Autobus

Dos chavos se encuentran en un viaje muy largo. Una experiencia erótica y literaria algo lejana a las otras publicadas aquí en todorelatos.

Un relato distinto.

Ojalá les guste.


A su lado dormía un muchacho un poco mayor que él, de unos quince, más o menos. Mario le dedicaba miradas ocasionales y de vez en cuando se preguntaba ¿Ya se habrá dormido?, pero pasados un par de minutos el muchacho volvía a abrir los ojos, aclarándose la garganta, Ah, no, todavía no. Delgado y bajito (a pesar de que era más alto que Mario, medía menos de 1.60), tenía un rostro amable pero tosco, nariz ancha y ojos enormes y saltones. Dormitaba con los brazos cruzados y las piernas estiradas debajo del asiento delante de él: era, sencillamente, un muchacho ordinario, vestido con una playera un par de tallas más grande de lo necesario y pantalones que se veían muchas más. Mario lo veía y se peguntaba porqué le parecía tan familiar, aunque tenía la certeza de no haberlo visto antes, incluso entrañable, a pesar de que ni siquiera lo había oído hablar en todo el trayecto. Le parecía que era amable... o le parecía que era sencillo y, por alguna razón, le parecía que si se daba cuenta de que lo estaba viendo, el muchacho le regresaría la mirada y sonreiría. Pero cada vez que el muchacho volteaba, Mario (que era cobarde por naturaleza) apartaba la vista y se ponía un poco nervioso.

Viajaba solo, sin duda. Y Mario también viajaba solo. Les había tocado compartir asiento y llevaban lo que parecía una eternidad sentados uno al lado del otro, aburridos, sin cruzar palabra. Al menos Mario se entretenía viendo por la ventana de vez en cuando (aunque desde que había anochecido y afuera todo era negro, la ventana había perdido casi todo su atractivo), pero el muchacho se veía desesperado, cansado e incluso (tal vez, no se podría decir de seguro) algo triste.

Mario trataba de adivinarlo, debajo de los pliegues de la ropa: la forma de su abdomen, de su pecho, de sus muslos. Y debajo de los pantalones holgados, tal vez, si tenía suerte, podría adivinar su sexo. ¿Ya se habrá quedado dormido?, y esta vez parecía que sí. Su cabeza inclinada, su boca entreabierta, sus brazos caídos.

Lo iba a hacer, le sudaban las manos y estaba en el estado de conciencia justo en el que no pensaba lo que hacía. Tenía la certeza de que lo iba a hacer, el corazón latía rapidísimo y olvidó que él también, menos de dos minutos antes, había estado a punto de quedarse dormido. Se le revolvió el estómago y la adrenalina lo hizo sentir que estaba sordo. Sentado a su lado, muslo contra muslo, (Dios mío, la tenía paradísima, incomodísima, peleándose con el pantalón, apretada en medio de las piernas), empezó a deslizar su mano de adentro hacia fuera hasta llegar al borde su propia pierna y empezar a tocar la pierna de él, a sentirla con dos dedos (meñique y anular), tragando saliva, clavando la mirada en el muchacho. Pasaron varias horas en apenas un par de segundos, paralizado, contemplando su propia mano. Se aventuró sobre la bragueta, apenas rozando la mezclilla de la que estaban hechos los pantalones (y aún así sentía su tibieza, le hacía hervir la sangre, hacía que sus testículos reaccionaran), le puso la mano ahí y esperó.

Todo estaba a oscuras, las luces del pasillo del autobús eran demasiado tenues. En el asiento de al lado una señora, sentada sola, llevaba horas dormida con la cara volteada al otro lado, hacia la ventana. Se oía el murmullo del motor, hacía calor… todos estaban cansados (era un viaje tan largo), él estaba nerviosísimo y las manos le empezaban a temblar.

El muchacho estaba dormido, estaba solo en este viaje y de pronto soñaba con algo bello. Me acuerdo de ti, decía en el sueño, ¿Qué no nos conocemos de siempre?, porque yo sí me acuerdo de ti. Y la muchacha le sonreía y se repegaba contra él, se frotaba (estaba desnuda) y le sonreía, Eres Elena, del Tercero B, y él estaba en ropa interior, y tenía una erección descontrolada, que manaba líquido preseminal, Ere Juliana, mi prima… Eres Rosa… Eres Ariadna… Eres Ana… ¿Quién eres, por qué te conozco?, y ella, recostada sobre él se masturbaba con su pene a través de la ropa (de su calzoncillo de algodón), se lo frotaba contra su vulva, buscando frotarse el clítoris. Y él, que estaba a punto de venirse, lo que sentía era una mano, que iba para arriba y para abajo, jalando su prepucio, Pero no me la estoy jalando, ¿o sí? Estoy soñando contigo y ¿me estoy masturbando?, ¿aquí en el camión?, ¿sentado en mi asiento?, ¿estoy masturbándome dormido?, ¿alguien me estará viendo? Y no notó que la mano no era suya: era más pequeña todavía. Tosió. Tosió en el sueño también, y empezó a abrir los ojos mientras ella le bajaba el calzoncillo, para que por fin (presumiblemente) la penetrara.

