Atrapada en la crisálida (1: Desvirgada)

Crisálida recuerda la primera vez que un hombre la hizo sentirse hembra y ella le entregó su virginidad. Aquel sórdido baño no fue el lugar más romántico pero sí el más morboso, y como lo gozó...

El zumbido del aire acondicionado me despierta. Abro los ojos y miro hacia la superficie acristalada que ocupa la pared frontal. Un puñado de esbeltas palmeras y el ocaso brusco del trópico me recuerdan que estoy en Bangkok. Los rayos de sol tiñen de naranja el blanco sanitario de la habitación antes de perderse en el horizonte.

Estoy tumbada en la cama y sólo mis tetas con sus curvas pronunciadas me impiden abarcar todo el paisaje con la mirada, extiendo las manos, las sobo, pulso los pezones tungentes con las yemas de los dedos y siento mi cuerpo electrizarse. Sigo con la exploración acariciándolas desde la copa hasta la base, las aparto hacia los lados y abro el pliegue central, caliente y algo escocido por el sudor. Tomo el tubo de pomada y la extiendo sobre la erosión. Noto el frescor agradable de la crema y me doy más unte. Las mantengo separadas para que el chorro de aire las refresque.

Me gustan, son unas buenas tetas, grandes, pertrechadas de suero salino y me salvarían de morir ahogada si un maremoto sacudiera de nuevo Tailandia. Hechas a mi gusto, para el goce de los hombres y para el de la cuenta corriente del Dr. Durán, que me operó con sus hábiles manos.

-No son tuyas -me dijo una resentida frustrada una vez, y yo me encaré con ella diciéndole:

-Las pagué de mi bolsillo...¿entonces de quién son?

La verdad es que nunca había sentido nada tan mío. Odiaba mi cuerpo desde la pubertad, y contemplaba ese crecimiento ajeno, esa delgadez abrupta de los codos y las rodillas como un insulto. No era nada masculino, y tenía ese aspecto anoréxico y pálido de las modelos, con el inconveniente de que no podía vestir como ellas. El invierno era mi aliado y el verano, la pesadilla, porque no podía esconder al monstruo bajo suéters y pantalones holgados.

Más adelante y cuando tomé conciencia de que era "trans", el tratamiento lo cambió todo. Las hormonas sacaron a la hembra atrapada, y poco a poco, mis extremidades tomaron forma, el pecho, la cadera y el culo se tensaron, delatándome. La tetosterona dejó paso a los estrógenos y las zonas vellosas de mi cuerpo disminuyeron ostensiblemente. Las actitudes recelosas de mis familiares y amigos a quien no había informado, aumentaron." ¿Qué pasa ahí...está naciendo una zorra?", podía leer en sus ojos. "¿Naciendo?...que va...os equivocáis. Está emergiendo", les contestaba yo con la mirada, porque ya estaba ahí desde el día en que la parieron. La canastilla azul nada cambió, ni el nombre masculino del registro, ni la estricta educación, ni esos azotes que me daba mi padre en las nalgas cuando mariconeaba...ni las pistolas que me traían los Reyes Magos, o las muñecas que pedía y nunca llegaban. La crisálida forjó el caparazón para que no la molestaran y esperó su momento. La metamorfosis había llegado a sus estupefactos ojos, y a los míos, también.

Cuando trabajaba en Ficofils, SA, aún no había empezado con el tratamiento y sus efectos manifiestos. Tenía 18 años y ocupaba mi plaza de administrativo en esa fábrica de confección, un viejo testimonio del esplendor textil de la ciudad. La informática era una asignatura pendiente en la empresa, y la ausencia de las más básicas inversiones presagiaban una inminente fuga a zonas más gloriosas del planeta, como Portugal o Marruecos, ya que entonces China sólo era un león dormido. Como el edificio, también sus ocupantes tenían ese aire pasado y decimonónico, y ese era el caso de Julián, un compañero de trabajo. Me sentaba frente a él compartiendo mesa, y ciertamente, también tenía ese toque rancio pero en este caso delicioso que tienen a veces los jamones pata negra. Era el clásico solterón de treinta y tantos años, y tenía esos rasgos masculinos tan primarios que me pierden: la vellosidad exuberante, sus potentes músculos que nunca mostraba pero que se adivinaban y su cabello planchado hacia atrás de una manera casi escolar. Era realmente tosco, pero tenía todo eso que en mí me repele y que en los hombres me fascina.

