Atrapada en la Selva del Darién

Marián, una chica muy tímida, decide aceptar un empleo bien pagado como actriz secundaria. Y viaja a Centroamérica para participar en el rodaje; pero no puede imaginar lo que la está esperando en la selva del Darién...

ATRAPADA EN LA SELVA DEL DARIÉN

Por Alcagrx

I

“¿Actuar yo en una peli? Tía, no te pases…” . Las dos llevaban un rato charlando, o casi mejor contándose sus problemas laborales, cuando su amiga Susana se lo propuso; en un primer momento Marián se lo tomó a broma, pero luego, una vez que se separaron, no paró de darle vueltas. Al fin y al cabo ya había hecho algunas veces de modelo de fotografía, para anuncios, y posar ante una cámara de filmar no sería tan distinto a hacerlo ante una de fotos… Pero en las películas los actores hacían más cosas que posar, claro, y eso era lo que más la frenaba; no solo porque no había actuado nunca, sino sobre todo porque era muy pudorosa. Tanto que, a veces, cuando en una película salía una actriz desnuda miraba hacia otro lado; pues sentía una extraña empatía, pensando en lo muchísimo que sufriría ella en aquella situación. Y era por mera vergüenza, no por razones morales; pues, a sus veintiséis años, ya casi había perdido la cuenta de los hombres con los que se había acostado: exactamente casi todos los que le gustaban, pues con una cara y un cuerpo como los suyos ninguno se le resistía. Rubia natural, con una carita de ángel, pecho alto, firme, generoso y bien formado, vientre plano y un trasero redondo y duro, sin rastro de celulitis; además de unas piernas largas y bien torneadas, sin duda la parte de su anatomía que a ella más le gustaba. En realidad, también por eso le salían tantas ofertas para posar desnuda; aunque hasta entonces las había rechazado todas, por más que ofreciesen mucho más dinero. Simplemente, la idea de estar desnuda en público la aterrorizaba; ni siquiera era capaz de quitarse la parte de arriba del bikini cuando iba a la playa, pese a estar rodeada de otras mujeres en topless.

Pero con solo las fotos no le daba más que para subsistir, y a Marián le gustaban las cosas caras y la buena vida; en el paro, y con una o dos sesiones de fotos a la semana, a cien euros la sesión, para poco tenía. Así que, después de darle muchas vueltas, al final decidió probar con el cine; total, pensó, por ir a hacer una prueba no pierdo nada. Llamó a Susana y le pidió los datos de la productora; su amiga se rio un rato, pero después se los pasó, y cuando les llamó para pedir una cita se la dieron para la misma mañana siguiente. Era una oficina en el extrarradio, en una especie de almacén ruinoso; Marián entró por una puerta que tenía el rótulo de “Oficina”, y se presentó a la mujer que allí atendía, tras una mesa de despacho metálica, como las que se usaban en los años sesenta. La recepcionista, que parecía contemporánea de aquella mesa, consultó un montón de papeles mientras repetía varias veces “María Ángela Álvarez García , como si fuese un mantra, intercalándolo con algunos “Pues no te encuentro…” ; hasta que al cabo de un rato sonrió por primera vez, y dijo “Ya; aquí está. Sí, tienes una prueba dentro de diez minutos. Entra por esa puerta, te arreglas, y luego pasa al estudio por la puerta que verás al fondo” .

Cuando hizo lo que le decían pasó a una pequeña habitación, de no más de cuatro por tres metros, en la que sólo había un inodoro, un lavabo con un espejo encima, unas taquillas en la pared contraria y otra puerta, en el extremo opuesto a la que había usado para entrar. Se arregló el pelo en el espejo, hasta dejar su media melena bien colocada; luego respiró profundamente, abrió la puerta del fondo y salió de aquella habitación. Para volver a sorprenderse, pues era una nave completamente vacía, que parecía abandonada; únicamente en el extremo opuesto, como a veinte o treinta metros de allí, se veía una gran puerta corredera, a la que le faltaba una rendija para terminar de cerrarse. Hacia allí se dirigió, haciendo un ruido con sus tacones que, en aquel enorme almacén vacío, sonaba muy fuerte; cuando llegó a la corredera se coló por la rendija, y a unos diez metros pudo ver una mesa tras la que se sentaban tres hombres, con una silla solitaria justo enfrente de ellos. Se quedó inmóvil, esperando instrucciones; durante casi un minuto no pasó nada, pues aquellos hombres estaban enfrascados en papeles y ni la miraban. Pero al cabo de ese tiempo, que a Marián le pareció eterno, el que se sentaba en el centro levantó la vista y le dijo “María Ángela Álvarez García, ¿verdad? Siéntese aquí frente a nosotros, por favor. Sí, mujer, ¡muévase ya! Que no tenemos todo el día para usted…”. Malena no pudo evitar que el rubor subiese a su cara, pues se sentía como una colegiala pillada en falta, pero hizo lo que le decía aquel hombre; y una vez sentada optó por la postura más recatada que pudo lograr, cruzando las piernas y agradeciendo en su fuero interno haber venido con pantalones.

Durante un largo rato la acribillaron a preguntas, muchas relacionadas con el trabajo que ella suponía que le ofrecerían -si había intervenido en otras películas, por ejemplo- pero otras sobre su salud, e incluso más personales; de hecho Malena aguantó que le preguntasen si usaba algún anticonceptivo, pero se plantó cuando uno de los hombres le preguntó si vivía sola, y contestó muy seria que pensaba que eso no era de su incumbencia. Pero el hombre sentado en el centro, sin perder la sonrisa, le explicó el porqué de aquellas cuestiones: “Señorita Álvarez, si la contratamos será para una película que se va a rodar en Centroamérica; lo que implica desplazarse allí durante un par de meses, o más, y estar muy alejados de la civilización. Por eso se lo preguntamos. Por supuesto sería con todos los gastos pagados, y un sueldo de quinientos euros diarios; pero si no le interesa algo de tanta duración…” . La reacción de Malena fue automática; tanto, que incluso provocó las risas de los tres hombres. Pues había hecho un cálculo aproximado, y aquello podían ser treinta mil euros de ganancia: “No, por mí estupendo; vivo con mis padres, pero puedo marcharme el tiempo que haga falta. Y no, no tengo un novio que vaya a inmiscuirse en mi decisión, si es por lo que me lo preguntan” . Cuando pararon de reír, los tres continuaron con su interrogatorio; Malena llevaba casi una hora allí sentada, y ya empezaba a ponerse nerviosa cuando dieron por finalizada la entrevista: “Bien, muchas gracias; ya puede usted irse. La llamaremos cuando hayamos entrevistado a todas las demás candidatas” .

Cuando Malena regresó al vestidor se encontró con otra chica; al verla se animó un poco, pues su “competidora” tenía un aspecto horrible: bajita, llena de tatuajes y piercings, delgada hasta la exageración y de cara muy vulgar. Pero era imposible saber qué clase de actriz buscaban; de hecho, lo que más la sorprendía era que no le hubieran hecho una prueba de actuación, pese a que les confesó su falta de experiencia. Así que la semana larga que pasó esperando la llamada estuvo hecha un manojo de nervios. Pero al fin la recibió: la citaban para el día siguiente en el mismo sitio, aunque la recepcionista -le conoció la voz- no le dio más datos. Así que volvió a ir al almacén, donde la mujer le hizo pasar de nuevo por el mismo ritual; la única diferencia fue que esta vez, cuando llegó frente a la mesa de los tres hombres no había ninguna silla para ella. La cosa, sin embargo, parecía que iba a ser breve; pues el hombre del medio le dijo, tan pronto entró: “Ya está decidido, usted será una de nuestras presas; ahí tiene el contrato, fírmelo, por favor. Las condiciones son las que le indiqué la otra vez” . Malena cogió el bolígrafo que le ofrecían, y se inclinó sobre el papel; pero al ir a firmar una luz se encendió en su cerebro, y preguntó “¿Presa?” . El hombre o no la entendió o no quiso hacerlo, porque se rio y le dijo “¿Qué se esperaba usted, que sería la protagonista? Firme de una vez o váyase, que no podemos perder el tiempo con tonterías” . Viendo peligrar sus treinta mil euros, Malena firmó; luego cogió la copia del contrato que le ofrecieron, y recibió las últimas instrucciones: “Al salir, Teresa le dará su billete de su avión; procure estar en el aeropuerto al menos dos horas antes. Y sin más equipaje que una bolsa de mano, allí ya le darán todo lo que necesite. Eso sí, no olvide llevar su pasaporte…” .

II

En el autobús, de regreso a su barrio, Malena comenzó a hacer lo que tenía que haber hecho antes de firmar: leerse con detenimiento el contrato. Era su primer contrato como actriz, aunque le sorprendió que fuese tan largo; lo que firmaba, cada vez que se hacía fotos publicitarias, era un simple formulario en el que cedía sus derechos de imagen, y en cambio allí había un centenar de páginas, por lo menos. La película se llamaba “La Jungla Maldita”, y el papel de ella era ser una de las “presas del penal”; el contrato establecía el sueldo que le habían dicho, de quinientos euros diarios con todos los gastos pagados, y una duración prevista de dos meses. Así como, por supuesto, la cesión de sus derechos de imagen; en eso, era como los de los fotógrafos. Para cuando llegó a su casa le había echado un vistazo rápido, y no le pareció que hubiese nada raro; pero luego, tumbada en su cama, lo releyó con más detenimiento, y empezó a descubrir la “letra pequeña”. Por ejemplo, que había aceptado seguir rodando, con el mismo sueldo, si la cosa se alargaba más de dos meses; pero en lugar alguno aparecía un límite a esa posible prórroga. O lo que sucedería si abandonaba el rodaje: tenía que indemnizar a la productora por los perjuicios que causara, “por un importe que no podrá bajar de quinientos euros por cada día de rodaje consumido” . Vamos, que si se marchaba antes de hora lo mejor que le podía pasar era no cobrar un duro; y lo peor, deberles una millonada.

Durante los días que faltaban  para su vuelo a Panamá no paró de darle vueltas, pues no le habían entregado el guion; por lo que no tenía ni idea de las escenas en las que intervendría, y sobre todo de cómo lo haría. De inmediato empezaron a aparecer en su mente imágenes de otras películas de prisiones femeninas que había visto, en las que nunca faltaba alguna escena filmada en las duchas. ¿Y si el director pretendía sacarla desnuda? Su único consuelo era pensar que, como le habían dicho aquellos hombres, ella no iba a ser más que una figurante; sería cosa de dejarse bien a mano una toalla, y colocarse lo más fuera de cámara que le resultase posible… Por otro lado, en ningún lugar decía qué pasaría si no se presentaba en el aeropuerto; en principio, como aún no habría empezado el rodaje, era de suponer que no debería indemnizarles para nada. Y también podía llamar y pedirles el guion, amenazando con renunciar si no se lo daban; pero era fácil imaginar lo que le dirían: si no tenía el guion sería porque no querían divulgarlo. Al final pesaron más los treinta mil euros a ganar, y se consoló pensando que ella no iba a ser más que una de tantas extras; así que se dijo a sí misma “Tía, si las demás lo aguantan, ¿voy a ser yo menos, y perderme esa pasta? Además, seguro que a la que enfocan de lleno es a la protagonista, pobrecilla; yo cobraré menos, pero iré de relleno. Con ponerme detrás de las otras, y taparme como pueda… ¡Por lo menos la cara!” .

El vuelo hasta Panamá fue largo y aburrido, pues viajó sola; la tal Teresa ya le advirtió, al entregarle el billete de avión, que así sería, y le explicó que una vez en el aeropuerto de Tocumen alguien la estaría esperando. Solo de salir de la zona de recogida de equipajes, que cruzó sin detenerse -pues, como le habían dicho, solo llevaba una pequeña maleta de mano- vio a un hombre, vestido como para ir de safari, que llevaba un cartel con su nombre; era alto y rubio, muy guapo, y le sonrió con simpatía mientras le decía “Buenos días, señorita Álvarez; ¿ha tenido usted buen vuelo? Yo soy Manuel, asistente del equipo. Permítame que lleve su maleta y su bolso, por favor. Sígame, vamos a la terminal de aviación general, que allí nos espera el helicóptero” . Al oír eso, Malena se quedó muy sorprendida, pues no esperaba ese trato VIP; será que, en América, en el cine sobra el dinero, pensó. Así que le siguió, charlando con él mientras pensaba lo mucho que le gustaba aquel tío; lo único que no la convencía de él era el vestuario, pues parecía sacado de un anuncio de ropa para aventuras en el trópico: botas de jungla, pantalón bermuda beige con muchos bolsillos, camisa blanca arremangada y un sombrero de alas anchas, de los que se sujetan con un cordón a la barbilla. Y eso que ella también había venido equipada para el calor, pues llevaba zapatillas, un short y una camisa de verano; y además se había puesto la ropa interior más veraniega que tenía. De hecho, se ruborizó un poco cuando, en un gesto de coquetería y para llamar más la atención de aquel hombre, desabrochó otro botón de su camisa, pues al hacerlo dejó al descubierto parte de su sujetador; aunque al darse cuenta de ello pensó que ya era demasiado tarde para rectificar, y lo dejó así.

El helicóptero era pequeño, de solo cuatro plazas; en él les esperaba el piloto, quien le indicó que se colocase en el centro de la banqueta trasera -el tal Manuel llevó, mientras, sus maletas a un compartimento lateral del aparato, y luego se sentó en el asiento del copiloto-, y tan pronto como se puso el cinturón empezó a girar el rotor. Cuando las palas consiguieron la suficiente velocidad el aparato despegó, y fueron ganando altura; Malena se dio cuenta de que se alejaban de la ciudad en dirección sur, más o menos, pues la dejaron atrás nada más despegar, y al poco pensó que debían volar sobre el Océano Pacífico, ya que tenían la costa a su lado izquierdo. El piloto se lo confirmó, hablándole con acento inglés en los auriculares que le habían dado: “¿Conoce usted Panamá, señorita? Ahora vamos hacia el Darién, una de las selvas más hermosas de América. Y de las más impenetrables…” . Ella sonrió y dijo que no, y pronto empezó a comprender a qué se refería; pues a la media hora de haber despegado dejaron de volar sobre el agua, y se internaron sobre una selva espesísima. No se veían más que árboles, y solo sus copas; el relieve era muy abrupto, pues les rodeaban montañas más altas del nivel al que volaban, que según el altímetro -lo vio por lo que destacaba, en el centro del cuadro de mandos del helicóptero- era de tres mil pies. Los únicos claros que Malena podía ver parecían lagos, o pantanos; sobre aquel terreno volaron quizás otra media hora, hasta que comenzaron a descender hacia un claro en medio de la espesura, que parecía hecho a base de talar muchos árboles.

