Auxiliando a una vecina (1)
Me aprovecho de que una vecina madura abandonada por su marido decide ponerse en el mercado nuevamente, y la ayudo a acabar con su largo período de abstinencia sexual-
Aquel jueves, nada más levantarme de la cama, escuché que mi madre medio abroncaba a su amiga y vecina doña Natalia, que vivía justo en el piso abajo del nuestro. Intrigado por ese mal rollo me acerqué sigiloso, sin hacer ruido y, a hurtadillas, a tres o cuatro metros de la puerta, ya pude oír perfectamente lo que decían. Mi madre ahora hablaba en voz bajita y le daba singulares consejos a su amiga. Lo hacía además en un lenguaje llano y bastorro porque entre ambas existía una gran confianza:
—Natalia, desde que el bicharraco de tu marido te abandonó por una colombiana quince años más joven que tú, has venido para atrás como los cangrejos. Tienes cincuenta años, y en cambio pareces una vieja de ochenta: no te cuidas, no vistes a la moda, no te maquillas, no sales… Tu vida consiste en visitar a cientos de médicos, porque crees padecer todas las enfermedades del mundo mundial, y en sentarte a ver telebasura. Menuda mierda, tía…
(Lloriqueos y sollozos de doña Natalia)
—Lo que tienes que hacer, cariño, es volver a ponerte en el mercado, que para eso todavía eres una mujer bastante joven y guapa. Te me arreglas un poco y te vas por ahí a buscarte a un hombre bien dotado, que tenga una polla más grandota y gorda que la de tu marido, y que te dé caña de la buena todas las noches. Verás como así se te curan las enfermedades y hasta pides el alta médica para volver a tus clases en el instituto. No hay mejor medicina que una buena polla…
(Risas picaronas de doña Natalia, quizás sorprendida por las descaradas opiniones de mi madre)
—Haz lo que te digo, Nati, pero ya mismo, sin demora alguna, y no sólo dejarás de ser la beatona hipocondríaca que eres, sino que olvidarás por completo a tu «ex» y volverás a disfrutar de la vida.
Viendo que la conversación estaba tocando a su fin me volví a mi cuarto, de nuevo sin hacer ruido, y al poco rato salí a desayunar. La tal Natalia ya se había marchado y por supuesto que mi madre no me comentó nada al respecto ni yo tampoco a ella ya que ni siquiera me di por enterado…
Al sábado siguiente, a eso de las nueve de la noche, me disponía a ver un partido de fútbol en la tele para distraerme un ratillo después de haberme tirado todo el puto día preparando unas oposiciones, el sino (o el suplicio) de cualquier veinticuatroañero con estudios... Pero nada más echarme en el sofá, sonó el teléfono fijo de casa:
—Hola, Lucas… Soy Nati…
—¿No lo sabe usted, doña Natalia? Mis padres y mi hermana se han ido al pueblo para pasar el finde con los abuelos.
—Sí que lo sé, sí, pero yo llamaba para hablar contigo porque me consta que entiendes de electricidad y quizás puedas ayudarme. Sucede que de repente he sufrido un apagón en toda la casa y no tengo ni idea a qué es debido. He mirado el cuadro eléctrico, pero no me aclaro…
—Vale, tranquilícese… Bajo en un momento para estudiar el problema y luego decidimos qué hacer, ¿le parece?
—Claro, claro…
Opté por bajar tal cual estaba en casa; es decir, con el pantalón corto tipo bermuda de mi pijama «Real Madrid», camiseta sin mangas y chancletas. Así lucía mi torso atlético, fibroso, sin una pizca de grasa. Poco después ya llamaba a la puerta de doña Natalia y ésta, nada más abrir, miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie me veía entrar en su casa...
—Es que estoy sola, porque mi hija Anabel se encuentra en Alemania haciendo un máster, y trato de evitar habladurías...
—Lo entiendo, sí… Más vale prevenir que curar.
Alumbrando con una potente linterna, doña Natalia me mostró el cuadro eléctrico de la vivienda y me dio su particular opinión «técnica»:
—¿Ves, Lucas? Todas las palancas están subiditas y, sin embargo, sufro un apagón de cuidado— me dijo señalando con su mano a las pequeñas palancas que afectan a zonas específicas de la casa como baños, cocina, electrodomésticos, etcétera.
—Es cierto que esas palancas están subidas, sí, pero ¿y ésta de aquí? ¿No se da cuenta de que está saltada?— le indiqué refiriéndome a la palanca general.
—¿Pero esa cosa también es una palanca? ¡Ahora me entero!— apostilló ella medio riéndose de sí misma.
