Ataúlfo, el bárbaro

Mario Rutilio, tribuno de Roma, es invitado a la orgía ofrecida por Galo Sulpicio. Allí conocerá a Ataúlfo...

Ataúlfo, el bárbaro.

A finales de Septiembre, con la llegada de las primeras lluvias, Galo Sulpicio abría las puertas de su villa, a las afueras de Terracina. La vía appia conectaba la hacienda de Sulpicio, un liberto enriquecido con el comercio de objetos de oriente, a la misma Roma. En aquellos tiempos de decadencia y de bárbaros acechantes, la hacienda de Sulpicio era lo más parecido al paraíso, donde no se disfrutaba de la abundancia de la corte, pero los manjares, los esclavos y el aroma de los afeites y esencias que importaba de Capadocia, El Ponto y Egipto, despertaban los apetitos del más pudoroso visitante.

Cuando me destinaron a provincias sentí una profunda angustia en mi corazón. Siempre creí que había nacido para desarrollar una larga carrera en Roma, y cuando mi cursus honorum quedó interrumpido, por algunos malentendidos que relataré en otra ocasión, y me destinaron como tribuno a estas tierras, otrora de colonos latinos y hoy de apacibles bárbaros a los que Roma da tierras a cambio de paz, pensé que mi fin había llegado. Yo, Mario Rutilio, emparentado con Mario, el cuatro veces cónsul en tiempos de la República, me veía rebajado a repartir tierras entre una población incivilizada que rechazaba hasta los fundamentos clásicos de nuestra religión.

Y no quiero que se me malinterprete. Siempre me gustaron los germanos y cuando estuve destinado en Panonia y Germania Inferior gocé de los que, como efebos, acompañaban a la Legión. Puedo asegurar que son ardientes en el amor y se dejan acariciar sin pudor y batir debajo de las sábanas al encuentro de un soldado romano y, generalmente, su fruta prohibida no es tan poderosa que nos incapaciten para montar a caballo durante días; son animales dignos de amar y de abandono placentero, y cuando llegan al éxtasis no sueltan salvajes berridos como los esclavos mauritanos o los galos de Aquitania, sino que se deslizan agradablemente, susurrándote al oído, mientras se derraman.

Cuando Galo Sulpicio abría las puertas de su villa, a finales de septiembre, era como hacer un paréntesis a la decadencia de Roma. El vino de Catania y de Sicilia que corría de las barricas, los manjares afrodisíacos, los esclavos nubios, germanos, tracios y dálmatas que servían las mesas, invitaban a volver a las antiguas tradiciones amorosas. A gozar de placeres que, por imposición eclesiástica, ya no se prodigaban y que debíamos disfrutar en secretas alcobas o en un lugares inverosímiles para las artes amatorias. La frustración de no haber obtenido todavía una magistratura curul a pesar de haber cumplido ya los diecinueve años, se endulzaba con el olor de las vides que, tras un verano sediento, se colmaban de agua y desprendían olores que me recordaban a la niñez, a la tierra fértil, donde nacen las criaturas y florece el amor.

Nunca he sido enamoradizo, pero para un soldado romano, el amor es el único refugio del camino, donde nos está permitido abandonarnos sin guardar las espaldas, donde el tiempo se paraliza y todo exceso es un guiño a la muerte. Desde que estuve destinado en Panonia y Mesia, combatiendo a los godos, hasta que nuestro Emperador concertó con ellos un pacto y distribuyó tierras, pude mirar a los ojos de la propia muerte y es ella la que te enseña a amar con frenesí. Cada día era un honroso reto, un ofrecimiento de mi vida joven a un Emperador cobarde que humillaba a Roma. Era lógico que si Él había renunciado a la conquista de nuevas tierras a los germanos, algunos soldados emprendiéramos otro tipo de "conquistas": las del amor. Y no nos era fácil conquistar a los efebos germanos, porque de acuerdo a mis principios amorosos no valía el forzamiento, ni prevalecerme de mi cargo de tribuno para lograr mis propósitos. Sólo la comprensión mutua invocaba una conexión espiritual, en el que el acoplamiento de los cuerpos sólo era el resumen de una voluntad superior, universal y pura. Yo conquistaba a mis amantes antes de las batallas y me entregaba a ellos, como si fueran mi Emperador o uno de mis dioses, me esforzaba en desnudar el fruto prohibido, saboreándolo como la pulpa de un melocotón y bebiendo sus esencias hasta quedar saciado. Luego, cuando finalizaba la batalla y los tambores legionarios cesaban sus alaridos, agradecía a mi amante la fuerza que me cedió en la lucha y los susurros que vertió en mis oídos mientras se deshacía en jugos deliciosos.