El helicóptero se posó suavemente, y de inmediato Manuel se bajó de él, abrió la puerta trasera y le alargó la mano para que bajase; ella lo hizo y, tan pronto como hubieron salido de debajo de las palas, el rotor volvió a acelerar y el helicóptero despegó. Al mirar a su alrededor Malena vio que, efectivamente, estaban en medio de la jungla; y que lo único que allí había era un camino que salía de aquel claro, internándose en la espesura, y un jeep destartalado que estaba aparcado junto al inicio del camino. Hacia el que ambos se fueron; de camino observó que, desde que dejó de oírse el helicóptero, les rodearon los sonidos de la jungla: cantos de pájaros, gritos de monos, y los crujidos de todos aquellos enormes árboles. Manuel arrancó el vehículo y, tras hablar por un comunicador que había en la guantera -solo dijo “Ya aterrizamos, y vamos para allí” - lo puso en movimiento; durante los siguientes veinte minutos circularon bajo aquellos enormes árboles, mientras Manuel le iba indicando los animales que en ellos había. Malena los contemplaba fascinada, aunque alguno de ellos le produjese escalofríos; por ejemplo una serpiente que colgaba de una rama junto al camino, que según él le dijo era una Mapaná: “Cuidado con ellas, que son muy venenosas. Tanto esas como sus parientes las Equis, más grandes, pueden matar a un caballo con su mordedura; y ahí se la distingue muy bien, pero cuando se oculta entre la hojarasca del suelo…” . La chica todavía estaba asustada cuando, tras rodear una gran roca, apareció a un centenar de metros de ellos lo que parecía una empalizada, y Manuel dijo “¡Ya llegamos!” .

Cruzaron aquella empalizada sin detenerse; el portalón estaba abierto, y Manuel se limitó a hacer un gesto de saludo, con la mano, a los dos hombres que lo guardaban. Los cuales, para sorpresa de Malena, iban armados con fusiles; aunque enseguida pensó que, vista la fauna de aquel lugar, la idea no le parecía nada insensata. De hecho, la chica ya estaba pensando, desde que vio la serpiente, en qué medidas de seguridad tendrían en los dormitorios; la sola idea de que se pudiese colar una de aquellas le provocaba verdadero pánico. Pero, cuando ya se acercaban a un grupo de edificios bajos alrededor de un claro, vio algo que la distrajo de ese pensamiento, y que la dejó aún más asustada: junto al camino, algunos metros antes de llegar a los edificios, dos chicas jóvenes estaban rellenando los baches del camino con paladas de tierra. Las escoltaba otro hombre vestido de safari, igual que Manuel y los dos que vigilaban la puerta, llevando también un fusil al hombro; pero lo que la dejó sin aliento no fue eso, sino que las dos chicas estaban completamente desnudas. Ni siquiera llevaban calzado alguno, y cuando pasaron a un par de metros de ellas Malena pudo ver que las dos estaban cubiertas de sudor, y que tenían sus cuerpos surcados por anchas y profundas estrías amoratadas, como si las hubiesen azotado; lo más sorprendente era que no parecía que nadie estuviera filmando la escena, pues allí solo estaban ellas dos y el vigilante. Y, desde luego, Manuel no pareció darle importancia, ya que siguió explicándole cosas sobre la fauna local como si no las hubiera visto.

El jeep se detuvo cien metros más allá, junto al primero de los edificios; al bajar de él, Malena no logró apartar sus ojos de las dos chicas trabajando desnudas, pues desde allí las veía perfectamente. Tan ensimismada estaba que, cuando Manuel la cogió de un brazo, dio un respingo; él sonrió, le dijo que la acompañase, y echó a andar hacia uno de los edificios. La chica lo siguió, y al ir a entrar al edificio se dio cuenta, de pronto, de que su equipaje se había quedado en el helicóptero; pero, cuando iba a recriminárselo a Manuel, se dio cuenta de que estaba en una habitación con otros tres hombres, frente a una mesa de despacho tras la que se sentaba uno de ellos. Quien le sonrió, le hizo señas de que se sentase en una silla frente a la mesa, y cuando ella empezó a decir algo sobre su equipaje le interrumpió: “Cállese y escúcheme, por favor; le aseguro, señorita Álvarez, que se ahorrará mucho sufrimiento si me obedece. Bienvenida a la Selva de Darién, y a nuestro campamento. Lamento decirle que esto no es un set de rodaje, sino algo completamente real; aunque es cierto que muchas de las cosas que aquí les hacemos a las presas se filman, pero no para exhibirlas en las salas públicas, precisamente. Se sorprendería usted del dineral que se paga por ciertas cintas; ¿ha oído usted hablar del cine snuff, por ejemplo? Son grabaciones de torturas reales, a veces hasta llegar a la muerte de la víctima… ” . Malena cada vez estaba más aterrorizada; inmóvil en aquella silla, en el más absoluto silencio, las lágrimas asomaban a sus ojos, y su único pensamiento confortador era que, gracias a Dios, le había explicado a su amiga Susana a dónde iba, con quien, y para qué. Pues con sus padres no se había atrevido, temerosa de que tratasen de disuadirla de hacer aquel viaje. Ojalá les hubiese dejado intentarlo, pensó…

Pero el hombre que le hablaba también le quitó esa esperanza: “No se haga ilusiones, que nadie la vendrá a buscar aquí. Mientras usted volaba hacia el Darién una mujer con su aspecto, y llevando su equipaje y documentos, se registraba en un hotel de la capital. Sí, su maleta y su bolso no llegaron a subir al helicóptero, se quedaron sobre la rampa al despegar ustedes. Esa mujer, sin embargo, sufrirá mañana un terrible accidente; hará una excursión por la selva, aprovechando que de la productora no la recogerán hasta dentro de unos días, y se perderá irremisiblemente. Sabe, casi nunca se encuentra el cadáver de quien desaparece allí, sobre todo si se aventura en los pantanos; los cocodrilos no suelen dejar ni rastro de sus víctimas… En fin, todo muy trágico; habrá una investigación, que no aclarará otra cosa que su identidad, pues su pasaporte seguirá en el hotel donde la habrán visto registrarse. Y la productora ofrecerá una generosa indemnización a sus padres, por ser su empleadora y pese a no tener culpa en lo sucedido; algo que ayudará a que, pronto, el asunto deje de removerse” . El hombre hizo entonces una pausa en su discurso; se levantó, rodeó la mesa hasta estar justo frente a Malena, y con una sonrisa continuó hablando: “Pero vayamos a lo que nos interesa ahora. Por favor, póngase en pie y desnúdese por completo; ya habrá visto, al llegar, que nuestras presas no usan prenda alguna. Hágalo rápido; si no, mis hombres tendrán que ayudarla a quitarse la ropa, y le aseguro que son unos auténticos brutos” .

III

La orden de desnudarse recorrió el cuerpo de Malena de cabeza a pies, como un calambre eléctrico; pero no causó otro efecto que el de provocarle un estremecimiento. Ni siquiera logró ponerse de pie, y menos aún decir nada; así que unos segundos después, y viendo que no reaccionaba, aquel hombre hizo un gesto, y sus ayudantes se abalanzaron sobre ella. Malena notó como unas manos la levantaban de la silla, tirando del escote de su blusa, y al hacerlo le arrancaban los botones que llevaba abrochados. Pero todavía no reaccionó; fue una vez que le hubieron quitado la prenda, y sus agresores comenzaban a arrancarle el sujetador, cuando dijo muy débilmente “Esperen, por favor, que me están haciendo daño; ya me lo quito yo…” . Logró que la dejasen, sí, pero a partir de ahí empezó lo más difícil para ella: desnudarse sola, delante de todos aquellos hombres. Empezó por lo más fácil, quitarse zapatillas y calcetines; y, una vez descalza, desabrochó su short y lo dejó caer al suelo, apartándolo con un pie. Pero a partir de ese momento ya solo le quedaba puesta la ropa interior, y necesitó de toda su voluntad para llevar ambas manos a la espalda, soltar el cierre del sujetador y retirarlo con una mano de sus grandes pechos; mientras con la otra, y con el correspondiente brazo, trataba de tapárselos un poco. Pero era evidente que aquellos animales no tenían bastante, pues el hombre que le había hablado avanzó sus manos hacia las bragas de Malena; ella, para evitar que se las arrancase, metió rápidamente ambos pulgares en los laterales de la prenda y, de un solo empujón, la dejó caer también al suelo. Tras lo que, y casi de un modo reflejo, volvió a cruzar uno de sus brazos frente a sus pechos, y colocó la otra mano sobre su sexo.

El hombre que tenía enfrente se puso a reír, e hizo un gesto a los otros; al instante Malena notó como unas manos la sujetaban por cada uno de sus brazos, y se los llevaban a la espalda. Donde notó algo frío en sus muñecas, y enseguida escuchó, por dos veces, el inconfundible ruido de unas esposas al cerrarse. “Cuando aprenda a no cubrir su cuerpo le devolveremos las manos. De momento tendrá que pasar así unos días; ya verá qué humillante resulta, se necesita ayuda para casi todo: limpiarse, comer, … Hasta rascarse, si le pica algo; o masturbarse, cuando le apetezca” . Las risas de los hombres crecieron aún más cuando, entre su total desnudez y la sola idea de que algún hombre de aquellos la pudiese masturbar, Malena se sonrojó intensamente. Pero aún no habían terminado de humillarla: “Lo primero que vamos a hacer es quitarle esos pelos de ahí abajo. Entiéndame, no es que sean antiestéticos, y además son la prueba de que es usted una rubia natural; pero en este campamento las mujeres tienen prohibido el vello púbico: nos gusta que sus sexos estén lo más ofrecidos posible, siempre. Así que, por favor, acompañe a estos caballeros a la peluquería…” . Tan pronto como lo dijo, uno de los hombres que le habían puesto las esposas le hizo dar media vuelta; y, tras darle una fuerte palmada en las nalgas, le dijo “!En marcha, zorra!” , mientras otro de aquellos animales la empujaba hacia la puerta de la cabaña.

Cruzaron el patio hasta otro edificio, justo enfrente del primero, donde al entrar Malena pudo ver, por la cantidad de material médico que había, que era una especie de enfermería; en un rincón vio un sillón ginecológico, y el hombre que la llevaba sujeta de un brazo le dijo “Siéntate ahí bien espatarrada, en la posición ideal para afeitarte bien el coño; estarás más cómoda si pasas los brazos por el hueco entre el respaldo y el asiento. No voy a sujetarte, pues espero que harás todo lo que se te indique, y que no te resistirás; pero si es necesario te fijaré a la silla con correas, para inmovilizarte. Eso sí, si tengo que tomarme la molestia de atarte te acordarás de mí; una vez que estés bien afeitada te daré doce azotes en el coño, con el látigo corto. Te aseguro que al primero lamentarás no haber obedecido antes; y aún te faltarán once más…” . Malena no dijo nada, pero cuando el hombre le soltó el brazo se dirigió a la silla y, no sin alguna dificultad, se sentó en ella, pasó las manos esposadas por el hueco y, manteniendo su trasero lo más avanzado posible, apoyó su espalda desnuda contra el respaldo. No pudo evitar un gemido, pues estaba muy frío; y por más que lo intentó, no fue capaz de separar las piernas para poner sus dos pies en los estribos, separados hasta el máximo que aquel aparato permitía. Necesitó que uno de los hombres que allí estaban -se habían ido congregando varios, atraídos sin duda por la novedad- le enseñara el látigo, negro y en cuero trenzado, para obtener el suficiente estímulo; con otro gemido, esta vez de desesperación, separó las piernas y puso primero el pie izquierdo, y luego el derecho, en aquellos soportes. Con lo que quedó completamente abierta de piernas frente a ellos; y tan ruborizada que uno de los hombres comentó, entre la risotada general, “Joder, tíos, a esta furcia le va a explotar la cara…” .

Durante unos minutos, que a Malena se le hicieron horas, no sucedió nada; ella seguía espatarrada y sonrojada, mientras el número de mirones iba creciendo. Para cuando ya había allí más de una docena de hombres entró uno vestido con una bata blanca; el cual, tras colocar frente al sexo de la chica un taburete y acercar un carrito con los enseres de afeitar, se sentó y comenzó a trabajar sin prisas. Primero aplicó una toalla caliente sobre el pubis de Malena, y la dejó allí mientras preparaba el jabón de afeitar; luego la retiró, y con unas tijeras de barbero fue recortándole el vello púbico hasta dejarlo de una mínima longitud. Y, una vez que lo tuvo así, le enjabonó a fondo el sexo, el pubis y la hendidura entre las nalgas; tras lo que, con una navaja de barbero muy afilada, comenzó a rasurarla. Iba muy despacio, y una vez que terminó con el vello de su vientre comenzó a trabajar alrededor de su sexo; Malena notaba como con sus dedos iba separando los labios mayores, y la invadió un sentimiento de vergüenza, de humillación, como jamás en su vida había experimentado. Pero no se atrevía a moverse, tanto por la amenaza del látigo como, sobre todo, por temor a que la hiriese aquella navaja que rondaba sus partes íntimas; así que se limitó a llorar quedamente, haciendo que gruesas lágrimas resbalasen por sus mejillas. Y aún le faltaba una humillación peor, pues el barbero dijo que en aquella postura no podía afeitarle bien la hendidura entre las nalgas; así que la hizo incorporarse y ponerse a cuatro patas sobre el asiento, con las piernas separadas al máximo y la cabeza sobre el respaldo. Pues en esa postura le ofrecía, obscenamente abiertos, tanto su sexo como, sobre todo, su ano.

