Atracción genética

Una simple conversación con mi hijo, fue el punto de inflexión para que surgiera algo que no esperaba ver ni oír, pero que sirvió de despertador para que renacieran en mí deseos sexuales adormecidos.

Si alguien espera en este relato algo en extremo morboso, retorcido o en exceso erótico, mejor que no siga leyendo y busque otra narración. Esta es una historia sencilla, pero no deja de ser mi historia. Si he decidido contarla, es para proclamar la felicidad que siento después de vivir unos días de completa angustia, ante los pensamientos tan disparatados que me estaban invadiendo y no daba crédito a que aflorasen en mi mente.

No quiero que vean en mí una mujer mojigata que se asusta del sexo y no lo ve como algo muy unido a la vida. He disfrutado de él todos los años vividos con mi marido. Me casé muy joven con ese hombre que lo era todo para mí y  no me defraudó. Viví junto a él grandes momentos en todos los sentidos y como no, el goce que nos producía tener sexo. Me hacía disfrutar como una loca y me entregaba a él con verdadera pasión. No había poro de mi cuerpo que no hubiera sido explorado por sus labios y lamido con su lengua, al igual que yo lo hacía con el suyo. En la lejanía, todavía quedan en mi recuerdo las continuas penetraciones de su adorado pene en mi acalorada vagina, que me colmaban de una gran dicha y un placer inconmensurable. Pero todo se acabó.

De nuestra relación solo quedaba nuestro hijo Luís, nombre igual que el de su padre. Sus veinticuatro años lo han convertido en todo un hombre, pero para mí no dejaba de ser mi niño y el recuerdo constante de mi marido. Era su vivo retrato. Más alto, pero con un parecido  inconfundible. A veces creo que tengo ante mí a su padre.

Digo que todo se acabó tras la muerte de mi marido. Creía que la vida ya no tenía sentido y caí en una terrible depresión. No conseguía sobreponerme, pero gracias a la ayuda y persistencia de mi hijo pude volver a tener ganas de vivir. Consiguió que volviese a tener sentido mi vida. Me tenía como madre, pero también me consideraba su amiga. Sus secretos eran mis secretos y los míos, aunque apenas tenía, también eran suyos.

Como he comentado había rehecho mi vida. Sí que debo decir que en este renacer el sexo no ocupaba ningún lugar. Era como si hubiera desaparecido para mí. Mi atención solo se centrada en mi hijo y en el hospital donde trabajaba de enfermera. La única diversión sexual, es la que me propiciaba Luís cuando me contaba alguna de sus conquistas con el género femenino, pero estas no despertaban en mí otro placer que la satisfacción de saber que tenía éxito con las mujeres.

¿Qué cambió para que me decidiera a escribir este relato? Una simple conversación con mi hijo, fue el punto de inflexión para que surgiera algo que no esperaba ver ni oír, pero que sirvió de despertador para que renacieran en mí deseos sexuales adormecidos. Esta conversación  que sigue fue el punto inicial:

-Me han asignado en el hospital el turno de tarde y he pensado que por las mañanas bien podía hacer algo de ejercicio. Me estoy poniendo algo fofa –dije a mi hijo mientras estábamos cenando.

-No te quejes, que estás divinamente. Ya quisieran muchas jóvenes tener ese cuerpo fofo que dices.

-No digas tonterías y dime algún gimnasio que no esté lejos y pueda ir andando.

-No es ninguna tontería lo que digo, pero bueno, hacer ejercicio no viene mal a nadie. Ahora mismo voy a llamar a un amigo. Sé que su madre va a un gimnasio que está cerca y  quizás pudierais ir juntas.

Sin consultarme si me parecía bien o mal, se levantó de la mesa y fue directamente al teléfono para volver al poco tiempo.

-Ya está todo arreglado. Mañana a las diez te pasas por casa de mi amigo y estará su madre esperándote. Iréis juntas al gimnasio. Ella se encargará de presentarte en secretaría y en unos minutos estarás inscrita.

Ese era mi hijo. Basta que deseara una cosa, para al momento intentar satisfacerme.

Al día siguiente no me demoré y a las diez tocaba el timbre de la dirección que me había facilitado Luís. Salió a recibirme un joven más o menos de la edad de mi hijo y supuse que era su amigo. No tardó en venir su madre, nos presentamos y recogiendo su bolsa de deporte se despidió de su hijo y nos pusimos en marcha hacia el gimnasio.

