Asuntos pendientes
Cuando Verónica muere, le dan a elegir entre ir al infierno o volver a la tierra para resolver sus asuntos pendientes. Ella escoge la 2ª opción, pero no contaba con que se reencarnaría en el cuerpo de Fabián. Eso no impide que siga queriendo a Diego, su prometido, pero es imposible que él le corresponda ¿o no?
SINOPSIS:Verónica DelValle es una abogada de 35 años que lo tiene todo (dinero, un buen trabajo, un prometido que la adora) hasta que alguien la asesina. En el purgatorio, le dan a elegir entre ir al infierno por sus malas acciones o volver a la tierra, durante seis meses, para tratar de resolver sus asuntos pendientes y ganarse así la entrada al cielo. Ella escoge la segunda opción, pero no contaba con que se reencarnaría en el cuerpo de Fabián, un chico de 24 años que ha estado en coma desde que sufrió un accidente mientras practicaba escalada. Por si estar dentro del cuerpo de un hombre no es bastante malo ya de por sí, Verónica se da cuenta de que, poco a poco, está convirtiéndose en uno. Cada día que pasa dentro de Fabián, sus recuerdos e identidad se diluyen en los de su anfitrión. Sin embargo, eso no impide que ella/él siga queriendo a Diego, su prometido, pero es imposible que éste le corresponda… ¿O no?”.
CAPÍTULO 1
No hay luz brillante al final del túnel, los flashbacks de toda mi vida no pasan por mi cabeza en segundos y tampoco veo a nadie con capa negra y guadaña para confirmarme que ha llegado mi hora. Estoy cenando con Sandra, mi mejor amiga, en el restaurante más exclusivo de la ciudad, parpadeo un instante y, cuando vuelvo a mirar, me encuentro en otro lugar completamente distinto. Ahora, estoy sentada en una abarrotada sala de espera que me recuerda ligeramente a las oficinas del INEM. Miro a mi alrededor desconcertada, no tengo ni idea de cómo he llegado hasta aquí.
–¿Dónde estamos? –le pregunto a la octogenaria sentada a mi lado.
–En el purgatorio, querida –responde–. ¿Qué número tienes?
–¿Número?
–Mira el papel en tu mano.
–El quinientos diecisiete…
–Aún tendrás que esperar bastante. Van por el trescientos cinco.
Después de una soporífera e interminable hora, en la que la anciana no ha parado de quejarse de que todavía es demasiado joven para morir, por fin sale mi número. Así que agarro mi bolso fantasmal y echo a correr hacia el mostrador, donde me espera un sujeto con más aspecto de funcionario estresado que de ángel. Espera un momento, ¿he usado estresado y funcionario en la misma frase? Vale, olvida eso. Asalariado estresado suena más realista. Como iba diciendo, el asalariado estresado me dedica una apática mirada y consulta su lista, un rollo de papel tan largo que se extiende varios metros por el suelo. Me encuentro seriamente tentada a preguntarle si en el cielo no han oído hablar de las nuevas tecnologías. ¿Quién usa pergaminos hoy en día?
–¿Verónica DelValle? –me pregunta con un tono de voz hastiado y monótono. ¡Lo que me faltaba! Soy yo la que ha muerto injustamente, a los treintaicinco años de edad, cuando estaba en el culmen de mi carrera, y él se siente descontento con su trabajo. ¡Cretino!
–La misma –respondo molesta, dedicándole una fulminante mirada a la que me gusta llamar “¡Como no seas más amable conmigo, voy a colgarte por los huevos, estúpido!” , pero el tipo ni se inmuta.
–Le comunico que ha fallecido usted recientemente.
–¡No me diga! ¿Y me puede decir cómo es que sucedió eso exactamente?
–Aquí pone que la asesinaron.
–¿QUÉ?
–Le doy mis condolencias, señorita DelValle. Ahora, si no le importa, rellene estos impresos y preséntese en la oficina de “Ingresos al Infierno” , es la sexta puerta a la izquierda. ¡SIGUIENTE!