Para cuando uno de los hombres la hizo levantarse del asiento Malena, que con su sexo sin vello se sentía doblemente desnuda -pues podía ver hasta sus labios menores, como cualquiera que la mirase- estaba al borde del ataque de nervios. Su cuerpo desnudo temblaba como si tuviese mucho frío, algo muy improbable dado el insoportable calor, y la alta humedad, de aquella selva; y estaba a punto de desmayarse, lo que sin duda era, en gran parte, culpa de la prolongada afluencia de demasiada sangre a su cabeza. Pero lo que aquellos hombres le hicieron a continuación devolvió la estabilidad a su sistema circulatorio; pues, tras sacarla del consultorio, la llevaron a la parte de atrás del barracón y comenzaron a rociarla con agua muy fría, empleando una manguera a presión. Malena gemía y daba gritos de dolor, tanto por la fuerza del chorro como por la baja temperatura del agua; pero cuando la manguera se detuvo pronto volvió a sonrojarse, pues dos de aquellos hombres, desnudos de cintura para arriba, cogieron sendas esponjas y comenzaron a enjabonarle todo el cuerpo. Así estuvieron largo tiempo, usando sendas esponjas bastante duras y dedicando mucha atención, uno a sus pechos, y el otro a las partes recién afeitadas; para cuando acabaron, Malena tuvo que admitir para sus adentros que con tanto frotamiento estaba algo excitada. Pero los chorros de agua fría a presión regresaron de inmediato, y pronto estuvo más dolorida que otra cosa; cuando al fin pararon de atormentarla se quedó allí quieta, empapada y sollozando, hasta que uno de aquellos hombres le dijo que, si quería secarse más deprisa, se moviese un poco.

Malena le entendió perfectamente, pero le daba una vergüenza enorme hacerlo; pues sabía que sus pechos se bambolearían obscenamente, y con las manos esposadas a la espalda no iba a poder sujetárselos. Así que se quedó quieta, pero no por mucho tiempo; pues el mismo hombre que le había dicho que se moviese un poco se acercó a la pared, de donde cogió un empujador eléctrico de ganado. Y, sin decirle una sola palabra, apoyó los electrodos en la nalga izquierda de Malena, aún muy mojada, y accionó el pulsador. El dolor le hizo dar un alarido, al tiempo que caía al suelo; allí se quedó, jadeando y sin poder incorporarse, pues un fuerte calambre muscular, que nacía en su glúteo y se extendía hasta el muslo, se lo impedía. Además de las manos esposadas detrás, claro; tenerlas sujetas así fue lo que le impidió apartar el empujador, cuando el hombre lo puso en su seno derecho, y volvió a darle una descarga. Malena sintió como si le aplastasen el pecho, y dio otro grito mientras rodaba por el suelo; pero, cuando el hombre aprovechó sus movimientos incontrolados para apoyar los electrodos en su sexo, dijo “¡No, por favor, basta! Haré lo que me dice, pero no me torture más, se lo ruego” , y se revolvió como pudo hasta que logró ponerse en pie. El hombre, mientras se reía, fue a buscar otra vez la manguera, y volvió a rociar a Malena con agua a presión; hasta que le quitó todos los restos de polvo, y de suciedad, que había dejado sobre su cuerpo desnudo aquel revolcón por el suelo. Y, cuando paró el agua a presión, la chica comenzó a dar saltos, y a agitarse, sin preocuparse por lo que pudiesen hacer sus grandes pechos; los cuales, por supuesto, empezaron a saltar en todas direcciones, como si se quisieran separarse de su torso.

Una vez que estuvo seca, el hombre la llevó de nuevo al despacho en el que habían estado antes de que la rasurasen; donde el mismo hombre tras la mesa primero le hizo adoptar toda clase de posturas obscenas, a fin de poder comprobar que, como comentó, “Tengas el coñito bien suave” . Malena volvía a estar ruborizada como una colegiala; y cuando el hombre, teniéndola a ella tumbada de espaldas en la mesa -sobre sus brazos- y con las piernas bien abiertas, le dijo “No te muevas, que vamos a follarte” no hizo otra cosa que ponerse a llorar. Oyo el ruido de una cremallera, y poco después notó como algo ancho y muy duro se apoyaba contra su vulva; cuando el hombre, de un brutal empujón, la penetró hasta el fondo, sintió fue un dolor tremendo, como si le desgarrasen la vagina. Pues estaba por completo seca, y la poca saliva con la que él había lubricado su miembro no era suficiente; así que cuando empezó a taladrarla con furia, empujando cada vez con más fuerza, los gritos de Malena llenaron la habitación. Pero su agresor no tardó mucho en eyacular, y en cuanto lo hizo se retiró de su interior; para ser sustituido inmediatamente por el vigilante que la había estado torturando con el empujador, quien no le hizo tanto daño. Ya que ella ya tenía la vagina llena del semen del primero, lo que de algún modo la lubricaba, y el segundo pene era de menores dimensiones.

Pero aquel hombre era, sin duda, mucho más sádico. En primer lugar porque, tan pronto como comenzó con sus embestidas, la agarró con fuerza de sus dos pechos, apretujándolos cada vez con mayor intensidad. En segundo lugar, porque parecía que no iba a terminar nunca; a Malena le dolían cada vez más los brazos, atrapados entre su espalda y la madera de aquella mesa, y el hombre seguía taladrándola con incansable determinación. Pero lo peor vino al cabo de unos minutos, pues se retiró de su vagina y apoyó el glande contra el ano de la chica. Malena tuvo justo el tiempo de decir “No, por favor; ¡eso no!” ; para cuando terminó de suplicar a su torturador éste, dando un fuerte empujón, invadió hasta el fondo su recto, haciéndola aullar otra vez de dolor. Una vez dentro se puso a bombear, adelante y atrás, con auténtica rabia; aunque esta vez, y al cabo de un par de minutos, consiguió eyacular por fin. Pero, cuando se retiró de su recto y soltó, por fin, los pechos de Malena, aun tuvo otra idea malvada; sin levantarla de la mesa, giró el cuerpo de la chica hasta que su cabeza quedó justo colgando en el borde de la tabla. Y, una vez la tuvo así, puso su miembro, sucio de esperma, heces y algo de sangre, frente a ella; y le dijo “Límpialo bien con tu boca y tu lengua; si no lo dejas perfecto, te daré la docena de latigazos en tu coño de la que antes te has librado por los pelos. Y nunca mejor dicho, lo de los pelos” . Mientras los dos hombres reían con ganas, Malena abrió la boca, se introdujo aquel miembro ya algo fláccido, y lo chupó y lamió hasta dejarlo inmaculado; logrando, no sin un gran esfuerzo, contener el reflejo de vómito que lo que estaba haciendo le provocaba.

IV

Cuando salió de allí, otra vez acompañada por aquel vigilante que la había llevado al despacho -y que parecía estar asignado a ella- Malena fue llevada del brazo hacia donde estaban las mangueras; como tenía sus muslos empapados con el semen de los dos hombres, que resbalaba por ellos, pensó que el hombre iba a volver a limpiarla. Pero por el momento no fue así, pues rodearon el edificio y continuaron andando hasta una zanja estrecha y larga, cavada en el suelo; al acercarse Malena comprendió, por el olor nauseabundo que emanaba de ella, para qué servía. El hombre le dijo “Colócate sobre la zanja, poniendo un pie a cada lado, y haz tus necesidades; así luego te puedo limpiar bien. No tendrás otra ocasión hasta por la mañana, así que tú misma” . Una vez más Malena, al oír esas palabras, se ruborizó intensamente, pues el hombre no se movía de allí, contemplándola con una sonrisa; estaba claro que pretendía que ella hiciera sus cosas mientras él miraba. Pero lo cierto era que la chica tenía muchas ganas de orinar, así que se puso a horcajadas sobre la zanja, cuidando al pasar un pie de no caer en ella -con las manos esposadas atrás no era fácil- y se dejó ir, procurando no mirar al hombre. Pero, por más que lo intentó, no logró ir de vientre; estaba acostumbrada a hacerlo por las noches, antes de dormirse, y le fue imposible. Al final el hombre se cansó de esperar; cogiéndola de un brazo la retiró de la zanja, y la llevó de nuevo a las mangueras.

Esta vez el lavado fue mucho más doloroso. Primero le roció todo el cuerpo con el agua fría a presión, provocándole más de un gemido de dolor, pero lo peor vino poco después; pues su torturador detuvo el chorro, quitó el cabezal de la manguera y, tras ordenarle que separase bien las piernas, se la introdujo en la vagina, hasta que tocó fondo. Malena se asustó muchísimo, ya que pensó que la fuerza de aquel chorro a presión la iba a reventar por dentro; pero cuando el hombre abrió otra vez el grifo se dio cuenta con alivio de que, sin el cabezal, el agua salía a una presión tolerable. Aunque la humillación de ser lavada íntimamente por ese método fue casi tan dolorosa como los chorros a presión; aún más cuando, tras sacar la manguera de su vagina, el vigilante se la introdujo en el ano, también hasta donde logró hacerla avanzar, y conectó el agua. Al cabo de un poco Malena notó que su vientre se inflaba, y cuando llegó a un punto que parecía que iba a reventar el hombre le dijo “Seguro que ahora harás tus necesidades. Ven” ; tras lo que cerró el agua, sacó la manguera de su recto y la llevó de vuelta a la zanja. Malena no se atrevía casi a caminar, por temor a que su vientre se soltase allí mismo, y tenía cada vez más retortijones; cuando llegó a la zanja no se vio capaz de pasar la pierna sobre ella: se colocó a un lado, un poco a horcajadas, y vació todo el contenido de sus intestinos de una sola vez. Cuando se incorporó, y mientras caminaba de nuevo hacia la manguera, Malena pensaba que nunca se había sentido tan humillada; gruesas lágrimas caían por sus mejillas, y para cuando el hombre, después de volver a regarla a fondo -incluyendo, aunque brevemente, una segunda limpieza de su recto- la llevó hasta otro edificio y la encerró en una pequeña celda, la chica seguía llorando quedamente.

Allí dentro pasó el resto de aquel día, y la noche correspondiente, sin más distracción que las dos veces que le trajeron comida y agua; una al poco de haberla encerrado, y la otra algo después de que oscureciera. Era una celda pequeña, de dos por dos metros, en la que solo había un camastro con un colchón desnudo, una pequeña bacina y un ventanuco estrecho y alto, por el que se filtraba la luz exterior; pero al que ella no alcanzaba para poder mirar qué sucedía fuera. Así que, cuando al caer la tarde escuchó ruido de gente, no pudo saber quienes eran; pero, cuando poco después escuchó el abrir y cerrar de las demás puertas de su pasillo -al ser encerrada pudo ver que allí había muchas más celdas- comprendió que eran más mujeres en su misma situación. Algo que, tan pronto amaneció, pudo comprobar; pues con la primera luz del día los guardias abrieron la puerta de su celda, dándole voces para que saliera al pasillo, y una vez lo hizo se encontró, de pie cada una junto a su puerta, con una docena de chicas. Todas eran jóvenes como ella, aunque parecía haberlas de todas las razas y estaturas; un breve vistazo le sirvió a Malena para darse cuenta de que todas tenían cuerpos esbeltos y hermosos, tanto o más que el de ella misma. Pues también estaban completamente desnudas; incluso más que Malena, pues ninguna otra llevaba las manos esposadas.

A una orden de los vigilantes salieron todas al exterior, en fila india y en silencio; la mañana era fresca, y a Malena se le puso la carne de gallina, pero enseguida se puso la caravana en marcha, y andando se le pasó el frio. Fueron por el mismo camino por el que ella había llegado en jeep, caminando en fila de a una y escoltadas por media docena de vigilantes armados y a caballo; en un cruce, sin embargo, se desviaron del camino principal, y siguieron por otro que, al cabo de un rato, terminaba en una especie de cantera. Las demás mujeres ya sabían qué tenían que hacer, y se fueron a sus tareas sin decir una palabra, pero Malena se quedó allí quieta, esperando; hasta que uno de los hombres desmontó, la llevó hasta un pequeño carro y le dijo “Mientras estés esposada no puedes trabajar con el pico, o cargando las piedras; así que serás una de las yeguas de tiro. Ahora te sujeto a un carro; has de esperar a que las otras lo llenen, y luego llevarlo hasta el campamento. Allí lo descargas, y vuelves a por más. Sin dormirte, ¿eh? Que solo hay dos carros, para diez mujeres picando y cargando piedras… Como no vayas rápido te vas a hartar de recibir latigazos, te lo aseguro” . Cuando Malena vio cómo iban a sujetarla al carro dio un gemido de desesperación, pues como no podía tirar con sus manos y brazos le habían preparado otros arreos: una ancha cinta de cuero, que rodearía su cintura e iría sujeta, en ambos lados, a las dos varas del carro. Pero el aparejo no terminaba ahí, pues otra cinta más fina comenzaba en esa, a la altura de su ombligo; por su longitud, estaba claro que iba a cruzar por entre sus piernas para terminar otra vez en la principal, a la altura de su grupa. Y, a más o menos la mitad de su recorrido, se veían dos consoladores, siendo evidente donde iban a alojarse.