De eso hacía tres años y, ahora en este destino tranquilo de Terracina, notaba la carencia de la vida vertiginosa. Aquí también había hermosos hombres pero con ellos no era posible la entrega total, invocada solo por la proximidad de la muerte. Además la población empezaba a contaminarse de las abominables ideas cristianas. Para los nuestros, era un consuelo que los mismos cristianos se devoraran unos a otros, arrianos y ortodoxos, pero el exterminio era más lento que la infección y, paulatinamente, fuimos bendiciendo a los Galos Sulpicios que nos abrían su puertas, al menos una vez al año, protegiéndonos de la enfermedad cristiana que convertía la vida de los feligreses en miserable y abyecta.

Las orgías de Sulpicio duraban varios días. No invitaba a demasiada gente, y procuraba que ningún invitado desentonase, ya de que de ello dependía el éxito de los fastos. Galo Sulpicio, sólo por cortesía, invitaba a algunos nuevos cristianos. Podéis creerme si os digo que pocos excusaban la asistencia, a pesar de las prohibiciones religiosas. Era como una ansiada oportunidad de ser uno mismo, sin ataduras oscurantistas. Yo por mi parte aprovechaba la ocasión para sacar a relucir mi más preciado yo. Os aseguro que incluso días antes de que dieran comienzo las celebraciones, me deshacía en jugos luctuosos y mi senda se ablandaba, se hacía más cariñosa esperando que unas carnes se movieran en su interior libidinosas en un frenético vaivén.

Galo sacaba sus mejores esclavos, los más rubios y núbiles, con poco vello, de piel tersa digna de acariciar, y negros lampiños. Les gustaba exhibirlos como a un trofeo de caza. Tocaba sus traseros turgentes y sus nalgas prietas delante de los invitados. La sed de Galo era tal que a veces sufría incontinencia a causa de los excesos. Por eso, ya entrado en la cincuentena, prefería vigilar el material antes de la compra. Procuraba que sus esclavos estuvieran escasos de atributos, por eso, entre su séquito predominaban los galos y los germanos en detrimento de los mauritanos y los íberos, más fogosos y desarrollados.

Aquella mañana comenzaban a llegar los invitados. Dado que el Imperio, cosa rara, disfrutaba de cierta calma transitoria, no me fue difícil desprenderme de mis obligaciones castrenses. Además, mis subordinados sabían donde me encontraría en caso necesario. Llegué uno de los primeros. Para un romano forzado a residir en provincias itálicas escasean las oportunidades de relacionarse y de ver cosas interesantes, de modo que no quise perderme ningún detalle. Desmonté mi caballo alazán y ofrecí las riendas a uno de los esclavos. Sin más me dirigí al interior de la villa acompañado por un sirviente. Galo se encontraba tumbado en un triclinio hablando cálidamente con un invitado. Por su aspecto debía ser un poeta de cabellos rubios y sedosos. Sin duda bárbaro. Galo Sulpicio al verme entrar en la estancia me indicó con la mano que me acercara y me sentara. No tardó en presentarme al chico. Se trataba de un rehén del Emperador que se encontraba en Italia para evitar que sus parientes nos invadieran. En los tiempos que corrían era frecuente que los Emperadores romanos acogieran hijos de reyes bárbaros a los que educaban como a hijos propios con todo tipo de lisonjas. Llegaban a ser considerados como miembros de la familia hasta el extremo de que se les permitía, cuando corrían tiempos de paz, circular libremente por la península. Se convertían en elementos exóticos y cotizados en las fiestas. Ya que a los rasgos propios de gente del norte unían el perfecto conocimiento de la cultura romana, adquirida de los más afamados preceptores.