–¡Espere un momento! Eso es imposible, yo no puedo ir al infierno –protesto, negándome a ceder mi sitio a la señora octogenaria, que ya se ha pegado a mi espalda como una lapa y refunfuña algo sobre la falta de obediencia y las jovencitas de hoy en día–. Tiene que tratarse de un error.
–Me temo que no. –Le dedica una irritante sonrisilla cómplice a la anciana y, luego, me fulmina a mí con la mirada–. Es usted abogada, ¿verdad?
–Sí. ¿Y eso qué tiene que ver con que yo vaya al infierno?
–¡Pues todo! Aunque le resulte difícil de creer, señorita DelValle, el infierno está lleno de abogados, políticos y banqueros. –¡Será cretino!
–Pero, señor, yo defiendo a las personas y las protejo de los malvados fiscales que tratan de encerrarlas. Si lo piensa bien, soy casi como una de esas misioneras que viajan al tercer mundo para enseñar a leer a los pobres niños negritos –argumento con fingida emoción, mientras me limpio una lágrima imaginaria del párpado inferior. ¡No me pongas esa cara! ¿Qué esperabas? ¡Soy abogada! Aunque para mi desgracia, el ángel asalariado no parece estar nada conmovido con mis argumentos.
–En primer lugar, los misioneros no reciben las desproporcionadas minutas que cobraba usted por representar a sus clientes. Y, en segundo, todos ellos eran personas culpables, su trabajo consistía en librar a los peores delincuentes de la cárcel… –Levanta una ceja en mi dirección, antes de guiñarle un ojo a la molesta octogenaria. ¿Son imaginaciones mías o el ángel asalariado trata de ligarse a la vieja? ¡Puajjjjj!
–Vale. Admito que, tal vez, no tenía la profesión más honorable del mundo. –Cedo para ganarme su simpatía–. Pero usted no puede juzgarme por una sola faceta de mi vida. Además de letrada, también era una buena hija, una amiga leal, una novia amorosa y una jefa simpática. Pregunte a quién quiera, mis seres queridos se lo confirmarán.
–Señorita DelValle –murmura, tras unos carraspeos impacientes–, antes de morir, usted llevaba casi tres meses sin llamar a sus padres, su mejor amiga opinaba que era una arpía frívola y vengativa, pasaba más tiempo en el bufete que con su propia pareja y su secretaria rezaba tres veces al día para que le contagiasen una ETS. ¡Aquí lo sabemos todo!
–Aun así, tiene que haber algo más que yo pueda hacer para evitar la condena infernal. No sé… ¿Pagar una multa? ¿Trabajos en beneficio de la comunidad? –suplico desesperada.
–Bueno… Según nuestro reglamento, tiene derecho a solicitar una prórroga de hasta seis meses, en días naturales, para volver a la tierra y reparar sus errores –responde pensativo–, pero no se haga demasiadas ilusiones, es muy poco probable que “El Jefe” se la apruebe. En el último siglo, apenas ha concedido media docena de ellas, y siempre a personas con unos valores morales y éticos bastante más elevados que los suyos. ¡Además, es un montón de papeleo!
–¡No me importa! Quiero solicitar esa prorroga…
–¡Me lo temía! Por eso, ya le había preparado una copia de todos los formularios que debe rellenar. –Me entrega un bolígrafo bic y una pila de papeles tan abultada que más bien parece un ejemplar de “Guerra y Paz” . Bueno. Al menos, es más eficiente de lo que parecía–. Cuando termine, preséntelos en la oficina de “Milagros y Causas Perdidas” , es la quinta puerta a la izquierda, la que está justo antes de “Ingresos al Infierno” . No tiene pérdida. –Retiro lo dicho.