El vigilante, en un inusual gesto de compasión antes de introducírselos, le dijo que los lubricase; cuando los acercó a su boca Malena lamió y chupó los dos artefactos como si le fuera la vida en ello, pero aun y así al hombre le costó lo suyo lograr metérselos hasta el fondo. Pues el que invadió su vagina hacía al menos cuatro centímetros de diámetro, por casi veinte de largo; y el que llenó su recto, aunque algo menor, no le iba demasiado a la zaga. Una vez dentro de ella, y bien apretadas la cinchas, Malena tenía la sensación de que su vientre iba a reventar, de tan lleno que lo sentía; y eso que aún no había empezado a moverse. Pues hasta al cabo de media hora no hizo su primer viaje, y mientras tanto estuvo esperando allí, quieta y penetrada hasta el fondo, hasta que las otras llenaron el carro; cuando el guardia que la iba a acompañar le indicó que se pusiera en camino, Malena pudo comprobar dos cosas: una, que tirar de aquel carro lleno iba a ser agotador, pues pesaba una barbaridad. Y la otra, que al andar con aquellos dos monstruos invadiendo su vientre sentía toda clase de sensaciones nuevas: desde mero dolor, cuando ambos entrechocaban entre sí a través de las membranas que separaban su vagina del recto, hasta cierta excitación sexual. Pero aquella sensación algo placentera no solía durar, pues el guardia que la escoltaba se dedicó, durante todo el camino, a pegarle con la fusta que llevaba; era rígida, de como un metro de largo y con un cordel de igual longitud en su punta, que era con el que la azotaba. Provocándole con cada golpe un intensísimo escozor, que rodeaba su cuerpo desnudo siguiendo la marca, fina y alargada, que aquel maldito cordel dejaba en su piel: ahora en sus pechos, luego en sus muslos, en sus nalgas…

Trabajaron de sol a sol, con dos pequeños descansos para el desayuno y la comida; aunque a Malena, por evitarse esfuerzos, no la soltaron del carro ninguna de las dos veces, y tuvo que beber y alimentarse de pie entre las varas del carro, doblemente penetrada y con ayuda de un vigilante, que le iba dando en su boca la comida y el agua. Al final perdió la cuenta de los caminos que llegó a hacer, pero sí que observó una cosa: gracias a lo mucho que sudaba, y seguramente a lo poco que le daban de beber, no tuvo necesidad de orinar en todo el día. Algo que casi agradeció, pues con aquel monstruo invadiéndola le hubiese sido muy doloroso. Pero, para cuando empezó a caer la tarde, estaba agotada, y seguramente deshidratada; aunque cuando, al regreso de su último trayecto, el guardia le quitó las correas, y sobre todo los dos consoladores, la sensación de felicidad que sintió fue tal que a punto estuvo de gritar de alegría: en el camino de regreso al campamento se sentía ligera y, pese a que llevaba ya más de un día desnuda y esposada, extrañamente libre. Tanto, que cuando las llevaron hasta la zona de mangueras, para limpiarlas con el agua a presión, soportó los chorros de agua fría sobre su agotada desnudez con una sonrisa, y los aprovechó para beber cuanto pudo; e incluso adoptó, sin necesidad de que se las exigiesen, las obscenas posturas que permitían a la manguera alcanzar su sexo, o la hendidura entre sus nalgas. Pudiendo comprobar que las docenas de finas, y largas, marcas que la fusta había dejado sobre su piel empezaban a desvanecerse; comprendió entonces porqué los guardias las usaban con tanta asiduidad sobre ellas, pues aunque su impacto era dolorosísimo, las marcas de los azotes desaparecían al cabo de unas horas.

Una vez bien secas -esta vez Malena no se resistió, y se puso a brincar y a sacudirse como las otras, para facilitarlo- las llevaron delante del edificio de las cocinas; allí cada chica cogió su cena, un bocadillo, y se sentó a comerlo en la pequeña explanada que se abría enfrente, entre la cocina y el muro que, con las piedras que traían de la cantera, estaba a medio construir. Como Malena no podía hacerlo, con las manos esposadas detrás, uno de los guardias dijo a la chica que iba detrás de ella que cogiera dos bocadillos, y la ayudase; era una oriental, con cara de muñeca y no más alta del metro sesenta, pero que tenía una figura perfecta y unos pechos pequeños pero muy firmes, con los pezones más largos y estrechos que Malena había visto nunca. Se sentaron juntas en un rincón, y pudieron aprovechar su necesaria proximidad para hablar un poco, aunque muy bajito, para que no las pillaran; la chica se llamaba Darlene, y era peruana descendiente de japoneses. Le dijo que llevaba allí prisionera cerca de un mes, y que la habían secuestrado en Lima; y lo que le contó sobre aquel lugar hizo que Malena confirmase sus peores temores: “Desde que llegué, han desparecido del grupo tres chicas; aunque como van llegando otras nuevas, como lo has hecho tú hoy, más o menos somos siempre una docena. Estoy segura de que lo de hacernos trabajar en la cantera, o en este muro, es solo una distracción; en realidad estamos aquí para alguna otra cosa mucho peor, si cabe. Una vez oí hablar a dos de los guardias de algo que me hizo estremecer; justo al día siguiente de que una compañera desapareciese, un guardia le decía al otro que ya estaba harto de ser siempre él quien limpiaba la sangre…” .

V

Durante una semana, el régimen de vida de Malena no cambió: pasaba sus días tirando del carro, penetrada por los dos consoladores y recibiendo cientos de fustazos, y sus noches encerrada en la celda; pero siempre con las manos esposadas a la espalda. El octavo día, sin embargo, cuando terminó de comerse la cena -ayudada como siempre por Darlene- uno de los guardias se le acercó, la cogió de un brazo y la llevó hasta la oficina donde la recibieron el día de su llegada al campamento. Detrás de la mesa estaba sentado el mismo hombre de entonces, y supuso que sería el jefe; él se levantó, se le acercó y, mientras jugueteaba con sus pechos y manoseaba su sexo, le dijo “Llevas ya una semana esposada, y supongo que ya se te habrán pasado los estúpidos remilgos con los que llegaste. Así que te voy a quitar las esposas; pero te lo advierto: si me dicen que te han visto ocultando tu desnudez de algún modo, te arrancaré la piel a latigazos, y luego te mantendré esposada durante un mes entero” . Cuando se las quitaron, y recuperó por fin el uso de sus manos y sus brazos, Malena no pudo reprimir una sonrisa de felicidad; el hombre, al verla, se rio con ganas, mientras reanudaba sus manipulaciones del sexo de la chica, hasta llegar a penetrarla con dos dedos. Ella gimió, más que de dolor por la sorpresa, y el hombre le dijo “Supongo que pensarás agradecérmelo…” ; como no quería volver a estar engrilletada, Malena no dudó un instante: de inmediato se puso de rodillas frente a él, le abrió la cremallera y extrajo su miembro. Era, como ya había podido comprobar el primer día, de grandes dimensiones, incluso estando semierecto; a Malena le costó mucho metérselo en la boca, pero cuando lo consiguió empezó a chuparlo con decisión. Y no tardó ni cinco minutos en lograr que el hombre, después de advertirle de que debía tragárselo todo, le llenase la boca con su semen.

A la mañana siguiente, cuando las formaron para ir a trabajar, Malena se llevó una desagradable sorpresa, pues entre las chicas no estaba Darlene; pero sí otras dos nuevas: una morena alta y de grandes pechos, con una larga melena y un trasero perfecto, y otra chica también morena, pero mucho más corriente. Ya que el único detalle que a Malena le llamó la atención en ella fue que llevaba las manos esposadas a la espalda; a diferencia de la otra, parecía muy avergonzada de su desnudez, y trataba como podía de ocultar su sexo rasurado cruzando las piernas. Lo que, para su desgracia, fue observado por uno de los guardias, quien de inmediato descargó la fusta sobre los pechos de la chica; ella se retorció de dolor, pero después de recibir un segundo fustazo en sus nalgas se puso firmes, aunque sin poder parar de sollozar. Malena se fijó entonces en que tenía una cara muy agradable, algo aniñada; y en que sus pechos, aunque no muy grandes, eran altos, muy firmes, y tenían una perfecta forma de pera. A las dos nuevas, como era de esperar, les tocó arrastrar los carros; a la más alta con las manos en las varas, pero a la pequeña del mismo modo en que Malena lo había hecho durante ocho días: con el arnés de cintura del que salía la correa con los dos consoladores. Malena, a quien le tocó llevar piedras al carro, estaba muy cerca cuando un vigilante los introdujo en el sexo y el ano de la chica, y no hubiera sabido decir si ella lloraba por el dolor que le causaban, o por la humillación que le suponía ser penetrada así.

Aquella noche, a la hora de ir a recoger la cena, Malena se puso justo detrás de la morena bajita, en la esperanza de que le tocase alimentarla; así fue, pues al llegar el turno de la chica esposada el cocinero le hizo gesto de que se apartase, y le entregó dos bocadillos a la siguiente, que era ella. Malena llevó a su nueva compañera hasta el rincón donde, los días anteriores, había estado con Darlene, y dio a Jazmín -así le dijo aquella chica que se llamaba- la comida en la boca, mientras charlaban en voz muy baja. Estaba en un estado casi de shock, pues en pocas horas había pasado de ser una bibliotecaria en la UNAM de México DF, caminando de regreso a su casa, a su situación actual; no solo muerta de vergüenza por estar desnuda, sino sobre todo terriblemente asustada. Como ella misma le dijo, después de la lluvia de golpes que había recibido solo de pensar en la fusta ya se estremecía. Y lo cierto era que su pequeño cuerpo aparecía surcado de estrías, finas y muy rojas. Malena trató de tranquilizarla, y le hizo ver que las marcas de aquella fusta sobre la piel duraban poco; pero por supuesto no pudo argumentar nada cuando Jazmín, entre sollozos, le contestó que las marcas le preocupaban poco, que lo que la horrorizaba era el daño que le hacían con cada latigazo. Y tampoco era que Malena estuviese demasiado tranquila; pues la súbita desaparición de Darlene parecía confirmar las sospechas que aquella chica le había transmitido. Así que, cuando aquella noche las encerraron en sus celdas, pese al cansancio le costó mucho dormirse.

La despertó, de madrugada, una voz que entraba por el ventanuco, y que parecía la de alguien que lanzaba maldiciones. De pronto se dio cuenta que, si acercaba el camastro hasta debajo de la abertura, podría alcanzar a ver subiéndose sobre él, y así lo hizo; pero, cuando se asomó a mirar, se llevó tal susto que por poco no se pone a gritar. Pues el ventanuco daba a la explanada entre los edificios, en cuyo centro pudo ver a un vigilante que imprecaba a un compañero; entre ambos distinguió, tirada en el suelo, la silueta de una mujer desnuda, cubierta de alguna substancia oscura. El hombre que protestaba le iba diciendo al otro que tuviese más cuidado, y el imprecado le respondía algo como “Es que está muy resbaladiza” ; al final, entre los dos levantaron aquel cuerpo inerte, y se lo llevaron hacia el edificio de enfermería. Frente al cual había una farola, que aunque tenue proporcionaba cierta luz; fue gracias a eso que Malena descubrió, con horror, que el cuerpo desnudo que aquellos dos hombres acarreaban no era otro que el de Darlene, pues pudo verle claramente la cara, y que la substancia oscura que lo cubría casi por completo no era otra cosa que sangre. Cuando, tras devolver el camastro a su lugar, se tumbó otra vez sobre él, Malena no podía dejar de temblar de puro pánico; y, desde luego, no logró pegar ojo en todo el resto de la noche.

Hacía bien en asustarse, pues al día siguiente llegó su turno. Cuando, al alba, los vigilantes pasaron abriendo una a una las celdas, no lo hicieron con la suya; desde donde Malena escuchó como las otras primero formaban, luego salían a la explanada, y finalmente marchaban hacia el trabajo. Aterrorizada, acurrucada contra la pared, no tardó en volver a oír pasos en el corredor de las celdas; esta vez sí que abrieron su puerta, y un vigilante le hizo señas de que saliera. Ella se quedó inmóvil, ovillada sobre sí misma, y no hizo nada hasta que el mismo hombre que la había interpelado desde la puerta entró en la celda, llevando uno de aquellos empujadores de ganado en la mano. Entonces comprendió que resistirse solo le iba a traer más dolor, y con un gemido de desesperación se incorporó y salió al pasillo, seguida por el hombre con el empujador; el cual iba dirigiendo sus pasos con aquel aparato, dándole un susto terrible cada vez que la tocaba con él. Pero no llegó a accionarlo; así salieron a la explanada, la cruzaron y entraron en un edificio donde Malena no había estado nunca. En su interior solo había una cama metálica, sin colchón pero con un somier de malla de acero, sobre el cual el hombre la mandó tumbarse boca arriba; cuando ella obedeció, le sujetó muñecas y tobillos a las esquinas de la cama, usando cuatro juegos de esposas allí colocados, y luego se marchó, dejándola allí sola y en la semioscuridad. Aunque por poco tiempo, pues enseguida comenzaron a llegar hombres llevando todos los utensilios que normalmente se usan en un rodaje: focos, cámaras, micrófonos, … Todo lo cual colocaron rodeando aquella cama y enfocándola a ella, pero sin decir una palabra; una vez conectados todos los aparatos se marcharon también, pero esta vez dejando su cuerpo desnudo bañado por la luz de los focos.

Cuando regresaron los vigilantes comprendió qué iban a hacerle. Pues volvieron empujando un carrito sobre el que había un aparato, parecido a una radio de sobremesa grande, del que salían unos cables; cuando Malena vio que tenía conectados dos consoladores metálicos, de dimensiones parecidas a los que había soportado tirando del carro, un escalofrío recorrió su cuerpo, y comenzó a gemir, y a suplicar que no le hiciesen daño. No le hicieron ni caso, obviamente, y tras untarlos en algo viscoso le introdujeron los consoladores en vagina y ano; eran grandes, fríos y duros, y al meterlos le hicieron daño, aun estando untados en aquella especie de gel, por lo mucho que dilataron sus dos orificios. Luego, usando un arnés mucho más ligero pero parecido al del carro, los sujetaron en su vientre, de forma que no pudiesen escapar de su interior por más que se moviese; y a continuación le colocaron, en los pezones y en los labios de su sexo, sendos contactos con forma de dientes de cocodrilo, que solo por su mordedura ya le dolían muchísimo. Cuando terminaron, uno de los hombres le dijo “Hoy vas a protagonizar tu primera película; aun no tiene título, pero se podría llamar algo así como ‘Achicharrada por la corriente’” . Y mientras le ponía una mordaza de látex enorme, que le llenaba la boca, continuó “Es para que no te muerdas la lengua, ¿sabes? Es que, si te ahogas en tu propia sangre, el espectáculo dura mucho menos…Y esta máquina es una maravilla: tiene un programa aleatorio, y te administra descargas de diferente duración e intensidad; tanto puedes sentir un cosquilleo breve, como un terrible calambre que, durante más de un minuto, te fría literalmente el coño. Hala, a disfrutarla” .