Los ojos de Galo Sulpicio recorrían con fruición el hermoso cuerpo del joven. Quedaba un triclinio libre y, después de saludar a mi anfitrión y a su compañía, lo ocupé. Realmente no me extrañaba que Galo se deshiciera en halagos dirigidos al invitado. Su cuerpo reposaba plácidamente, sus labios carnosos eran puro néctar, sensuales, mientras saboreaba las uvas y melocotones que cogía de un kílix de plata. Llevaba un ligero peplum ,que casi dejaba su torso desnudo. Su faldellín también era muy breve, liberando sus nalgas hermosas y prietas, sin duda de prácticas marciales. La línea de sus piernas eran poderosamente sensuales, desprovista de vellos, como buen bárbaro, acabando en unos pies desnudos, tan hermosos como todo el cuerpo. Galo dijo que se llamaba Ataúlfo, pero casi no me quedé con el nombre de lo entusiasmado que estaba degustando aquel prodigio. Con su atuendo blanco sobre le triclinium acolchado en rojo, era un verdadero reclamo para los instintos indómitos. Tenía una pierna doblada, reposando su planta en uno de los cojines, esperando a que algún comensal le calzara una sandalia para llevárselo a las habitaciones reservadas. Rezumaba erotismo por los cuatro costados.

Debo reconocer que no era especialmente guapo, sin embargo si tenía una cara muy atractiva, de sonrisa dulce con una pizca de travesura que acompañaba a cada palabra que salía de su boca. Me hipnotizaron sus ojos garzos y sus pies. En el pie izquierdo había colocado un anillo en el segundo dedo.

Ataúlfo había notado que estaba electrizado. Empezaba a sentirme ligero de cintura para abajo, sintiendo como un cosquilleo me rondaba el bajo vientre, mis testículos se movían, y mi ano empezaba a ceder, automáticamente, y a comportarse como un colchón de espuma, capaz de envolver a todo huésped con una inusitada ternura.

Poco a poco los invitados fueron llegando y sus voces tumultuosas fueron llenando cada rincón de la casa pompeyana. Entre ellos los había de ambos sexos. Las fiestas de Galo podían interpretarse desde muchos prismas. Algunos venían a hacer negocios, otros a comer ricos manjares, y otros, como yo, veníamos a abandonarnos por completo sin excusas, sabiendo que nuestra vida es fugaz como la estrellas caídas. Galo se incorporó para cumplir con sus funciones de anfitrión. Yo me quedé, loados sean los dioses, a solas con Ataúlfo, que parecía que gozaba de mi compañía. Un esclavo nubio retiró el kílix vacío y lo reemplazó por otro con rebosante de higos chumbos. Ataúlfo agarró un higo y lo devoró con fruición. Sus labios se llenaron de la fruta, y se humedecieron pareciendo más sonrosados.

Me dijo que tenía mi edad, 19 años, y que le gustaba la vida en Roma. Ya no podría volver al Bajo Rhin, dijo con cierta melancolía.

-Ni siquiera me acuerdo de la cara de mi madre –dijo con resignación, y añadió-: Llevo aquí desde los tres años.

Un esclavo nubio, delgado y provisto de un faldellín, trajo una fuente de dátiles y pasas. En las orgías romanas es normal alternar lo dulce con lo salado como los esclavos de Galo alternaban los colores de carnes sin perder voluptuosidad. Los esclavos vestían únicamente un faldellín, el resto era desnudez, de pies a cabeza. Otro nubio hacía de copero y llenó nuestras copas de vino de la villa, ligeramente afrutado, de barricas. Ataúlfo y yo no nos resistíamos a mirar los nubios con ojos salvajes. Las carnes negras y los labios carnosos se deshacían en mi boca, aunque no los hubiera cambiado por un momento de placer con Ataúlfo.

-¿Estás casado? –me preguntó.

-Llevo cinco años casado con Placidia.

-¿Vive contigo en Terracina?

-Placidia se moriría si viviera en provincias. Ella se hizo para la urbs o la urbs se hizo para ella. No lo sé. Con los tiempos que corren no sé donde estaría más insegura.

Ataúlfo no quitaba ojo de mis piernas y de mi torso.

-Por las cicatrices que veo en tu cuerpo has debido de participar en muchas batallas –preguntó.

-Tus congéneres me han causado muchos quebraderos de cabeza. Sois tercos como mulas, aunque, debo reconocer, que muy nobles en la batalla. He padecido con vuestros líderes aunque he disfrutado con vuestros soldados.

-¿Teníais bárbaros en el ejército?