Una cosa me sorprendió o me llamó la atención. Cuando se despidieron madre e hijo se dieron un beso en plena boca. Más parecía un buen morreo que otra cosa. Era algo que yo no practicaba con mi hijo. Mis besos con él no pasaban de las mejillas. No le di mayor importancia, pero son de esas cosas que sin querer quedan grabadas en la mente.

Desde ese día, casi a diario, iba en busca de Carmen para ir al gimnasio y las despedidas con su hijo, si se encontraba en casa, era iguales a las que había visto el primer día.

Carmen era una mujer muy locuaz, y muy desenvuelta. Divorciada hacía tres años, no la veía para nada que añorase volver a casarse o buscar pareja, al revés, me decía que nunca se había sentido tan bien como en esos momentos y que no los cambiaba por nada del mundo. Como en mi ánimo tampoco estaba la búsqueda de ningún hombre, la entendía, pero jamás hubiera supuesto las causas que a Carmen le motivaban no buscar desahogos fuera de casa.

La respuesta la obtuve un día que llamé a su puerta como era habitual, y tardaron en abrirme. La figura de Carmen no era la que acostumbraba ver. Llevaba puesta una bata fina transparente y se apreciaba que no llevaba  nada debajo. El pelo lo tenía completamente revuelto y algunas gotas de sudor se le notaban en su frente. Me recibió con una sonrisa de oreja a oreja y se disculpó por no poder acompañarme ese día. Con ese desparpajo que la caracterizaba, me dijo que tenía que acabar algo en la que estaba a medias y era muy importante llegar al final. Quizás me hubiera marchado sin mayor problema, si no hubiera percibido la figura de su hijo por el pasillo completamente desnudo. La posición en que se encontraba Carmen no lo pudo ver, pero para mi vista fue clara. Sabía de donde salía y a donde se dirigió. Conocía bien el piso de Carmen, al haberse dignado a enseñármelo. El joven salió de la habitación de su madre y se dirigió al baño que estaba al fondo del pasillo.

No me lo podía creer, porque estaba claro como el agua. Se me quitaron las ganas de ir al gimnasio y volví a casa. Mi hijo estaba a punto de marcharse, pero antes pudo distinguir que tenía la cara desencajada.

-¿Qué te pasa? ¿Por qué vuelves tan pronto?

-Nada, no me pasa nada importante. Es que he dado un traspié y me duele un poco el tobillo. He pensado que era mejor no hacer ejercicio -dije para evitar explicarle el verdadero motivo.

-No me engañes. Esa cara no es de un traspié. Algo te ha pasado y necesito saberlo.

Creo que era la primera vez que iba con engaños a mi hijo y no tenía por qué empezar a mentirle. Le expliqué lo que había visto y si venía desencajaba, más me puse ante la respuesta de mi hijo:

-Lucía, no pasa nada. Son dos personas que se están dando placer y que mejor encontrarlo con la persona que quieres ¿Tú ves a Carmen como una mujer infeliz?

-No me puedo creer lo que estás diciendo. ¡Luís, que son  madre e hijo!

-¡Y qué!

¡Cómo y qué! Eso es depravante y un incesto con mayúsculas.

-Déjalo Lucía. Quiero que te quedes tranquila y no le des más vueltas. Tengo que marcharme porque si no llego tarde, pero esta noche cuando vengas del hospital, si quieres, seguimos hablando de esto.

No podía ser que mi hijo viese a Carmen y su hijo como una pareja normal. Era algo inaudito. No se apartó de mi mente nuestra conversación en todo el día. Entre tanto darle vueltas, por un momento pensé en la pareja que formábamos mi hijo y yo. No es por desacreditar a Carmen, pero modestia aparte, yo era más joven y mi atractivo era superior al de ella. ¡Alucinante! Por primera vez, después de varios años me estaba mirando en un espejo con otros ojos que no fuera para ver si iba bien o mal vestida ¿Vería Luís en mí algo distinto que el ser su madre?

Esos pensamientos eran absurdos, irracionales y disparatados. Sabía que eso entre nosotros no podía ocurrir. Quería muchísimo a Luís y él me correspondía, pero era amor entre madre e hijo o eso me parecía.

Eran las diez y media cuando llegaba a casa de regreso del hospital. Luís se encontraba en casa y como siempre se acercó a mí para darme los besos de rigor, pero esta vez en lugar de recibirlos en la mejilla como acostumbraba, me los dio en plena boca. Me dejó petrificada, pero no le pregunté a que se debía esa muestra tan cariñosa. Me fui a mi habitación me duché y después me acerqué a la cocina para cenar algo. Como casi siempre, la mesa ya estaba preparada y simplemente tenía que digerir lo que él había cocinado. Mi hijo Luís no es un gran cocinero, pero por las noches me libraba de enfrascarme en la cocina.