Cuando le dio al interruptor de arranque, la máquina se iluminó con un zumbido maligno, aunque en los primeros veinte o treinta segundos no sucedió nada. Pero a partir de ahí empezó el tormento: la primera descarga duró un par de segundos, y nació en el consolador alojado en su recto: Malena sintió un calambre que agarrotó, de golpe, todos los órganos de su vientre, pues el arco eléctrico terminó en el otro consolador, y con él todos los nervios de su tripa se tensaron hasta el borde de la ruptura. La chica comenzó a chillar, aunque con aquella mordaza poco ruido hizo, y a retorcerse en sus ataduras; pero la segunda descarga llegó muy pronto, y sacudió su vulva como un martillazo, dejándola sin respiración. Aunque no duró más de unas décimas de segundo, la intensidad fue brutal, y la sensación parecida a si le hubiesen aplastado los labios mayores con unos alicates. Después vino un largo calambre en su pecho izquierdo, prolongado pero de menor intensidad, seguido de uno breve pero fortísimo en el otro seno; uno interminable que se concentró en su recto, como si la corriente no saliera del consolador, y poco después otro igual, incluso más intenso, en su vagina … Los calambrazos se sucedían de un modo aleatorio, lo que los hacía aún más terribles; pues tan pronto la máquina le permitía un breve reposo, como lanzaba una sucesión de descargas casi seguidas, aunque de duraciones e intensidades variables. Y tanto entre dos contactos como solo en su sexo o su ano, pues los dos consoladores tenían diferentes electrodos; en concreto tres, uno en su punta, otro en el centro y el tercero en su base.

Malena estuvo allí conectada casi una hora, pero a ella le pareció mucho más, una verdadera eternidad. Cuando por fin sus torturadores pararon aquella máquina diabólica, estaba próxima a perder el conocimiento, y muy mareada; tenía una sed terrible, le dolía todo el cuerpo como si la hubiesen atropellado, y estaba cubierta de sudor, además de tener muñecas y tobillos ensangrentados, en carne viva. Pues no había parado de herírselos con las esposas en todo el tiempo que duró aquel suplicio, tanto por las convulsiones que le provocaba la electricidad, como por los tirones desesperados que, en su inútil intento de liberarse, daba casi instintivamente. Aunque iluminada por los focos veía con dificultad, y además se sentía muy mareada, vio como uno de los hombres acercaba su cara a la de ella para decirle “Ya sé que tienes mucha sed, pero ahora no podemos darte agua, pues tu cuerpo está cargado de electricidad. Y además, todavía te queda mucho rato aquí; hemos grabado solo la primera parte, y creo que el director piensa rodar al menos otras dos o tres…” . Malena, perdida en su pesadilla de dolor, tardó en comprender lo que le acababan de decir, pero cuando oyó de nuevo el ominoso zumbido de la máquina, se dio cuenta de que su tormento no había hecho más que empezar. Y, segundos antes de que otra fuerte descarga en su sexo tensase su cuerpo desnudo, como si fuese el arco de un violín, solo le vino a la mente un pensamiento absurdo: que la habitación olía mal, como si a alguien se le hubiese escapado la orina.

VI

Malena despertó en lo que parecía una camilla de hospital, de las que tienen barras metálicas a los lados para impedir que el paciente se caiga. Al recuperar la consciencia, lo primero que recordó fue que aquel sólo había sido el último de otros muchos desvanecimientos, pues el dolor que la corriente le causaba era inhumano, excesivo. Pero, cada vez, aquellos animales la habían devuelto a la realidad, y por el mismo procedimiento: tirarle un cubo de agua por encima; lo que, además, al mojar su cuerpo aumentaba la conductividad. Al parecer, al final debió llegar una vez en la que ni con cubos de agua lograron revivirla, y sería cuando decidieron llevarla a la enfermería. Pues estaba en la misma habitación en la que se había sentado en la silla de ginecólogo, solo que tumbada sobre aquella camilla; y con un suero gota a gota colocado en su brazo, lo que explicaba porqué ya no tenía la sed atroz que sufrió durante su tormento. Pero, cuando intentó moverse, aunque solo fueran los dedos de una mano, hacerlo le costó muchísimo; estaba por completo agarrotada, además de extraordinariamente cansada, y le dolía todo el cuerpo como nunca lo había hecho en su vida. Sobre todo las muñecas y los tobillos; y, cuando logró mover un poco el brazo, pudo ver las anchas y profundas heridas que las esposas le habían provocado.

“Eso es consecuencia de la electricidad, que tensa fuertemente todos los músculos y tendones. Pero con un masaje mejorarás mucho, ya verás; aunque igual te resulta un poco doloroso” . Aunque no podía girar la cabeza hacia atrás, enseguida vio a quien le había hablado desde la puerta, pues tan pronto como hubo dicho eso, el hombre se colocó al lado de la camilla; era enorme, con un cuerpo de culturista, y, cuando puso sus dos manos sobre el pie izquierdo de Malena, lo ocultó por completo a la vista de la chica. A partir de ahí comenzó a darle un masaje que, para ella, fue más bien una continuación de su tormento; pues el masajista se dedicó, durante un rato larguísimo, a estrujarle con toda la fuerza de que era capaz -que era mucha- hasta el último rincón de su cuerpo desnudo. Desde los dedos de los pies hasta el cuello, y sin olvidar los labios de su sexo o sus pechos, ambos tan adoloridos que las manos del hombre sobre ellos no hacían más que arrancarle gemidos lastimeros. Aunque lo mismo le sucedió cuando, con descomunal fuerza y tras darle la vuelta -para lo que le quitó antes el suero- se dedicó a amasar literalmente sus muslos o sus glúteos; cada vez que el hombre hacía presión, con sus pulgares, en los músculos de Malena le arrancaba, más que un gemido, un auténtico grito de dolor. Pero tuvo razón en cuanto a los efectos del masaje, pues cuando terminó con su tarea la chica ya podía ponerse en pie y hasta caminar, aunque con dificultad; así que el hombre la ayudó a hacerlo hasta el edificio de las celdas, donde la encerró en la suya. Ya había oscurecido, y una vez fue encerrada lo único que Malena logró hacer fue ir, trastabillando, hasta el camastro; donde se tumbó y, en muy pocos segundos, se quedó profundamente dormida.

Su ordalía de la víspera no la libró, sin embargo, de trabajar a la mañana siguiente; aunque los vigilantes, en vez de llevarla a la cantera, la pusieron a apilar las piedras del muro que estaban construyendo. También era un trabajo fatigoso, pues las piedras pesaban bastante, y había que cogerlas del carro, llevarlas hasta el muro -con lo que, a veces, se arañaba los pechos con ellas- y subirlas a fuerza de brazos; aunque, en el tramo en que a ella le tocó apilarlas, la pared no levantaba aún un metro del suelo. Pero lo peor no fue eso, sino que su lugar de trabajo de aquel día le permitió ser espectadora privilegiada de un nuevo tormento; pues a media mañana pasó frente a ella, por la parte exterior del muro y en dirección al lugar donde la selva empezaba -unos diez metros más allá- una macabra comitiva. La encabezaba uno de los vigilantes, y detrás de él caminaban otros dos más flanqueando a una mujer, a la que enseguida identificó; era Darlene, o quizás sería mejor decir lo que quedaba de ella. Pues todo su cuerpo, aunque ahora limpio de restos de sangre, estaba surcado por infinidad de estrías violáceas, anchas y profundas; casi no había un centímetro de su piel que no hubiese sido azotado. La cara reflejaba el sufrimiento que Darlene sentía, tanto por los azotes, como porque cargaba sobre su hombro una cruz de madera de grandes dimensiones; su frágil cuerpo desnudo parecía a punto de ser aplastado por el enorme artefacto, y de hecho la chica no tardó ni veinte metros en trastabillar, y caer al suelo.

La reacción de los vigilantes que la escoltaban fue inmediata: sacaron de sus cintos sendos látigos negros, gruesos y de cuero trenzado, y comenzaron a azotar a Darlene con todas sus fuerzas. La chica aullaba de dolor y se retorcía en el suelo, mientras los latigazos caían sobre su carne ya muy magullada; para cuando logró volver a ponerse en pie, lo menos habría recibido unas dos docenas, y pese a sus esfuerzos no logró volver a cargarse la cruz al hombro. Así que los vigilantes, sin duda interesados en que completase su recorrido, pararon de azotarla y la ayudaron a cargársela; cuando reanudaron la marcha estaba claro que Darlene no tardaría en volver a caer, y así fue al cabo de una docena de pasos. Pero esta vez, sus torturadores comentaron algo con otro hombre que les seguía, equipado con una cámara de filmar profesional con la que lo recogía todo, y ya no intentaron volver a ponerla en pie: allí mismo colocaron a la chica sobre la cruz, que había caído al suelo justo a su lado, y comenzaron a cavar un hoyo profundo y estrecho. Cuando terminaron, uno de ellos sacó de su cinto un martillo y tres clavos, gruesos y largos; y, sin hacer caso a los gritos de horror de Darlene, entre los dos guardias la clavaron sobre la cruz. Malena, que había dejado de trabajar, observó aterrorizada como dos clavos atravesaban las muñecas de la chica, y luego como el tercero hacía lo mismo con sus dos tobillos, que le mantenían juntos, uno sobre el otro. Y enseguida escuchó -pues ya no pudo seguir mirando- los alaridos que la pobre Darlene profirió; una vez que los hombres levantaron la cruz, y colocaron su base en el hoyo que habían cavado.

Para entonces le tocó el turno de sufrir a Malena; pues el vigilante del muro, que también se había distraído presenciando el espectáculo, decidió que ya estaba bien de descansar, y comenzó a sacudirle con su fusta. Aunque la chica se movió todo lo rápido que pudo, pues en el fondo anhelaba dejar de ver la agonía de su compañera, no logró evitar recibir al menos media docena de fustazos; uno de ellos, en particular, la dejó sin aliento, pues el hombre tuvo la fortuna, o la habilidad, de acertar con él los dos pezones de Malena. Durante el resto del día trabajó tratando de no mirar hacia aquella cruz, aunque los gritos lastimeros de Darlene, unidos a la proximidad entre ellas, lo hacían muy difícil; en las dos pausas del desayuno y la comida, para tratar de no verla, Malena acomodó su desnudez en el lado interior del muro, aunque al ser el que recibía el sol de lleno la idea no parecía muy buena. Cuando oscureció, y terminó su jornada, ya hacía un rato que no oía los gemidos de su compañera; Malena le dio una última mirada furtiva, y pudo comprobar que el cuerpo desnudo de Darlene colgaba de sus dos muñecas, clavadas en los extremos del madero horizontal. Parecía que, como mínimo, había perdido el conocimiento; aunque lo más posible era que hubiese sucedido algo peor, porque las veces anteriores en que la había mirado la cámara seguía allí, y aquella última vez que miró ya no estaba.

Durante los siguientes cinco días su vida volvió a la rutina habitual, con la única variación de que uno de ellos, el cuarto, volvieron asignarle al muro; pero la cruz ya no estaba allí, y lógicamente tampoco Darlene. De hecho, el último de los cinco días hubo otra novedad: a Jazmín le quitaron las esposas; pero eso, que para la chica significó una gran mejora, para Malena resultó serlo menos, pues implicó que ya no tenía excusa para charlar con ella durante las cenas. Dado que tenían expresamente prohibido hablar; y uno de sus primeros días allí pudo ver qué les sucedía a las infractoras, por lo que no tenía intención de ser pillada en falta: primero azotaron a las dos un buen rato, con los látigos y no con la fusta, y pegando en los sitios donde más dolía, como sus sexos. Y después les pusieron unas enormes mordazas que no podían quitarse, pues se cerraban detrás con un candado, y se las dejaron puestas hasta la noche siguiente; con lo que, durante veinticuatro horas, no pudieron comer ni beber. Aunque, por supuesto, trabajaron lo mismo que las demás. Pero antes de que perdieran la posibilidad de charlar, aunque fuese en voz muy baja, Malena tuvo tiempo de explicarle lo que le había sucedido a Darlene; Jazmín casi se pone a gritar al oírlo, y su único comentario fue que tenían que escapar de allí como fuese. Pero Malena le hizo ver que era casi imposible, pues de noche estaban encerradas, y de día vigiladas por hombres a caballo; “Además, ¿hacia dónde irías?” , le dijo para acabar de disuadirla. Pues los kilómetros de selva que vio, desde el helicóptero que la trajo al campamento, le habían dejado muy claro que huir a pie sería un suicidio; y no veía como podrían hacerse con un jeep. Es más, tampoco hacia dónde irían con él, si lo tuviesen.