Le dedico mi más letal y aterradora mirada de “¡Voy a comerme tus angelicales pelotas para desayunar, mequetrefe!” y vuelvo a la sala de espera para cubrir el tomo de enciclopedia que llevo bajo el brazo. No han pasado ni dos minutos cuando la octogenaria se sienta a mi lado con otra copia idéntica a la mía. ¡Pero bueno, esto ya es el colmo! Esta señora debe tener más de ochenta años. ¿Qué asuntos pendientes pueden quedarle en la tierra? ¿Se ha olvidado dejarle comida a sus gatos o qué?
Durante más de tres horas, me dedico a responder a toda clase de preguntas indiscretas sobre mi vida privada y adorno la verdad lo mejor que puedo. ¡Bueno, vale! Miento descaradamente. ¿Contento? Cuando solamente me quedan unas pocas hojas para terminar, observo a la vieja por el rabillo del ojo. Ella también está acabando. A pesar de su avanzada edad, a la desgraciada no le tiembla el pulso ni un poco y escribe pasmosamente rápido, así que yo también acelero el ritmo porque quiero ser la primera en presentar la solicitud. No estoy segura de que eso marque alguna diferencia, pero, si hay tan pocas plazas de vuelta a la tierra, creo que el orden de llegada a la oficina podría ser crucial. Aparentemente, la señora piensa igual que yo porque, cuando se da cuenta de que me estoy apresurando, también incrementa la velocidad de su bolígrafo. Entonces, yo acelero aún más y ella hace lo propio. Llega un momento en el que parece como si la niña del exorcista se hubiese sentado a mi lado para escribirle una carta de odio al Padre Damien.
Desgraciadamente para ella, cuento con un par de minutos de ventaja, por lo que acabo antes y me dirijo a la oficina de “Milagros y Causas Perdidas” . Estoy pasando la primera puerta a la izquierda, “Asuntos internos” (imagino que debe ser la entrada rápida al infierno para los obispos y demás miembros del clero), cuando la octogenaria me empuja contra la pared y me adelanta corriendo como una atleta olímpica en los cien metros lisos. “¡Esto es la guerra!” pienso, antes de sacarme mis preciosos zapatos Armani con un tacón de aguja de diez centímetros y lanzárselos con saña a la cabeza. Doy en el blanco y la señora se cae al suelo aturdida. ¿Qué pasa? ¡Empezó ella!
Tras llamar a la puerta, entro triunfante en la oficina porque he logrado ser la primera, pero, cuando reparo en el rostro sonriente que me observa tras un escritorio antiguo, se me caen todos los papeles al suelo del susto. Es la maldita octogenaria. Hace un momento, estaba semiinconsciente en el pasillo, con un chichón marca Armani en la coronilla y, ahora, está ahí sentada, tan campante, mirándome con esa desquiciante sonrisa burlona en los labios, mientras sus ojos me estudian de arriba abajo. ¡La he fastidiado, pero bien, voy a ir al infierno de cabeza! ¡El maldito karma es un asco!
–¡Pero mujer, no te quedes ahí plantada y tiesa como un vulgar arbusto, entra y siéntate! –exclama con una risita jocosa, antes de apoyar los pies en el escritorio y entrelazar las manos por detrás de la nuca. Entonces, me doy cuenta de que la muy… lleva puestos mis manolos–. Por cierto, gracias por los zapatos. ¡Me encantan!
–¿Quién… quién eres? –Me dejo caer derrotada en la silla que está frente a ella.
–Soy Satán, el príncipe de las tinieblas y he venido a llevarte conmigo… –responde con una voz grave y cavernosa de ultratumba, antes de empezar a carcajearse escandalosamente–. ¡Qué no mujer, sólo te estoy tomando el pelo! –¡Mira tú qué simpática ella!–. Me llamo Tere y voy a ser tu supervisora en la tierra. Antes de que preguntes, sí, aprobamos tu solicitud en el mismo momento en que manifestaste interés por regresar. El formulario era una simple formalidad.