Su bragueta estaba abierta y su pene estaba afuera, erecto, a la vista de todos (aunque nadie lo estuviera viendo realmente). Se lo metió como pudo, ahogando un grito de sorpresa (pareció exhalar sonoramente), se cerró la bragueta, se puso rojísimo de vergüenza y volteó apurado a ver a los lados. Nada, todo bien. El camión estaba oscuro, la señora de a lado seguía roncando y el niño a su lado (trece, catorce a lo más), parecía dormido hecho bolita, viendo hacia la ventana. No podía sólo volver a dormir, Y si me duermo, pensaba, y sueño con lo mismo, capaz que me vengo, y hago un desastre en el pantalón aquí a la vista de todos. Nunca me había pasado esto, ¿cómo carajos me abrí la bragueta si estaba dormido… seré sonámbulo? Pero la verdad es que cuando pensó que no debía volver a soñar en lo mismo, ya había olvidado el sueño.

Respiró agitado, respiró mucho y luego siguió respirando. Quería, por supuesto, perder su erección lo antes posible. Tengo que pensar en otra cosa, tengo que pensar en otra cosa, tengo que pensar en otra cosa…, tragando saliva, la cabeza recargada hacia atrás, como si tratara de hundirla entre los hombros, hasta que pasó casi media hora y su erección por fin aminoró pensando en el partido de fútbol que su equipo había perdido porque él había fallado un penal. Se cansó, y ya sin motivo de vergüenza entre sus piernas, no quiso pensar en eso tampoco.

Con el paso de los minutos, no demasiados, otros veinte a lo más, relajó el cuello y dejó caer la cabeza en el respaldo. Más tranquilo ahora, empezaba a recordar que estaba cansado. Parecían años desde que se había subido la bragueta. Vio al chavito de al lado y se dio cuenta de que le recordaba a alguien que conoció, aunque no podía precisar a quién… o tal vez era que lo conocía a él. Había visto su rostro más temprano, antes de que anocheciera, y lo había notado desde entonces, pero hasta ahora se daba tiempo de pensar en ello. Lo que pasa, se dijo, es que se parece a los gorditos en general, a los que tienen rostro simpático, con cara de buena gente. Lo veía de espaldas, recostado de lado y le pareció que su figura era muy suave, casi femenina, pensaba Tengo sueño, me voy a quedar dormido otra vez, y se lo repetía constantemente hasta que, dejándose vencer, empezó a divagar y a recordar, falsamente, que había soñado que se lo cogía a él, al chavo gordito sentado a su lado (familiar pero desconocido), ahí mismo en el asiento del autobús y que es así como se había empezado a masturbar sin darse cuenta.

Lo siguió viendo respirar por largo rato, el movimiento rítmico y tranquilo de su espalda, con los ojos entrecerrándosele (era inminente, cualquiera de estos parpadeos podía ser definitivo). Estiró el brazo, y colocó la palma de su mano (extendida) sobre la espalda del niño, sin tocarlo, cerró los ojos y perdió lo que le quedaba de conciencia. Su mano calló sobre Mario y se deslizó por su costado hasta llegar a la región lumbar, a unos centímetros del hueso sacro. Mario, que había estado despierto todo el tiempo, sintió que el diafragma se le convulsionaba un par de veces, en algo intermedio entre la risa y el llanto (cuando el muchacho despertó, había sentido que se moría, ahora ya no sabía lo que sentía) y se dio la vuelta.

Oye chavo, susurró casi imperceptiblemente, con voz amable, tímida y queda. Y el Muchacho no se tomó la molestia de abrir los ojos.

¿Estás dormido?... y sucedió que, estando en ese viaje, a esa hora de la madrugada, el muchacho que estaba dormido respondió con voz amable (tímida) y queda No, estoy despierto. Y Mario continuó ¿Y cómo te llamas?, Andrés. Yo me llamo Mario. Sí ya sé. ¿Cómo sabes?, porque tú eres mi primo (casi ininteligible, a Mario le tomó tiempo entender y responder), No, no nos conocemos. Sí, lo que pasa es que yo me morí hace ocho años, y por eso no nos conocimos hasta ahora. Y Mario trató, pero no pudo responder más que Ah. Y somos primos lejanos, yo soy nieto de un primo de tu abuelo, soy nieto de Don Raúl. Y otra vez Mario dijo Ah, esta vez menos confundido: el muchacho, sencillamente, hablaba en sueños (o más bien, al menos esta última frase, la balbuceó en sueños).

No se dijeron nada más. Andrés dormía plácidamente. Mario estaba tranquilo (¿por qué?), su mente estaba perdiéndose y estaba cansado. Pensó Voy a dormirme aquí, ¿está bien?, sin darse cuenta de que no había abierto siquiera la boca, apoyándose en el hombro de Andrés. Y Andrés pensó, ¿Quieres dormirte aquí, en mi hombro? Y sonrió cuando sintió que el chavito gordito del asiento de a lado (su primo) se apoyaba en su hombro y le rodeaba con el brazo, a la altura del ombligo.