Sólo tuve que subir esa palanca e inmediatamente la luz volvió a todas las estancias del piso, lo que hizo que doña Natalia aplaudiera de la alegría. A mí, en cambio, casi me da un yuyo debido a que cuando me volví hacia ella, y ya pude verla bien gracias precisamente a que había luz, me quedé sencillamente impresionado, boquiabierto, y me salieron unas palabras de improviso, sin pensar:
—Joder, doña, ¡qué guapa y qué buenorra está usted hoy! ¡Parece otra!
Ciertamente, casi que no la reconocía. Era una hembra arrolladora de pies a cabeza. Vestía con un trajecito rojo por encima de la rodilla, sin mangas, escotado y con la espalda descubierta. Jamás la había visto con semejante look. Dejaba claro que tenía un cuerpo espectacular, realzado además con unas hermosas tetas, casi nada caídas, y con un apetitoso culo de perfecta redondez y hasta respingón. También saltaba a la vista que aquella mujer estaba siguiendo al pie de la letra los consejos de mi madre y pensé que seguramente andaría buscando la polla grande y gorda que le recomendó, y, claro, entendía que el calibre de la mía podía encajarle como un guante. Además, había un runrún en mi cabeza: «¿Y si ella misma bajó la palanca eléctrica para hacerme venir a su casa?» «¿No será que me ha elegido a mí para acabar con su abstinencia?»
—Gracias por tus piropos, Lucas… Siempre es agradable que un chico joven como tú hable así de una vieja como yo…
—¿Vieja usted? A mí no me lo parece…
—¿Ah, no? ¡Anda ya! ¡Si tengo edad para ser tu madre!
—Bueno, sí, pero se conserva usted muy bien, y está mejor que algunas de mis amigas veinteañeras.
—¡Qué zalamero eres! Me has arreglado la luz de la casa, ¡y también quieres arreglarme el día!
—Déjeme que le haga una confesión: muchas de mis pajas adolescentes me las casqué pensando en usted.
—¡¿En mí!? ¡Teniendo tú un montón de novietas jóvenes! O estás chifleta o eres un mentiroso de cuidado…
—Pues yo creo, por contra, que usted es mi gran asignatura pendiente y que llegó la hora de aprobarla ¿no le parece?
Ya estaba plenamente convencido de que doña Natalia tenía tantas ganas de follar como yo. Así que me acerqué a ella, la agarré por la cintura e hice que apoyara su espalda en la pared del pasillo… Lo primero fue un beso de tornillo en la boca que aceptó de buena gana, entreabriendo los labios y permitiendo el baile fogoso de las lenguas. Después siguieron otros besos, ahora con apretones de culo y restregones de mi empalmada polla contra su caliente entrepierna. Allí mismo, en el pasillo, intenté quitarle la ropa, pero ella me pidió que lo hiciera en su dormitorio. Al minuto ya la había desvestido y la tenía en pelota picada sobre su propia cama matrimonial, bocarriba; yo también me desnudé, pero llevaba la idea de que, antes de metérsela, debía calentarla bien, ponerla en órbita. Así que me encaramé sobre ella y le trabajé los pezones con total esmero, ora chupeteando y
lengüeteando, ora mordisqueando o pellizcando. Me los curré de lo lindo hasta dejárselos empitonados, erguidos como mini cohetes. Incluso sus oscuras areolas parecían elevarse sobre la piel de las tetas... Conquistado ese objetivo, me fui despacio a por el clítoris previo recorrido de mi lengua por su vientre, la pelvis, las ingles y el suculento monte de Venus; después ya me apliqué con saña sobre su clítoris, sin darle tregua, lengüeteando, chupando, sorbiendo o pajeándolo con lamiditas. Pronto lo dejé en modo micro pene empalmado, y por la misma excitación doña Natalia echaba su fuego uterino por la boca:
—Fóllame, cabronazo… méteme ese pollón tuyo bien adentro… ya no me aguanto las ganas... demuéstrame lo machote que eres…
Balbuceaba palabras así como una posesa y, claro, le hice caso y se la metí toda entera de un único empujón, ayudado por las humedades lubricantes de su coño hirviente; un coño que me embutía y me succionaba la polla a las mil maravillas. Me la estuve follando un buen rato a piñón, sin parar, primero a trote lento, para que se adaptara a mi pinga, y luego al galope desbocado, con penetraciones furiosas y profundas, arrítmicas, dándole pollazos a barullo y muy adentro, llegándole hasta el rincón último de su coño, metiéndosela hasta que mis huevos rebotaban en sus carnes... Me corrí, y ella se corrió a la vez. Borbotones de mi espesa lefa se mezclaron con sus flujos vaginales. Fue la sincronización perfecta. Hacía tiempo que no lograba una así. Los dos extenuados y extasiados, transidos de placer. La vieja me susurró al oído que la había hecho gozar como nunca, que se sintió flotar en el paraíso, en algún cielo…
Después de ese polvazo tocaba un descanso breve para la recuperación de fuerzas… Yo tumbado en la cama bocarriba y doña Natalia recostada en mi pecho, haciéndome arrumacos, acariciándome. Se notaba su regocijo, su satisfacción por haberse cepillado a un joven cachas de veinticuatro años que encima fue capaz de llevarla al éxtasis, al deleite supremo, a correrse
como hacía mucho tiempo que no se corría. Lógico que deseara hacerle un “regalito” de agradecimiento a su amante:
—Oye, Lucas, ¿me dejas que juegue un ratito con tu polla?