Una semana después de su tormento en aquel somier, los vigilantes la volvieron a llevar al despacho de quien parecía ser el jefe; aunque esta vez la llevaron cuando acabó de cenar, y en vez de ir a la celda como les tocó a las otras. El hombre le dejó claro el propósito de aquella visita tan pronto como la recibió, pues sin decir una palabra la cogió del pelo y le arrimó la cara a su entrepierna; Malena, dócilmente, le bajó la cremallera, sacó aquel enorme pene ya semierecto y comenzó a chuparlo y lamerlo hasta que se puso tieso como un poste. Él, entonces, se sentó en su silla y le dijo “Cabálgame tú; quiero que seas tú misma la que te folles” ; así que Malena tuvo que ponerse a horcajadas sobre el regazo de aquel hombre, empalarse en su miembro, y comenzar a subir y bajar -con él dentro de su vagina- hasta que logró que eyaculase. Y luego, por supuesto, hacer lo que de ella se esperaba siempre: limpiarle bien el pene con su boca y con su lengua, hasta que lo dejó impoluto. Cuando acabó ella misma se lo volvió a meter dentro del pantalón, cerró la cremallera y se quedó allí arrodillada, esperando nuevas instrucciones; su cuerpo desnudo brillaba a la escasa luz de la habitación, pues el esfuerzo la había hecho sudar. Y, además, lo cierto era que la había excitado bastante; pues, sin duda, aquel era el mayor miembro que nunca la había penetrado. Aunque no lo bastante como para llevarla a un orgasmo…

Pero el jefe, antes de devolverla a su celda, quiso ser con ella aún más cruel, y le explicó lo que le esperaba al día siguiente: “Mañana empezarás tu segunda película; esta se podría titular ‘Perdida en la selva’, pues eso es lo que exactamente te va a pasar. Serás abandonada allí durante una semana, sin nada en absoluto; lo que significa que ni se te ocurra taparte de algún modo: eres la estrella de la película, recuérdalo. Si sobrevives, te recogeremos en el mismo sitio pasado ese plazo; y, mientras tanto, te filmaremos con cámaras ocultas, pero sobre todo usando drones. Sabes, los hay no más grandes que un colibrí, silenciosos en extremo, capaces de colarse por entre la espesura de la selva y provistos de una cámara de alta definición. Una maravilla” . Malena comenzó a temblar de miedo, y a suplicar que no le hiciesen eso; el hombre solo sonrió, y luego llamó con un grito al vigilante que la había traído. Cuando éste, sujetándola de un brazo, ya se la llevaba, el jefe le dijo “Se me olvidaba una cosa: antes de que te marches, vas a probar el látigo. Mañana a primera hora. Pues aún no has tenido ocasión de recibirlo, y sería muy injusto que, si no regresas de tu expedición, no llegases a conocerlo. Pero tampoco quiero dejarte sin fuerzas antes de tu aventura; con veinticuatro bien dados ha de ser suficiente, ¿no crees?” . Lógicamente aquella noche Malena no pudo pegar ojo, pues recordaba las marcas que había visto sobre el cuerpo de Darlene; solo de pensar en lo que iban a dolerle los latigazos todo su cuerpo, ovillado sobre el camastro, se estremecía de terror.

VII

Aquella vez vinieron a buscarla antes de llevarse a las otras a trabajar. De hecho estaba amaneciendo cuando dos de los guardias abrieron su puerta y, llevando cada uno de ellos un empujador de ganado en una mano, le dijeron que saliese. Malena quiso suplicarles clemencia, pero en cuanto empezó a hablar el hombre que estaba detrás suyo le apoyó los electrodos en una nalga, y le dijo “¿No ves que tus compañeras duermen? Haz el favor de callar, o las vas a despertar pero a gritos. Te advierto que tengo el empujador regulado al máximo de potencia; si te doy una descarga, será tan fuerte que hasta puede que te queme la piel” . Ante aquella amenaza, Malena siguió andando detrás del hombre que abría la marcha, sin dejar de notar en su nalga izquierda el frío metal de aquellos electrodos, pues el otro no los separó de allí; así salieron a la explanada central, y fueron al edificio de enfermería. Una vez dentro, el hombre del empujador en su nalga le indicó con la mirada el sillón de ginecólogo, y ella se sentó en su borde, estiró las piernas y las abrió por completo, hasta colocar sus dos pies en los estribos, separados al máximo. Algo que ya ni siquiera le provocó rubor alguno; ella misma se sorprendió, al darse cuenta de lo poco que había tardado en, si no acostumbrarse, sobrellevar el ignominioso trato a que la sometían aquellos desgraciados. Como a todas las demás, por otro lado.

No llevaría allí sentada, y espatarrada, más de cinco minutos cuando el hombre de la bata blanca apareció por una puerta. Llevaba un carrito con los útiles de afeitar, además de otra caja cerrada, y lo primero que le dijo fue que iba a repasarle el afeitado; pues, aun siendo rubia natural, los pelos de su pubis eran ya visibles otra vez. A ello se dedicó durante un buen rato, hasta que el vientre de Malena volvió a estar perfectamente depilado; cuando acabó, le dijo que ya sabía, por las preguntas que le hicieron al “contratarla”, que llevaba un dispositivo intrauterino, pero que iba a cambiárselo por otro. A ello se puso en el acto: primero extrajo, con unas largas pinzas, el que la chica llevaba, y luego sacó otro de aquella caja y se lo colocó en el fondo de su vagina. Una vez le pareció que estaba bien trabado, le dijo “Verás, este que te he puesto ahora es mucho más divertido. De hecho, hace muchas cosas, pues también nos va a indicar tu posición en cada momento. E, incluso, puede servir para castigarte. Pero la función más divertida es que, además de liberar progestina, lo hace también con un cóctel de estrógeno y otras substancias de mi invención, que te va a poner cachonda a tope. Ya verás, ya, en unas pocas horas” . Tras lo que hizo señas a los dos guardias de que se la llevaran, y estos la sacaron de aquel barracón, hacia su parte trasera. Al llegar a la cual pudo ver, a media distancia entre el muro en construcción y la pared de atrás, un extraño aparato; cuya función, sin embargo, Malena enseguida comprendió: era un poste grueso, de al menos medio metro de diámetro y dos de altura, firmemente plantado en el suelo. Del que sobresalía, a quizás metro y medio de altura, un tubo metálico de sesenta o setenta centímetros de longitud, rematado por un collar abierto por su mitad, hecho del mismo material; el tubo, en su parte más cercana al poste, tenía fijadas unas esposas unidas por una corta cadena.

Los guardias colocaron a Malena mirando al aparato, de manera que su cuello quedase justo frente al collar, y movieron el tubo al que estaba sujeto, a lo largo de una corredera en el poste, hasta que quedó justo a la altura precisa. A continuación hicieron avanzar a la chica, hasta que introdujo su cuello en el collar; el cual cerraron con un tornillo, que apretaron bien fuerte. Para después extender los brazos de Malena a lo largo del tubo, sujetar sus dos muñecas con las esposas que de allí colgaban, y desplazarlas -por otra corredera- hasta que los brazos de la chica quedaron completamente estirados. Mientras uno de los guardias fijaba el soporte de las esposas en el tubo, el otro le explicó la utilidad de aquel aparato: “Antes atábamos las zorras al poste, pero parte de la fuerza de los golpes se perdía cuando el látigo, en vez de rodearles el cuerpo, daba de lleno en la madera. Así, en cambio, si se calcula bien la distancia la punta del látigo puede golpear tu vientre, tus pechos o tu sexo; a veces, incluso dar la vuelta alrededor de tu cuerpo. Por otro lado no puedes protegerte, así sujeta, y el conjunto de tubo y brazos evita que algún golpe pudiera ir a tu cara; y es que por nada del mundo íbamos a estropear una carita tan linda… Un buen invento, ¿verdad?” . Malena, por simple prudencia, no dijo nada; se limitó a esperar a que uno de aquellos hombres, que se había apartado un poco de ella, sacase de su cinto el látigo -le pareció que era igual que los que habían usado cuando obligaron a Darlene a cargar su cruz- y, tras dar unos golpes al aire que a la chica le helaron la sangre, por los chasquidos que provocaban, lanzar hacia su cuerpo desnudo, y totalmente expuesto, el primer latigazo.

Tal y como ya había previsto, aquello era mucho más doloroso que la fusta con la que a diario las golpeaban; más que mucho, muchísimo. El látigo le golpeó en la cadera derecha, y cruzó todo su vientre en dirección descendente hasta que la punta, lanzada a toda velocidad, impactó en la parte superior de su nalga izquierda; Malena dio un alarido brutal, estremecedor, y salió lanzada hacia delante, golpeando con una rodilla el poste. Al instante, y mientras el látigo dibujaba un surco rojo, ancho y profundo, en los lugares de su piel donde había pegado, un tremendo escozor empezó a crecer en la herida, como si le estuvieran echando sal, o vinagre. La chica se retorció de dolor, gimiendo y llorando, y suplicó que no le pegasen más; pero de nada le sirvió, porque su verdugo ya había soltado el brazo. El segundo azote cruzó su espalda por la mitad, y la punta del flagelo aterrizó de lleno en la parte superior de su pecho izquierdo; Malena siguió con su desenfrenada danza de dolor, sujeta por el collar y las esposas, y poco después llegó el tercero, esta vez de lleno en sus nalgas. El hombre le pegaba con mucha fuerza, pero también con precisión; pues ninguno de los doce golpes que le lanzó rozó siquiera el poste, y todos descargaron de lleno su rabia en la frágil carne desnuda de Malena. Cuando paró, doce estrías anchas y rojas cruzaban el dorso de la chica, desde los hombros hasta las corvas; el verdugo las había colocado con tanta precisión, que prácticamente ninguna se cruzaba con las otras.

Malena, sumida en una pesadilla de dolor, solo podía ver los estragos que el látigo había causado en la parte frontal de su cuerpo, pero estos ya eran suficientes como para horrorizarla; pues la punta del látigo es la parte de él que más se acelera, y por ello la que pega con más fuerza. Así que su vientre, sus muslos y sus pechos tenían doce marcas rojas y profundas, donde se habían sucedido los impactos; en alguna de las cuales la piel se había roto, pues se podían ver gotas de sangre. Pero poco tiempo tuvo para recuperarse, pues el otro hombre había cogido el látigo y se aprestaba a darle su docena; Malena aun jadeaba y gemía, entre sollozos, cuando el primero de la segunda tanda cayó sobre sus nalgas. Con lo que volvió a empezar su desenfreno de gritos, convulsiones y patadas al aire; precisamente lo que el segundo verdugo estaba esperando para tratar de colocar sus latigazos entre las piernas de la chica, aprovechando sus movimientos incontrolados para alcanzarle el sexo con sus trallazos. Algo que logró al menos en tres ocasiones, aunque lanzó sus doce golpes en aquella dirección; si bien los otros nueve no alcanzaron su sexo, lo que sí hicieron fue castigar con mucha severidad los muslos, y las nalgas, de la pobre Malena. La cual, para cuando él terminó, estaba semiinconsciente; y solo colgaba, sudorosa y agotada, del collar que la mantenía de pie.

La dejaron allí colocada bastante rato, quizás horas; en su estado no era capaz de medir el tiempo, ni tampoco de saber muy bien qué sucedía a su alrededor. Pues se hallaba sumergida en una especie de pozo oscuro, hecho de puro sufrimiento, del que le era imposible salir; y en el que se sumaban la fuerza de los impactos del látigo, el escozor de sus heridas, y el temor por lo que iban a hacer con ella. Pero lo que sí escuchó fue el ruido del rotor del helicóptero, y además allí muy cerca; de hecho, cuando la soltaron del poste notó, en su cuerpo desnudo, la fuerza del aire que el aparato desplazaba. Pero no se veía capaz de levantar la cabeza, y solo pudo verlo cuando la tumbaron en el suelo, sobre lo que parecía una red hecha de soga gruesa; enseguida el helicóptero aceleró y comenzó a alejarse, pero cuando lo hizo sucedió algo que a Malena la pilló por sorpresa: aquella red se fue cerrando a su alrededor y, de pronto, notó que se elevaba en el aire. Entonces sí recuperó por completo la consciencia, y pudo darse cuenta de lo que sucedía; estaba volando colgada del aparato, en una red de malla gruesa que la mantenía atrapada, e inmóvil, a unos doscientos metros por encima de las copas de los árboles.

Así viajó durante al menos media hora, en un estado de terror creciente; para empezar, porque toda su vida había tenido vértigo, y volar colgada de aquel modo le daba pánico. Pero además le dolía todo el cuerpo, y aún más en la posición a que la red la obligaba; apretujada por completo, y con la gruesa malla presionando sobre las heridas, tan recientes, de los latigazos. Aunque, conforme fue pasando el tiempo, lo peor empezó a ser el frío; no podía saber a qué velocidad volaban, pero, por la inclinación hacia atrás de la cuerda de la que su red colgaba, debía de ser respetable. Su cuerpo desnudo recibía un viento de, al menos, ciento y pico kilómetros por hora; por lo que, aunque el aire tropical no era demasiado fresco, incluso a aquella altura, para cuando el helicóptero empezó a reducir su velocidad Malena estaba aterida de frío. Por el mismo método de mirar la inclinación de la cuerda de la que colgaba -para su suerte, había quedado atrapada en la red boca arriba, así que no miraba hacia abajo para nada- se dio cuenta de que iban cada vez más despacio, y a la vez de que estaban a menos altura; pronto pudo ver, a los lados, las copas de los árboles, y al poco de eso el aparato se quedó inmóvil, suspendido en el aire. Pero, cuando Malena casi había reunido fuerzas suficientes para mirar hacia abajo, sucedió lo que hacía rato que temía; la cuerda se soltó, y la red cayó, con ella atrapada dentro, al vacío. Por poco tiempo, eso sí, porque unos metros más abajo la esperaba un pantano de aguas cenagosas, en cuyo mismísimo centro fue a hundirse.

VIII

Cuando tocó el fondo, Malena estaba al borde de un ataque de pánico. En primer lugar porque, al soltarse la cuerda, pensó que iba a estrellarse contra el suelo, pues, al no haber mirado hacia abajo, no sabía que le esperaba el agua; con lo que, además, al sumergirse comenzó a tragarla, hasta que se dio cuenta de donde estaba, y dejó de intentar respirar. A lo que cabía sumar que, en aquella agua tan sucia, no veía casi nada, y que seguía estando atrapada dentro de la red; así que comenzó a forcejear desesperadamente, sin lograr soltarse. Cuando se calmó un poco, tras ver que no lo conseguía, se dio cuenta de que sus nalgas se apoyaban en el fango del fondo, y de que en la dirección contraria veía más claridad; así que alargó sus manos hacia allí y, una vez que la encontró, ensanchó la abertura de aquella red, que por fortuna sus captores no habían cerrado con nada. Aunque, mientras la ensanchaba, le asaltó otro pensamiento que casi la devuelve al pánico: que, en aquellas aguas, era muy posible que hubiese cocodrilos o caimanes. Por lo que, tan pronto como hubo logrado que la red tuviese una abertura suficiente, Malena escurrió su cuerpo desnudo por ella, subió nadando a la superficie y respiró a fondo, aliviada; lo siguiente que hizo fue mirar bien a su alrededor, donde no vio ningún peligro, y bracear tan deprisa como pudo hasta la orilla más próxima.