Mi trabajo era de auxiliar, y sin tener asignada tarea específica, acababa muchas veces pegando sellos. Generalmente, no usaba la esponja húmeda sino la lengua. La sacaba y lamía la goma del sello, y me recreaba a conciencia hasta que caía algún goterón de saliva mientras le miraba de reojo, viendo como se quedaba embobado. Estaba claro que le ponía, y yo, como quien no quiere la cosa, me solazaba hasta que la imagen del monarca desaparecía emborronada; y entonces, hacía una pelotita que lanzaba a la papelera y arrancaba un nuevo sello de la tira.

Al cabo de un rato, y cuando su congestión facial desbordaba definitivamente, se levantaba para ir al baño y a los diez minutos volvía aparentemente más relajado. Yo sonreía como lo que era: una zorra, fantaseando con el tipo de alivio autosuministrado. Bueno, todos visitábamos esos baños en un momento u otro del día, sobre todo las chicas del taller, que le daban el cambiazo a sus sujetadores, fajas o bragas, dejando las usadas tiradas en el suelo; y las nuevas, recién aprestadas de la máquina, ceñidas a sus vaginas. Yo también lo hacía. Me desnudaba y me gustaba sentir la tirantez de la lycra hundiéndose en la raja de mi culo, y a veces me masturbaba así, frotándome el ojete con la tira de un tanga, hundiéndola toda antes de correrme y sacándola de golpe en el momento álgido.

Un día que estaba enfrascado en el vicio, oí el ruido de la puerta del baño contiguo cerrarse. Me detuve...y con ese estado de alerta que la tensión le deja a una en el cuerpo y le agudiza los sentidos...lo olí...joder...era Julián. Vi su mano buscando algo por debajo del tabique separador, hasta que lo encontró en esa braga dejada allí por la guarra de turno. Me pegué a la pared, silenciosa. Oí ese frotar característico y me quedé con la boca seca de excitación. No pude contenerme. Me alcé sobre la tapa de la taza, para mirar por encima del tabique y verle...y allí estaba ese bruto...diooooosss...con una mano se frotaba el mango grueso y venoso; mientras con la otra restregaba su capullo con la blonda de la braga usada. Me inundó una sensación de asco delicioso y que ahora le llamaría morbo, e inconscientemente mi mano abrió la raja del culo, para buscar el ojete deseoso. Me puse tan caliente que se me escapó un gemido.

Alzó los ojos y me vio, sorprendido. Su cara era un poema y pareció que iba a meter el freno de mano, pero sorprendentemente no fue así. Al contrario, redobló el envite sosteniéndome la mirada que se volvió más osca y salvaje. Yo hundí el segundo dedo que alcanzó presuroso el primero, arrastrando la tira del tanga al interior de mis entrañas; y empece a sollozar de gusto e impotencia al verle desechar la braga, y dejar caer un generoso lapo en su capullo, rojo incandescente y tumefacto.

El frenesí nos llevaba a una sincronización casi perfecta, a pesar de nuestra cómica posición. Como músicos de una orquesta con miles de horas de ensayo, nos sosteníamos la mirada como si fuera una partitura. Las notas que yo leía en la suya decían: "te voy a follar como a una perra" y las que leía él en la mía le ordenaban: "dame duro y hasta el fondo", y pareados, pusimos punto final a esa loca pieza: él expulsando el semen que barnizó las baldosas y la braga tirada, con abundantes chorretones; y yo, haciendo lo mismo en mi compartimento, con la tira del tanga y tres dedos metidos, sin tocarme el pene en un orgasmo casi femenino. Me doblé sofocada, y estuve a punto de caerme de la taza.

Pasamos el resto de la jornada ignorándonos, y cuando llegó la hora de marcar, fue el primero en largarse. Yo me puse el abrigo y como es habitual cuando el frío de la calle aprieta, enfundé las manos en los bolsillos. Palpé algo que no recordaba, lo saqué, y sorprendido, desplegué unas bragas y leí lo siguiente en una nota adjunta:

"Mañana te quiero con esas bragas en el mismo sitio y a las 11, ni se te ocurra lavarlas, zorra."

Por la noche y tumbado en mi cama, no podía dejar de olfatear la prenda buscando el olor a hembra y a semen, y no cesé de frotármelas por el cuerpo recordando esas imágenes locas. Con ese gozo residual que se mantenía en mi ojete, fantaseé con todo lo que me haría, hurgándome y sin tocarme el pene, orgulloso de poder ignorar ese incordio viril y sentirme así más hembra. No siempre lo conseguía y tenía que masturbarme como un hombre, pero esta vez alcancé el cielo con creces. Así conseguí dormirme.