En el valle que une a los ríos del pueblo de su abuelo, el sol (en el horizonte) era gigantesco. Mario se dio cuenta de que si lo observaba con cuidado podía descubrir tenues pero enormes llamaradas naranjas y amarillas recorriendo el cielo. El agua le llegaba al ombligo, pero él estaba completamente seco de ahí para arriba. Mantenía las palmas de las manos extendidas volteando hacia abajo, a unos milímetros del río (tranquilísimo, absolutamente cristalino) y respiraba con cuidado el aire fresco del amanecer. Andrés estaba ahí, a su lado, desnudo también, en la misma postura, de cara al sol naciente, apenas rozando el agua del río con las palmas de las manos (el agua, sin embargo, por ser más alto, le llegaba sólo hasta el pubis). Mario no sabía que hacer, así que sólo se dedicó a contemplarlo. Era hermoso y delgadísimo. A través de su piel, incontables bordes y contornos musculares lo hacían ver surreal, como una imagen artificial y perfecta. Tal vez él supiera que hacer. Andrés sonrió, se agachó (muy lentamente) y quedó cubierto por el agua del río. Avanzó hacia Mario por debajo del agua en un movimiento maravillosamente grácil y su cabeza emergió enfrente de él, a escasos centímetros de su vientre, apenas lo suficiente para que sus fosas nasales quedaran fuera del agua. Sonreía. Y se quedó ahí, esperando el turno de Mario de hacer algo.

Mario se agachó. El agua estaba fría, los vellos de su piel se iban erizando mientras se sumergía en ella. Un escalofrío lo recorría lentamente, primero la zona dorsal, luego a la altura de los omóplatos y finalmente la nuca. Respiraba despacio, conteniendo su impulso reflejo de abrir la boca, inhalar mucho y exhalar poco. Quedó cara a cara con Andrés, la línea del agua a la altura de sus oídos, y sonrió con tantas ganas que casi se reía. Andrés se acercó más, inclinando la cabeza hacia la izquierda. Mario, que no sabía besar, titubeó un poco antes de inclinar la cabeza él también y dejar que Andrés abriera su boca usando los labios y la acariciara en un beso casi inocente.

Mientras se abrazaban, continuando el beso, el agua a su alrededor retrocedió, como si estuvieran envueltos en una burbuja invisible y las llamas del sol descendieron de entre las nubes de verano y los alcanzaron, envolviéndolos en violenta luz naranja.

Buscaban el cuerpo del otro casi desesperados. Andrés fascinado por la suavidad (y exquisita blancura) de Mario, Mario fascinado por la madurez del cuerpo oscuro y musculoso (aunque delgadísimo) de Andrés. Sus sexos se encontraron sin usar las manos, acercándose en el abrazo hasta que pudieron tocarse, sentir la tibieza y rigidez del otro en la propia. Y aunque trató, Mario no pudo hablar.

El cadáver de Andrés tenía los pies azules. Vestía sólo un pantalón de mezclilla (el torso desnudo y los pies descubiertos), tenía las manos empalmadas sobre el vientre, y la expresión en su rostro era serena. Mario se preguntaba si este era su sueño o el de Andrés (entonces… el sueño en el valle ¿qué no fue mi sueño). Tocó la mano fría de su primo (¿?) y le dijo en voz alta Búscame, si de algún modo todavía puedes, búscame. Él cadáver de Andrés apretó su mano y él sintió que iba a llorar sin miedo, llorar de alegría: "me escucha, todavía me escucha".

Pero Andrés y Mario no se buscaron hasta que se encontraron aquí, en el autobús.

Abre los ojos y puede ver el camino. Todavía es de noche, todavía la oscuridad reina en este viaje. ¿Cuánto llevo aquí?... Siempre he estado aquí, se responde al notar que el niño gordito sigue dormido con la cabeza recargada en su hombro (se llama Mario), ¿Pero, si siempre he estado aquí, cómo es que recuerdo otras cosas, cosas afuera del autobús? Este viaje debe ser sólo un sueño.

Pero Mario es real.

Oye Mario, yo creo que me subí a este autobús sólo para estar contigo. Si tú moriste aquí, y moriste solo, yo creo que tenía que estar contigo.

Y Mario responde ¿Y me esperaste tanto tiempo?, ¿ocho años?

Sí, pero ahora que estamos juntos podemos acompañarnos, ¿no? Para llegar a donde vamos.

Mario deslizó su mano hacia abajo por el estómago de Andrés.

Si no amanece

Si no despierto

Si no llegamos

Estaría bien.

Giró la cabeza y besó el hombro de su primo (nueve años y medio mayor que él).

Estaría bien.


soy_kaonashi@hotmail.com

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