Cuando se tumbó sobre el barro, junto al pantano, lo primero que pensó fue que necesitaba lavarse; pues estaba cubierta de barro, de la cabeza a los pies, y temía que las heridas de los latigazos se le infectasen. De hecho, y por causa de la presión de aquella red sobre su piel lacerada, algunas de las que tenía en la espalda se habían abierto, y sangraban; al pasarse la mano lo notó, y resolvió buscar agua limpia. Para lo que comenzó a rodear la ciénaga, en la esperanza de que hallaría alguna corriente que la alimentase. Tardó casi media hora, pues no parecía haber ninguna; para cuando ya pensaba que, a lo mejor, el agua de aquel pantano provenía solo de la lluvia, se encontró una pequeña corriente, que bajaba de los cerros próximos hacia allí: parecía muy limpia, y la utilizó para quitar el barro de su cuerpo. Lo que pudo, claro, pues no alcanzaba bien para lavarse toda la espalda; pero al menos hizo una primera limpieza, y luego siguió caminando torrente arriba, buscando alguna poza donde pudiera sumergirse. A partir de que estuvo más limpia comenzó, sin embargo, a sufrir otro problema: los mosquitos; pues en aquella selva los había por millones, y estando por completo desnuda era una presa fácil para ellos. Así que, cuando una hora más tarde encontró un pequeño salto de agua, que alimentaba un estanque de aguas limpias y poco profundas, toda su desnudez estaba cubierta de ronchas, pues no podía evitar rascarse las picaduras; muy pocas veces en su vida había sido más feliz que cuando se sumergió en aquellas frías aguas, pues logró, con ello, que los mosquitos dejaran de picarle por un rato.

Mientras dejaba que el frío mitigase el escozor de sus recientes heridas, y de todas las picaduras, pensó cuál debía de ser su siguiente movimiento; y resolvió que lo esencial era subir a algún lugar elevado, desde donde pudiera ver si había algún sitio, cercano, hacia el que mereciese la pena dirigirse: una hacienda, un poblado, o incluso la costa, pues recordaba que el Darién no tenía más que un centenar largo de kilómetros de anchura, entre los dos océanos. Al ir a salir del agua, sin embargo, la asaltaron otras dos preocupaciones: la primera, que uno de aquellos mosquitos podía transmitirle alguna enfermedad, en concreto la malaria; un riesgo que aumentaba, por supuesto, cuantos más la lograsen picar. Y la otra, que debía buscar algo que comer, y no conocía nada sobre los frutos de aquellos árboles; por lo que igual decidía alimentarse con alguno que resultase ser venenoso. Pero, si se quedaba allí en el agua para siempre, lo seguro era que moriría de inanición, así que no tenía más remedio que salir de ella y emprender la marcha; para, cuando el hambre la dominase, arriesgarse a comer algún fruto que le pareciese comestible. Y, además, otro factor hizo que saliese de la poza rápidamente: de pronto vio unas hojas, en la orilla contraria a donde estaba sumergida, que se movían, y poco después una serpiente se metió en el agua, y comenzó a nadar hacia ella.

Malena echó a andar siguiendo, una vez más, aquel torrente, pues ello le garantizaba andar siempre hacia una mayor altitud; no había otro modo de orientarse, pues en aquella selva espesa mirar hacia arriba no ofrecía otras vistas que las copas de los árboles. Al poco rato se dio cuenta de lo difícil que era caminar descalza sobre aquel suelo, que estaba lleno de piedras y ramas sueltas que herían la planta de sus pies; por no hablar del peligro que suponía la pequeña fauna local, pues tenía que ir con cuidado para evitar que, a las  constantes picaduras de mosquito, no se sumasen las de las hormigas, arañas, escorpiones, etcétera, que veía por todas partes. O peor aún las de serpiente, claro, y tenía muy presente lo que le habían dicho sobre que se ocultaban a veces entre las hojas caídas; por si acaso, llevaba una rama de arbusto fina y larga en una mano, y cuando tenía la menor duda removía la hojarasca antes de pisarla. Así que su avance era bastante lento, y además agotador; pues el calor, y la alta humedad de la selva, contribuían a dificultarlo. Pero al menos podía ir bebiendo agua del riachuelo que todo el tiempo remontaba; y, aunque los mosquitos seguían torturándola sin darle cuartel, también lograba aliviar un poco el prurito remojando las picaduras. Pronto se encontró con animales de mayor tamaño, pues a partir de un cierto punto las copas de aquellos árboles empezaron a verse repletas de monos; eran pequeños, peludos y negros, y lo que más le llamó la atención a Malena fue que algunos de ellos comían lo que, desde el suelo, le parecieron plátanos.

Una hora más tarde descubrió, para su felicidad, de donde provenían, pues llegó a una zona en la que había varias plataneras silvestres; así que pudo comer por fin algo, aunque procuró no abusar de los plátanos por el temor a indigestarse. Se comió tres; eran más pequeños, más duros y algo menos dulces que los que compraba en España, pero no eran nada desagradables en la boca. Para luego, ya alimentada y totalmente agotada, recostar su cuerpo desnudo contra uno de los árboles, después de haber despejado la zona de insectos y peligros usando la rama que llevaba, y quedarse dormida. Despertó enseguida; o al menos eso fue lo que le pareció, pues no tenía modo de saber con exactitud cuánto había dormido. Y lo hizo en mitad de un sueño erótico, en el cual muchos hombres estaban penetrándola a la vez y salvajemente; al recuperar la consciencia notó que estaba realmente excitada, y pudo ver que tenía una mano en su sexo, con la que estaba masturbándose. Al instante recordó lo que el hombre de la bata le había dicho, en el campamento, sobre el DIU que le implantó, y comprendió su extraordinaria efectividad; pues tenía una necesidad imperiosa de sexo, y continuó frotándose el clítoris, y metiendo dos dedos en su vagina, durante un buen rato. Hasta que logró un primer orgasmo potentísimo, que casi le hace perder el conocimiento, y luego otros dos más.

Después del tercero, y aunque el cuerpo le pedía seguir masturbándose sin parar, se dio cuenta de que debía seguir la marcha; así que se puso en pie y continuó torrente arriba. Pero su excitación sexual iba en aumento, y no tardó mucho en volverse a masturbar; esta vez lo hizo de pie, sin ni siquiera soltar la rama que llevaba en una mano: levantó una pierna, apoyó el pie en el tronco de un árbol, y comenzó a frotar su vulva con un dedo, hasta que otro orgasmo le provocó espasmos de felicidad que recorrieron toda su desnudez, haciéndole olvidar por un momento la fiereza de los mosquitos que no paraban de picarla. Y, cuando continuó su avance hacia las alturas, se dio cuenta de que sus ojos ya no buscaban tanto los posibles obstáculos, o los peligros, del camino; sobre todo iba mirando a las ramas, y a las piedras, tratando de encontrar algo que le sirviese como consolador improvisado. Al final, entre las piedras del torrente, encontró una que podría servir a sus propósitos: larga de quizás diez o doce centímetros, de no más de cuatro o cinco en su parte más ancha y muy pulida, por efecto del agua. De inmediato detuvo su avance, la recogió y, volviendo a apoyar un pie en el tronco de uno de aquellos árboles, la introdujo de inmediato en su vagina; cuando comenzó a moverla, atrás y adelante, la sensación de placer que le produjo fue extraordinaria, y en muy pocos minutos explotó en un orgasmo, tan intenso que no pudo reprimir sus gritos de placer. De hecho, tan agradable le resultaba sentir aquella piedra en su interior que trató de seguir caminando sin sacársela; pero le fue imposible hacerlo, ya que la obligaba a andar en una postura muy incómoda. Y, además, se le caía del sexo, pues lo tenía muy lubricado y la piedra era bastante pesada; así que se limitó a llevarla en la mano que no sujetaba la rama, y a usarla cada vez que la excitación la llevaba a no poder pensar en otra cosa que en masturbarse. Lo que le sucedía casi todo el rato; para cuando alcanzó un lugar en el que la corriente de agua desaparecía en el interior de una roca, Malena había perdido la cuenta de los orgasmos que llevaba. Y solo tenía un propósito: conseguir más y más.

La desaparición del torrente que la guiaba, sin embargo, la obligó a dejar de pensar, ni que fuera por un momento, en masturbarse; aunque tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano, comprendió que si seguía así acabaría mal, pues cada vez se preocupaba menos de su seguridad. De hecho, una de las muchas veces en que se había masturbado con la piedra, mientras apoyaba un pie en un árbol, una serpiente había caído al suelo a su lado, desde una de sus ramas y estando ella por completo espatarrada; y no le había hecho el menor caso, enfrascada como estaba en alcanzar el enésimo clímax. Solo cuando lo alcanzó volvió a mirar al bicho, para comprobar, aliviada, que se había dirigido a beber agua al torrente; haciendo caso omiso de su pie desnudo, a cuyo mismísimo lado había aterrizado. Pero no podía seguir corriendo estos riesgos, y además volvía a estar agotada; esta vez, al esfuerzo del camino se sumaban los múltiples orgasmos con que lo había ido “amenizando”, por lo que ya no podía más. Así que decidió limpiar otra vez un espacio junto a un árbol, donde se recostó; y, haciendo un enorme esfuerzo de voluntad por no volver a masturbarse con la piedra, pronto logró quedarse profundamente dormida.

IX

Despertó, cómo no, en mitad de un sueño húmedo, pero al recuperar la consciencia su excitación sexual desapareció, y se convirtió en miedo; pues allí mismo, delante de ella, un grupo de animales -parecidos a jabalíes- hurgaban en el suelo entre gruñidos. Malena se quedó muy quieta, aunque no pudo evitar que su cuerpo desnudo temblase ostensiblemente, pero pronto comprobó que los animales no le hacían caso; parecían enfrascados en buscar lombrices, o gusanos, en el subsuelo, y al cabo de un tiempo se alejaron de allí. En cuanto los perdió de vista se incorporó y continuó andando, siempre hacia una mayor altitud; lo que hizo durante todo el día sin que, durante su camino, volviera a asaltarle aquella enorme excitación que la había atormentado la víspera. Al parecer, el aparato instalado en el fondo de su vagina no liberaba hormonas de un modo constante, sino aleatorio; lo cual por un lado era tranquilizador, porque Malena no habría podido soportar, por mucho tiempo, mantenerse en aquel estado de lubricidad incontenible. Pero, por otro, significaba que en cualquier momento, incluso en el más inapropiado, la excitación podía regresar; en eso pensaba cuando vio, por entre los árboles, que la cima estaba ya próxima, y se apresuró para alcanzarla antes de que se hiciese oscuro.

Desde las rocas que coronaban aquel cerro, sin embargo, no podía ver otra cosa que selva, y en todas direcciones; de hecho, con excepción de un lago en la distancia, solo pudo apreciar copas de árboles. Así que Malena optó por buscar un rincón algo resguardado para pasar la noche, pues empezaba a oscurecer; aunque tenía hambre y sed, allí en la cima no había ni comida ni agua, pero no quería alejarse por si, a la mañana siguiente y con mejor luz, se divisaba algo. Al final acurrucó su desnudez entre las rocas, y se dispuso a dormir allí; pero, antes de lograr dormirse, notó que alguna cosa se movía bajo sus nalgas. Su primera intención fue la de apartarse de un salto, pero recordó lo que le habían explicado al llegar sobre las víboras del lugar, las Mapanás y las Equis, y optó por quedarse inmóvil; hizo bien, pues aquella sensación se fue desplazando de sus nalgas hacia su sexo, a lo largo de la hendidura entre ambos glúteos. Y al poco pudo ver, pese a la escasa luz que para entonces quedaba, como la cabeza de una serpiente asomaba por entre sus muslos. Era pequeña, pero su cabeza triangular era inconfundible, y Malena tuvo que reprimir un grito de horror, mientras trataba de quedarse lo más quieta que pudo; casi dejó de respirar, mientras observaba como el reptil, sin prisa alguna y desde su sexo, recorría todo su muslo derecho, hasta abandonarlo para trasladarse a la roca más próxima. Tan pronto como lo hizo, la chica comenzó a llorar y a temblar, presa de un ataque de nervios; acto seguido se levantó de un salto, y comprobó que donde se había acurrucado no hubiese ningún otro peligro. Aun tardó un poco, pero al final, y todavía algo temblorosa, volvió a refugiarse en el mismo hueco; pues en aquella cumbre no existía otro sitio resguardado.

A la mañana siguiente aún tenía más hambre y sed, pero su empeño en quedarse en la cima tuvo premio; pues observó que a poca distancia de allí, tal vez dos o tres kilómetros, una pequeña columna de humo se elevaba entre los árboles. Sin dudar un instante, emprendió la marcha en aquella dirección, y de camino tuvo otras dos sorpresas muy agradables; pues encontró más plátanos como los que había comido el día anterior, y diversos riachuelos de agua limpia y fresca. En uno de ellos, incluso, se formaba una poza en la que pudo lavarse; aunque el agua no le llegaba más que a media pantorrilla, se arrodilló en ella y aprovechó con sus manos para remojar, y frotarse bien, todo el cuerpo. Como no tenía con qué secarse continuó la marcha, y al cabo de una hora más pudo divisar el origen de aquella pequeña columna de humo: un edificio oculto entre la espesura, de muy pequeñas dimensiones, más parecido a un refugio de pastores que a una vivienda. En el que solo se veía una puerta, sin ventana alguna, y una chimenea de la que salía aquel humo apestoso; pues esta era otra: el olor era nauseabundo, similar al de la carne chamuscada. Malena se fue acercando con mucho cuidado, tratando de no ser vista; pero no parecía haber nadie, y cuando llegó, de árbol en árbol, al más próximo a aquella puerta se decidió: fue hasta ella, y la abrió.

