Aura

Cierra los ojos, y posa suavemente sus labios en los míos. Es un beso leve y tierno, el que podría esperar de una hija de familia de no mucho más de 20 años, no de una puta.

Otoño, mal tiempo para mí. El cielo plomizo parece imitar mi estado de ánimo. Las ramas de los árboles, que hace tiempo ya dejaron morir el verdor que las alegró en verano, son como una alegoría de mi vida: sin savia vital, moviéndose al impulso del viento helador de noviembre.

Por más que no, no son correctas las metáforas: puede que mañana, quizá pasado, el cielo será de nuevo azul, y las ramas esperan una nueva primavera, en la que vestirán de nuevo la pelusa esmeralda de su renacer, para luego en verano cubrirse de hojas. ¿Habrá un día despejado, o nuevos brotes en mi vida?.

Una bolsa de plástico arrugada, deslizándose por la acera al impulso de las ráfagas gélidas. La cabeza de una muñeca de trapo cuelga desde el borde de una papelera, unida al cuerpo invisible por un bramante. Otro símbolo. Algún día, puede que lejano, su rostro no tenía los tiznones que ahora le cubren. En otro momento fue la dicha y la ilusión de alguna niña, y en su corazoncito de serrín quizá sintió que era querida y apreciada, y supo qué era amor. Pero su tiempo pasó, como el mío.

La gente pasa, apresurada, camino de alguna parte. No tengo ninguna razón para andar deprisa, nadie me espera. He salido únicamente porque no soportaba un momento más la soledad de mi apartamento, aunque sigo solo. Los viandantes no son compañía, solo imágenes fugaces. Dentro de unos minutos, buscaré de nuevo el calor del mostrador manchado con ruedas de humedad.

  • ¿Quieres pasar un buen rato conmigo?.

La miro. Su sonrisa es una máscara, que disimula quizá otra soledad, no sé si aún mayor que la mía. Por un instante, veo en sus facciones las pestañas pintadas y el rojo exagerado de la boca de la muñeca de cuello de cordel.

  • ¿Cuánto? –me sorprendo a mí mismo preguntando.

No la deseo, pero quizá… Durante un rato podré hacerme la ilusión de tener compañía.

  • Un francés, 50, el completo 200, más la habitación.

Las paredes de la escalera están pintadas de verde. Espero en el descansillo mientras ella habla en voz baja con una arpía vestida con bata acolchada y pantuflas. Mi billete de 20 cambia de mano, y la puerta se cierra detrás de nosotros.

El dormitorio es impersonal, huele a desinfectante. La cama está cubierta por una colcha de patchwork, con alguna de las piezas descosida. La muñeca de trapo retira el cobertor; las sábanas al menos parecen limpias, como la almohada.

Hay una pequeña araña corriendo por el techo. Se descuelga al extremo de una hebra invisible, se detiene, y luego trepa de nuevo por su escala impalpable.

  • ¿Qué quieres hacer? –pregunta.

No lo sé. Pero me está mirando con una sonrisa tatuada en su rostro de juguete, y tengo que responder. Tiene un preservativo en la mano, medio adelantado en mi dirección, como si dudara ofrecérmelo.

  • Siéntate –le digo al fin.

Lo hace en el mismo borde de la cama, que protesta con un gemido. Tiene los muslos apretados, y tira incongruentemente del borde de su falda, para cubrirlos. La miro con más atención.

No tiene mucho más de 20 años. Es delgada y bien formada, con unos senos pequeños bajo la camisa blanca abotonada hasta casi el cuello. No viste como una puta, sino como una hija de familia, a la que podrían estar esperando una madre solícita y un padre indiferente. Sin las pinturas de guerra, su rostro sería no de trapo, sino de carne joven y agraciada. Me contempla entre expectante e impasible. El preservativo está ahora sobre el lecho, no sé si olvidado o como recordatorio.

  • ¿Cuál es tu nombre?.

  • Aura, -responde en tono bajo.

Seguramente un "nom de guerre". ¡Qué más da!.

  • Oye, no puedo estar contigo toda la tarde –me indica con voz suave.

Extraigo la billetera. Le ofrezco casi 500 euros, todo lo que me queda, y ella hace desaparecer los billetes en un bolso minúsculo en el que no había reparado hasta ahora. Su sonrisa se torna más amplia.

  • Y tú, ¿cómo te llamas? –pregunta a su vez.

Se despoja de sus zapatos de tacón exageradamente alto, y se masajea los pies con un gesto de alivio.

  • No es necesario que me lo digas –dice, mirándome de frente, tras una pausa en la que no respondo -. Era solo por no decir "oye, tú".

  • Javier.

  • Bien, Javier. ¿Quieres que me desnude, o te gustaría hacerlo tú mismo?.

  • Quiero que te quites el maquillaje.

Me mira con rostro pensativo. Luego se pone en pie, y se dirige a una puerta en la que no había reparado. Escucho correr el agua. Luego, aparece de nuevo, y adopta una pose como las de las modelos, que en ella parece forzada y artificial. Sin la pintura, su sonrisa es la de una hija de familia de no más de 20 años.

