Atrevidas Caricias Subrepticias... (2)

Después de acariciar el pezón de Silvia en un viaje apretados en colectivo, hasta hacerla acabar, en presencia de su novio Andrés, sin que este advirtiera nada, mi siguiente aventura fué con Marta, una amiga de mi madre, con su niño en brazos a quien, en un viaje en subre, le fuí aubrepticiamente acariciando la concha hasta hacerla acabar. Y la cosa siguió.

Atrevidas Caricias Subrepticias ... (2) por Lado Oscuro 4 ladooscuro4@hotmail.com

En nuestros viajes en colectivo al volver de la facultad, Silvia, la novia de Andrés, comenzó a rozar mi mano tomada del barral vertical, con su delicioso pecho. En los bandazos del colectivo la aplastaba y también la restregaba. Lo cual me produjo una tremenda erección, que trataba de disimular mientras conversaba con Andrés. Bajé del colectivo sin estar muy seguro de que Silvia se hubiera dado cuenta de sus roces contra el dorso de mi mano. Pero en el siguiente viaje comprendí que sí. Con leve cambio en la posición de mi mano, logré que su pezón quedara entre mis dedos índice y medio que estaban tomados del barral, y con disimulados apretones le fui acariciando el pezón con tanta insistencia que quedó en evidencia que Silvia, no sólo era conciente de nuestros roces, sino que mis enervantes caricias, sumadas a lo subrepticio de la situación, la llevaron a un orgasmo que por suerte pasó inadvertido para Andrés, que tenía toda su atención puesta en la conversación. En el siguiente viaje, Silvia me devolvió el favor, plantando su tierno culo contra mi bragueta, y frotándomelo con tanto arte que no pude resistir y me vine en mis pantalones, lo que me costó mucho disimular ante Andrés.

No busqué a Silvia en esos días (y mucho menos a Andrés), de algún modo no quería blanquear la situación, prefiriendo mantenerla en ese nivel perverso.

En el siguiente viaje cruzamos una rápida mirada de entendimiento, nos metimos en la manada de pasajeros apretujados.

Silvia se había puesto tacos altos, cosa cuyo significado no comprendí hasta que ella me chantó sus soberbias nalgas contra mi nabo, ya semierecto por la expectativa. Sus glúteos estaban más elevados y la breve pollera plisada permitía que estos atraparan mi nabo, pellizcándolo con lujuria. Mi cara se debía haber puesto de todos los colores, porque Andrés me preguntó si me sentía bien. Lo tranquilicé y siguió con su charla.

A esas alturas la manita de Silvia había desabrochado mi bragueta y sacado mi tranca afuera del pantalón. Afortunadamente, el vehículo venía tan lleno que no había modo de que alguien notara nada. Luego levantó su pollerita de modo que pude sentir la erótica suavidad de su piel en directo. Y descubrí que no llevaba braguitas. Entonces comprendí definitivamente sus intenciones al ponerse tacos tan altos. Empinando un poco el culo consiguió que mi enervado pedazo encontrara su húmeda conchita. Me di por enterado y, con una leve flexión de rodillas me acomodé para enterrárselo, cosa que logré poco a poco, con una calentura como nunca antes había sentido. Ella me recibió con suaves gemidos que respondían a cada tramo que le iba entrando. Cuando estuve completamente adentro de esa maravillosa cueva tan caliente y húmeda me quedé quieto, procurando que mis emociones no se translucieran a mi rostro impasible. Pero ella no se quedó quieta. Su concha me daba profundos apretones, como si me estuviera ordeñando, mientras se movía con pequeños vaivenes atrás-adelante. Yo me aferré a sus caderas con ambas manos engarfiadas por la desesperación de no poder moverme frenéticamente, como me lo pedían mis entrañas. Ella mantenía la suficiente presencia de ánimo como para intercalar breves comentarios en la charla de Andrés, matizados por gemidos de gozo que Andrés habrá interpretado como una aprobación a sus palabras, aunque algunos eran tan intensos que sólo yo estaba en condiciones de entender por la correlación con los apretones de su concha. No pude resistir demasiado, claro, y pronto de mi glande comenzaron a salir grandes chorros que inundaron su concha, con mi tranca hundida hasta los lugares más recónditos de sus profundidades. Permanecí así durante las interminables pulsaciones de mi acabada, mientras Silvia, que también se estaba corriendo, emitió una serie de intensos gemidos y suspiros que, sin duda, Andrés volvió a interpretar como una entusiasta aprobación a sus palabras, a juzgar por su gran sonrisa, que pude apreciar a través de mi visión turbia.

Finalmente mi nabo salió de aquel caliente paraíso, casi totalmente erecto aún, y lo guardé como pude dentro de mis pantalones y me bajé del transporte murmurando una despedida algo incoherente de la feliz pareja. Todavía recuerdo las miradas de ambos, que puedes imaginarte cuan distintas eran.