Al día siguiente fui al trabajo temblando; mitad miedo, mitad excitación. Obediente, me había puesto esas bragas; y esa coletilla imperativa y vejatoria de la nota: "zorra", me había llegado al tuétano y lo saboreaba como el más dulce de los piropos. Ese macho iba a partirme y por primera vez sabría que era eso, porque a pesar de mi edad aún era virgen de culo, y solo me había aliviado con los dedos. Podía haberme desvirgado y a fondo con un buen vibrador o mazacote, pero mi cerebro fantaseaba con entregarme sin paliativos a un auténtico y rudo macho..

Estuve torpe toda la mañana y nos evitamos mutuamente. Él se había puesto su mejor traje y lucía una aguja de oro en la corbata. Casi parecía un novio. Llevaba el pelo engominado y brillante estilo macarra, y olía a esa antigua loción de afeitar saturada de almizcle que me encelaba y me ponía los ojos vidriosos. Yo rogaba para que no me llamaran para alguna tarea urgente, y a la vez pedía al cielo que ocurriera ese imprevisto y así permanecer para siempre en el paraíso de las vírgenes. A las 10,55, corrí hacía el baño gimiendo: "por favor que nadie me diga nada...que nadie me interrumpa...que nadie me solicite..." y me encerré con violencia en el compartimento, pasando el pestillo y apoyándome con la espalda en la puerta, sin resuello. Me desnudé con rapidez y abrí la bolsa, saqué la ropa que le había robado a mi madre: su sencillo vestido de novia, una pieza de seda blanca que a ella le llegaba hasta los tobillos y a mí hasta media pierna; y me recogí el pelo que entonces llevaba largo y lo pincé sobre la oreja, con una horquilla preñada de flores blancas. Me maquillé con trazos torpes dada mi inexperiencia, y cuando ya me daba los últimos toques, oí sus nudillos golpeando suavemente en la puerta. Esperé haberme dado suficiente colorete para disimular mi palidez...tragué saliva y corrí el pestillo...

Entró con premura para que no nos vieran, y cerró de nuevo. Nos miramos cómplices. Él me contempló de arriba abajo y tras tragar saliva me dijo:

-Diooosss que guapo...ejem...en fin..que guapa estás...no me esperaba eso...buffff...vaya sorpresa...ahora siento lo de "zorra" en la nota, rectifico...bufff...pareces una reina...

-No te equivoques -le contesté yo, ya más desinhibida y encantada de haberle gustado-. No espero que rectifiques. He venido para que saques esa perra que hay dentro de mí y que espera anhelante ese momento. Quiero que me hagas todo lo que haces a las mujeres si las tienes, o a las putas que pagas si ese es tu desahogo, y que cumplas conmigo tus fantasías si te queda alguna por consumar. Quiero ser peor tratada que esa braga con la que te masturbabas ayer, si eso te va a dar goce...

Me oía a mi misma y no creía lo que estaba diciendo. Me estaba ofreciendo como la más puta de las putas, pero surgió su efecto y parece que eso acabó con su cupo de protocolo, porque me agarró por la cintura y hundió la lengua en mi boca. Me doblé hacia atrás como un junco, sorbiendo su saliva, mientras él rebañaba hasta el último rincón de mis encías. Noté la cremosidad del maquillaje arrancada de mis labios como si fuera un himen vejado y me aferré a su cuello fuerte y masculino. Nos desnudamos con esa torpeza que da el furor. Lo que no cedía razonablemente, era arrancando, y los botones se soltaban como perlas de sus conchas rodando por el suelo con el "click...click...clik" del nácar. Sus manos rudas se perdían por mi cuerpo buscando esas curvas que yo aún no podía ofrecerle, pero parecía satisfecho de momento, y su pene daba fe de ello: duro y tungente como el día anterior.

Sentí la humedad de su boca en mi cuello, y a chupadas y lamidas, me hundió en la flojera del placer hasta que alcanzó mis pezones que dejó tungentes de dolor y goce. Los mordía una y otra vez y los untaba con más saliva hasta que de nuevo subía hasta mis labios, que ofrecidos, tomaban lo que les daban: el sabor intenso de la pasión.