—Por supuesto que sí, okey, pero con calma ¿eh?
Fue bajando despacio por mi pecho, besándolo poro a poro, hasta que su cara quedó exactamente a la altura de mis genitales, a los que saludó con besitos suaves; luego me agarró la pinga ya morcillona y la agitó primero de un lado a otro varias veces, y después de arriba abajo, encapuchando y descapuchando con maestría…
—¡Qué bonita es tu polla, Lucas! ¡Y qué rica está!…
La lamió con suma delicadeza una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, de izquierda a derecha, también circularmente... En un abrir y cerrar de ojos ya me había puesto la polla burra total, enorme, casi equina. Tenía maña la jodida vieja, sabía cómo trabajármela. Al poco rato ya se metió el glande en la boca y lo chupó y lo rechupó golosa, saboreándolo a tope, hasta que optó por introducirse la pinga hasta la campanilla y mamarla a destajo, insaciable, como loca, haciéndose flemones; yo estaba que no podía más, que me corría, pero aun así me esforcé en ser respetuoso:
—Oiga, doña, la aviso de que se va a zampar mi lechita si no se la saca…
Siguió y siguió dale que te pego, sin hacerme puñetero caso, y, claro, pasó que le inundé la boca de espesa leche y que ella se la tragó tan ricamente
sin sentir asco, sin desperdiciar ni una sola gota. Para mí fue una auténtica gozada, un delirio de placer. La vieja sonreía como una niña que acabara de hacer una travesura, a la par que me limpiaba la polla con lamidas de su lengua hasta dejármela lustrosa como una patena, sin rastro de semen. No tenía ninguna duda de que doña Natalia era una veterana mamona del más alto nivel…
Quedaba toda una noche por delante y había que dosificarse... Así que nos tomamos otro respiro, de quince o veinte minutos, y enseguida nos dimos de nuevo al folleteo... Esta vez la coloqué a cuatro sobre el borde de la cama y yo, de pie, le penetraba su coñito estupendamente, con ahínco, a todo tren, como una fiera, porque había descubierto que a doña Natalia le gustaba que la follara fuerte, sin miramientos de ninguna clase, igual que me montaría a una jovencita rodada y con aguante... Tuve la sapiencia de palmearle el clítoris y estrujarle las tetas mientras le mandaba a guardar la polla muy adentro, ya en camino de correrme en el confín de su delicioso y acogedor coño. El resultado fue que, según anunciaron sus convulsiones, espasmos y fluidos, ella debió alcanzar el orgasmo bastante antes de que yo la inundara con mi caudaloso y caliente semen... Pero aun así fue otro soberbio polvo: la carne joven disfrutando a tope de la carne madura y ésta empachándose de carne joven, agarrándola como si fuera un regalo divino caído del cielo...
Otro impasse para una cenita rápida en plan picoteo, regada con cerveza fría sin alcohol. A doña Natalia la notaba inquieta, tristona, con el corazón en un puño…
—¿Qué le ocurre, Nati?— le pregunté ya sin el tratamiento de «doña» y abreviándole cariñosamente el nombre. Era el trato más natural después de follar como desagallados.
—Dime una cosa, Lucas: ¿te irás ahora a tu casa o te quedarás a dormir aquí, conmigo?— repreguntó a su vez con cara de preocupación.
—¿Irme? ¡Ni de coña! ¡Sólo me iré de aquí cuando usted me eche!
Natalia respiró aliviada y sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, Lucas… Después de todo lo que ha pasado hoy, no soportaría tener que dormir sola.
Aproveché la coyuntura para sugerirle volver al catre, y ella aceptó pero a condición de que sólo iríamos «a dormir»… Claro que yo pasé primero por el baño para hacerme con una crema lubricante que había visto allí, y me la llevé con disimulo al dormitorio y a mi mesa de noche. ¿Adivinan de qué va la segunda parte de esta historia?