano a la vez, hasta que el cuerpo de Eva se tensó como un arco y su orgasmo estalló obligándola a apretar su cabeza entre los muslos de su amante.

Jadeantes, transpiradas y húmedas, se tendieron en la cama de dos plazas y siguieron acariciándose durante un largo rato.

-¿Por qué esperamos tanto tiempo? -preguntó Eva, incorporándose y acercando su boca a la de María.

-No lo sé -contestó María, los labios entreabiertos, jadeante.

-Pues entonces tenemos que recuperar el tiempo perdido -agregó ella, y volvieron a empezar.