–Entonces…
–No, no puedes volver a tu cuerpo original, éste ya está enterrado y descompuesto. Sí, ya sé que tú solamente has estado aquí unas horas, pero, en la tierra, ya han transcurrido casi dos años. El tiempo pasa de un modo diferente en los dos planos.
–Pero…
–No, tampoco puedes elegir tu nuevo cuerpo. Nosotros ya tenemos uno apropiado para ti en tu misma ciudad. De ese modo, te será mucho más fácil regresar a tu antiguo entorno y reparar todos los errores que cometiste en el pasado.
–Uh…
– No, el cuerpo lleva dos meses en coma, pero su alma ya lo abandonó hace tiempo, es como una cáscara vacía.
–Ah…
–A partir de ahora, tienes exactamente seis meses terrestres para arreglar todos tus asuntos pendientes, ni un día más. De lo contrario, no habrá más oportunidades, irás directa al infierno. Y no, no voy a decirte cuáles son esos asuntos, eso tendrás que averiguarlo tú sola.
–Oh…
–¡Ah, casi se me olvida! Antes de irnos, hay una cosita más que debes saber: desde el principio, vas a notar algunos efectos secundarios de la reencarnación. La verdad es que aún no hemos encontrado la forma de evitarlos. Aunque tampoco tienen demasiada importancia…
–¿Eh?
–Tus recuerdos y personalidad se irán diluyendo, poco a poco, en los del cuerpo anfitrión hasta que tú desaparezcas del todo. Por esa razón, solamente tienes seis meses de plazo para solucionar tus problemas pendientes. Después de ese tiempo, olvidarás completamente los motivos de tu regreso y, cuando mueras, irás al infierno sin remedio –dice restándole importancia–. Bien. Cuanto antes salgamos, antes llegaremos a la tierra. ¡Estoy deseando lucir mis zapatos nuevos!
–¡Espera! ¿Desaparecer? –Logro preguntar, antes de que la oscuridad me trague.
CAPÍTULO 2
Abro los ojos. Al principio, la luz me ciega y mi visión es borrosa. Aprieto los párpados y vuelvo a intentarlo, pero sigo sin ver nada. Al final, mi vista comienza a adaptarse lentamente a la luz. Miro a mi alrededor, mareada y confusa. Estoy postrada en una cama con ásperas sábanas blancas que me cubren hasta las axilas. Ya entiendo, es la habitación de un hospital.
Nunca en mi vida me había despertado con tanto dolor. Me duele el pie derecho y la rodilla donde tengo un aparatoso vendaje. Me duele al respirar, probablemente por llevar dos meses intubada. Me duelen los brazos, atravesados por las agujas que me nutren y me dopan. Y me duele la cabeza… ¡Y cómo me duele! Es como si el tipo del anuncio de la crema de manos Noruega me estuviese pasando la espátula por todo el cráneo, intentando arrancarme el periostio como si fuese pintura vieja. Y, por dentro, siento a mi pobre cerebro freírse y borbotear de una manera insufrible.
Intento llamar a las enfermeras a base de insultos y berridos, pero no funciona. Mi mente sabe lo que quiere decir, pero las órdenes se pierden por el camino y sólo consigo emitir balbuceos inconexos. Trato de levantar la cabeza para hacer un mínimo control de daños, pero no sucede nada. Después, lo intento con mi pierna derecha y, para mi alivio, consigo elevarla lo suficiente para verla allí, musculosa y peluda. ¡Dios santo, me he reencarnado en una lesbiana culturista! Durante la siguiente media hora, el dolor se acentúa aún más y me impide hacer ningún otro esfuerzo, incluido el de pensar.
La llegada de la enfermera es saludada por una sarta de improperios y epítetos que nacen en mi cabeza y se quedan por allí, rebotando en el interior del cráneo. Es realmente frustrante que, en mi mente, se produzca una elaborada obra literaria como “¡Dame la puta morfina, zorra, o haré que te tragues los jodidos zuecos, sólo después de romperte los puñeteros dientes con ellos!” y de mi boca únicamente salga un tímido barboteo y un fino hilillo de baba.