Dentro no había nada en absoluto; o mejor dicho nada que le fuese útil, pues lo único que vio fue un tubo que brotaba del piso, y desembocaba en la chimenea que había visto desde fuera, y una trampilla en el suelo, cuadrada y de casi un metro de lado. La cual por supuesto levantó: bajo ella aparecía una escalera descendente, que se sumergía en la oscuridad; al menos hasta donde a Malena le alcanzaba la vista, que no eran más de una docena de escalones. Por un momento dudó, pero luego decidió seguir explorando; así que empezó a descender por aquella escalera, hasta que todo su cuerpo quedó por debajo de la trampilla. Y luego sentó sus desnudas posaderas en un escalón, cerró la tapa y se puso a esperar a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad; y, de paso, a escuchar en silencio. No tardó demasiado en ver que, quizás cinco o seis metros más abajo, la escalera terminaba frente a una puerta, bajo la que se filtraba algo de luz; así que descendió hasta allí con cuidado y, una vez en el rellano, se quedó quieta y callada, tratando de escuchar algo. Pero, como no pudo oír ruido alguno, optó por probar de abrir la puerta; lo logró sin ninguna dificultad, para descubrir detrás de ella mucho más de lo que esperaba. Pues daba a un largo pasillo con paredes de hormigón, iluminado mediante luces de emergencia y con varias puertas a ambos lados; tan pronto como accedió al corredor pudo comprobar que estaba refrigerado, pues se puso a temblar hasta tal punto que le castañeteaban los dientes, y comprendió que allí dentro, yendo desnuda, poco tiempo aguantaría. Así que decidió buscar, de inmediato, algo con lo que cubrirse.

La primera puerta que probó daba a una especie de despacho, donde solo había una mesa, una silla, un ordenador y diversos archivadores cerrados con llave; así que probó con la siguiente. Era un laboratorio, lleno de aparatos, tubos, probetas y utensilios, además de varios armarios metálicos que también estaban cerrados; para cuando terminó de revisar todo aquello Malena tenía toda su desnudez en carne de gallina, y no podía detener lo que, ya casi más que temblores, eran verdaderas convulsiones. Pero tampoco encontró allí ni una simple bata, así que probó la tercera puerta: era otra habitación, en la que solo había lo que parecían ser congeladores industriales. Más por curiosidad que por pensar que allí pudiera encontrar algo para abrigarse, la chica abrió el primero de ellos; al mirar en su interior, un escalofrío recorrió su desnudez de arriba abajo, y le hizo olvidar por un momento el terrible frio que sentía. Pues aquel cofre contenía restos humanos congelados; aunque Malena no era una experta en la materia, por supuesto, pudo distinguir sin dificultad pies, brazos y manos, e incluso algún torso desmembrado. Así que cerró la tapa de un golpe y, sin molestarse en mirar los otros tres congeladores, salió tan deprisa como pudo de aquella habitación, de nuevo al pasillo. En el que pudo ver, justo frente a ella, un termómetro que marcaba doce grados.

Cada vez más desesperada, y ahora además crecientemente asustada, Malena probó la siguiente puerta; daba a una especie de consulta médica, en la que no faltaban una camilla y una silla ginecológica, pero en la que tampoco halló nada con qué cubrirse. La contigua era un baño, en el que tampoco halló nada; ya que ni en la ducha había toallas, solo un secador industrial por aire caliente. La sexta no pudo abrirla, pues estaba cerrada con llave; pero tenía una placa en la que ponía “Quirófano – No entrar sin el equipo estéril, y tras desinfección” . Y la séptima era, claramente, una celda; aunque tampoco pudo abrir la puerta, tenía un ventanuco practicable por el que se veía su interior, y en él no había más que un catre, sin colchón ni sábanas, y una bacina en el suelo, a su lado. Así que ya no le quedaban más que dos puertas por probar; cuando abrió la penúltima descubrió una habitación más grande, amueblada como si fuera una sala de estar, con una litera doble en uno de sus lados, y una cocina americana en la pared opuesta. Malena, viendo que las dos literas tenían sendos cobertores, se dirigió de inmediato a coger uno, para cubrir con él su cuerpo desnudo; pero, cuando estaba a punto de retirarlo de la cama, oyó una voz a su espalda, que provenía de la puerta de aquella habitación: “Haga el favor de dejar eso donde está; sería una verdadera indecencia ocultar un cuerpo como el suyo. Además, e igual que en el campamento, aquí las mujeres van siempre desnudas; tanto las que están enteras, como las ya procesadas” .

Cuando se giró, Malena pudo ver a tres hombres, armados con fusiles y vestidos como los del campamento, que se reían con ganas; los tres ocupaban la puerta de aquella habitación, por lo que no tenía escapatoria posible. El que le había hablado, cuando paró de reír, volvió a dirigirse a ella: “Lo cierto es que ha sido usted una mala inversión. Se suponía que debía de pasar una semana, al menos, en la selva, soportando toda clase de peligros; al final, lo único un poco emocionante que ha hecho ha sido casi follar con una serpiente. Y, para completar la desgracia, ahora va y descubre el quirófano antes de hora” . Al ver la cara de pasmo de Malena los tres volvieron a reírse con ganas; y, cuando se calmaron, el hombre siguió hablando: “Por lo general, una vez que ya no las podemos torturar más ustedes terminan aquí; pues, por más que las hayamos castigado por fuera, sus órganos aún tienen un valor, ¿sabe? Pero en su caso esto ha sido un desperdicio; aunque ya veo que ha tenido la ocasión de probar el látigo, se sorprendería usted de la cantidad de sufrimiento que podría haber soportado un cuerpo joven, como el suyo, antes de colapsar por completo. Pero ahora ya no puedo volver a soltarla, claro; imagine que, por lo que fuese, lograba escapar, o comunicarse con alguien… En fin, el equipo de extracción aun tardará unos días; mientras tanto, podemos aprovecharla para que nos entretenga a los tres. Espero que sea buena follando; si no es así, le aseguro que lo pasará peor que en el campamento. Ahora venga conmigo, por favor” . Malena sopesó por un momento la idea de negarse, pero era obvio que de nada le iba a servir; así que siguió a aquel hombre hasta la celda, pasando por entre las ávidas manos de los otros dos, y cuando él le abrió la puerta entró y se sentó en el catre. Y, aunque se sentía muy desgraciada, se consoló un poco al darse cuenta de que, allí dentro, no había tanta refrigeración como en otras partes de aquel sótano.

X

No tardó mucho, una vez allí encerrada, en notar que el aparato que habían colocado en su vagina comenzaba de nuevo a hacer de las suyas. Al principio no fue más que un calorcillo en el bajo vientre, acompañado de cierta lubricación; pero una hora después, más o menos, Malena se masturbaba con las dos manos, desesperadamente, y emitía unos entrecortados gemidos de deseo, que hacían evidente su estado de enorme excitación. Para cuando ya llevaba tres orgasmos cósmicos, gigantescos, oyó como alguien abría la mirilla de la puerta, para mirar al interior de su celda; pero no estaba en condiciones de disimular, pues no podía parar de masturbarse, así que no se detuvo. Ni siquiera cuando, poco después y muerto de risa, uno de los hombres entró en su celda llevando un juego de esposas, con las que le sujetó las manos a la espalda; para después decirle “Me alegro de ver que le gusta el sexo; no se preocupe, que no le va a faltar. Pero nada de cansarse inútilmente, que luego ya no tendrá ganas cuando la follemos…” . Malena estaba tan fuera de sí que solo pudo decirle “Por favor, ¡fólleme! No me deje así, se lo suplico; al menos tóqueme usted ahí abajo, necesito más…” ; pero el hombre volvió a reír y, tras asegurarle que ya faltaba muy poco, se marchó, dejándola desconsolada. Y tratando de obtener otro orgasmo por el procedimiento de frotar su vulva contra la esquina del catre; aunque el metal sin pulir le hacía bastante daño, al final logró estimular su clítoris lo suficiente como para alcanzar el cuarto.

Poco después de lograrlo se volvió a abrir la puerta, y el mismo hombre entró en la celda, la cogió de un brazo y la sacó afuera. Por el pasillo fueron hasta la habitación que parecía un dispensario, donde la hizo sentarse en la silla ginecológica; aunque a Malena le costó un poco, pues tuvo que pasar sus manos esposadas entre el asiento y el respaldo, una vez que lo logró separó sus piernas casi con ansiedad, y puso sus dos pies en los estribos, esperando ser penetrada de inmediato. No era eso, sin embargo, lo que iban a hacerle, sino tomar muestras de sus fluidos: sangre, esputo, orina, e incluso de sus copiosas secreciones. Acto seguido el hombre, con una lupa, hizo un detallado repaso de las marcas de latigazos que recorrían todo su cuerpo; y con una pequeña jeringa fue inyectando, en los lugares donde le pareció que podía haber algo de infección, una substancia que a Malena le escoció muchísimo. Una inspección que, una vez revisadas todas las zonas de su anatomía a las que alcanzaba en aquella postura, continuó con la chica de pie; tras varios pinchazos más, en sus nalgas y en su espalda, dejó la jeringuilla sobre una bandeja, y la llevó hasta el salón donde la habían descubierto. Allí la esperaban los otros dos, desnudos por completo; cuando el que la escoltaba le quitó las esposas, Malena se abalanzó, literalmente, sobre los penes de aquellos dos hombres. Y mientras chupaba uno masturbó el otro, alternando hasta tenerlos a ambos tiesos como sendos postes; una vez que los vio a punto, y con una sonrisa, preguntó “Se lo ruego, ¿podrían penetrarme los dos a la vez? Nunca lo he probado…” .

Cuando regresó el hombre que le había tomado las muestras, un buen rato después, Malena ya no podía sacar más de aquellos dos guardias; ambos habían eyaculado varias veces, en la vagina y en el ano de la chica, y estaban francamente cansados. Y ella había alcanzado, por lo menos, tantos orgasmos como penetraciones, si no más; pues cuando, sentada encima de uno de ellos y mientras le taladraba la vagina, el otro se situó detrás de ella y le metió -de un fuerte empujón- su miembro hasta el fondo del recto, Malena tuvo un orgasmo cuasi instantáneo. Que se repitió al eyacular, casi simultáneamente, aquellos dos penes que la forzaban al unísono. Pero su cuerpo tenía tal sobredosis de estrógenos que no podía parar; al ver al otro hombre se abalanzó sobre él, le quitó la ropa casi a tirones y, viendo que tenía el miembro ya erecto, se sentó sobre él sin ni siquiera lubricarlo un poco. Tras lo que comenzó a cabalgar con tanta intensidad, frotando aquel pene arriba y abajo dentro de su vagina, que el hombre tuvo que frenar su ímpetu con las manos, porque le estaba haciendo daño. Para cuando eyaculó, y se retiró de la vagina de ella, Malena trató de ponerlo otra vez erecto, masturbándolo; pero el hombre ya no tenía ganas de más sexo, y la apartó de un empujón, riendo. Aunque ella estaba en pleno frenesí, como si se hubiese vuelto loca, y de inmediato comenzó a masturbarse con decisión; uno de los otros guardias, muerto de risa, le dijo señalando un cajón “Ahí dentro tienes algunos consoladores” . Y, cuando Malena sacó uno enorme, y procedió a metérselo hasta el fondo de su vagina entre gemidos de deseo, el mismo guardia dijo a los otros “¡Menuda furcia! Habrá que decirle al doctor que no siga “mejorando” su cóctel de afrodisíacos, o al final los que acabaremos muertos seremos nosotros…” . Lo que provocó grandes risas de los tres; que la chica oyó, mientras notaba como crecía su enésimo orgasmo.

Cuando, poco después, uno de los guardias la llevó hasta su celda y la encerró, lo hizo permitiéndole conservar tanto el consolador como sus manos libres de esposas; así que Malena aún siguió un rato masturbándose con aquel enorme aparato, de al menos cinco centímetros de diámetro por más de veinte de longitud, hasta que el agotamiento la venció, y quedó casi más desvanecida que dormida. Durmió largas horas, y cuando se despertó notó que tenía hambre y sed, pero ya no la excitación que, unas horas antes, la había invadido hasta impedirle pensar en nada que no fuese ser penetrada. Aun tuvo que esperar un buen rato, sin embargo, hasta que uno de sus carceleros regresó con una botella de agua y algo de comida, que le dejó junto a la puerta sin decirle nada; Malena se lo tomó todo con bastante avidez, y luego se sentó sobre el catre. Mientras contemplaba el enorme consolador, sorprendida por las reacciones que aquel DIU le provocaba, se dio cuenta de la situación de extremo peligro en que se hallaba; las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, y la invadió una sensación de extrema tristeza, mucho más lógica que la lubricidad insaciable que el día anterior la había invadido. Que podía volver en cualquier momento, como ya había comprobado por dos veces.

En los siguientes dos o tres días, sin embargo, no se repitió; al parecer el aparato era caprichoso y, en vez de mantenerla siempre algo excitada, iba alternando periodos de calma con explosiones de excitación. Aunque ello no la libró de, una vez al día, entretener a sus captores; de hecho, contaba los días que iban pasando por sus visitas a la sala de estar, donde los tres guardias la penetraban durante unas horas. Pero tres días después se produjo un cambio en su régimen de vida, pues Malena estaba durmiendo, después de su última sesión de sexo con los guardias, cuando la puerta se abrió de nuevo; los que lo hicieron eran dos hombres a los que no había visto aún nunca, vestidos con sendas batas azules. Sin decir una palabra la llevaron, sujetándola cada uno de un brazo, hasta la habitación que hacía de dispensario; una vez allí tumbaron su cuerpo desnudo sobre la camilla, en vez de sentarla en la silla ginecológica, y procedieron a hacerle un chequeo médico completo. Tras lo que, con unas esponjas que olían a desinfectante, lavaron a fondo todo su cuerpo desnudo. Malena tenía otra vez frío; y, como cada vez estaba más nerviosa, no pudo evitar preguntar a quien la revisaba qué iban a hacerle. Pero aquel hombre le pellizcó con dos dedos un pezón, haciendo tanta fuerza que logró hacerle chillar de dolor; mientras le recordaba que tenía prohibido hablar. Y le advertía que, si volvía a hacerlo, le haría daño de verdad. Ella calló, más que nada para evitarse más dolor, y no dijo nada cuando el hombre de la bata le pinchó una vena del brazo, con una hipodérmica; no tardó en notar que se le iba el mundo de vista, pero antes de perder por completo el conocimiento, pudo ver como otro de aquellos hombres con bata azul, llevando una mascarilla quirúrgica, se acercaba hasta su camilla. Y lo último que pudo oír, antes de desmayarse, fue como decía, al que le había puesto la inyección, “El quirófano está listo, y también los contenedores isotérmicos de transporte” .