-Todos leales a Roma, por supuesto.

-Seguro que no te faltaban hombres leales a ti... ¿a que no me equivoco?

-Entre batalla y batalla había que disfrutar cuanto se pueda. No sólo se hizo la carne bárbara para atravesarla con la espada romana.

Ataúlfo rompió a reir como un niño. En sus mejillas afloró el sonrojo y sus dientes dibujaron una sonrisa sincera y amable. Su risa se apagó y se convirtió en una pregunta:

-¿Has atravesado muchos bárbaros o prefieres que te atraviesen a tí?

Me sorprendió la pregunta tan directa, pero reconocer que me excitaba sobremanera que el bárbaro se soltara la lengua; eso significaba que yo le interesaba. Yo no era un poeta ni hablaba como Ataúlfo así que le respondí sin metáforas:

-Me excita que un bárbaro se meta dentro de mí.

-¡Oh! ¿Por qué? Tanto te complacemos. No prefieres a uno de estos nubios.

Uno de los nubios, que andaba trasladando un triclinio hacia otra parte de la estancia oyó el comentario y sonrió. Se hizo el despistado y siguió con su labor.

-Para mí –le contesté- no es tanto un placer sexual. Es más bien un deseo de posesión. Siento un enorme placer si mis enemigos me poseen. Es como si yo les diera la oportunidad de una venganza. O como si les estuviera pidiendo perdón, de rodillas, con mi trasero levantado, a cambio de que ellos disfruten hasta el clímax, regando mi interior con sus semillas bárbaras. Luego cuando se han desahogado, es como si una verdadera Pax Romana se hubiera creado entre nosotros. Una Pax basada en el amor y el sexo. Todo se hace más fácil. Caemos rendidos, exhaustos y nos besamos y mordemos los labios con fruición.

Ataúlfo miraba con devoción mi exposición. Notaba que su excitación crecía y sus ojos chispeaban.

De pronto un gong sonó y sus ondas vibraron por toda la estancia. Al lado del impluvium los invitados se daban cita. Algunos remojaban sus pies en el agua. Bajo un platanero distinguí a un cónsul de Roma, Apio Petronio, amigo de la familia. Le dije a Ataúlfo que debía acercarme al impluvium a presentar mis respetos al cónsul. Él asintió condescendiente, pero antes de que me incorporase acercó sus labios a mi oreja y me susurró al oído:

-Quiero comer junto a tí –y me lamió el lóbulo.

Le hubiera besado los labios, pero no me gustaban los excesos en públicos. Prefería dejarlos para las habitaciones reservadas. Sólo me atrevía a responderle con otro susurro:

-Yo también quiero comer.

Galo hablaba con Apio sobre temas leves. Apio me reconoció enseguida.

-Condenado liberto. Veo que no sólo compras lo mejor del mercado. También te haces con los más apuestos invitados –dijo Apio, dirigiéndose a Galo.

Salude al cónsul y le presenté mis respetos. Un bello esclavo tracio de ojos garzos y cabello crespo que portaba una bandeja recibió un pellizco de Galo en el trasero. Apio Petroni me susurró:

-Creo que Galo va a gozar con este guapo tracio sin tardanza.

Los esclavos de Galo Sulpicio estaban acostumbrados a amar y sabían corresponder con caricias y besos a los invitados. Si no fuera porque yo ya había decidido gozar de Ataúlfo, gustosamente me hubiera dejado seducir por un nubio que llevaba las frutas. Me excitaban sus dientes grandes y blancos, su piel tersa, su faldellín ajustado que descubría al andar una trasero prieto y carnoso, que dejaba sepultado un ano seguramente juguetón. Pero lo que más me excitaba de los negros era el contraste de su piel. Oscura por lo general, sonrosada por las labios y, felizmente, por los pliegues del ano y el escroto y muy clara por las palmas de las manos y plantas de los pies.

Desnudaba agradablemente al nubio con la imaginación cuando me sorprendió el revuelo de invitados que se dirigían hacia las termas, pues Galo seguía el rito rigurosamente y no permitía suciedad en la mesa.