–¡Qué bien! ¡Por fin has despertado! –exclama, mientras me limpia las babas–. Sé que tienes un poco de dolor, pero la doctora va a venir ahora y te necesita consciente y atento.
–¿Bbbbu bbd? –¿Cómo que atento?
Mientras clasifico mis dolores, según van llegando, en incomodidad, hormigueo, quemazón, retortijón, pinchazo, aguijonazo, estocada, mazazo o garrote vil, rezo al Señor de los cielos infinitos para que mi cuerpo anfitrión sea el de una masculina lesbiana culturista y no la otra opción que estoy pensando porque sino mucho me temo que mi querido trasero acabará en el infierno después de estrangular, con mis propias manos, a esa maldita octogenaria cleptómana.
Entonces, aparece la doctora, una rubia de bote, con tres quilos de maquillaje y unos grandes y firmes pechos, que se insinúan apetitosos a través del acentuado escote en uve de su camiseta hortera y pasada de moda. ¡Espera un momento! ¿Y yo qué narices hago mirándole el canalillo a la doctora? Trato de clavar mis ojos en los suyos, pero una fuerza superior a mí, cien veces más potente que la gravedad, me obliga a bajar la vista de nuevo para deleitarme con esos turgentes pechos. ¿Qué narices me sucede?
–¡Hola, cielo! –me saluda sonriente, totalmente ajena a mis perturbados debates internos–. Hoy nos has dado una grata sorpresa a todos –exclama, mientras empieza a explorarme
–¿Bbbu bbu?
–No te preocupes si aún no puedes hablar, eso es normal, cielo, pero veamos los ojos… –Me enfoca con una linterna de bolsillo–. Pupilas normoreactivas… ¡Perfecto! Ahora, intenta parpadear dos veces, cielo. –¡Ya me ha llamado cielo tres veces! ¿Pero qué narices le pasa a esta guarra? Yo parpadeo cuando lo único que me apetece es poner los ojos en blanco y resoplar–. ¡Estupendo! Ahora, trata de mover esas bonitas piernas para mí –me pide y yo las muevo débilmente–. ¡No está nada mal para haber estado dos meses inactivo! No te preocupes. Poco a poco, irás recuperando el control del cuerpo y, en unos días, incluso empezarás a hablar. –Vale, ya es oficial: voy a cometer un octogenariacidio. ¡Esa lunática me ha reencarnado en el cuerpo de un hombre!
Hablando del diablo, precisamente ahora está asomando su arrugada y canosa cabecita por un lateral de la puerta, como si tratase de tantear el peligro antes de acercarse. Pero no debo parecerle una gran amenaza postrada en esta cama porque cruza el umbral y saluda a la médica con una emoción fingida de lo más descarada.
–Buenos días, doctora, soy la abuela de Fabián. ¿Es verdad que mi nieto ha despertado?
–Sí. He terminado de hacerle el reconocimiento y lo he encontrado muy bien –responde risueña.
–¡Oh, gracias a la virgencita por concederme este milagro! –exclama la muy bruja, elevando los brazos al cielo como una auténtica beata profesional. ¡Pero será hipócrita!
–Les daré unos minutos a solas. –Quiero suplicarle a la doctora de grandes y firmes tetas que no me deje sola con esa vieja lunática, pero no soy capaz de articular ni una mísera palabra, así que me limitó a observar su apretado y suculento culo, mientras abandona la estancia. ¡Porras, lo estoy haciendo otra vez!
–¡Bbbuu bud!
–¡No me mires así, Fabián! Este era el único cuerpo disponible que cumplía con todos los requisitos necesarios… ¡A ver si te crees que es tan fácil! –Ni siquiera se molesta en disimular lo mucho que está disfrutando con mi horrible situación–. ¡La parte positiva es que ya no necesitarás los zapatos nunca más!
–¡Bbbu bbbuu bud!