La cena trascurrió sin ninguna novedad. Creía que íbamos a retomar el tema que tanto me había trastornado durante todo el día, pero no. Luís en ningún momento hizo mención y yo tampoco me atreví a exponerlo. Podía ser que en esa cena, se acabara ese desasosiego que me había perturbado durante el día. Al día siguiente posiblemente todo estaría olvidado.

Podía ser, pero no fue así. Fui a la cama, estaba cansada y no tardé en dormirme. No transcurrieron muchas horas para que una angustiosa agitación corporal me hiciera despertar. Un acaloramiento y excitación recorría mi cuerpo. Estaba completamente alterada. Me negaba a admitir el sueño que había tenido, pero el pantalón corto del pijama evidenciaba otra cosa. Se encontraba bastante mojado y no era de orina. ¿Estaba follando en sueños con mi hijo? No, no y mil veces no. No podía ser. Era mi pobre marido el que me penetraba y me hacía gozar. No alcanzaba a admitir que fuera otro, rejuvenecido eso sí, pero para nada reconocía que fuese mi hijo. Sí que sus parecidos eran asombrosos, pero tenía que ser Luís padre.

Mal, muy mal me encontraba. Ya casi se me había olvidado que en mi cuerpo se produjesen tales ardores y que mi excitada vagina arrojase tal cantidad de flujo. Sin equivocarme, podía acercarse a los cuatro años que no había tenido sexo. Los tres, desde la muerte de mi marido, más los meses que duró su penosa enfermedad.

El sexo arrinconado cobraba  protagonismo y no podía hacer nada por excluirlo de mis pensamientos. En algo ayudaba Carmen. Como si no hubiera pasado nada, seguí acudiendo a su casa para ir juntas al gimnasio y con esa locuacidad que le caracterizaba, me deleitaba por el camino sus íntimas vivencias.

Y es que Carmen no tuvo ningún reparo, al día siguiente de ver e imaginar el disfrute que se traía con su hijo, explicarme la relación que mantenía con él. Eso sí, me pidió la máxima reserva de lo que me contaba.

No hacía mucho que Carmen se acostaba con su hijo y según sus palabras era lo más maravilloso que le había sucedido en su vida. Surgió de la forma más inesperada. Fue un día que ella se encontraba por completo abatida encima de la cama llorando. La causa era su mala suerte con los hombres. En nadie encontraba o le daba satisfacción. Todos perseguían lo mismo, echar un buen polvo, desahogar sus calenturas, pero ahí te quedas.

Sus gemidos fueron escuchados por su hijo y entró en la habitación para ver que ocurría. A ella no se le ocurrió nada más que decirle: “soy una desgraciada, nadie me quiere”. Su hijo le secó las lágrimas, la abrazó y le empezó a dar besos por la cara. Sin saber cómo y por qué, eso fue lo que me dijo, se encontraron los dos desnudos y después de acariciarse mutuamente por todo el cuerpo, le entró tal excitación que no quería otra cosa que ser follada por su hijo. Según ella, fue el mejor polvo de su vida.

Casi todos los días me contaba las excelencias de disfrutar por entero de su hijo. Decía que no había cosa mejor en el mundo que gozar junto con la persona que más quieres. En ningún momento se arrepentía de haber llegado a follar con su hijo y además le traía sin cuidado que a eso le llamasen cometer incesto. A nadie le importaba y a nadie tenía que dar explicaciones. Era un incesto consentido por ambos y eso era lo que le importaba.

Todas estas conversaciones más que aminorar mis renacidos pensamientos sexuales lo acrecentaban, y mi punto de mira no era otro que mi hijo Luís. Y eso era lo que más me atormentaba. Admitía las explicaciones o justificaciones de Carmen de llegar a fornicar con su hijo, pero era algo que mis principios rechazaban. Imposible que yo llegase a tamaña insensatez. Era mi hijo y tenía todo mi amor habido y por haber. Él era todo para mí, pero era eso, amor de madre. O quizás había algo más. Y ese algo más era el que me negaba a admitir.