Mientras me acercaba al caldarium buscaba a Ataúlfo para complacerlo. No fue necesario poner mucho esfuerzo pues el germano ya me había hecho un sitio junto a él. Me sonrió desde su rincón, recostado sobre uno de los bancos de caliza, con una pierna estirada y otra flexionada. La pierna doblada no me permitía apreciar sus encantos aunque ya adivinaba, por lo que asomaba del escroto, que Ataúlfo era de los que te hacen rebosar de jugos, de testículos hermosos y pendulares, que se deslizan por tu mano y puedes introducir en la boca.

El esclavo tracio que me ayudaba a desvestirme ya estaba colorado a consecuencia del vapor. Me quitó la toquilla y esperó a que me despojara del faldellín. Cuando me quedé desnudo miró mis partes íntimas. Era evidente que yo había nacido para ser penetrado, pues mi miembro era más bien pequeño y mis testículos ajustados al cuerpo.

El Tracio me sonrió respetuosamente y recogió mi ropa. Me dirigí directamente hacia Ataúlfo quien ya me hacía un sitio en el banco y lo señalaba con la palma. El calor húmedo sofocaba pero inspiraba erotismo. Me senté junto a él, que continuó con su pierna extendida, cuyo pie casi me rozaba la nalga.

-Esta el la parte de la celebración qué mas me gusto –dijo Ataúlfo, mientras cambiaba de posición sus piernas, descubriendo su hermoso sexo sonrosado.

La naturaleza no había escatimado bondades con el germano. No sólo su cuerpo era digno de una escultura de Policleto. Su entrepierna también podía se esculpida pero con protagonismo propio, aunque excediera el canon griego, pues su sexo era voluptuoso y lascivo. El miembro, aun fláccido, acaparaba un trago de una boca grande y sus testículos, que holgaban plácidamente en su bolsa, eran como huevos de tórtola. La piel era ligeramente más sonrosada que la de su cara. Su ano era lampiño, con pliegues acostumbrados a la dilatación.

Como Ataúlfo veía que me quedé sin palabras continuó con su conversación:

-Aquí te puedes relajar, limpiar hasta el interior de tus poros, disfrutar de la amistad, de una conversación pueril y desinhibirte.

En uno de sus movimientos, Ataúlfo me rozó con la planta del pie y no pude dejar de dirigir hacia allí mi mirada. Me sedujo de nuevo el anillo de plata que tenía en uno de los dedos. Luego me di cuenta que llevaba un idéntico anillo, en el mismo dedo del otro pie. No puede dejar de preguntar por su significado.

-Es como una alianza, un compromiso con otra persona.

-¿Estás comprometido? –pregunté, curioso.

-No. Como puedes ver –me mostró el pié izquierdo- el otro anillo sigue sin dedo. Yo llevo los dos. Aunque me gustaría encontrar al alguien que lo portara.

-Pensaba que tendrías ya un compromiso.

-El Emperador quiere casarme por motivos políticos. Ya que he sido un buen rehén durante tantos años, es lógico que ahora quiera convertirme en un buen pariente. Es el siguiente paso natural. Seguramente lo conseguirá y me cansará con una sobrina suya, pero yo no hablo ahora de este tipo de compromiso. Mira: –de nuevo me mostró el anillo-. Estos anillos fueron hechos por mi sirviente Peonio. Él era orfebre de un taller de Éfeso antes de que acabara siendo esclavo. Antes de morir de unas fiebres labró estos dos anillos. Él era hermoso como un héroe del Templo de Zeus. Alto, de piernas poderosas y bien plantado. Su piel era mate porque era de madre póntica y de padre griego y su sexo era un néctar de los dioses, con el que me enseño a amar y a gozar como nadie ha podido nunca. Sólo él lograba mi extremo abandono, por el amor y la pasión. Cada vez que yacíamos, renacía. Cada vez que se metía dentro de mí, me sentía completo. Tanto era el amor que nos profesamos que hizo en los talleres de palacio estos dos anillos de pie, para que nuestro amor tuviera un signo tangible pero no a la vista de todos. Un compromiso silencioso. Luego cuando supo por los médicos del Emperador que había contraído unas fiebres y su final era inminente, sin que ya pudiera gozar del sexo, me devolvió el anillo y me dijo que no le guardara luto y que buscara otro pie donde encajarlo, que la vida era muy corta y él amor más corto aún para desperdiciarlo en lamentos y recuerdos amargos.

-Sin duda, Peonio, era un hombre muy sabio. Todos los griegos lo son. Sobre todo en el amor –sentencié.