–Bueno, tienes razón, eso solamente es positivo para mí. Pero en mi humilde opinión, has salido muy favorecido con el cambio. Ahora, eres un jovencito francamente atractivo y, además, te has quitado diez años de encima. ¿Qué más quieres?
–¡Bbbu bbbu!
–¡Oh, eso! ¡No te preocupes tanto! Es perfectamente normal que un chico de tu edad se sienta atraído por los pechos de una mujer lozana…
–¡BBBUD BUUDD!
–¡Oye, jovenzuelo! No hace falta que uses esas palabras tan malsonantes conmigo. Ya te advertí que esto sucedería. Ahora, te sugiero que concentres toda esa mala leche en la rehabilitación. Cuánto antes te recuperes, antes podrás salir de aquí y resolver tus asuntos pendientes.
–¿Bbbu?
–¡Pues claro! Ese cuerpo ha sufrido un accidente y ha pasado dos meses en coma. ¿Qué esperabas? ¿Un milagro? –alega irónica–. Nosotros te hemos dado la casa, pero ahora eres tu el que tiene que restaurarla… Y por tu propio bien, espero que lo hagas rápido. ¡Volveré a visitarte pronto, mi querido nieto!
Luego, abandona el cuarto, mientras yo le dedico una mirada de “¡Te vas a tragar la dentadura postiza de un sopapo, asquerosa!” . Cierro los ojos angustiada. Tengo muchas ganas de llorar, pero me lo prohíbo a mi misma porque eso es de niños y chicas, no de hombres hechos y derechos… ¿Pero qué narices digo?
Poco después, comienza el desfile de gente (a la que nunca había visto antes) por mi habitación. La primera en llegar es una mujer de mediana edad que llora de alegría por encontrarme despierta. La pobre trata de sonreírme, pero es incapaz de reprimir las lágrimas. Su mirada está tan cargada de amor incondicional que no me hace falta nada más para saber que es mi madre. No la mía, la de Fabián. Aún sin conocerla de nada, siento como una profunda oleada de cariño me invade al verla y me emociono sin ningún motivo aparente. De algún modo, creo este cuerpo la reconoce. Ella se sienta a mi lado y me coge la mano, yo aprieto débilmente la mía para tratar de consolarla. Estoy segura de que era una madre maravillosa y me da mucha pena que haya perdido a su hijo porque yo no soy Fabián. Pero lo más cruel de todo es que la hagan creer que lo ha recuperado para volver a arrebatárselo dentro de seis meses. Ese pensamiento me enfurece indescriptiblemente. ¡No sé en qué demonios estaban pensando los del cielo cuando me metieron aquí!
Luego, conozco a su novia, una rubia con cara de tonta que me estampa un beso en los labios nada más entrar y saluda a mi madre (perdón, a la madre de Fabián) con un familiar y cariñoso abrazo. Parecen muy unidas, pero yo no siento nada especial al verla. Tal vez, al anterior inquilino no le gustaba tanto como ella se cree. En realidad, no me importa. Sólo espero que no vuelva a besarme o voy a tener que sacarle el tinte del pelo de un guantazo. Más tarde, aparece una larga e interminable lista de amigos y conocidos que me hacen sentir como un fenómeno de circo en exposición. Con ellos tampoco experimento ningún tipo de emoción, más allá de la profunda molestia que me producen.
Me paso varias semanas recibiendo todo tipo de sádicas torturas chinas, también conocidas como fisioterapia y rehabilitación, hasta que logro volver a caminar y a moverme con cierta normalidad. Me estoy esforzando al máximo para recuperar la forma física lo antes posible. Un mes después, ya tengo algo de autonomía y puedo ir sola al baño. Soy incapaz de mear de pie sin salpicar toda la tapa del wáter en el proceso. La verdad es que no entiendo como lo logran los hombres. Bueno, ahora que lo pienso, ellos tampoco son capaces del todo. Aunque en su defensa, debo admitir que nos es tan fácil como nosotras nos creemos, requiere todo un complicado ejercicio de puntería y concentración. Así que al final opto por hacerlo sentada y trato de tocármela lo menos posible. No es que me moleste tener un pene en la mano, pero la sensación de palpar el mío (el de Fabián) me da repelús.