Me dejé llevar por esas manos experimentadas que me doblaron hasta el suelo, arrodillada, y empujaron su erección hasta mi boca. Me abrí al sabor nuevo, y recibí el calor del glande que se hundió hasta la campanilla. El envite me sorprendió, contuve la arcada como pude, y sin querer, le di una corta y dulce mordida que pareció satisfacerle más que cabrearle. Quizá le provocó las dos cosas porque dijo:

-A ver si andamos con cuidado, que morder es para las más experimentadas, y no quiero acabar en un coro de eunucos...pero dame...asííí...asíííí.....vas a a ser una buena zorrita...como aprendes...

Me gustaba ese trato brusco, enervándome de tal manera que me llevó a repasarle los huevos con la lengua. Estaban duros y prietos en sus bolsas, colorados como la cresta de un gallo y mientras me aplicaba masturbando capullo y mazacote, el me rompió las bragas diciéndome:

-Ya no necesito eso, me gusta más lo que hay debajo...mmmmmm..

Y tras salivarse los dedos, hundió un par de ellos sin miramientos en mi ano excitado y anhelante. Me levantó lo que quedaba del vestido y lo sacó por la cabeza, arrastrándome sin querer el broche de la oreja. Entonces, mis cabellos cayeron sobre la cara y aquello pareció enloquecerlo, mordisqueándome todo lo visible desde el cuello hasta los lóbulos; y agarrándome por las nalgas con sus fuertes y velludos brazos, me alzó para calzar mi ano en su capullo. Presentí lo inevitable, cerré los ojos y alcé las piernas hasta mis límites, colaboradora. Tuvo la precaución de sacar el papel higiénico del rodete y metérmelo cruzado en la boca antes de dejarme caer, y su verga partirme hasta el fondo absoluto. Me arqueé hacia atrás conteniendo el aullido, convulso por el dolor y por el alivio gozoso, al levantarme para otro envite. Me partió de nuevo, así una y otra vez. No tenía más ayuda para soportar el trance, que morder con fuerza el plástico del rodete y babear en abundancia por las comisuras de la boca, atrapado en esa epilepsia deliciosa. Mi esfinter fue cediendo y abriéndose del todo, y empalada, solo pasé a ser una funda de carne donde frotar su erección. Para él, ya sólo era eso y me gustaba... Tras follarme tan brutalmente y durante un buen rato, noté que mi vista se nublaba, y viéndome con los ojos en blanco, me dejó en reposo para darnos un descanso mutuo. Pero corta fue la tregua, la justa para recuperar el resuello y ponerme sobre la tapa de la taza, darme la vuelta, y así doblada y a cuatro patas, infligirme unos buenos azotes en las nalgas con su palma dura y callosa, mientras me susurraba al oído:

-No sé si chirrías de dolor o goce, puta, pero no sabes los calentones que me ha causado tu zorrería. No creas que provocar a un macho de verdad no tenga consecuencias, y bien que lo está notando tu culo de perra...

En esa postura, seguí recibiendo su polla hasta el fondo sin parar de gozarme y darme goce. Me sentía feliz, por fin rota, y ni me había rozado el pene. Le estábamos haciendo un pulso al cabrón, entre los dos, humillándolo, ignorándolo, dándole el servicio de "cloaca expulsa semen"; y convirtiendo mi culo en un auténtico y regocijado coño, capaz de correrse solo...bueno, eso creía yo.

Solté el rodillo de la boca porque ya no podía más y tenía que decirle lo que sentía:

-¡¡¡¡Soy tu perra....síííííííí.....sííííííííí......sííííííííííííí´....dame así....hasta el fondo...castígame por no haberme ofrecido a ti antes...por haberte provocado todos esos calentones sin aliviarlos!!!!

Me tapó la boca con una mano para detener mi locura delatora, y sumó a la polla fornicante: dos dedos más cuyas falanges se hundieron en mi recto. Me estuvo dando así, enloqueciéndome, hasta que me sacó la mano del culo y me aferró la polla, y la masturbó con tal violencia que pensé que iba a arrancármela. Me corrí, se corrió, apretándome la cabeza y la boca contra la pared de baldosas blancas, convirtiendo mi grito incontrolable en un bufido agónico mientras sentía el semen salir. Me había roto el frenillo a falta de himen femenino, y la marca de la sangre ya estaba en el vestido blanco de mi madre.

Fue una difícil tarea de reconstrucción. Lo hicimos cómplices pero calladamente. Yo le recompuse como pude su traje de novio, y él, me quitó el maquillaje con saliva y papel higiénico. Como una perversa ONG paliando los terribles destrozos de un ciclón, alcanzamos cierta cota de dignidad, la suficiente para volver a la oficina.