El esclavo tracio interrumpió nuestra conversación y nos ofreció aceites de baño y frutas para comer. Yo cogí un pequeño racimo de uvas rojas. Ataúlfo un higo chumbo.

Ataúlfo era sin duda el mismo Eros. No cabía más sensualidad en un solo hombre. Si encima se hacía valer como amante era un regalo de los dioses. Devoraba el higo, dejando que algunos jugos resbalaran por la comisura. Hubiera participado de la fruta de su misma boca si hubiéramos estado solos en el caldarium. Era tierno y escondía una tristeza inmemorial bajo ese cuerpo poderoso. Rehén desde la niñez, apartado de los suyos por razón de Estado y para colmo desgraciado en amores, ahora que me había confesado su historia.

-Sabes, Mario –continuó-: Tú te pareces mucho a él. También tienes la piel mediterránea, con el torso bien formado, bonita sonrisa, según me contaste antes diestro en el amor y, según veo ahora, no sobrado de sexo.

Al decir esto no pude contener el rubor.

-No debes avergonzarte. Nadie ha sabido darme tanto placer como Peonio. El sexo descomunal sólo me causa dolor y yo no soy un soldado como tú. Yo sólo soy un poeta.

Tras decir esto, no cabía duda que habíamos de yacer. Quería a Ataúlfo dentro de mí, que sus brazos poderosos me separaran las piernas amorosamente, que devorara mis labios secos y los humedeciera con sus gemidos extáticos.

-¿Quieres que te enseñe la finca antes de comer?

-Quiero que me enseñes todo lo que sabes –concluyó Ataúlfo.

Nos dirigimos como dos adolescentes al apodyterium para vestirnos levemente, pues en cierto modo íbamos a disfrutar de nuestra desnudez más inocente. Nos pusimos sendas togas y sencillas sandalias. Tras nosotros dejamos al Cónsul Apio Petronio nadando en el frigidarium junto a un esclavo nubio, que a ratos le frotaba la espalda con una esponja de esparto.

Salimos de las termas y atravesamos el jardín, por encima de recargados mosaicos con escenas de caza de jabalí. Entramos en una senda enmarcadas por frondosos plataneros, con el fruto verde. Como conocía la finca de Galo, sabía que a esas horas las caballerizas estaban desiertas, pues el grueso de los invitados ocupaba las estancias principales de la villa. No se me ocurrió otra cosa que un erótico encuentro en un lecho natural, de paja y alfalfa, donde perdernos debajo.

En las caballerizas sólo había caballos y vacas. Naturalmente no pensaba que una ocasión tan importante debiera ser compartida con testigos que, aunque mudos y sin conocimiento, desprendían soporíferos olores. Así que nos fuimos a una de las habitaciones contiguas donde se almacenaba la alfalfa para las bestias. Desde una ventana cercana a las carreras, penetraba abundante luz.

Ataúlfo más detallista improvisó una muñida cama con alfalfa y gualdrapas de mulas. Nuestro lecho nupcial no era elegante pero era sensual y enteramente erótico. Él se colocó encima, todavía vestido pero ya sin sandalias. Yo me acerqué a él con un profundo deseo y le besé la mejillas. Acabé de desvestirme a la par que mi lengua buscaba con impaciencia la suya y unimos nuestros labios carnosos en un beso húmedo. Él me acariciaba el torso, con yemas amables. Yo le buscaba sus pezones lampiños para mordisquearlos. Le lamí su esternón, mientras su diestra había encontrado mis testículos, abordándolos por atrás. Me detuve en su ombligo, cuyos bordes señalé con mis dientes. Su palma poderosa se hizo con mi sexo y lo encajó entre sus dedos. Luego, tras jugar con mis testículos y enderezar mi miembro, se dirigió hacia mi ano, que ya se abría como una flor tras el invierno. Los escasos vellos de mi barba se frotaron con los vellos rubicundos de su pubis hasta que me encontré de lleno con una verga poderosa, enhiesta como el asta de un minotauro. El dedo índice de Ataúlfo se había acomodado sobradamente en mi ano, del que entraba y salía a sus anchas. Me introduje el miembro en mi boca y traté de tragármelo entero pero dentro de mi boca no podía acapararse en su totalidad. Di cumplida cuenta de su cabeza y masajeé los testículos que parecían agrandarse con el manoseo.