Algo tenía que hacer para desviar mis pensamientos. En el hospital comencé a hablar y mirar al personal masculino de manera distinta a la que acostumbraba. Fue como si  hubiera abierto una barrera y diera pié a que los hombres vieran en mí el objeto de sus deseos. No dejaba de oír proposiciones, pero en absoluto nadie me agradaba. Intentaba ver en ellos la figura de mi marido o tal vez era la de mi hijo y no la encontraba. No podía ser que estuviera tan obcecada en esas figuras y accedí a cenar con uno de los enfermos que iba a darse de alta del hospital. Lo encontraba muy gracioso, tanto por sus ocurrencias como por los piropos que no se cansaba de proporcionarme. Su invitación no tardé en recibirla una vez que abandonó el hospital.

Era sábado, día que libraba. Había quedado con el encantador señor vernos en un restaurante céntrico a las nueve de la noche. No le había dicho nada a mi hijo y me daba apuro contarle mi cita hasta que me decidí.

-He quedado con un hombre que he conocido en el hospital para cenar esta noche –le dije con cierto temor.

Me miró fijamente. Creía que me iba a recriminar mi proceder, pero una sonrisa  acompañó sus palabras.

-Por fin te has decidido a romper ese cautiverio del que no querías salir. Bien, éste es el inicio. Veras como hay más hombres en el mundo. Pero no te olvides que yo te quiero cerca de mí.

Vaya, yo esperaba otra cosa pero veía que estaba de acuerdo en que saliese con ese hombre. Me sentí decepcionada. ¿Quizás hubiera preferido que no estuviera de acuerdo? Un lío seguía teniendo en mi cabeza. Sus últimas palabras no sabía como interpretarlas. Para colmo en la despedida, me propinó otro beso en los labios y esta vez lo alargó algo más de lo que acostumbraba los últimos días.

La cena con el señor encantador trascurrió sin pena ni gloria. Él se esforzaba en que yo me sintiera a gusto, pero mis sonrisas ante sus ocurrencias graciosas, eran más que fingidas. Después de cenar me propuso ir a una sala de fiestas y maldita la gana que tenía, pero me propuse no desistir en el empeño de salir de mi ofuscación y acepté. Parecía que me empezaba a animar, fruto de la bebida alcohólica que me estaba tomando y de la música orquestal que envolvía la sala, pero todo se esfumó cuando me invitó a bailar. Los brazos de ese hombre me aprisionaban excesivamente y sentía su aliento repelente  en mi cuello. No lo podía soportar por más esfuerzos que hacía por poder complacer a ese hombre. Él se arrimaba más y más y hasta llegué a sentir en mi bajo vientre un bulto que se iba agrandando. Fue en ese momento cuando le dije que no sabía que me pasaba, pero que no me encontraba nada bien. Aludí que pudiera ser algo que me había sentado mal de la cena. Un gesto de contrariedad apareció en su rostro y sus ojos, que ya los tenía como platos, me miraron como queriendo fundirme. Adiós al encantador señor. Sus maneras cambiaron radicalmente y de su boca ya no salían frases graciosas. Como pude, me zafé de él diciendo que necesitaba ir al lavabo y aproveché para marcharme de allí.

Llegué a casa esperando encontrar a Luís, pero no estaba. Me refugié en mi habitación y di rienda suelta a mis pensamientos. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué no había sido capaz de aguantar a ese hombre? Un sinfín de preguntas me hacía, pero en casi todas aparecía la imagen de mi hijo. Sí, no era Luís mi pobre marido el que absorbía mis pensamiento, estaba claro que era Luís mi hijo el hombre que deseaba y entonces me eché a llorar. No podía ser que mi mente calenturienta ansiase a mi propio hijo. Era depravante e inmoral. Como una ráfaga, como buscando una justificación, me vino la figura de Carmen y su desconcertante pero deliciosa relación con su hijo.

No se cuanto tiempo paso, pero unos pequeños golpes en la puerta de la habitación rompieron mis reflexiones y me hicieron cambiar de posición. Estaba tumbada en la cama vestida, tal como había venido y me incorporé para sentarme.

-¡Si! –dije.

-Puedo pasar –me respondió Luís.

¿Qué le iba a decir, que no? Eso le hubiera extrañado porque nunca le había negada la entrada a mi habitación y le dije que pasase.

-He encontrado la puerta principal sin cerrar con llave y he pensado que habías llegado. ¿Cómo ha ido tu primera experiencia? –me preguntó acercándose a mí.

-Bien -le contesté.

-¿Y esos ojos? –me preguntó.

-¿Qué le pasan a mis ojos?

“Mierda” me dije. Cuando llamó a la puerta de la habitación, no recordé que había llorado y bien podía haberle dicho que esperase un momento, mientras iba al baño para lavarme la cara.