Comienza a desabrochar lentamente su camisa. Al cuarto botón, queda visible uno de sus pechos, con el pezón apenas protuberante. No sé por qué, pero me duele contemplar su seno. Le hago un ademán, y ella se detiene con un gesto de extrañeza, que luego se ilumina.

  • ¡Ah!, prefieres quitarme tú la ropa… Solo ten cuidado de no romperla.

Se acerca a mí. Descalza y con la cara lavada tiene un aire infantil. Tengo un nudo en la garganta que me impide tragar saliva. Por fin, tomo una de sus manos, y la conduzco de nuevo a la cama. Me siento sobre el colchón, pero no suelto su mano. Solo la miro. Su pequeño seno está oculto de nuevo.

  • Déjame a mí –susurra-.

Me despoja de mi americana, que coloca cuidadosamente en el respaldo de la única silla. Deshace el nudo de la corbata, y luego con dedos expertos desabrocha los botones de mi camisa. Se pone en cuclillas, y desanuda los cordones de mis zapatos, que quedan a un lado.

De nuevo en pie, termina de descubrir sus dos senos. Sus manos maniobran en la cintura, tras de ella, y la falda resbala muy despacio hasta el suelo, como a cámara lenta. Lleva unas pequeñas braguitas blancas, que desliza por sus piernas, y al fin me muestra su cuerpo desnudo, que es como el de una hija de familia, de no mucho más de 20 años.

Estamos los dos desnudos bajo las sábanas, tendidos de costado, frente a frente. No sé cuanto tiempo durarán mis 500 euros. Con ellos he comprado también el uso de su cuerpo, pero por el momento solo deseo su tiempo.

Estoy resiguiendo con el dedo índice los rasgos de su rostro de hija de familia, de no mucho más de 20 años. Una pequeña perla húmeda titila en cada uno de sus lagrimales, sin decidirse a abandonarlos.

  • ¿Hace mucho que no estás con una mujer? –pregunta en un susurro.

¡Tanto tiempo!. Pero no quiero responder; no voy a escenificar el viejo cliché del cliente desahogándose con una puta. Yo le preguntaría lo mismo, pero tendría que explicarlo, porque los "franceses" a 50 o "completos" a 200, no habrán sido para ella en verdad "estar con un hombre".

Cierra los ojos, y posa suavemente sus labios en los míos. Es un beso leve y tierno, el que podría esperar de una hija de familia de no mucho más de 20 años, no de una puta. Y comprendo que, por alguna razón fuera de mi alcance, tampoco soy para ella un "completo" a 200.

  • Ahora estoy con una mujer –respondo al fin.

Pasa sus manos en torno a mi cuello, y me mira directamente a los ojos. Las dos perlas descienden por las mejillas camino de sus labios, que ahora no son como la boca pintada de una muñeca de trapo.

Siento el impulso irrefrenable de estrecharla contra mi cuerpo, y siento que es la hija de familia, no la puta, la que me abraza con desesperación, y la tibieza de su cuerpo joven disipa poco a poco el frío helador de mi alma.

Se aparta de mí solo lo suficiente para dirigirme otra de sus profundas miradas húmedas, mientras sonríe con dulzura. Se tiende boca arriba y me atrae sobre ella. Me siento vivo y renovado, como un árbol en primavera, o como el cielo de abril.

Hay dedos que acarician suavemente, y bocas que recorren la piel, impregnándose del otro sabor, y besos cálidos, y estrellas doradas en sus ojos. Hay un estremecimiento compartido cuando nuestros cuerpos se unen, no con la urgencia del coito mercenario, sino con el ansia del naufrago que se aferra a una tabla perdida en medio del mar.

Ahora está sobre mí. La seda de sus cabellos acaricia mis mejillas, y su sonrisa es un bálsamo que cicatriza las profundas heridas de mi espíritu. Se mueve con la cadencia de las olas mansas que acarician la arena de la playa, para luego retirarse, una y otra vez.

Sus ojos se tornan temerosos por un instante, y los cierro con mis labios. Después, ya no hay miedo, y me entrega su placer, arqueando su cuerpo como un mimbre mecido por el viento tibio del verano. Y yo me pierdo en ella, y no hay más soledad por un instante.

Hoy luce el sol esplendoroso, y solo ese aroma especial del otoño, y el ligero viento frío, me impiden hacerme la ilusión de que es abril. El viento, y las ramas desnudas de los árboles.

Mis pasos me han llevado de nuevo… No, no es cierto. Había un propósito en mi caminar, lo supe en cuanto salí de casa, aun sin permitirme el pensamiento consciente.

  • ¿Quieres pasar un buen…?.

Se detiene en mitad de la frase. No sé lo que veo en su rostro. Me ha reconocido, sí, pero además

  • ¿Cuánto? –pregunto.

  • Ya debes saberlo, 50 el francés… -se interrumpe a media frase.

  • ¿Y por todo el resto de tu vida?.

Me mira profundamente a los ojos. Le tiembla la barbilla, y sus pestañas pintadas de muñeca de trapo forman meandros pardos en sus mejillas.

  • Me llamo Marta.

Se abraza fuertemente a mi cuerpo, y sus lágrimas dibujan minúsculos lagos de humedad en la solapa de mi americana.

Y ahora sí es abril, aunque el ligero viento frío y las ramas sin hojas intenten engañarme.