-Ataúlfoooo, ¡oooh! Ataúl....huum.... fo, ¡aaaaah! –aplícate más con la lengua en mi agujero- le dije, viendo que el dedo no era suficiente para dilatar mi esfínter que debía recibir ese miembro descomunal.

-¡No debes uuuuh temer nada! ¡¡Sigue así!! Las bolas me van a estaallarrrrjj.

Pasé mi lengua desde el nacimiento del pene hasta la cabeza. Allí, con la cabeza encajada en el paladar, procuré masajearla, como me había enseñado un amigo mauritano.

-En ver....dad ¡uuuh! ¡aaaah! te digo, Maa..rio, que eres ma....ravi ...lloso.

Haciéndose eco de mi advertencia, dirigió mi ano hacia su boca. Sus manos abrieron mis nalgas. Ataúlfo no tuvo que esforzarse para introducir totalmente la lengua dentro de mí, puesto yo ya estaba abierto. Entretanto, ya que estábamos invertidos, me distraje meneando, a dos manos, el miembro severo, lamiéndolo una vez más antes de la cópula.

Cuando Ataúlfo se creyó listo para entrar, me invitó a tenderme de espaldas y con un mano cogió mis tobillos, izando mis piernas hacia el cielo, como si fuera un niño recién nacido, dejando mi ano, jugoso, sonrosado y hambriento indefenso ante el falo germano. Jamás había sentido tanto placer antes de ser penetrado como en aquella ocasión. Ataúlfo, solemne, con el miembro entre la mano apuntando, dijo:

  • Si me resistes en la pasión, te ofreceré mi amor eterno.

Y sin más preámbulo comenzó el asalto sutilmente. Mi esfínter fue cediendo y adaptándose al invasor. Trozo a trozo fue ganando terreno, mientras la presión se hacía más poderosa. Ataúlfo me separó las piernas para dejármelas sobre sus hombros. Sus manos se apoyaron sobre el jergón de gualdrapas. Todavía seguía recorriendo el ano en su primera embestida, todavía no había notado sus bolas golpeando mis nalgas. Él suspiraba, gemía, su boca se acercó a la mía para mojar su lengua en mi humedad. Al fin, note que sus testículos llamaban a mis nalgas. Le recorrí la espalda con mis brazos.

-¡Espe....ra! Deja que mi ano se adapte a tu verga.

Ataúlfo, obediente, se inmovilizó. Al sentir que mis dedos jugueteaban con sus testículos comenzó a retroceder y luego a avanzar, así hasta que sus gemidos ganaron intensidad y mi esfínter holgura, proporcionándome un placer indescriptible.

-Mario.... Maaaa...rio, quie...ro darte ¡aaaah! mi anillo –y me silenció la boca con un beso.

Sus testículos me golpeaban las nalgas, lo que podía oírse en la habitación como el aullido sordo de un tambor. En ese momento supe que jamás encontraría a un amante como Ataúlfo. Había probado decenas de efebos pero después de aquél día no habría placer humano que se le pudiera comparar. No quería perderlo por nada del mundo.

Me liberé de la prisión de sus besos y le dije:

-Ataúlfo, haz......me tuyo ¡aaaah! ¡¡para siempre!!

Y diciendo esto hizo una pausa y, sin sacar el miembro de mi recto, tomó mi pie izquierdo y le colocó el anillo gemelo. Besó mi planta con sencillez y humildad y siguió con su aplicación.

-¡¡¡Te tomo para siempre!!!

Casi en ese instante, tan amoroso como excitante, mis testículos se contrajeron y comenzaron a vaciarse.

Apenas un momento mas tarde Ataúlfo también de desahogó dentro de mí pues no quería quedarse rezagado en el placer. Dejó tanto jugo en mi interior que aún sin sacar el miembro goteaba el ano de semen. Se dejó caer sobre mi cuerpo, exhausto, y con un abrazo le impedí que sacará la verga todavía, pues quería que mi esfínter se hiciera de nuevo con el mando pero con mi amante dentro. Moví el pie izquierdo para contemplar el anillo que me unía de por vida a Ataúlfo. Y con esa visión, la del anillo sobre mi dedo, nos ganó el sueño y caímos como muertos.

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