Irónicamente, lo peor llega cuando los dolores remiten y los doctores me retiran la medicación fuerte. Una mañana, me despierto y descubro horrorizada que llevo una tienda de campaña bajo el pijama del hospital. Estoy recibiendo un puñetazo de realidad en forma de erección matinal. Es grande y está dura (¡Dios santo, soy un hombre!) y no se baja (¿Qué hago?). Me encuentro al borde de un ataque de nervios y, para rematarla, una enfermera entra en mi habitación con el desayuno. Quiero meter la cabeza en un agujero como los avestruces y no volver a sacarla jamás, pero, en lugar de eso, me limito a disimular el bulto lo mejor que puedo y a sonreír a la enfermera con aire culpable. Lo peor de todo es que hoy le estoy mirando los pechos más de lo normal. Por fin se marcha y puedo ir a orinar para que esta cosa se ablande.
Después, logro reunir el valor necesario para mirarme al espejo. Lo cierto es que he tratado de evitarlo a toda costa porque no quería admitir la verdad, pero, a estas alturas, ya me parece ridículo seguir posponiéndolo. Aunque me jorobe admitirlo, la vieja tenía razón, soy muy atractivo (quiero decir atractiva ¡Bueno, tú ya me entiendes!): debo medir cerca de un metro ochenta, tengo una cara muy masculina, con rasgos proporcionados y una sexy mandíbula cuadrada, el pelo negro y los ojos color miel. Y, a pesar de que mi cuerpo ha perdido algo de masa muscular por el tiempo de convalecencia, aún se aprecian los bíceps desarrollados y los abdominales marcados… ¡Estoy tremendo! (digo tremenda).
Al parecer, Fabián no tenía mucha familia, ya que solamente siguen visitándome su madre (he descubierto que se llama Carmen) a la que adoro, un chico gordito y afable que dice ser mi compañero de piso (su nombre es Rafa, pero yo lo he apodado “Gordi” en secreto) y la pesada de su novia Laura, quien va a conseguir que me desnuque, un día de estos, a base de tanto hacerle la cobra. Muy de vez en cuando, viene alguno de los amigos que se presentaron en mi cuarto el primer día, aunque a la mayoría no los he vuelto a ver. Y cómo no, también mi irritante abuela postiza se deja caer por aquí, cuando los otros no están cerca, para recordarme que debo apresurarme con mi recuperación porque mi tiempo en la tierra se está agotando. ¡Vieja bruja!
Como no recuerdo nada de mi pasado (lo cual es normal, teniendo en cuenta que yo no estaba allí), los médicos me han diagnosticado amnesia selectiva. Y, desde ese día, Carmen, Gordi y Laura se han auto adjudicado la férrea misión de devolverme la memoria (lo quiera yo o no) a base de rememorar insistentemente toda la biografía de Fabián. Por sus relatos, me entero de que tenía veinticuatro años; su padre murió cuando era pequeño y su madre lo crió sola, mientras se hacía cargo del restaurante familiar; Gordi era su mejor amigo y vivían juntos desde que empezaron la universidad; Laura y él llevaban un año saliendo; era adicto al gimnasio y a los deportes de riesgo, especialmente a la escalada, afición que provocó el accidente que lo dejó en coma; le gustaba la ciencia ficción, la filosofía y el rock clásico; y era un estudiante de Derecho (¡Ni siquiera tengo el título todavía!) que planeaba hacer las prácticas en el mismo bufete donde yo trabajaba cuando aún era una mujer y no estaba muerta y reencarnada en él... ¡Vaya lio y sólo estamos empezando!
¿Quieres saber cómo termina esta historia? Pues, ya hemos publicado el libro completo en“Alicia en el país del homoerotismo”(encontrarás el enlace en mi perfil).