-Has llorado –me dijo sentándose a mi lado. Sus dedos pasaron por mis ojos y siguió diciendo: -¿Qué ha pasado?...  ¿No ha ido bien tu salida, verdad?

No lo pude remediar. Unas lágrimas volvieron a derramarse por mi rostro y me abracé a Luís con todas mis fuerzas.

-No pasa nada Lucía, no pasa nada –me decía mi hijo mientras acariciaba mis cabellos. –Ya sabes que siempre me tendrás a mí, yo no te defraudaré nunca.

Me separé de él, le miré, y esa cara era la que perturbaba todos mis pensamientos. Sí, sí, era esa cara con esos ojos, esas mejillas, esos labios. Labios que me atrajeron para juntarlos a los míos. Noté que ese beso pilló de sorpresa a mi hijo, pero no dijo nada. Contribuyó a que nuestros labios no se separasen al mismo tiempo que volvía a abrazarme. Mis manos no se quedaron quietas y se posaron en su cuello. Ya no recordaba como eran los besos pasionales. Aquel beso no cabía duda que lo era. Había pasión, excitación, ardor y amor. Pero no era amor de madre, era amor al hombre que taladraba con su lengua mi garganta. Adiós a mis prejuicios, remordimientos y mis pesadumbres. No tenía por qué preguntarle: “¿qué hacemos Luís, soy tu madre? Estaba claro que él también me deseaba y no iba a hacer nada que enturbiase ese placido momento.

Nuestros labios sellados, se tuvieron que separar ante la falta de respiración.

-No sabes Lucía como anhelaba este beso –me dijo acariciando con sus manos mi cara.

-¡Ay Luís! ¿Tú crees que esto está bien?

-Está divinamente. No deseaba otra cosa.

-Pero hijo, tu tienes muchas mujeres jóvenes con las que te besas, aparte de otras cosas.

-Sí Lucía, pero esto es distinto. A esas mujeres no las quiero como a ti.

-Ya, a mi me quieres como madre que soy.

-Como madre te he querido siempre, pero de un tiempo a esta parte, eres algo más que una madre. Me produces una atracción que no la ejerce ninguna otra mujer.

¿Qué le decía, que a mí me pasaba lo mismo? Había leído algo sobre la atracción genética, pero ni por un momento pensaba que se produjese en mí y menos en Luís. ¿Que hubiera pasado si no hubiera surgido el enterarme de lo de Carmen con su hijo? Quería saber si ese hecho le había despertado esa atracción, al igual que a mí, y se lo pregunté:

-¿Te atraigo a raíz de contarte lo de tu amigo con su madre?

-No, mi querida Lucía,  me atraes mucho antes. No cabe duda que me alegró saber que mi amigo se acostaba con su madre y que tú te enterases. Eso me animó para acercarme más a ti, pero quería hacerlo despacio y que tú me deseases tanto como yo a ti.

-¡Ay Luís!, sí que te deseo, pero algo me dice que no está bien. Sabes que he querido a tu padre con locura. ¿Qué diría si nos oyese?

-El desgraciadamente no nos puede oír, pero no hago otra cosa que cumplir su última petición: “quiere mucho a tu madre, no te separes de ella y que esté siempre cerca de ti”.

-No me acordaba de esas palabras, pero no creo que lo dijese en el sentido en el que nos encontramos.

-No hay ningún sentido. Cumplo fielmente su petición: te quiero y deseo estar junto a ti.

Sus labios se acercaron a los míos y no los rechacé. Ese beso hizo estrecharnos de nuevo. Sus manos no se quedaron quietas y fueron desplazándose por mi cuerpo hasta aferrarse a mis pechos. Mis manos tampoco se quedaron inmóviles y también se movían por su cuerpo. La vestimenta nos sobraba y no tardamos en desprendernos de ella.

-¡Que cuerpo tienes Lucía! –me dijo cuando estaba por completo desnuda encima de la cama.

Si mi cuerpo le gustaba, no era menos el suyo para mí. Lo había parido, visto crecer, pero en esos momentos lo admiraba como hombre que era, con todos sus atributos y vaya atributos. Su miembro estaba erguido y dispuesto a buscar mis profundidades, pero no tuvo prisa. Antes quiso explorar mi cuerpo. Sus manos acariciaban mis pechos y su boca se amorró a los pezones como queriendo absorber la misma leche que había mamado de pequeño. Un estremecimiento recorría todo mi cuerpo. Ya casi ni recordaba esas sensaciones, salvo la que sentí en la noche del sueño, pero esto era distinto, era real. Una realidad que me hacía vibrar y explotar de placer. Más gozo si cabe me entró cuando su boca, después de recorrer mi cuerpo, se fundió en mi vagina y con su lengua iba separando los labios vaginales, hasta que su punta llegó a estimular mi clítoris.