Seguramente querrás saber que nuestra audacia, la de Silvia y mía, subió de tono hasta niveles de mucha imprudencia. En siguientes viajes, no sólo repetimos la función con divertidas variantes, sino que llegamos a la penetración anal, Y mi agradecido nabo conoció las sedosidades del orto de Silvia, al que llenó repetidas veces de enormes cargas de semen, ante la desatenta mirada de Andrés, quién nunca se apercibió de nada.

Pero quiero contarte otra cosa.

Todo el asunto de las caricias subrepticias había encendido mi imaginación y mi deseo. Y ahí comenzaron mis nuevas andanzas, encaminadas en esa dirección.

Capítulo 2. Roces en la concha.

El asunto del sexo subrepticio me había enganchado. Había algo sumamente incitante en la trasgresión y también en la incertidumbre inicial que las caricias sigilosas producían en la víctima.

Por ejemplo en el caso de Marta, una de las maestras compañeras de mi madre. Era casada, algo mayor de treinta y cinco, y con un nene de tres años.

Coincidimos en un viaje atestado, en el subterráneo de las últimas horas de la tarde. Marta llevaba al nene aupado para protegerlo de morir aplastado. Y yo me coloqué a casi noventa grados con respecto a ella, de modo que el costado de mi mano, con los vaivenes del subte tocaba su pubis, como por casualidad. Ella lo advirtió, sin duda, pero no dio acuse de recibo, atribuyéndolo al azar de los vaivenes. De modo que pude repetirlo varias veces, golpeando suavemente su pubis a través de la tela del jean. Mientras tanto el nene distraía nuestra atención con su encanto infantil, y nosotros lo festejábamos y seguíamos con nuestra charla. Pero abajo el trabajo de mi mano continuaba, insidiosamente. A veces con el costado, otras con los nudillos, golpeaba en la misma zona, donde debía encontrarse el clítoris, con una insistencia no siempre justificada por los vaivenes del subte, pero no había modo en que ella pudiera comprobarlo, así que seguí.

Pese a la ausencia de pensamientos sexuales en Marta, la carne es la carne, y su clítoris no tuvo mas remedio que responder a los golpecitos intermitentes que yo le venía dando. Y a medida que continuaba con los mismos, pude ver que la cara de Marta iba tomando más color, y sus ojos más brillo. Aunque no parecía conciente de ello, se estaba calentando.

Dejé el brazo colgando, muy cerca de su pubis, de modo que con su movimiento pendular corto, aumentó la frecuencia de los golpeteos. De algún modo había comenzado a pajearla, y el placer la estaba ganando. Marta trató de disimular las sensaciones que estaba sintiendo, y de las que ahora sí, era conciente. En uno de los bandazos del subte, aproveché y le apreté el puño contra la concha, con un poquito más de énfasis del debido a la pura inercia. Y ella acusó recibo deteniendo su charla, con la boca entreabierta y los ojos desenfocados en el aire. El nene continuaba con sus ñoñerías, pero la atención de la mamita estaba puesta en otra parte. Luego de retirar el puño, volví a acercarlo, esta vez con suavidad, y comencé una frotación transversal de idas y vueltas pendulares, atribuibles también ala inercia del brazo colgante. El lugar emanaba mucho más calor que antes. Y pronto sentí que el pubis avanzaba, para recibir más plenamente la caricia. Yo me quedé viendo sus ojos, ahora húmedos y su boca entreabierta, con la lengua visible entre sus lindos labios. Ella sostenía mi mirada. Y ya no hablábamos. Y mi mano se apoyó, ya sin disimulos, frotándole lentamente la concha de arriba abajo. Ella comenzó a morderse los labios, mientras la respiración se le volvía más y más rápida. Mientras nos mirábamos a lo ojos continué mi frotación con intensidad creciente, contra su conche ofrecida a través de la tela del jean, totalmente humedecida. De pronto sus ojos se volcaron hacia arriba y sentí contra mi mano las pulsaciones de su acabada. Luego volvieron a mis ojos, y nos quedamos viéndonos sin palabras. Era la mirada de una mujer a la vez sorprendida y satisfecha, expresando una entrega casi devocional, una completa rendición. La palma de mi mano continuaba apoyada a su concha, como si me perteneciera. Seguramente esa noche su marido tendría un regalo. El nene seguía en la suya, ajeno a la diversión que había tenido mamita.

Cuando intenté despedirme con el clásico beso en la mejilla, Marta me agarró la cara y me dio un profundo beso de lengua. Me baje, totalmente al palo, y sin cambiar más palabras.

Capítulo 3. Caricias en el culo.

La siguiente vez fue con una desconocida que venía con su marido, supongo que era el marido, a juzgar por las expresiones aburridas de sus rostros. También fue en el subte a la hora pico.

Mis anteriores éxitos me habían envalentonado, de modo que esta vez fui directamente al grano.