De mi boca comenzaron a salir unos continuos: aah…, aaah…, aaaah…, aaaaaaah..., gemidos que hacían retorcerme de gusto y mis nalgas a su vez atenazaban el rostro de mi adorado hijo.

-Me estás matando  Luís…, me estas matando –le decía,  pero mi hijo no articulaba palabra, ni falta que hacía.

Un abundante chorro de flujo desprendió mi vagina, que su boca recibió y absorbió como si se tratase de un delicioso néctar. Me encontraba pletórica de gozo y placer. Si había quedado algún resquicio de pesadumbre ya se había esfumado. Volvía a ser esa mujer que encontraba en el sexo ese aliciente que da a la vida una dimensión de dicha y bienestar.

La boca de Luís abandonó mis órganos sexuales  para juntarse a la mía, y nuestros labios volvieron a unirse en un ardiente beso que me trasportó al más sublime de los cielos, al igual que a campanas de gloria me resultaron sus palabras al decirme:

-¿Lucía, estás dispuesta a recibirme?

¿Si estaba dispuesta a recibirle? Sonreí por la forma tan delicada como me lo pidió, porque en verdad estaba más que dispuesta a ser follada y que su pene entrase en lo más profundo de mi ser.

-Hazme tuya mi amor, mi vagina te recibirá con clamorosos aplausos –le contesté.

No cabía duda que mi vagina esperaba impaciente a ese miembro erecto, que en nada se  parecía al de su padre. Éste era de mayores dimensiones y se las iba a desear para introducirse a través del estrechamiento que había sufrido mi conducto vaginal, de tanto tiempo como llevaba en paro. Pero no, mi bendito hijo tuvo la sutileza de entrar con suavidad y las paredes de mi vagina enseguida se amoldaron a su magnifico pene. Una vez introducido en su totalidad, lo sentí como si formara parte de mis entrañas. Se notaba que Luís era un experto. No tardamos en imprimir movimientos, él con su mete y saca y yo empujando valiéndome de mis nalgas. Los sonidos sííí…, síííí…, sííííí…, sííííííí…, y los aaah…, aaaah…, aaaaah…, aaaaaah…, salían de nuestras gargantas sin parar, hasta llegar a emitir dos gritos casi al unísono. Gritos que fueron acompañados de tremendas descargas. ¡Que orgasmos! Mis flujos impregnaron su pene y su esperma bañó todo mi cuello uterino, sintiendo en lo más profundo de mi ser, un calor y ardor difícil de describir. Más fácil es decir que me encontraba en la gloria celestial. Eso sí, sudando a mares al igual que Luís, pero poco importaba. Nos abrazamos y el sudor de nuestros cuerpos se mezclaba, al igual que se mezclaba la saliva de nuestras bocas, cuando nuestros labios volvieron a unirse en un electrizante beso.

-Eres genial y única Lucía -me dijo Luís cuando nuestras bocas quedaron libres.

-¿Por qué? –le pregunté

Sobraba esa pregunta. Él me veía genial y yo me sentía una mujer pletórica de dicha y felicidad. Me había entregado y Luís me había correspondido con creces. A pesar de eso me contestó:

-¿Que por qué?, porque nunca había gozado tanto con una mujer y desde ahora, si tú quieres, no habrá para mí otra mujer que tú. Tú me llenas totalmente y no necesito a ninguna otra –fue su respuesta.

Eso era más que un verdadero halago. A pesar de tener solo veinticuatro años, conocía sus andanzas en el terreno amatorio y no eran ni una ni dos las mujeres con las que había compartido cama.

Pero eso no era lo importante. Lo importante era que quería tenerme para él y no solo como madre sino también como mujer. ¿Eso era lo que yo también quería?

Puedo decir que han pasado unos días y seguimos amándonos y follando como dos grandes enamorados. No se que nos deparará el futuro. Posiblemente mi hijo conozca otra mujer más joven y quiera formar con ella un nuevo hogar, pero lo que tengo claro es que siempre me tendrá y dudo que él se desprenda totalmente de mí. Nuestra atracción genética es muy difícil, por no decir imposible, que se rompa.