La mujer llevaba una amplia pollera blanca que le llegaba hasta mitad de la pantorrilla, contorneando un gran culo que debía haberle dado grandes placeres, sin duda. Aunque sospeché que haría un buen tiempo que no recibía atenciones.

Ya estaba yo atrás de ella, apretujado por la muchedumbre. Y, poniendo cara de indiferente, le planté la palma de mi mano en el culo, entre las dos nalgas. La mujer dio un ligero respingo, pero se quedó. La cosa le había gustado. Tener a su marido enfrente era garantía de que no era él quien le estaba tocando el culo. Y eso debía resultarle terriblemente excitante.

Ya habíamos llegado a un silencioso y tácito acuerdo, y con mi mano continué la caricia de un modo insinuante. Ella respondió parando el culo, como diciéndome "dale". Y entonces seguí dándole la mejor sobada de culo de su vida. Con la mano vuelta hacia arriba le tocaba con los dedos los bajos del culo, divirtiéndome de lo lindo. Una y otra vez mis dedos acariciaban todos los rincones de ese tentador culo. Y ella se dejaba. Con la palma de mi mano apreté sus nalgas por todos lados, con fuertes y cálidos apretones. Por supuesto, mi nabo se había puesto a mil. Y ella también, porque pude notar el temblor de sus piernas. Con el dedo medio comencé a hurgarle la parte baja entre las nalgas.

De pronto siento su manita tocándome la poronga. Fue una sensación maravillosa. ¡Y todo eso estaba ocurriendo con el marido enfrente, mirando aburrido el cielo raso del subte!

Su mano no perdió tiempo. Luego de apretarme el fierro con pasión, procedió a sacármelo del pantalón, dejándomelo al aire, presionando contra su culo. Esta acción me indicó que tenían viaje para largo.

Con su manita, piel a piel contra mi enardecido nabo, comenzó una lenta paja. La chica no se quedaba corta. Y yo estaba completamente lanzado. Tanto que con ambas manos levanté la parte trasera de su pollera y puse mi virilidad en contacto directo con el interior de sus glúteos. Ella se apretó contra mí. Y después de unos momentos corrió la braguita a un costado, y puso su agujero contra la cabeza de mi enhiesto gladiador. No sé como se las arregló, debe haberse puesto un poco en puntas de pié, pero de pronto mi nabo encontró la entrada dispuesta de su intimidad trasera, y comenzó a penetrar su cálido agujero. Por la facilidad con que fue entrando, comprendí que había sido bastante transitado, aunque no tanto como para que no fuera apretando cada tramo de mi tranca que iba entrando. Mis líquidos preseminales facilitaron la cosa lubricando todo el camino, hasta que –increíblemente- terminé por tenerla completamente empalada. Podía sentir los temblores de sus carnes a medida que de modo instintivo, mi nabo iba entrando y saliendo con vaivenes que involucraban varios centímetros cada vez.

Procuré no acelerar mis embestidas para no armar un descalabro del cual el marido tomara cuenta. Pero los apretones y temblores de su culazo, y sus propias embestidas, fueron pronto demasiado para mí herramienta, y hundida hasta el fondo, lanzó una larga secuencia de chorros a cada pulsión que era respondida y recibida por ese culo que parecía tener vida propia. Lo notable es que de la cintura para arriba la dama estaba imperturbable, salvo la agitada respiración que procuraba disimular con compostura. Ni un jadeo, ni un gemido. Pero abajo era otra cosa. Ese largo y caliente agujero continuó jadeando y gimiendo hasta extraer el último chorro de semen.

Dejé mi nabo adentro durante un tiempo interminable, ya que no deseaba retirarme de allí. Finalmente su manita me lo sacó, le dio un cariñoso apretón y volvió a colocar la braguita en su lugar, tapando la entrada nuevamente. Yo guardé mi gran pedazo en el pantalón, pero debí ponerlo apuntando hacia arriba, y cerré los botones de mi bragueta. Antes de terminar de hacerlo sentí su manita deslizando dentro de mi bragueta una tarjetita que quedó pegada con mi semen contra mi panza. Luego, ya en casa, vi. que era su tarjeta personal, que se las había ingeniado para sacar de su bolso sin que el marido se percatara.

El tipo había estado tan ajeno a todo el proceso que sin duda se lo merecía.

Pasaron apretadamente a mi cuando fueron a la salida, y ella aprovechó para darme una última tocada y mirarme con ojos brillantes.

Con la mayor discreción y disimulo fui siguiéndolos hasta que llegaron a su casa. Ahora sabía donde vivía. Y volví preguntándome como hacer para tomar contacto con ella nuevamente. Pero al llegar a casa encontré la tarjeta y constaté que había iniciado un romance.

Pero no sería el único, ahora que había encontrado la llave subrepticia para encender el erotismo femenino.

Así que te contaré más, si quieres. Me encantará conocer tus comentarios. Escríbeme a ladooscuro4@hotmail.com , y no olvides mencionar el nombre del relato. Un beso.